El saberse prisionero de su propia fe fue lo que llevó aquel día a Neferhor a compadecerse del faraón niño. Su hijo, Nebmaat, jugaba a su lado libre de sombras que le amenazasen, como haría cualquier chiquillo de su edad, sin otra responsabilidad que la de ser feliz.
Cuando sus juegos acabaron y padre e hijo regresaron a su casa, DKTutankhamón se les quedó mirando un rato mientras se alejaban y luego se aprestó a regresar al mundo que otros le habían preparado, hostil y a la vez solitario.
Neferhor vivía en una casa con jardín, cercana al palacio del dios y muy próxima a la Casa de la Correspondencia del Faraón, donde trabajaba. El jardín tenía árboles frondosos y un estanque con nenúfares y otras plantas acuáticas, y desde la terraza podía verse el río serpentear en lontananza, y los barcos que iban y venían por su curso. Había higueras y granados, sicómoros y acacias africanas, y cuando el sol se ponía en las tardes de verano la luz formaba caprichosos haces entre las hojas y jugaba con los colores hasta crear espejismos tornasolados.
Era un buen lugar para vivir, y la felicidad que habitaba en la casa traspasaba sus muros para extenderse por aquel jardín hasta hacer florecer las plantas y robarles todos sus perfumes. Olía a alheña y jazmín, y a las dulces adelfillas, y cuando en la noche se miraba hacia el cielo, Nut mostraba su vientre henchido de estrellas, que parecían no tener fin.
Neferhor se extasiaba al observarlas, y les explicaba a sus hijos su paso por el firmamento y cómo los sacerdotes horarios le enseñaron a contar el tiempo.
Muthotep y Nebmaat escuchaban con atención lo que les decía su padre, pues le consideraban el hombre más sabio de Egipto, como no podía ser de otra forma. Les gustaba que les mostraran dónde se encontraban las estrellas errantes.
—Mirad. Aquella es
dja pet iabti seba
, Saturno, la estrella que cruza el cielo oriental, y esa otra es
resy pet seba
, la estrella del sur del cielo, Júpiter —les indicaba Neferhor con el dedo.
Muthotep suspiraba, asombrada de que su padre pudiera descubrirlas entre aquella miríada de luces por la que se sentía hechizada. La niña había heredado toda la magia que poseía su madre y mostraba curiosidad por cuanto la rodeaba.
—¿Y por qué no se caen las estrellas? —le preguntaba a su padre.
—Porque el dios Ra creó a Shu para que separara el cielo de la tierra.
—¿Y por qué hizo eso?
—Porque tenía celos. Nut, el cielo, y su esposo Geb, la tierra, se encontraban unidos al principio del tiempo ya que se querían mucho. Entonces Ra sintió envidia por ello y los separó para siempre por medio del aire que nos rodea. Shu nunca dejará que vuelvan a estar juntos otra vez, ¿comprendes?
Muthotep asintió con cara de pena, pues no le gustaba nada lo que había hecho Ra.
Todos los días los chiquillos se interesaban por las más diversas cuestiones y su padre se complacía al explicarles cuanto sabía, y ver el interés que mostraban por todo lo que les rodeaba. Ambos acudían a diario a la Casa de la Vida del templo de Ptah y eran buenos estudiantes. Nebmaat quería ser juez, y se había convertido en un estudioso de los textos admonitorios de los antiguos sabios. Hacía tiempo que dominaba las palabras de Thot, y muy pronto sería escriba. Era un joven muy perspicaz, aunque tenía un carácter algo combativo que le crearía no pocos enemigos. Pero a Neferhor le gustaba que fuese así aunque le recomendara atemperarse, pues no en vano esperaba que algún día se convirtiese en magistrado.
Muthotep era diferente. Su carácter era dulce y cariñoso aunque estuviera envuelta por el misterio de la cabeza a los pies. Era algo natural en ella, y su mirada poseía la fuerza que Sothis le había transmitido al nacer. Muthotep era más brillante que su hermano y su padre se admiraba de la facilidad con la que aprendía las cosas. Conseguiría lo que se propusiera, y Neferhor estaba orgulloso de ambos.
Para Sothis su familia representaba la consecución de sus deseos. Los había protegido a todos, y aún continuaba haciéndolo, por eso disfrutaba al ser el centro de atención de los suyos, pues sus hijos la adoraban. Neferhor había supuesto para ella todo un hallazgo que no tenía valor. La fortuna le había ido a visitar como solo puede ocurrir una vez entre mil vidas. Pero para ello Sothis se había visto obligada a sufrir y así descubrir que, en ocasiones, los ríos tempestuosos desembocan en aguas calmas, y que los caminos de la vida nunca son rectos y hay que recorrerlos hasta el final.
La nubia se esforzaba cada día por que aquellas aguas tranquilas en las que vivía nunca se agitaran. Ella era el pilar en el que se sustentaba la felicidad de los demás, y también el genio que protegía sus vidas. A su hija Tait la echaba de menos con frecuencia, pero Sothis siempre había creído que los hijos llegaban a través de sus padres y que antes o después debían seguir su propio camino. Así tenía que ser para poder cumplir el destino que tuvieran señalado.
