Sobek nunca dejaría de sorprenderlo, como tampoco lo haría Bastet, la diosa que siempre le había mostrado su preferencia. Por algún motivo los gatos habían formado parte de su vida diaria desde que fuera un niño, sin que él llegara a entenderlo bien del todo. Quizá su
ka
les resultara atractivo, o puede que los mininos se hicieran cargo de aquella soledad en la que su corazón se había visto obligado a vivir durante años. Eso nunca lo sabría, pero ahora que veía la vida pasar con serenidad de ánimo, los gatos continuaban visitándolo, igual que antaño, y le miraban como si comprendieran todo cuanto había tenido que hacer en su larga existencia para sobrevivir. Una gata, más atrevida que el resto, acostumbraba a subirse sobre su regazo para buscar sus caricias. Tenía los ojos cargados de magia y en ocasiones el viejo escriba la descubría mirándolo fijamente, como si el felino estuviese interesado en algo en particular de su persona. Él la llamaba
Miut
, y le parecía tan misteriosa como muchos de los secretos que había conocido a lo largo de su estancia en el templo de Karnak.
Una garza real pasó volando sobre la terraza y fue a posarse en la orilla del río. El ave sumergió sus patas en el fango, como solían hacer, y comenzó a caminar distraídamente, en busca de alimento. Neferhor la observó con atención, y entonces, súbitamente, la tierra se abrió de imprul!oviso y de las profundidades surgió un ser monstruoso que atrapó a la garza entre sus fauces en apenas un suspiro, para desaparecer acto seguido con su presa bajo las aguas.
Aquella escena se repetía a menudo en el Nilo, y Neferhor se había sentido impresionado siempre que la había contemplado. Entonces se le ocurrió pensar que, en cierto modo, su comportamiento había sido similar en no pocas ocasiones durante su vida. Él había aguardado con paciencia lo que la fortuna le deparara, igual que aquel cocodrilo, y de una forma u otra sus enemigos habían ido desapareciendo de su camino, cual si hubieran sido devorados por el mismísimo Sobek. A la postre el escriba había sido el último en reír, siempre agazapado tras aquella máscara que tan bien aprendiera a utilizar en su día, y que ya formaba parte de su persona.
Solo quedaba él, y Neferhor rio quedamente al tiempo que pensaba en el destino. Siempre había sido receloso de Shai y, sin embargo, el taimado dios del que tanto desconfiara había terminado por ser sumamente magnánimo con él; algo que el escriba nunca hubiera podido imaginar.
Neferhor se sonrió de nuevo, y a continuación tomó un vaso de zumo de granada para brindar a la salud del dios del destino. Como un día dijese el gran Amenhotep, hijo de Hapu: «Llegar a viejo es una prueba de que se ha sido justo.» Quizá Shai le permitiera vivir hasta los ciento diez años; la edad perfecta.
Acerca de determinadas opiniones históricas
El marco en el que se desarrolla la acción de esta obra corresponde a uno de los períodos más fascinantes de la historia del Antiguo Egipto. Hablar de la XVIII dinastía es sinónimo de grandeza, y en particular si nos referimos al siglo XIV a. C., en el que se vivió una época de esplendor en Egipto como no se conocía. Todas las artes florecieron en aquel tiempo, y el país de las Dos Tierras fue bendecido por la abundancia, llevado de la mano de un gran faraón, Amenhotep III. Con Nebmaatra, nombre con el que se entronizó este rey, Egipto fue próspero, y vivió en paz durante casi cuarenta años. Es durante su reinado cuando comienza esta novela, en la que el autor inicia el recorrido por uno de los períodos más interesantes y a la vez controvertidos de la historia de la tierra de los faraones. Durante muchos años, las indudables sombras que cubrían este escenario histórico dieron pie a infinidad de teorías acerca de lo que pudo ocurrir en Kemet en aquel tiempo. Figuras como Akhenatón, Nefertiti o Tutankhamón han hecho correr ríos de tinta sobre sus personalidades, a la vez que han alimentado la imaginación de no pocos autores para crear hipótesis, en ocasiones, inverosímiles. En esta recapitulación el autor intentará aclarar algunos de los conceptos y opiniones históricas vertidos en la obra, que han sido extraídos de los últimos descubrimientos científicos. Gran parte de las viejas teorías mantenidas durante muchos años han quedado en evidencia, pues no en vano la historia siempre permanece viva y dispuesta a sorprendernos con cada nuevo hallazgo. Así, ya no existen dudas acerca de la muerte de Tutankhamón, ni tampoco sobre la identidad de su padre. Poco a poco la luz se ha abierto paso entre los velos del pasado, aunque este se encuentre a tres mil quinientos años de distancia, para mostrarnos el Egipto subyugador y siempre sorprendente de las postrimerep I%@as de la XVIII dinastía. Sin embargo, el misterio se esconde detrás de cada una de las milenarias piedras que cubren Egipto, y nuevos enigmas se aprestan a ser revelados para que comprendamos un poco mejor cómo pudo florecer una civilización tan grandiosa junto a las orillas del Nilo.
