Lo que no resultó imprevisible fue su gran afición por las mujeres. En este aspecto había que reconocer que el dios tenía a quien parecerse, ya que su augusto padre fue un mujeriego empedernido durante todo su reinado. Sin embargo, Neferkheprura parecía dispuesto a hacer palidecer el recuerdo del gran Nebmaatra y, a no mucho tardar, su insaciable apetito sexual fue motivo de los habituales chismes, sobre todo porque su esposa, Nefertiti, era la mujer más bella de Egipto, y todas las demás a su lado lucían ausentes de gracia.
Pero al faraón aquellas consideraciones no le parecían oportunas, y demostró lo poco que le importaban desde el mismo momento en el que muriera su padre. Neferkheprura heredó su harén al completo, y enseguida se dispuso a hacer un buen uso de él, pues lo visitaba a diario. Allí fue donde se enamoró perdidamente de una de las esposas principales de su difunto padre, Tadukhepa, con la que a su vez se casó para vivir juntos una pasión que los acompañaría durante toda su vida. El que Nefertiti le hubiera dado ya dos hijas, Meritatón y Meketatón, no era óbice para que el dios tuviera innumerables amantes a las que le gustaba visitar; pero al parecer, como también le ocurriera en su día a su padre, las artes de Tadukhepa lo subyugaron desde el primer momento. Ella era su preferida, y al poco se creó una gran rivalidad entre la mitannia y Nefertiti, que con los años traería odios y disputas.
Entre ambas mujeres había poco en común al margen de sus lógicas ambiciones, pues si Tadukhepa parecía una belleza exótica, Nefertiti era la hermosura personificada, la perfección absoluta; un rostro libre de defectos que todas las demás envidiaban y ante el cual se rendían sin condiciones. Sin embargo, la reina más bella que nunca tuviera Egipto era de carácter seco y dominante, y su personalidad calculadora la hacía mantenerse distante y siempre alerta. Tadukhepa, por el contrario, era alegre yˀ derrochaba simpatía entre los que la rodeaban. Todos la llamaban Kiya, que significaba «mona», y a fe que semejante apodo había sido justamente ganado, ya que su chispa e ingenio eran famosos, y se aseguraba que poseía todas las armas para amarrar a su lecho a cualquier hombre hasta enloquecerlo. El dios suspiraba por sus caricias, y a nadie le extrañó que le concediera el siguiente título oficial: «Muy amada esposa del rey del Alto y Bajo Egipto, el que vive en la verdad, señor de las Dos Tierras, Neferkheprura-Waenra, el divino hijo del Atón que vive por siempre y eternamente, Kiya.»
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Con semejante título el faraón dejaba claro el amor que sentía por la mitannia, aunque no por ello se abstuviera de visitar con frecuencia el harén, siempre en renovación, y engendrar hijos con otras mujeres.
Pero sin duda la figura de la Gran Esposa Real resultaba gigantesca, pues en ella se aglutinaban cualidades que iban mucho más allá de su increíble belleza, como eran su inteligencia, perspicacia y gran visión política. Nefertiti era la piedra sobre la que se apoyaban, no solo su esposo, el faraón, sino también las ideas de este. Ella era el motor que les daba movimiento, y sin aquella mujer al lado Neferkheprura no hubiera podido llevar a cabo su proyecto. La talla de Nefertiti sobrepasaba a todos, y Neferhor fue testigo directo de ello la mañana en que la reina lo hizo llamar a su presencia por primera vez.
Antes de que pudiera ver el rostro de la reina, el escriba se mantuvo postrado cuan largo era, con su nariz sobre el suelo, sin moverse, tal y como los reyes habían impuesto a sus súbditos, a la espera de que le dieran licencia para alzarse. A Neferhor le pareció que la reina debía de estar examinándolo, o quizá solo quisiera hacerle sentir su sello desde el primer momento, puesto que tardó en ordenarle que se le acercara.
—Tú eres el escriba real Neferhor, que fue honrado por el Atón Dyehen, amado en vida por el gran Amenhotep, hijo de Hapu, ¿no es así? Aproxímate un poco más.
—Así es, majestad —respondió el escriba mientras obedecía a la reina—, aunque dudo de que lo mereciera.
—¿Por qué dices eso?
—¿Cómo explicarse si no que mi nombre fuera olvidado después durante años?
Nefertiti soltó una carcajada que a Neferhor le resultó deliciosa.
—En eso no te falta razón, escriba. ¿A qué crees que se debió?
—Tales cuestiones me sobrepasan, majestad. Siempre me limité a servir a la Tierra Negra lo mejor que supe.
—¿A la Tierra Negra, dices? —se interesó la reina.
—Tal y como me lo pidió el dios Nebmaatra, majestad.
Nefertiti le miró con atención, como si le estuviera calibrando, y Neferhor tuvo la misma sensación que cuando se reuniera con Tiyi por primera vez.
or qˀDicen que tú, mejor que nadie, conoces cuanto ocurre más allá de Kemet —señaló la reina—. Que acostumbras a mantener correspondencia con los reyes vasallos, y que entiendes su lengua.
