El secreto del Nilo (68 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

BOOK: El secreto del Nilo
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Casi un mes después, el día treinta del octavo mes de su quinto año de gobierno, Akhenatón se dirigió en su barca real, seguido por un cortejo de grandes dignatarios, al lugar que había elegido para que fuera centro del poder del Atón. Allí se levantaría la nueva capital: Akhetatón, el «Horizonte de Atón», desde la que el rey gobernaría la Tierra Negra.

El sitio había sido elegido con cuidado, pues se trataba de una zona situada en la orilla este del Nilo junto a un extenso semicírculo de elevados farallones que la protegían y que solo permitían el acceso al lugar por estrechos pasos situados al norte y al sur. Al otro lado del río se extendía una vasta zona de tierra de cultivo, con abundante agua, que resultaba ideal para extraer de ella las mejores cosechas. El enclave estaba situado a medio camino entre Menfis y Tebas, en el decimoquinto nomo del Alto Egipto, Went, o Neit del Sur, cuya capital Khemnu, Hermópolis, era una importante población y centro de trabajo.

La misma forma de los elevados acantilados que se alzaban al este constituyó un motivo fundamental para que el faraón eligiera aquel lugar, ya que, a la salida del sol, el paisaje recordaba al jeroglífico
akhet
, el horizonte por el que el sol renacía cada mañana.

Akhenatón ordenó levantar sus dos primeras estelas fronterizas, de las quince que llegarían a erigirse: una en los acantilados del norte y otra en los del sur. Eran enormes, y estaban flanqueadas por dos tablillas que mostraban imágenes de Akhenatón, Nefertiti y sus dos hijas mayores. Ambas se hallaban situadas en unos nichos de una altura de dos codos, lo que las hacía destacar sobremanera. En ellas se inscribieron los textos de la «primera proclamación», en los que el faraón explicaba su decisión de trasladaӀrse a la nueva capital y el deseo de su padre el Atón para que se llevara a efecto.

Entonces les dijo su majestad: ¡Alabado sea Atón! El Atón desea que se construya para él como un monumento con nombre eterno y perdurable. Ahora es el Atón, mi padre, quien me aconseja en relación a Akhetatón. Ningún funcionario me aconsejó jamás sobre ello, ni pueblo alguno de toda la Tierra me aconsejó sobre ello, diciéndome que construyera Akhetatón en este lejano lugar. Fue el Atón, mi padre, quien me aconsejó sobre ello, para que se pudiera construir para él como Akhetatón. He aquí que no lo encontré provisto de santuarios o cubierto de tumbas y pórticos, o con restos de otra cosa que hubiera sucedido allí… He aquí que es el faraón, ¡vida, prosperidad y salud!, quien lo fundó, cuando no pertenecía a ningún dios ni a ninguna diosa; cuando no pertenecía a ningún gobernante, fuese hombre o mujer; cuando no pertenecía a ningún pueblo que tuviese intereses aquí. Lo encontré abandonado… Es el Atón, mi padre, quien me aconsejó sobre ello, diciéndome: «Mira, llena Akhetatón con provisiones, ¡un almacén para todo!», mientras mi padre Atón me proclamaba: «Pertenecerá a mi majestad, será Akhetatón, para siempre y eternamente…»
[32]

Así rezaba una de las estelas con las que se fundaba la ciudad. Akhenatón proclamaba ante los grandes de Egipto su nuevo dogma y estos se postraban como los primeros entre sus súbditos.

El proyecto se hallaba perfectamente estudiado, y entre aquellas dos primeras estelas se trazó un punto medio que significaría el eje central de la capital. Allí mismo erigió un altar de ofrendas de caliza, y arengó a los dignatarios con encendida pasión para explicarles cuanto se iba a construir y la superficie que ocuparía.

—Aquí se levantará el futuro Pequeño Templo de Atón y en su cara norte la Casa del Rey. Más al norte construiré el Gran Templo de Atón y dos palacios más, con dos grandes barrios separados por la Ciudad Central, donde situaré el Gran Palacio donde mis vasallos podrán rendirme pleitesía. Una Vía Real atravesará la ciudad de norte a sur, en toda su extensión, más de dieciséis kilómetros, y en los acantilados del este construiremos la necrópolis, adonde seré trasladado dondequiera que haya muerto. Mi tumba en Akhetatón acogerá mis restos, y ella servirá de foco desde el que se levantará la ciudad. Todos cuantos sirváis con lealtad a mi majestad construiréis vuestros propios sepulcros en la necrópolis para que constituya vuestra morada de eternidad. Akhetatón rebosará de todo lo bueno para el hombre, y en ella todos serán iguales bajo los rayos de mi padre el Atón —continuó el rey—. Que su realeza gobierne desde Akhetatón. Que conduzcáis a todas las tierras hacia el Atón. Que cobréis los impuestos a las ciudades y a las islas para él…
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Todos alzaron sus voces al cielo entusiasmados por las palabras del faraón. Una nueva era nacía aquel día de la mano de Akhenatón, que parecía dispuesto a terminar para siempre con los rancios poderes que habían asfixiado a Kemet desde la sombra. El Horizonte de Atón les ofrecía un futuro libre de las viejas servidumbres, en el que era posible iniciar una nueva vida y construir una sociedad mejor. Los dignatarios se felicitaron y pronto todo Egipto se hizo eco de aquel hecho sin precedentes.

