Al desprenderse de la venda de los deseos que la cegaban, Nefertiti lo había visto todo con claridad. En la corte no habían tardado en surgir diversas facciones, todas ellas maestras en la confabulación. Algunos dignatarios querían seguir adelante con la revolución hasta sus últimas consecuencias, y no permitir que los dioses tradicionales fueran alabados de nuevo, aunque sus templos permaneciesen todavía clausurados oficialmente; otros preferían continuar con la política desarrollada durante los últimos años y mantener una concordia con los antiguos cleros; y por último estaban los que deseaban desertar para volver a la ortodoxia y olvidar las consecuencias que había traído aquella aventura.
Todos sin excepción tenían ambiciones, y Smenkhara representaba un obstáculo para poder alcanzarlas.
Los poderes en los que Nefertiti pensaba apoyarse no le resultarían útiles. Era absurdo pensar que estos renunciarían a su codicia por mantener a un rey al que nadie necesitaba. Sus pretensiones terminarían por asfixiarla, y ella jamás se doblegaría ante semejante vergüenza.
Sus temores habían terminado por acuciarla hasta el punto de extremar las precauciones en todo cuanto hacía. No podía fiarse de n Qadie, y el hecho de tener que vivir entre fantasmas la llevó a buscar una salida desesperada. Estaba sola. En las actuales circunstancias Paatenemheb solo suponía un remiendo con el que alargar su agonía, y Neferhor nunca podría librarla de su caída. En manos del clero de Karnak sería un instrumento empleado contra su propia debilidad.
Su padre, Ay, la había ayudado a ver con claridad cuál era su situación, y la decisión que estaba a punto de tomar contaba con su beneplácito. Solo de aquella forma podría eliminar las sombras que la amenazaban.
Los miembros de los antiguos poderes se organizaban en la sombra, pero ella estaba dispuesta a desafiarlos al precio que fuese. Para manifestar a todos sus dignatarios que se mantendría firme, Nefertiti aprovechó los graves incidentes ocurridos en Retenu para manifestar su resolución, y demostrar que no se inquietaba por enviar a su general favorito lejos de Egipto a combatir a los hititas. Sería una campaña larga, y eso favorecería sus propósitos. Para llevar a cabo el plan que había tramado necesitaba que Paatenemheb estuviese lejos de Kemet, aunque ella fuera más vulnerable a los ojos de los demás por este motivo; sin embargo, era un riesgo que debería correr si quería derrotar definitivamente a todos los que conspiraban a escondidas. Nadie en la milenaria historia de las Dos Tierras se había atrevido a algo semejante, pero ella era Nefertiti y nunca se doblegaría ante aquella caterva de ambiciosos. Para ello Smenkhara había ideado el plan más audaz que cupiese imaginar.
Tal y como había pronosticado Wennefer, Akhetatón se llenó de chacales en busca de una carroña que ya podían olisquear. Era como si de todas las necrópolis de Egipto hubieran llegado los carroñeros en busca de pitanza; con la mirada implacable y el hocico dispuesto a olfatear cuanto los rodeaba. Cierto era que aquellos chacales habían tomado forma humana, aunque ese detalle poco importara; su naturaleza era la misma, y también sus deseos.
Poco necesitó Neferhor para darse cuenta de ello. Para alguien como él, tan poco amigo de la corte y sus enredos, el ambiente que flotaba en los diferentes departamentos oficiales le parecía irrespirable. La Casa de la Correspondencia del Faraón era un hervidero de rumores en el que resultaba imposible confiar en nadie. Dadas las circunstancias cualquier información procedente de Siria era de gran importancia, y algunos funcionarios la buscaban con avidez para tener al tanto a la facción a la que pertenecían. Neferhor se ocupó personalmente de que todas las tablillas que viniesen de Retenu fueran a parar a sus manos, pero en muchas ocasiones los mensajeros hablaban más de la cuenta y ofrecían noticias sesgadas de lo que ocurría en realidad.
Aun así, el
sehedy sesh
no se dejó influenciar en absoluto. Él conocía muy bien el funcionamiento de aquel departamento, y trató de terminar con la desidia que se había apoderado de él durante tanto tiempo. Nunca había sido popular entre sus colegas, y tampoco esperaba serlo ahora, pero se propuso que la Casa de la Correspondencia del Faraón recuperara su buen nombre, y este fuera sinónimo de eficiencia.
En los últimos años habían ingresado en el departamento varios funcionarios de origen hitita. Estos se ocupaban de transcribir la correspondencia diplomática al acadio de forma correcta, y a Neferhor le causaron muy buena impresión pues no en vano dominaban la escritura cuneiforme. Además o9el escriba se sorprendió por los hermosos textos que eran capaces de crear, y se aficionó a leerlos para disfrutar de su magnífica prosa.