—La estudié para mayor gloria del faraón —se apresuró a contestar el escriba—. Majestad, solo transmito sus palabras, tal y como me las dicta el dios para sus súbditos y aliados.
Nefertiti asintió complacida, y Nerferhor la miró con recato. Era tan hermosa, y su porte tan regio, que el escriba se sintió impresionado.
—¿Crees que hay motivo de preocupación con lo que ocurre en nuestras provincias de Siria? —le preguntó la reina, de repente.
Neferhor se lo pensó un momento antes de contestar.
—La situación es grave, majestad. Casi cada día se reciben noticias que en nada nos favorecen.
—No opinan lo mismo otros funcionarios a los que he consultado.
—Sin duda temerán tu ira, majestad.
—¿Por qué habría de enfadarme? —preguntó la reina en tono divertido.
—Nuestro imperio se desmorona, majestad. Los señores de la guerra que habitan en Retenu están provocando agitaciones entre los demás pueblos, y si no intervenimos pronto la situación será incontrolable.
—¿Incontrolable? —Nefertiti volvió a reír divertida—. El reino de Atón poco tiene que ver con Retenu y nuestras provincias sirias —prosiguió—. Más allá de Kemet solo hay tinieblas.
—Hay reyes vasallos que mantienen lazos de amistad con la Tierra Negra desde la época del dios Menkheperre. Existen muchos intereses comerciales entre…
Nefertiti alzó una mano para que el escriba guardara silencio.
—El único interés del Atón es que su pueblo se beneficie de él. Sus rayos son la vida misma. Regocijémonos con ellos y olvidemos disputas que no deben preocuparnos.
Neferhor se quedó estupefacto.
—Mi esposo, el dios, se siente despreocupado de todo cuanto acontezca allende nuestras fronteras, por ese motivo yo me encargaré de que los reyes vasallos reciban las cartas oportunamente, y tú me ayudarás en ello, como hiciste en tiempos de Nebmaatra.
—Pero majestad… Si no nos ocupamos de resolver los problemas, dentro de poco no habrá reyes vasallos, ni tablillas que enviar.
—Todo se hará apropiadamente, con arreglo a lo que el Atón nos dicte, y tú transcribirás sus palabras. Tus conocimientos le serán útiles, y cuando comprendas su mensaje te postrarás gozoso para recibir su bendición. Muchos son ya los que han iniciado el camino junto a Neferkheprura.
Neferhor no supo qué contestar.
—Muy pronto yo misma cambiaré mi nombre para mostrar sin ambages cuál es el camino del que te hablo. Me llamaré Nefernefruatón-Nefertiti, y seguro que muchos me imitarán y transformarán su nombre de suerte que sea grato al Atón.
El escriba se mantenía dentro de un respetuoso silencio. El significado de Nefernefruatón era «exquisita perfección del disco de Atón», y Neferhor se sintió escandalizado, aunque lo disimuló muy bien al refugiarse en su habitual máscara.
—Yo sirvo al Atón y a su casa —dijo el escriba, tras recordar su conversación con Neferhotep.
La reina hizo un gesto de satisfacción y con un ademán lo invitó a retirarse.
—Él será generoso con aquellos que le asistan apropiadamente, e implacable con los que le muestren su deslealtad —le dijo la reina antes de que el escriba se fuera—. No lo olvides, Neferhor.
Neferhor transcribió las palabras de la reina y se las entregó al mismo individuo que una vez le abordara en el río. El escriba se mostraba tan excitado que se sentía como vivificado por algún elixir milagroso. Su vida tomaba un signo imprevisto para él, que le hacía sentir nuevas emociones, cual si en verdad renaciera, igual que el loto cada mañana. Como ya le adelantara Nefertiti, esta añadió a su nombre el epíteto Nefernefruatón, y se originó un gran revuelo que recorrió la Tierra Negra para indignación de los templos y arrebato de sus profetas. Para estos, aquel hecho representaba un paso de incalculables consecuencias, puesto que se apartaba por primera vez a los dioses tradicionales de Egipto de la titulatura de sus reyes. A partir de aquel momento, los faraones se desligaban de su historia milenaria para emprender un camino que nadie sabía adónde conduciría.
Pero, como había pronosticado la reina, al poco muchos de los funcionarios y cargos de la administración modificaron sus nombres de forma que en ellos se viera reflejado el Atón. Ahora que el disco cobraba una fuerza inusitada, nadie quería quedarse fuera de su influjo, e incluso los hubo que bautizaron a sus hijos de la forma que más les convino.
Sin embargo, una atmósfera de creciente crispación cubrió la mayor parte de los estamentos. Algunos de los funcionarios se encontraban desorientados, y otros no aceptaban el sesgo que tomaban los acontecimientos. Para el pueblo la cosa era diferente, ya que no comprendía lo que estaba ocurriendo; ellos seguían en su supervivencia diaria, al margen de aquel conflicto que se les antojaba inexplicable.