En realidad, aquel paso había sido estudiado con cuidado por el faraón. La constante oposición a sus ideas, que percibía a diario, y el peligro que gravitaba sobre toda su casa le habían impulsado a tomar aquella decisión que, en el fondo, era más política que religiosa. En Tebas el aire se le hacía irrespirable, y en Menfis la vieja nobleza lo miraba con recelo y antipatía. Era preciso librarse de aquel lastre para poder reinar con independencia, lejos de las intrigas de unos enemigos que no cejarían de acosarle como chacales.

Akhetatón resultaba el lugar idóneo en el que empezar a construir el reino en el que el rey creía. Se hallaba lo suficientemente alejado de las dos capitales más importantes del país, y allí su influjo podría ser controlado con facilidad. La ciudad crecería así apartada de los sacerdotes y la antigua nobleza que todo lo controlaba, y el Atón expandiría libremente su universalidad.

La mente brillante del faraón había diseñado la capital que había intentado en un principio esbozar en el mismo Karnak y, como era de esperar, le fuera imposible. Todo quedaba focalizado desde su propia tumba real, que construiría al este de los grandes farallones. Desde ella proyectaría su luz cada mañana con la salida del sol sobre toda la ciudad, como si de una resurrección se tratara. Representaba la piedra angular desde donde se manifestaría su nueva teología. Desde ella no solo resucitaría cada día, sino que también lo harían los reyes que habían gobernado Egipto, pues todos formaban ya una sola entidad fusionada con el sol. Aquella tumba era la prueba de que el culto al Atón era, en sí mismo, una exaltación del poder de todos los soberanos de Kemet; esa era la esencia de su religión, tal y como muchos habían adivinado desde hacía ya tiempo.

Desde su emplazamiento, minuciosamente elegido, la monarquía enviaría su luz unida al ente solar sobre los doscientos kilómetros cuadrados que ocupaba Akhetatón como una verdadera fuente de vida. Ese era el auténtico interés de Akhenatón, más allá de la condición o destino del hombre.

El gasto necesario para acometer aquella empresa resultaría enorme, y para ello el faraón no repararía en utilizar su poder con el impulso que le caracterizaba. Todas las obras que se estaban ejecutando en Kemet se pararían para poder utilizar, de este modo, cuantos recursos estuvieran a mano. Se necesitaban albañiles, canteros, escultores, jardineros, campesinos, carpinteros… Egipto entero se disponía a involucrarse en una obra colosal de la que se hablaría durante milenios, y a la que no dudó en unirse el propio ejército, que envió a sus soldados a construir la ciudad del Horizonte de Atón como si de una misión en Retenu se tratara. Como bien había arengado Akhenatón a sus dignatarios, era necesario que se cobrasen todos los impuestos, allí donde se encontraran, pues la capital no debía carecer de nada.

6

Para Sothis, todos aquellos cambios de los que hablaban apenas tenían significado. Como esclava que era su destino se encontraba inexorablemente unido a su amo, y el de su hija, con suerte, también. Vista desde esta perspectiva, su vida se desarrollaba por caminos en los que el paisaje resultaba ser siempre el mismo. Las mismas piedras, los mismos árboles, la misma vereda. Era la que le había tocado recorrer, y poco le importaba lo que aconteciese en las demás, pues no tenía cabida en ellas. Un día lրos soldados del dios la habían esclavizado después de mostrarle lo peor que hay en el corazón de los hombres, y durante mucho tiempo la imagen de su padre combatiendo por lo que le pertenecía la acompañó en las noches de vigilia, seguramente para que no se diera por vencida. El destino de cada cual estaba sujeto a tantos caprichos, que la fortuna era aficionada a cambiar de cara con frecuencia e, incluso, a no presentarse nunca.

Si el dios había decidido trasladar su capital a otro lugar, los hombres se adherirían al faraón a fin de conquistar su favor para colmar sus ambiciones. Todos las tenían, y muchos darían buenas muestras de su habilidad para conseguirlo. Unos venían y otros se marchaban, pero siempre habría alguien dispuesto a reemplazar a quien se fuese, incluso a los sacerdotes de Amón.

Esta era una prueba patente de lo que pensaba; pronto los nuevos dignatarios del faraón no se acordarían de los servidores del Oculto más que para criticarlos o vilipendiarlos, pues no los necesitaban. Habían supuesto un estorbo durante siglos, y ahora su espacio podía ser ocupado por nuevos hombres a los que se les ofrecían grandes oportunidades.