Por otra parte, Neferhor organizó convenientemente el departamento de protocolo, y se encargó de que este recobrara el buen nombre que ya tuviese en tiempos del gran Nebmaatra. Las embajadas enviadas a los distintos países quedaban de esta forma formalmente constituidas, y seguían unas pautas de actuación que eran reconocidas por las demás naciones, que a su vez se comportaban con reciprocidad.
A menudo, Neferhor visitaba al dios para informarle de lo que ocurría en los territorios extranjeros, y este le escuchaba con suma atención, sin perder detalle de lo que le decía. Smenkhara conocía la valía del escriba y se felicitó por su elección, aunque a la postre no sirviese de nada. El juego que Nefertiti acababa de iniciar iba a resultar muy peligroso, por lo que había decidido dar cierta confianza a Neferhor y vigilar estrechamente sus pasos dentro del departamento que dirigía. Nefertiti se mostró particularmente cercana al
sehedy sesh
para mostrarle facetas de sí misma que Neferhor nunca hubiera podido sospechar. Le hizo ver en cada ocasión lo importante que era su país para ella. El faraón lo amaba profundamente, y recalcaba con cada palabra que toda su política iba encaminada a conseguir el bienestar de su pueblo. Smenkhara demostraba un total conocimiento de la situación real de Kemet y, con el tiempo, Neferhor no tuvo ninguna duda de que el señor de las Dos Tierras albergaba los mejores propósitos. Sin embargo, estos podían resultar tan baldíos como las arenas de Nubia. La idiosincrasia de los habitantes del valle del Nilo era genuina, y cualquier rey que quisiera ponerse al frente de su pueblo debía contar con las bendiciones de uno de los grandes dioses. Siempre había sido así, como primer paso para ceñirse sin temor la doble corona, y en este caso Nefertiti no contaba con su respaldo.
En ocasiones, Smenkhara recibía al escriba rodeado de su familia. Su hija mayor, Meritatón, continuaba ostentando el título de
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, Gran Esposa Real, y Ankhesenpaatón se hallaba tan apegada a su madre que pasaba gran parte de su tiempo junto a ella, acompañándola en la fría soledad que traía aparejada su cargo. Como casi todas las mujeres de aquella familia, la princesa tenía un mal congénito en su espalda, y los mismos andares que su madre. Además había nacido con un pie deforme, igual que su abuelo el gran Nebmaatra, y solía utilizar bastón para poder caminar.
Algunas veces la hermana de Nefertiti, Mutnodjemet, se encontraba en los aposentos reales siempre en compañía de sus inseparables enanas, que eran bien famosas en la corte. Los enanos siempre habían sido sinónimo de buena suerte en Kemet, y Mutnodjemet era tan supersticiosa que las llevaba a todas partes. Esta princesa no poseía la hermosura de su augusta hermana, aunque sí su altivez, y una bella figura que se encargaba de exhibir entre los cortesanos. Sus allegados aseguraban que poseía alma de reina, y que su ambición y la alta estima en que se tenía la habían llevado a no tomar marido. «Ha nacido fuera de su tiempo», la criticaban algunos con malicia. «Si hubiera vivido su tío, el gran Nebmaatra, seguro que la habría desposado, pues es una hembra deseable. Él hubiera puesto fin a tantos caprichos», aseguraban malévolos al pensar en las dos enanas que hacían lo que les venía en gana, sin que nadie se atreviera a llamarles la atención por ello.
Allí fue donde Neferhor vio por primera vez a Tutankhatón, en compañía de su nodriza Maia, la persona que más quería a aquel niño. El escriba siempre recordaría ese momento y la impresión que le causó el pequeño príncipe.
Tutankhatón era un chiquillo de complexión débil y aspecto enfermizo que, al parecer, había heredado algunas de las malformaciones familiares, pues padecía escoliosis y además sufría una deficiencia en el paladar que le hacía tener el labio leporino.
Al observarle, Neferhor calibró las posibilidades que aquel niño tendría de sobrevivir entre la jauría que le rodeaba, para llegar a la conclusión de que su horizonte era todavía mucho más oscuro que el del actual dios.
No obstante el pequeño se mostraba activo y risueño, y en sus ojos el escriba captó la misma mirada que recordara en su madre, Sitamón. Al parecer, decía a todo el que le escuchaba que sería un gran guerrero, y que dispararía con el arco mejor de lo que lo hacían los arqueros nubios, famosos por su pericia en el manejo de esta arma. Su pasión por los caballos era de sobra conocida y el gran maestro de Carros, Ay, lo llevaba de vez en cuando en su biga para cazar en el desierto. Sus malformaciones no parecían importarle, y Neferhor sintió simpatía por el chiquillo de inmediato.
—El príncipe posee el corazón de un guerrero —aseguraba su nodriza, orgullosa—, aunque no le acompañe todo lo demás.
—Yo conocí a su divina madre, que me honró con su confianza. Siempre guardaré un buen recuerdo de su majestad —le había contestado el escriba.
Con estas palabras se inició lo que con el tiempo se convertiría en una estrecha amistad. Maia era una referencia para el pequeño, y este enseguida se interesó por aquel escriba del que tan bien le hablaba su nodriza.
