El que Paatenemheb en persona hubiera acudido al templo para transmitirle aquella invitación ya era suficiente motivo para preocuparse. Al parecer, en Akhetatón sabían de sobra dónde se encontraba escondido. Sin embargo, sintió una gran alegría al ver al general con el que siempre se encontraría en deuda. La sorprendente visita tenía un significado que a nadie se le escapaba. Había una voluntad claraÀPz por parte de Ankheprura de limar asperezas. El faraón tendía una mano amistosa hacia Karnak y él era el elegido para estrecharla.
Tanto Wennefer como Neferhotep se mostraron muy excitados tras la visita de Paatenemheb, y durante horas discutieron junto a Neferhor acerca de su alcance.
—Nadie más debe saber lo que el general vino a proponernos —convinieron, pues el mensaje resultaba tan sutil que en cualquier momento podía desvanecerse para no significar nada.
El hecho de que recayera sobre su persona una responsabilidad semejante abrumó a Neferhor, quien se veía asumiendo un papel que no le correspondía, pero así lo había determinado el faraón y también Amón, pues Wennefer estaba convencido de que detrás de todo aquel asunto se hallaba la mano del Oculto.
—No te preocupes, amigo —le había animado—. Solo tienes que escuchar a Nefertiti, y confiar en nuestro padre. Él te dará entendimiento.
Con esta frase todavía en su memoria, Neferhor desembarcó y se dirigió al palacio. Per Hai se conservaba tal y como lo recordaba, aunque el ambiente festivo que conociese hubiera desaparecido para dar paso a una quietud que contrastaba con el nombre que el gran Nebmaatra pusiera a la residencia. La Casa del Regocijo hacía mucho que había desaparecido, aunque el escriba se emocionara de nuevo al cruzar sus grandiosos patios y recorrer los pasillos que tantos recuerdos le traían. Allí había amado y también cometido traición a quienes le querían, al tiempo que sembraba de odio un campo cuya cosecha recogiera un día. Pero la gloria que tuvo el privilegio de vivir eclipsaba cualquier sombra en su memoria. En aquel lugar él fue testigo de la grandeza de Egipto, y no pudo evitar un sentimiento de nostalgia al verse otra vez en Malkata, aunque fuera por motivos bien distintos. Al observar a los soldados que guardaban la residencia real, Neferhor se atemorizó. Sin poder remediarlo la imagen de Rai se le presentó con su aspecto más feroz, y el escriba pensó que tal vez el
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se encontrara en el palacio, y que quizá le estuviera vigilando en aquel momento, dispuesto a rematar su labor de forma apropiada. Sin duda eso era posible, y no pudo reprimir una sensación de angustia en el estómago ante la certeza de su propia insignificancia.
Nefertiti observó durante un rato al escriba que se postraba ante ella. Tumbado cuan largo era Neferhor le mostraba su espalda, tal y como la reina estaba acostumbrada a que hicieran sus súbditos. El faraón se detuvo en cada detalle, desde las humildes sandalias hasta la ausencia de joyas o adornos. Por no llevar, el escriba no portaba ni peluca, algo inusual en las recepciones de la corte, y se presentaba afeitado de pies a cabeza como si fuera un sacerdote. Si Neferhor quería demostrar con ello la pureza de sus actos y las buenas intenciones que le llevaban hasta allí, a la corregente le parecía bien, aunque poco significara para esta.
Cuando por fin Nefertiti le dio licencia para levantarse, Neferhor la miró con disimulo. Los años habían pasado por su rostro, donde también se notaban las calamidades. Sus hermosas facciones no habían sido inmunes al sufrimiento, aunque sus huellas no hicieran palidecer su belleza. Al escriba esta se le antojó más terrenal, sin la perfección que tuviera antaño, pero su mirada continuaba siendo tan dura como recordaba, y el poder que emÀ=anaba de ella propio de quien se consideraba un dios. Nefertiti se presentaba ante él vestida con todos los atributos de un faraón. Ahora era Ankheprura, vida, salud y prosperidad le fueran dadas.
—No esperaba volver a verte, buen escriba —le dijo el dios por todo saludo.
Neferhor bajó la vista sin saber qué contestar.
—Dejemos al Atón que designe lo que corresponda. Si hoy estás de nuevo ante mí es gracias a su deseo. ¿No lo crees así?
—Siempre he servido con lealtad a su majestad —se atrevió a contestar el escriba.
—Así debe ser, más allá de lo que opine el hombre.
Neferhor se estremeció, pues el tono de la corregente no estaba falto de reproche.
—Hoy regresas ante mí por ese motivo, escriba, pues reclamo tus servicios para que lleves a cabo un cometido tan importante como delicado.
—Haré cuanto desee su majestad.
—Esa es mi voluntad —recalcó Nefertiti, quien tras unos instantes de silencio continuó hablando—. Amo a la Tierra Negra sobre todas las cosas. Es mi intención velar por ella como corresponde a mi título, protegerla de todo mal y custodiar su legado. Kemet se encuentra exhausto y es mi deber socorrerlo, ¿comprendes lo que quiero decir?
