El califa se volvió hacia Raja, quien permanecía con la espalda contra la puerta y los brazos cruzados delante de su pecho, tan inamovible e implacable como si hubiese caído una montaña y estuviese obstruyendo el túnel.
—Asegúrate de que no lo cojan vivo —ordenó Khardan—. Después vienes, tan pronto como puedas hacerlo de forma segura. Voy a necesitarte.
—Sí, sidi —contestó Raja con expresión desafiante, mientras su mano se cerraba en torno a la empuñadura de su cimitarra.
Con una última mirada triste y desconcertada al aparentemente inconsciente Paladín, el califa se volvió y echó a correr a lo largo del túnel.
Auda ibn Jad abrió los ojos y vio alejarse al nómada.
—Muchos hijos estupendos… —dijo en voz baja el Paladín, y murió.
Los hombres jóvenes de las tribus nómadas salieron de sus celdas de la Zindam parpadeando deslumbrados ante su inesperada libertad. Sus ojos se abrieron de asombro cuando vieron a sus madres, hermanas y esposas congregarse multitudinariamente en el pequeño blocao. Hubo un momento de júbilo que se desvaneció al oír el rumor de la turba, como un espantoso ladrido a la luna plateada que brillaba tan intensa como el sol en un cielo negro, como si los dioses no quisieran perderse el dantesco acontecimiento y hubieran vuelto un foco hacia el tétrico escenario.
—Fedj, ve a ver lo que ha ocurrido —ordenó Zohra.
El djinn voló obedientemente y la princesa de los hranas esperó con miedo e impaciencia su regreso, girando con nerviosismo los anillos que llevaba en los dedos. En lo profundo de sí misma, ella conocía la razón de aquellas voces que aullaban de furia y se lamentaban de dolor. Pero aguardó impasible al djinn y rogó a Akhran con cada latido de su corazón que estuviese equivocada.
—¡Princesa! —exclamó Fedj, apareciendo con un estallido que sacudió todo el bloque de celdas—. ¡El imán está muerto! ¡Asesinado!
—¡Muerto!
No hubo gritos de alegría entre los allí congregados. Sólo caras pálidas y ojos asustados. Sabían lo que aquello significaba para ellos. Las madres estrecharon con fuerza a sus niños, los hermanos cogieron protectoramente a sus hermanas, los maridos abrazaron a sus esposas.
Fedj puso voz a sus temores.
—Feisal ha sido asesinado en el templo de Quar, y ahora los sacerdotes-soldados vienen a tomar venganza sobre nuestra gente.
—¿Y los que lo hicieron? —preguntó Zohra con una voz temerosa y tirante—. ¿Qué sabes de ellos?
—¡La turba estará aquí en pocos momentos, princesa! —replicó Fedj con urgencia y con la cara brillante de sudor—. ¡Debemos prepararnos para defender…!
—¿Qué fue de aquellos que han asesinado al imán? —persistió fríamente Zohra.
Fedj suspiró y sacudió la cabeza. No habría querido impartir estas noticias.
—Los sacerdotes gritan a la muchedumbre que los dos hombres responsables han sido capturados y… muertos.
—¡Ah!
Fue como si el cuchillo que había matado a Feisal hubiese atravesado el corazón de Mateo. Cogiéndose las manos, miró al djinn con ojos suplicantes, como si quisiera rogar al inmortal que retirase sus palabras.
Zohra sintió que algo dentro de sí se moría, algo que no sabía que vivía hasta ahora, cuando ya era demasiado tarde. Su primer pensamiento fue un fuerte deseo de morir, también, antes que afrontar el horror que ella sabía les esperaba. Tan orgullosa siempre de su coraje, la princesa de los hranas estaba tan asustada y perdida como un corderillo recién nacido balando en la oscuridad junto al cuerpo de su protector estragado por los lobos.
Princesa de los hranas.
«Él está muerto, y ahora yo soy responsable de nuestra gente».
El conocimiento brotó del vacío que sentía dentro de sí misma. Zohra pudo oír fuertes pisadas. La guardia de la prisión se había puesto en alerta ante la proximidad de la turba. Habría confusión entre los guardias, tal vez pánico incluso, ya que una turba podía ser que no se detuviese a distinguir entre encarcelado y carcelero y los hiciera picadillo a todos.