—Tú estás al frente de la Casa de la Correspondencia del Faraón. ¿Crees, escriba, que algún día recuperaremos nuestras antiguas posesiones en Retenu? —le preguntó el príncipe con ansiedad.
—Algún día el dios que gobierne sobre Kemet extenderá de nuevo nuestras fronteras —le contestó Neferhor con una sonrisa.
El príncipe pareció pensar en lo que le decían.
—Si yo fuera faraón, haría morder el polvo a los malditos hititas —dijo Tutankhatón mientras entrecerraba los ojos.
—Seguro que mi príncipe podría llevar sus tropas hasta la estela que un día dejara el gran dios Menkheperre en los confines de la tierra.
—¡Los confines de la tierra! —exclamó el niño con gesto ensoñador—. ¿Piensas que yo sería capaz de tal cosa?
—Sin ninguna duda, mi príncipe. Te convertirás en un gran soldado. Ya lo verás.
A Neferhor le daba sentimiento hablar con el pequeño de estas cuestiones. Su inocencia saltaba a la vista, pero al escriba le t pareció despierto y voluntarioso. Además, el niño se le acercaba en cada ocasión en la que coincidían y no ocultaba el respeto que le producía.
—Dicen que conoces las lenguas extranjeras y descifras los símbolos de las tablillas de barro —le dijo Tutankhatón en cierta ocasión.
—Así es, mi príncipe.
—Yo he visto esos signos y me parecen obra de genios maléficos, imposibles de descifrar.
—Su lengua se habla más allá del Sinaí. Tú podrías aprenderla también —le aseguró el escriba en tanto le sonreía.
—¡Imposible!
—Nada es imposible para un príncipe tan listo como tú. Si lo deseas, algún día te enseñaré.
—¿De verdad que yo podría aprender la escritura cuneiforme?
—Y muchas cosas más.
—He oído que los textos antiguos no tienen secretos para ti y que eres tan sabio que preparaste para mi abuelo su
Heb Sed
.
El escriba asintió a la vez que miraba con cariño al pequeño.
—Tu abuelo me hizo un gran honor.
Tutankhatón abrió sus ojos con asombro.
—Ahora comprendo por qué te llamas Neferhor —musitó el chiquillo.
Aquel le miró fijamente.
—Recuerda, mi príncipe, que la búsqueda del conocimiento es un afán que debe nacer de la persona.
—¿Tienes hijos, escriba? —quiso saber el pequeño.
—Dos, mi príncipe. Uno casi de tu edad.
—¿Cuál es su nombre?
—Se llama Nebmaat.
—Nebmaat —musitó el chiquillo—. Menudo nombre. Me gusta, escriba. ¿Sabías que mi padre, el gran dios Akhenatón, era un fiel defensor del
maat
? ¿Que siempre lo tenía presente y me inculcó ser fiel a ese camino?
—Tu padre, el gran Akhenatón, fue un dios que recordarán los tiempos —aseguró Neferhor, disimulando lo que en realidad pensaba.
—Nebmaat —volvió a repetir el pequeño—. A mi padre le hubiera gustado conocerle. Seguro que le habría convertido en un
maaty
, un justificado en el
maat
—dijo, riendo su broma.
El escriba hizo un gesto de agradecimiento.
—Y dime, escriba, ¿Nebmaat acude al
kap
?
—Así es, mi príncipe. Estudia en compañía de otros niños de la corte en el
kap
de palacio.
—A mí no me permiten acudir al
kap
. Tengo un preceptor que me enseña las palabras de Thot aquí, en el Palacio de la Ribera Norte.
Neferhor no dijo nada, pues de ordinario los príncipes acudían al
ka
en compañía de otros niños, donde aprendían todo cuanto necesitaban saber.
—Me gustaría conocer a Nebmaat. Quiero que venga algún día a jugar conmigo.
—Será como tú deseas, mi príncipe.
Tutankhatón permaneció pensativo durante unos instantes.
—Maia me ha dicho que conociste a mi madre —señaló el niño de improviso.
—La conocí, mi príncipe.
—¿Piensas que me parezco en algo a la reina Sitamón?
—Tienes sus mismos ojos y espero que su corazón bondadoso.
—Háblame de ella, escriba.
Neferhor se aprestó a cumplir los deseos del príncipe y un día acudió a palacio en compañía de su hijo para hacer las debidas presentaciones. Nebmaat era un niño extrovertido que solo se parecía a su padre en lo perspicaz, aunque también tuviera un corazón bondadoso. Ambos pequeños congeniaron desde el primer momento y a pesar del abismo social que los separaba se hicieron grandes amigos. Muchos días, al salir de la escuela, Nebmaat iba hasta el palacio para reunirse con Tutankhatón. Juntos jugaban a perros y chacales, al juego de la serpiente y, sobre todo, al
senet
, el pasatiempo favorito del príncipe.