—El corazón de mi señor Ankheprura, vida, salud y prosperidad le sean dadas, rebosa sabiduría.
—Escucha pues mis palabras, escriba. Fui educada en las antiguas tradiciones. Conozco el nombre de los dos mil dioses y también sus liturgias. Estas se encuentran repletas de conocimiento, de palabras más sabias que las mías. Pero muchas de ellas terminaron por perderse con el paso de los siglos para ser utilizadas en provecho de los hombres. Estos aman el poder allá donde se encuentren, sin reparar en el precio de su ambición. No hay lugar en Kemet para esas personas —advirtió Nefertiti, alzando uno de sus dedos—, pero sí para quien quiere buscar la santidad en el servicio de los cultos ancestrales.
Neferhor no perdía nota de cuanto escuchaba.
—Siento desconsuelo cuando miro hacia Karnak y no encuentro a Amón sobre el horizonte —continuó Nefertiti—. «Él siembra el regocijo en el corazón del pueblo y ahuyenta los temores.» Es mi deseo contemplar al señor de los sicómoros, pero no la codicia y avidez de los que se sirven de él. Kemet necesita del aliento del Oculto en esta hora, y por ello me avengo a que se le sirva apropiadamente desde la intimidad de sus capillas. Tiendo mi mano a los sacerdotes para que dejen de sentirse perseguidos y puedan alabar a Amón como corresponde.
Neferhor se mantuvo impávido, con la máscara acostumbrada sobre su rostro y el corazón esperanzado.
—Sin embargo —señaló Nefertiti, endureciendo su tono—, Karnak no será rehabilitado como antaño. Ya nÀo tiene posesiones que administrar, pues estas pertenecen al faraón, y así debe continuar siendo. Ese será el precio de mi amistad.
La corregente escrutó con la mirada al escriba para convencerse de que este había entendido cuanto le había dicho.
—Como muestra de confianza —concluyó Nefertiti—, he dispuesto una capilla consagrada a Amón dentro de mi templo en Tebas. Es mi deseo que se inicie el culto en ella. Yo misma oraré en compañía de uno de sus sacerdotes. Es una gran responsabilidad la que te confiero, escriba, pues deberás trasladar mis palabras tal como las he pronunciado, sin trampa ni ardid, sin juicios y con la reserva que espero de tu prudencia. Esta es la palabra de Ankheprura, señor del Alto y Bajo Egipto, que así se cumpla.
Nefertiti hizo un ademán con el que daba por terminada la audiencia, y el escriba se retiró sin darle la espalda, como requería la etiqueta. Justo cuando se volvía para abandonar la sala, se escuchó la voz de Ankheprura.
—Me agradó verte, Neferhor, pero no te alejes mucho pues quizás un día te necesite.
El temor dejó paso a la esperanza, y en Karnak los corazones se sintieron felices por no tener que volver a esconderse. El Oculto reinaba de nuevo en su ciudad santa, aunque su poder terrenal hubiese desaparecido casi por completo. Pero no importaba, pues su luz todo lo podía. Amón gobernaba el tiempo, y su sabiduría conocía lo que había de venir; esa era su grandeza.
Los sacerdotes extremaron su prudencia, sabedores de que la vida se abría de nuevo camino, en tanto observaban con mayor atención cuanto ocurría en Egipto.
Ankheprura había sido fiel a su promesa, y el décimo día del tercer mes de la inundación de su tercer año de corregencia rezó al padre Amón en compañía de Pawah, sacerdote
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y escriba de las ofrendas divinas, que Karnak había designado para que mantuviese el culto en la capilla que el faraón había edificado en su templo.
Sus palabras habían corrido de boca en boca por Ipet Sut, como si se tratase de un bálsamo:
Mi deseo es mirarte, que mi corazón pueda regocijarse, oh Amón, protector del hombre pobre: tú eres el padre del único que no tiene madre y el esposo de la viuda.
Así había empezado su oración Ankheprura, para terminar por solicitar al Oculto su intervención divina y expulsar las sombras de Egipto.
Oh Amón, oh gran señor que puede ser encontrado si lo buscas, ahuyenta los temores. Siembra el regocijo en el corazón del pueblo.
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Para Wennefer no había ninguna duda. La revolución religiosa que Akhenatón había llevado a cabo tomaba un nuevo camino. Sus espías le tenían bien informado y sabía que Akhetatón, la capital del dios hereje, tenía los días contados. En aquel momento, más que nunca, era necesaria la discreción y eÀol buen juicio. La paciencia era una virtud de los dioses y había que perseverar en ella. Akhenatón vivía en una irrealidad que había terminado por absorberle para alejarle definitivamente de cuanto le rodeaba. El gobierno de las Dos Tierras ya no estaba en sus manos, sino en las de su corregente. Wennefer se imaginó el escenario en el que debía desenvolverse Nefertiti. Las fuerzas que obrarían sobre ella serían colosales, y con el paso que había dado, mostraba sus ambiciones y también su debilidad.