—¡Gente de Akhran, oídme! —levantó la voz Zohra, y su tono de valiente resolución, oscurecido por el dolor, hizo a la gente volverse con atención hacia ella—. La turba viene a asesinarnos en el nombre de Quar. Hay esperanza, pero sólo si pensamos y actuamos todos a una. ¡Hombres! ¡Vuestra vida está en manos de vuestras mujeres! ¡Éste es el momento de la magia, no de las espadas, si las tuvieseis! ¡Escuchad a vuestras mujeres; seguid sus instrucciones! ¡Vuestras vidas y las de vuestras familias dependen de ello!
Zohra cogió a Mateo del brazo y lo empujó hacia adelante. El velo se le había soltado a éste de la cabeza y su cabello rojo resplandecía como una llama a la luz de las antorchas. Vestido todavía con ropas de mujer, podría haber ofrecido un aspecto ridículo de no ser porque la amargura de su propia pérdida y su propio sentimiento de responsabilidad, tan grande como el de Zohra, le conferían una dignidad y un poder que hacía que muchos lo mirasen con un respeto reverencial.
—Desde este momento, Ma-teo, un poderoso mago en su tierra, es vuestro líder. Él viene a vosotros en… —Zohra tomó una temblorosa inhalación y continuó sin titubear—… nombre de Khardan. Obedecerlo como obedeceríais al califa. Fedj, Usti —dijo, dirigiéndose a los djinn—. Id y encargaos de que no abran las puertas.
Los djinn se inclinaron sumisamente ante ella, y esto bastó para impresionar a muchos de los dudosos.
Temiendo no poder decir otra cosa sin derrumbarse y revelar lo débil y asustada que estaba en realidad, Zohra se volvió y caminó rápidamente hacia el patio de la prisión. Había visto a los hombres fruncir el entrecejo con desaprobación, pero no tenía tiempo para discusiones y persuasión. Detrás de ella, pudo oír las voces de las mujeres explicando, o intentando explicar, el plan a los hombres en apresurados y entrecortados susurros. Los hombres las seguirían, esperó y rogó al cielo Zohra. En aquel momento, no tenían alternativa. No tenían otras armas que las pocas que habían conseguido arrebatar a los carceleros. Una vez iniciada la magia, esperaba ella, ellos la verían funcionar y entonces harían lo que hiciera falta.
Oyó a Mateo dirigir unas cuantas palabras a las mujeres. No muchas… No había tiempo para muchas y ellas sabían ya lo que tenían que hacer. Los gritos y voces de la multitud se oían cada vez más cerca. Mirando hacia afuera, más allá de las altas puertas, Zohra vio las luces de las antorchas reflejadas contra el cielo. El suboficial estaba arriba, en las almenas, corriendo de un extremo a otro y gritando órdenes contradictorias que mandaban a sus hombres de aquí para allá en atolondrada confusión. De vez en cuando, podía verse al suboficial agitando el puño hacia la masa linchadora, lamentando la anulación de sus propios y salvajes planes. Pero, a pesar de ello, Zohra sabía que él les abriría las puertas.
«Estaremos preparados —se dijo—. ¡Ruego a Akhran, ruego a Sul y ruego a ese extraño dios de Ma-teo que el conjuro funcione!»
Las mujeres comenzaron a afluir desde la prisión como informes figuras dentro de sus atuendos y sus velos, caminando en silencio con sus embabuchados pies. Sus hombres y muchachos, los pocos que había, salieron tras ellas. Hoscos, desafiantes y dudosos obedecían a su princesa más porque estaban habituados a seguir a quienes estaban al mando que porque la entendiesen o estuviesen de acuerdo con ella. Los nómadas habían sobrevivido a través de largos siglos practicando obediencia a sus jeques. Aquella gente veía en su princesa la autoridad que estaban acostumbrados a acatar.