Tait era feliz, y la había hecho abuela en dos ocasiones. Su esposo había resultado ser un buen hombre y todos vivían en Tebas, donde cumplían funciones dentro del templo de Karnak.
Sothis también miraba el cielo estrellado, como había hecho desde que tuviera uso de razón, para perderse en su inmensidad, que tanto la cautivaba. Su nombre estaba escrito allí, entre los luceros, como tantas veces le había dicho su esposo. Sothis era la estrella más rutilante del firmamento y eso la complacía.
Antes de ir a dormir oía maullar a los gatos. Ellos también formaban parte de su hogar, y cada día acudían a visitarlos como si participaran de un extraño ritual que solo los mininos comprendían. Pero Sothis conocía su significado, y por eso les daba la bienvenida, cual si en realidad se tratara de la gran gata Bastet recibiendo a sus cachorros.
Su labor en la Casa de la Correspondencia del Faraón se convirtió en todo lo rutinaria que permitían aquellos tiempos revueltos. Los funcionarios cumplían con sus obligaciones con minuciosidad, tal y como les habían enseñado desde niños, y el departamento recuperó la eficacia de la que había hecho gala en otros tiempos. Mas el trabajo siempre era el mismo; recibir y enviar misivas, traducir tablillas y fomentar los rumores. Este particular resultaba imposible de erradicar, como bien sabía Neferhor, y había que acostumbrarse a vivir con ello. Así era el trabajo del
sehedy sesh
en Menfis: burocracia, intrigas y malas noticias. La situación en el Oriente Próximo era tan inestable que no había día en el que no se recibiera alguna mala nueva. Muchas regiones se habían convertido en tierra de nadie y eran objeto de razias por parte de las bandas de
apiru
y ladrones que campaban a sus anchas. La ley del faraón se había olvidado hacía tiempo en Retenu, y Neferhor pensó que se necesitarían muchos
hentis
hasta que se volvieran a pacificar aquellos territorios.
Con todo, Kemet intentaba continuar ejerciendo la política que le convenía para salvaguardar sus intereses. Los embajadores iban y venían con sus mensajes, aunque el viajar por Canaán se hubiera convertido en toda una aventura. En ocasiones los mensajeros reales resultaban atacados e incluso hechos prisioneros con el objetivo de poder pedir rescate por ellos. Corrían malos tiempos para los emisarios, y muchos de ellos se convirtieron en verdaderos héroes al servicio del faraón.
Zalmash ocupaba un cargo de responsabilidad dentro del departamento. Neferhor confiaba plenamente en él, y el hitita se encargaba de mantener abiertas las vías de comunicación con el Hatti pues, aunque enemigos, la correspondencia entre ambas potencias no podía interrumpirse. Todo lo relacionado con el rey Suppiluliuma era llevado con gran secreto, y Zalmash daba cuenta personalmente al
sehedy sesh
de cuanto ocurría.
Que las intrigas formaban parte de la vida diaria del departamento era una cosa bien sabida. Todo preboste que tuviera influencia en la administración del Estado contaba con espías que le tenían al corriente de cualquier acontecimiento dentro de las fronteras del imperio. Neferhor informaba puntualmente de cualquier detalle al faraón y también a Horemheb, que siempre daba la impresión de conocer lo que le contaban.
Las posiciones en la corte habían quedado bien definidas, y además de los dos principales consejeros de Tutankhamón, el hijo menor de Ay, Nakhmin, había llegado a alcanzar una importancia notoria. Nakhmin era un hombre que no se molestaba en ocultar sus ambiciones. Había sido nombrado general de las tropas del Alto Egipto, y aquel cargo de indudable influencia le había dado posibilidad de participar en el juego político de la corte.
Nakhmin medía cada movimiento de su superior, el general Horemheb, al que aborrecía, como el felino que espera su oportunidad agazapado en la espesura, pero Horemheb hacía como que lo ignoraba.
Otros dos nuevos personajes habían sido promovidos por el rey para ocupar cargos de la máxima importancia. Uno era Huy, hijo de un alto funcionario que ya ocupara puestos de responsabilidad en tiempos de Nebmaatra y que tenía una buena amistad con el joven rey, a pesar de la gran diferencia de edad entre ambos. Huy fue nombrado virrey de Kush, un título de enorme prestigio, con el que Tutankhamón mostraba de nuevo su deseo de que las viejas instituciones volvieran a resultar útiles a la corona.