Fue entonces cuando surgieron rumores de que un hecho terrible había tenido lugar en palacio; que el mismo Anubis se había presentado a ejecutar la condena que muchos habían reclamado para la figura del dios y la de su casa. Los odios estaban sembrados desde hacía tiempo, y había llegado el momento en el que estos comenzaran a germinar para ofrecer sus brotes de ira y de venganza. Nadie sabía a ciencia cierta lo que había ocurrido, pero todos esperaban, saboreando la incertidumbre de lo que el destino hubiera dispuesto para Kemet.
Neferhor paladeó aquel sabor con la excitación propia de un ˀadolescente. No tenía dudas de que algo grave había ocurrido, ni de que el país de las Dos Tierras se hallaba en una encrucijada de difícil elección, pues los caminos que partían de esta podían traer desgracia y horror.
Tumbado sobre la estera, el escriba escuchó los sonidos de la noche en busca de algún indicio que arrojara un poco de luz sobre lo acontecido, pero nada se oyó. La calma era tan espesa, que ni tan siquiera los perros se atrevían a ladrar; todo se encontraba suspendido por hilos desconocidos.
Hacía frío aquella noche, y Neferhor se arropó lo mejor que pudo para buscar el calor bajo su manta. Entonces, sin pretenderlo, pensó en Sothis, y la imagen de sus pezones enhiestos se le presentaron tan diáfanos como la tarde en que los mirara con deseo. Era extraño que nunca hasta aquel momento se hubiera fijado en su esclava, pues era hermosa y andaba rodeada de un halo misterioso que la hacía parecer distinta a las otras mujeres. Sin embargo, había vivido bajo su mismo techo sin que él reparara en su elegante figura, en sus facciones singularmente bellas, en su piel ambarina, en su caminar felino…
Pensó que sus ojos habían permanecido cerrados por una enfermedad que había llegado a apoderarse de su propia alma, pues era la única explicación que se le ocurría. Sothis…, se dijo mientras su imagen se le presentaba de nuevo. Aquella naturaleza sórdida que ocultaba muy dentro se desperezó con sus pensamientos para invadir sus
metu
como hacía mucho tiempo que no ocurría. Entonces la lascivia se abrió paso para enardecerle por primera vez desde hacía
hentis
. El divorcio de Niut había supuesto para el escriba el final de unas relaciones que, en realidad, habían muerto ya con antelación. Neferhor no había vuelto a conocer mujer desde entonces, e incluso se había desarrollado en él un cierto desapego hacia ellas, una especie de temor hacia sus caricias que le había conducido a un estado de celibato absoluto, al que se acostumbró sin dificultad. Su miembro permaneció dormido, como tantas cosas en él, sin que ello supusiera un problema para la naturaleza del escriba. Sin embargo, por razones que no acertaba a determinar, esta había reclamado de forma imprevista lo que le era propio, y las viejas sensaciones que tan bien conocía regresaron del lugar en el que yacían olvidadas, para mostrarse con renovados bríos.
Neferhor recorrió el cuerpo de la nubia con sus pensamientos hasta dejarse llevar por el deseo. Se imaginaba las más tórridas escenas en las que la pasión lo devoraba como antaño le ocurriera, y que le llevaban a copular hasta quedar extenuado. Sothis se dejaría hacer, sin duda sorprendida, y aquella idea lo excitó todavía más, hasta producirle una potente erección.
En un intento de sobreponerse a sus fantasías el escriba se rebeló con disgusto, pero la erección continuó, y también la imagen de Sothis que gozaba con sus caricias. Neferhor sabía bien lo que le esperaba, pero al menos se sentía vivo de nuevo.
Los peores presagios pasaron de largo como las nubes empujadas por el viento del norte, y el cielo de Menfis quedó limpio de rumores y tan claro que ya nadie tuvo duda acerca del designio de los dioses.
Neferkheprura se presentó ante su pueblo en toda su majestad, entre música de sistros y cánticos de alabanzas, y rodeado por la formidable guardia que le protegía y veneraba sobre todas las cosas. Él se había ganado al ejército, al que había revelado cuál era el sublime cometido que la Tierra Negra les encomendaba, y a este se dedicaría. Ay, el Padre del Dios, suegro por tanto del faraón, llevaría las riendas de sus soldados como un
mer mes
y gran maestro de Caballería. Igual que ocurriera en tiempos con su padre Yuya, Ay ocuparía un lugar distinguido junto al soberano y la reina, su hija.
Además, el señor de las Dos Tierras había creado un cuerpo de policía únicamente para su protección; los mejores
medjays
de Egipto pasaron a su servicio y al frente de estos nombró a Mahu, un hombre feroz donde los hubiera, cuyos métodos e implacable carácter resultaban muy del agrado del faraón.
Así, el rey demostró ante Kemet aquella mañana que un verdadero dios se sentaba ahora en el trono de Horus, y que ni las maquinaciones más viles ni las intrigas más arteras podrían derrocarlo. No había mano en Egipto que pudiese alzarse contra él sin ser fulminada por el Atón, y en aquella hora proclamó que Neferkheprura había muerto para siempre, tal y como algunos deseaban, para dar vida a un nuevo señor de las Dos Tierras que atendería al nombre de Akhenatón, «aquel que sirve al Atón». Este sería el nombre del faraón en adelante, y todos se postraron ante él como una inmensa alfombra que se extendía por todo Menfis.