Todo confluiría a su debido tiempo, y hasta que llegara ese momento el clero de Karnak mostraría su amistad a Nefertiti y también su ayuda desinteresada en todo cuanto precisara. Pronto la ciudad del Horizonte de Atón se llenaría de chacales, y eso satisfacía al sacerdote.
Wennefer acertaría en sus vaticinios. Durante los siguientes años Akhetatón se convirtió en una ciudad en la que las intrigas y la desconfianza corrían por las calles en tanto los ciudadanos seguían sometidos al férreo control policial acostumbrado. Desde el Palacio Real se invitaba, más que nunca, a vivir la felicidad del momento; a gozar de cada día en tanto el Atón les inundaba con sus rayos benefactores.
Akhenatón había tomado por esposa a la tercera de sus hijas, la princesa Ankhesenpaatón, con la que continuaba su búsqueda de un descendiente varón. Pero, como había ocurrido con anterioridad, la princesa le dio una niña, Ankhesenpaatón-Tasherit, para desesperación del dios que solo había podido procrear hembras con las mujeres de su linaje. El único vástago varón de sangre real, el príncipe Tutankhatón, parecía tan endeble y enfermizo que dudaba de que pudiera mantenerse durante mucho tiempo en el mundo de los vivos. El Atón no le otorgaba su deseo y Akhenatón se desvinculó de los suyos para caer prisionero del mundo que él mismo había creado al margen de la realidad.
Corrieron noticias del desgaste mental del faraón, y eran muchos los que aseguraban que tenía arranques de locura. Comenzaron a proliferar las burlas sobre su persona e incluso circularon unas figuras de monos de piedra caliza que caricaturizaban a Akhenatón.
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Muchos de los dignatarios de la corte se miraban temerosos. Ellos formaban parte destacada de aquella revolución iniciada hacía diecisiete años que no estaban dispuestos a que terminara nunca. Los hombres nuevos se habían hecho un lugar entre la élite social al desplazar a la rancia aristocracia a la que tanto odiaban, y no iban a renunciar a su poder. Los altos funcionarios fraguaron sus pactos e intrigaron para posicionarse convenientemente ante lo que se presumía próximo. Durante su corregencia, Ankheprura había llevado los asuntos de Estado de la mejor manera posible, pero era una mujer, y aquel detalle sembraba de incertidumbre el futuro.
El presente tampoco había resultado venturoso. La peste se había ensañado con los habitantes de la capital hasta provocar numerosas víctimas. Otras tres princesas reales murieron a consecuencia del mal ante la desesperación de sus padres. Sin embargo, la enfermedad no había hecho mella en Tebas, y muchos vieron en este detalle la prueba inequívoca del castigo del Oculto, ya que su ciudad santa salía indemne ante la ira del faraón. Algunos ciudadanos decidieron abandonarƀ8 Akhetatón, y esta quedó envuelta en el llanto y la desolación. Parecía que una suerte de maldición se había apoderado de ella, y muchas miradas se dirigieron hacia el dios, Akhenatón, que vagaba por su palacio con la mirada perdida en tanto recitaba alabanzas al Atón.
Llegó un momento en que las ambiciones se desbocaron y también el temor a que Egipto continuara por la senda que lo llevaba inexorablemente al desastre. Para la tradicional superstición popular, aquella terrible plaga que asolaba parte de Kemet era producto de la impiedad y el abandono de los antiguos dioses. El país no podía seguir por más tiempo perdido entre los misterios de una religión que nunca habían comprendido. La estructura que tanto tiempo se había tardado en levantar se tambaleaba y amenazaba con desmoronarse.
Un día la noticia se extendió por Egipto como impelida por el misterio más insondable. Era el final del verano, y al comenzar la vendimia el rumor de las aguas hablaba del temor que abrigaban las gentes del valle y su incertidumbre ante lo que se avecinaba. El suceso venía acompañado por la inseguridad y la desconfianza, pero sobre todo por la sospecha. Akhenatón había aparecido muerto en su palacio sin que nadie acertara a asegurar cuál había sido la causa de su fallecimiento. Los imprecisos detalles no hacían más que alimentar el recelo, y a nadie se le escapaba que existían motivos suficientes para dar crédito a cualquier hipótesis. Para la mayoría, la temible enfermedad se lo había llevado como hiciera con sus hijas, aunque hubiera quien pensara en la mano del hombre. Pero el secretismo que rodeó el luctuoso hecho fue tal, que el dios se llevó consigo a la tumba el misterio de su muerte. Corría el decimoséptimo año de su reinado, y Egipto se encaminaba por una senda que nadie sabía adónde lo conduciría.
Todo resultaba oscuro, como las tinieblas en las que había vivido Kemet durante muchos
hentis
, y las gentes sencillas veían en aquel final un triunfo del bien sobre el mal.