La partida del virrey de Kush supuso todo un acontecimiento, y la elección de Huy para el cargo pronto se comprobó que había resultado acertada. Huy tardó poco en mostrar su gran capacidad, y en cuanto se instaló en Nubia se preocupó de dar su apoyo a los campesinos, impulsar la cría de ganado, expDlotar debidamente todos los productos que llegaban del lejano sur y favorecer su comercio. La caoba y el ébano volvieron a llegar a Egipto como antaño, y con gran diplomacia el virrey fomentó las buenas relaciones con los nobles kushitas, que en tantas ocasiones eran el foco de la mayor parte de las sublevaciones. Muchos de ellos le resultaban conocidos, pues habían estudiado en el
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de palacio, y Huy supo ganarse su confianza para que Nubia prosperara. Pero la primera de las obligaciones que el nombramiento de Huy conllevaba era garantizar la producción de oro, por lo que todas las expediciones mineras fueron protegidas por las tropas del faraón, y los yacimientos auríferos proporcionaron gran cantidad del preciado metal. El oro llegaba a Menfis en sacos de fino polvo, y la alegría volvió a instalarse en los corazones pues los dioses habían regresado por fin para bendecir a su pueblo.
El segundo personaje elevado a los más altos puestos fue Maya, un funcionario de gran inteligencia que se hizo cargo de la hacienda del país por orden expresa de Tutankhamón, que admiraba la capacidad que mostraba aquel hombre con los números. Maya fue nombrado portador del Abanico a la Derecha del rey, escriba real y supervisor del Tesoro. Además, el joven rey le declaró supervisor de las obras de la Plaza de la Eternidad, el cementerio real, y le encargó la construcción de su tumba, en un lugar próximo al que se encontraba la de su abuelo, Nebmaatra.
Maya era un tipo muy hábil que también contaba con la confianza de Horemheb, de tal forma que el cinturón con que se hacía rodear Tutankhamón ejercía cada día más poder sobre él.
Sin embargo, Maya cumplió sus funciones de manera acertada, y se preocupó de cobrar los impuestos allí donde fuera preciso. Las tierras volvían a producir buenas cosechas, y la capacidad de los hombres al cargo de la economía del país consiguió que este pudiera comenzar a respirar de nuevo.
El tiempo pasó, y cuando Tutankhamón cumplió los dieciséis años, el joven dios comenzó a interesarse por la política del país. Todas las decisiones que le recomendaban sus asesores eran motivo de su atención. Ahora preguntaba los porqués, y era capaz de mostrar su desacuerdo cuando estos no le convencían. Poco a poco empezó a tener una idea más concreta de cuanto ocurría a su alrededor, y la magnitud de la empresa que los dioses le habían encargado. Los templos funcionaban como antaño, y el ejército se reorganizaba convenientemente en tanto las arcas del Estado iniciaban su recuperación. Él se daba cuenta de lo que significaba Kemet, y también de la responsabilidad que suponía gobernarlo. Sin embargo, en lo más profundo de su corazón añoraba los tiempos en los que vivía en Akhetatón, y la figura de su padre cuando le mostraba un Egipto que nada tenía que ver con el que ahora dirigía.
Los ideales de Akhenatón habían quedado marcados en el corazón de su hijo, y este nunca podría librarse de ellos. El sacrificio que había representado abandonar la ciudad del Horizonte de Atón, solo Tutankhamón y su esposa lo conocían. Ahora Akhetatón había quedado abandonada a merced de lo que quisieran hacer con ella los milenios, aunque todavía vivieran allí algunos ciudadanos que se resistían a dejarla. Era gente que había encontrado la felicidad en aquel lugar mágico, y no tenían interés en regresar dD?e nuevo a unas tradiciones que detestaban. Allí permanecerían mientras pudiesen; en la capital donde el Atón les había mostrado el camino de su luz.
Sin embargo, la mayoría de los que dejaron la ciudad lo hicieron para no regresar jamás. Una pátina de maldición comenzó a cubrir Akhetatón, y muchos de sus ciudadanos exhumaron los cadáveres de sus seres queridos de la necrópolis para trasladar los restos a otro lugar. Los antiguos edificios administrativos habían quedado cerrados, y la falta de vigilancia trajo consigo la proliferación de robos y una gran inseguridad. Las tumbas comenzaron a ser saqueadas y, aunque el faraón dio orden de vigilar la necrópolis real, un sentimiento de soledad empezó a invadir a cuantos permanecían allí.
Tutankhamón sufría por todo ello, y también su dulce esposa. Ankhesenamón tenía muchos más recuerdos que su hermanastro, algunos imborrables, como cuando sus padres instauraron las estelas de delimitación de Akhetatón, siendo aún una niña. Quizás era demasiado mayor para poder dejar atrás todo aquello e iniciar una nueva vida en otro lugar donde la sombra de Akhenatón era sinónimo de desgracia. Para ella su padre había sido un hombre bueno cuya única ambición fue la de crear un Egipto libre de todas las cargas que lo agobiaban. Un país en el que la luz del Atón corriera libremente por los corazones sin que hubiera intermediarios dispuestos a negociar en su nombre. Ankhesenamón no podía olvidar la dulzura de la mirada de su progenitor, ni tampoco la noche en que la desfloró. Un dios entraba en su interior, y así lo concibió ella, como parte de un ritual divino que nunca podría ser juzgado por los hombres.