Aunque se trate de una novela, el autor ha tratado de acercar al lector a un escenario histórico lo más riguroso posible, y plasmar de manera razonada lo que ocurrió o pudo ocurrir en aquellos tiempos en los que la Tierra Negra pasó de tener una gran prosperidad a precipitarse en el caos en pocos años. Por este motivo el trabajo de investigación ha resultado laborioso, y para acometerlo el autor ha acudido a las fuentes más fidedignas a fin de recabar toda la información necesaria para llevar a cabo esta obra.
Las cartas de Amarna
Sin duda, mención especial merecen las conocidas como
Cartas de Amarna
, cuyo contenido resulta fundamental a la hora de intentar comprender la mentalidad de aquellos tiempos y dar a los personajes un sesgo de verosimilitud. Estas cartas deben su nombre al lugar en el que se encontraron, Tell el-Amarna, enclave actual de la antigua ciudad de Akhetatón, levantada por el famoso faraón hereje. Dichas cartas hacen referencia a trescientas ochenta y dos tablillas de arcilla grabadas en escritura cuneiforme, la mayoría en lengua acadia, descubiertas por casualidad cuando en 1887 una aldeana buscaba
sebakh
, barro procedente de las ruinas de la antigua capital, muy apreciado como fertilizante. La campesina las despreció al no encontrar oro u otro material precioso entre los escombros, y su frase, «Bah, no vale nada», quedó para la historia pues aquellas tablillas resultaron ser para la arqueología mucho más preciosas que el oro.
A partir de aquel momento las misteriosas cartas vivieron una verdadera aventura, ya que muchas de ellas acabaron en el mercado de antigüedades y fueron a parar a manos de particulares. En un principio los especialistas las consideraron como falsas, hasta que el conservador del Museo Británico, el singular egiptólogo Wallis Budge, se convenció de lo contrario y adquirió un buen número de ellas para demostrar la enorme importancia histórica que atesoraban aquellas tablillas, que abarcaban un período comprendido entre el año treinta del reinado de Amenhotep III y el abandono de la ciudad de Akhetatón durante el gobierno de Tutankhamón.
Salvo treinta y dos de dichas cartas, los documentos se dividen en dos grupos, la correspondencia propiamente dicha del faraón, y las misivas de los vasallos, y juntas proporcionan una información inapreciable acerca de las relaciones diplomáticas durante aquella época, así como de la situación política en Oriente Próximo y Mesopotamia. Para el autor han resultado ser una fuente de primer orden a la hora de trabajar en esta obra, y para todos aquellos que sientan curiosidad por estos documentos, recomiendo la lectura de
The Amarna Letters
, de William L. Moran, en cuyas páginas se encuentran todas estas epístolas de barro traducidas a la lengua inglesa.
La esclavitud
Sin duda, uno de los aspectos que llaman la atención en la obra es el trato quI|@e recibían los esclavos en aquella lejana época. Hasta el advenimiento de los faraones guerreros, Egipto apenas conoció la esclavitud, y fue con las conquistas de dichos reyes cuando esta cobró importancia. Los esclavos sirvieron como recompensa para muchos de los soldados veteranos, como mano de obra para los grandes templos y, sobre todo, para pasar a formar parte de los dominios del faraón.
Sin embargo, en general, los esclavos recibían un buen trato y tenían sus derechos, a los que se han hecho referencia en la obra y no repetiremos aquí. Las enseñanzas de Ankhsheshonk, un sacerdote de Ra de la época ptolemaica, en las que decía: «El servidor que no es apaleado guarda resentimiento en su corazón», no se cumplían en la vida real, y en muchas ocasiones los siervos se casaron con personas libres y fueron manumitidos por sus dueños, que incluso llegaron a hacerles herederos de sus bienes.
Los pasajes en los que se habla del divorcio, aunque novelados, se atienen a la información que ha llegado hasta nosotros perteneciente, sobre todo, a la Baja Época. Las referencias a los contratos matrimoniales son tal y como se exponen en esta novela, y el fragmento en el que Niut repudia a su esposo por deformidad está extraído de un caso que llegó a ser muy popular en su tiempo.
La deformidad de uno de los cónyuges era un motivo para solicitar el divorcio, y un marido lo hizo efectivo al alegar que su mujer era tuerta para así poder casarse con su amante, que era mucho más joven. El juez se quedó perplejo, ya que la esposa tenía este defecto desde la infancia, y llevaba casada con aquel individuo más de veinte años. Sin embargo, el magistrado falló a favor del solicitante, y se hicieron burlas y mofas de este proceso durante años por todo el país.
Qué duda cabe de que a través de los tres mil años de historia de la civilización egipcia el papel de la mujer en este tipo de litigios fue cambiando. En los primeros tiempos la esposa adúltera podía llegar a ser condenada a muerte, y en la época de los lágidas se dieron casos de abusos por parte de la desposada, en los que incluso llegó a despojar a su marido de todos sus bienes.