Sothis se veía obligada a tener otras expectativas, y estas se hallaban delimitadas por el perímetro de la casa en que vivía y por cuanto en ella acontecía. En Tait volcaba todas sus esperanzas pues estaba convencida de que algún día la pequeña ganaría su libertad, y eso era todo cuanto le importaba. El interés por su persona pasaba a un segundo plano aunque no por ello dejara de tener ilusiones. Su vida había sido destruida hacía muchos años y pensaba que era imposible el poder reconstruirla de nuevo, por eso aquella casa era, finalmente, todo cuanto poseía, y de esta dependía un futuro que siempre suspendería de un hilo. El amo era un hombre bueno, pero un día todo podía cambiar, como les pasaba a muchas esclavas.

Su señor había ocupado parte de sus pensamientos durante los últimos días. Ella sabía muy bien que la llama del deseo había prendido en el corazón del escriba, y que este ansiaba poseerla. Sus miradas no ocultaban el ardor que parecía sentir, aunque siguiera comportándose con la consideración de siempre. A Sothis le satisfacía el sentirse deseada por Neferhor, en el que pensaba desde hacía tiempo, aunque nunca se había dejado llevar por sus sueños puesto que era consciente de su posición y, sobre todo, de la de su amo. Sin embargo, durante las últimas noches no había podido dejar de imaginarse a su señor en la fría soledad de su lóbrego habitáculo, luchando contra la pasión que lo consumiría. La austeridad era una de las características de aquel hombre, que no hacía nunca alarde de posición o riquezas, y que prefería dormir sobre una estera que en una mullida cama. Ella pensaba que debía de ser como uno de aquellos sacerdotes que pasaban su vida en el interior de los templos, entre papiros y textos incomprensibles, sin otro deseo que el de aprender. Pero en realidad Sothis desconocía por completo cualquier aspecto de la vida pasada del escriba. Esta comenzó para ella el día en que Niut la compró, y de eso hacía ya nueve años.

La nubia se había hecho una mujer junto al hombre a quien servía, y pensó que quizá fuera ese el motivo por el que siempre la había respetado; mas en Kemet abundaban las casas en las cuales las jóvenes yacían con sus amos en cuanto llegaban a la adolescencia, y la esclava terminó por atribuir el comportamiento de su amo a su rectitud. Por esa razón le resultó inesperado su interés por ella. Ahora Neferhor la miraba como un hombre ۀy eso podía llegar a complicar las cosas.

Sothis sabía que no podía negarse a los deseos de Neferhor, pero convertirse en su amante la llevaría por nuevos caminos que ignoraba adónde la podrían conducir. Sobre todo porque la nubia intuía la naturaleza que se escondía tras la bondad de aquel escriba. Ella estaba segura de que, tarde o temprano, Neferhor se le acercaría para reclamar sus caricias, y que se entregaría a él con amor. Era mejor enfrentarse a ello cuanto antes, pues su deuda la acompañaría toda la vida. Por tal motivo se sentía inquieta, aunque su magia le dijese que la diosa en la que tanto creía lo tenía todo dispuesto desde que la joven viniera al mundo. El tiempo de los cambios también tocaba a su puerta.

La fundación del Horizonte de Atón supuso un hecho de proporciones gigantescas. Era la primera vez que en el país de Kemet ocurría algo parecido, y los viejos poderes se quedaron desconcertados, sin comprender cómo se había podido llegar a semejante extremo. Sus intentos por enderezar una situación que no les era propicia habían resultado en vano, y tras la intriga fallida alrededor de la figura del dios, su posición era extremadamente delicada, pues ya no disponían del control sobre la situación. Aquel faraón había resultado ser mucho más listo de lo que pensaban, y sobre todo parecía decidido a dar total cumplimiento a sus sueños megalómanos, apoyado por una esposa que estaba dispuesta a todo con tal de que la monarquía fuera el único poder posible en la Tierra Negra, y que el Atón acabara por ser reconocido como el verdadero dios.

Neferhor había vivido con inquietud todos aquellos acontecimientos, y también con excitación. Durante un tiempo recorrió a diario los márgenes del río en busca del extraño correo con quien debía comunicarse, sin resultado alguno. A aquel hombre parecía habérselo tragado la tierra, y el escriba recordó las palabras de Neferhotep con las que le rogaba prudencia y sobre todo discreción, pues su cometido aún no le había sido revelado. Neferhor debía mantenerse afín al nuevo régimen, y su nerviosismo solo le traería contratiempos.

Por lo poco que sabía, una oscura trama se había urdido contra el faraón y, según aseguraban, una mano se había alzado amenazadora dispuesta al regicidio. Aunque todo eran especulaciones, Neferhor no albergaba ninguna duda de que los intereses de Amón se habían enfrentado abiertamente contra Akhenatón, y que no había vuelta atrás en aquella declaración de guerra. El clero de Karnak, junto con el resto de los templos de Egipto, se enfrentaría al faraón en una contienda feroz en la que la Tierra Negra sufriría las consecuencias.

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