Fue un cambio en el encabezamiento del contrato matrimonial el que dio pie a dichos abusos. Este decía así: «A partir de ahora solo tú podrás irte, la esposa, y yo te daré…»
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Un caso muy popular fue el de un padre que perdió todos sus bienes a favor de su esposa, quien solicitó el divorcio haciendo valer los términos de un contrato como este. Mas, lejos de marcharse, la susodicha permaneció en el hogar conyugal y además llevó a vivir con ella a su amante. El marido acabó por tener que abandonar su casa, arruinado, y las dos hijas que tenía se quedaron sin herencia.
La sexualidad de Amenhotep III
La sexualidad de Amenhotep III bien merece una referencia aparte. El celo sexual de este monarca era bien conocido en su tiempo, y durante su largo reinado se dedicó a darle cumplida satisfacción. El número de esposas que llegó a poseer en el harén real creció paulatinamente a lo largo de suRWs casi cuarenta años de gobierno, hasta alcanzar cotas inimaginables. La reina Tiyi, el gran amor de este monarca, apenas interfirió en sus hábitos, y así Amenhotep pasaba largas temporadas en su palacio de Mi-Wer dedicado a sus concubinas e innumerables amantes, con las que llegó a aficionarse a determinadas prácticas en las postrimerías de su reinado. A finales del siglo xix aparecieron una serie de vasos canopes, cuyas inscripciones fueron estudiadas por el egiptólogo George Legrain y posteriormente publicadas. Dichos fragmentos hablaban de las particulares inclinaciones sexuales de Nebmaatra, y egiptólogos tan reputados como John R. Harris y N. Millet los trataron en sus obras de forma explícita. Es Harris quien nos habla de la Señorita Latigazo, de la insaciable dama Tawosret y de los bailes eróticos con los que Takhat solía amenizar los preámbulos.
Posiblemente el faraón se aficionara al sadomasoquismo, aunque lo que de verdad le gustaba fueran las coperas. En las
Cartas de Amarna
se hace referencia a este detalle, y conocemos el precio que estuvo dispuesto a pagar por cuarenta de ellas al príncipe Milkilu de Gazru, en Canaán: ciento sesenta
deben
de plata; unos dieciséis kilos de plata, una fortuna.
Nebmaatra llegó a sentir verdadera pasión por las mujeres mitannias, hasta el punto de que aceptó desposarse con dos princesas de este país, para acabar por nombrar a una de ellas, Gilukhepa, Gran Esposa Real, el mayor título que podía ostentar una reina. Además, Gilukhepa acudió a Egipto en compañía de trescientas diecisiete criadas, y Tadukhepa, la otra esposa mitannia, con doscientas setenta. El faraón hace referencia a sus acompañantes de forma que invita a pensar que cortejó a cuantas pudo.
Con la celebración de sus jubileos, Amenhotep III tomó por esposas a varias de sus propias hijas, con la conformidad de la madre de estas, la reina Tiyi, que veía en ello una exaltación de la propia divinidad de la familia real. Pero más allá del significado ritual que pudiera tener aquel tipo de enlace, el faraón no tuvo inconveniente en yacer con sus hijas, que incluso le dieron descendencia, para su satisfacción.
La compra de princesas extranjeras fue otra de las aficiones preferidas de Nebmaatra, y las
Cartas de Amarna
así lo atestiguan. Mención especial merece el rey de Babilonia en este apartado, pues Kadashman-Enlil quería emparentar con el faraón a toda costa, y deseaba el oro de Egipto aunque para ello tuviera que malvender a sus vástagos. Sus constantes regateos convierten sus epístolas en un verdadero mercado de la carne, del que estaba dispuesto a participar sin ningún prejuicio.
La reina Tiyi
La figura de Tiyi fue de una importancia capital durante el reinado de Amenhotep III e incluso en el de su sucesor, Akhenatón. No debía de contar con más de seis años cuando se casó con el faraón, y desde ese momento se convirtió en su compañera inseparable durante treinta y seis años. Allí donde se hacía mención a Amenhotep III aparecía también Tiyi, que llegó a ser protagonista destacada en los jubileos celebrados por el rey, algo que no tenía precedentes.
No hay duda de que su augusto esposo debió de amarla mucho y que fue su reina preferida, de la queOb@ recibía consejos en cuestiones de Estado. La Gran Esposa Real supo llevar muy bien a su marido al no interferir en sus constantes devaneos con otras reinas. Con astucia ocupó el lugar de confidente y, de este modo, pudo controlar el harén real y salvaguardar sus intereses y los de su hijo.
La influencia política de Tiyi fue incuestionable. La reina extendió sus hilos de manera que estaba al cabo de todas las cuestiones importantes del Estado, y con cautela y habilidad fue preparando el terreno para la subida al poder de su hijo, Akhenatón. Ella dirigió con discreción la facción que planeaba recuperar la naturaleza divina de la familia real, para deshacerse de todas las fuerzas en la sombra, que habían terminado por acumular un poder desmesurado. El clero de Amón se convirtió en su mayor enemigo, y Tiyi jugó sus bazas para acabar con su supremacía. A nadie se le escapa que el nombramiento de su hermano Anen como segundo profeta de Amón fue un gran triunfo para ella, ya que así pudo interferir en los asuntos de Karnak durante años.