Una mano en el brazo de Zohra hizo que ésta volviese la cabeza. Mateo había avanzado sin ser oído hasta colocarse junto a ella. El joven brujo estaba muy pálido y había manchas oscuras bajo sus ojos, pero daba una impresión de calma y discreta seguridad de sí mismo. Él y Zohra intercambiaron una elocuente mirada…, una mirada en la que compartían un dolor profundo y desgarrador, y eso fue todo. No había tiempo para nada más. Entonces se separaron. Zohra fue a ocupar su lugar en el centro de las mujeres, quienes se estaban disponiendo en filas separadas siguiendo las instrucciones de Mateo. El brujo fue y se situó a la cabeza de ellas.
Reuniendo a sus niños y hombres en torno a sí, cada mujer se arrodilló en el suelo del patio de la prisión delante de una taza de agua que había ahorrado de la cena.
Aquí y allá hubo movimiento de manos sacando los pergaminos que cada una de ellas había pasado la tarde copiando laboriosamente, escribiendo rudimentariamente las palabras con la única tinta que tenían: su propia sangre. Los guardias se habían estado divirtiendo a costa de su tarea, no entendiendo lo que hacían y haciendo chistes groseros acerca de los
kafir
que escribían sus testamentos de muerte.
Cada mujer sostuvo el pergamino sobre la taza tal como Mateo les había enseñado. Después trataron todas de concentrarse, de cerrar los oídos al sonido de los avecinantes horrores, pero era difícil y, para algunas, imposible. Un sollozo ahogado y el murmullo tranquilizador de una mujer consolando a una hermana y animándola a recobrar su valor llegaron a los oídos de Mateo. También él oyó a la Muerte aproximarse bajo un aspecto espantoso y se maravilló ante su propia falta de miedo.
Pero sabía la respuesta. Se sentía protegido, una vez más, en los consoladores brazos de Sul.
Con su propia taza de agua delante de él, Mateo comenzó a entonar las palabras del conjuro. Recitó en voz alta, para que las mujeres pudieran oírlo y recordasen su difícil pronunciación. Recitó en voz alta para que su calmada voz pudiera ayudar a eclipsar los chillidos de los sacerdotes-soldados que se les venían encima en masa.
Oyó a las mujeres repetir las palabras tras él, despacio y con vacilación al principio y, después, cada vez más alto a medida que cobraban confianza.
Mateo entonó el cántico tres veces y, a la tercera recitación, las palabras de su pergamino comenzaron a arrastrarse y culebrear y, al fin, se vertieron en el agua de la taza. Por la súbita inhalación de quienes lo seguían, adivinó que el mismo fenómeno estaba teniendo lugar con, al menos, la mayoría de las mujeres que había en el patio de la prisión. Habría algunas, sin lugar a dudas, que fallarían; pero Mateo contaba con la probabilidad de que el número de mujeres con éxito sería lo bastante grande como para que la niebla los envolviera a todos y les permitiera deslizarse desarmados a través de sus enemigos.
Las palabras cayeron dentro de la taza, el agua empezó a burbujear y hervir y, entonces, una sinuosa nube se elevó lentamente. Mateo echó una mirada a través del patio. El griterío y el rumor sordo de pisadas rompiendo a correr le anunciaron que la turba se hallaba ya a una distancia visual de la prisión. El joven brujo no se volvió, sino que continuó dando la cara a su gente y entonando su canto, tanto para mantener sus mentes ocupadas con el tranquilizador flujo de palabras como para continuar trabajando su conjuro. Ya podía ver cientos de zarcillos de niebla elevarse en el aire. Y pudo oír los roncos murmullos de admiración y temor de los hombres mezclarse con las deleitadas exclamaciones de los niños pequeños quienes, no comprendiendo el peligro en que se hallaban, estaban encantados con la magia que sus madres estaban llevando a cabo.
La niebla ascendió en espiral desde la taza de Mateo y lo rodeó, comenzando por sus pies y serpenteando y retorciéndose después en torno a él como una culebra amistosa.
Lo mismo estaba haciendo con las mujeres, rodeándolas a ellas y a quienes estaban junto a ellas, absorbiéndolos entre los rizos protectores de Sul.
La nube de niebla se hinchaba y se extendía con una rapidez que asombró a Mateo. Éste creía que serían bastante afortunados si aquélla envolvía a cada mujer y a las personas que tenía junto a ella. Pero la niebla, brillando con un blanco misterioso a la luz de la luna, se desplazaba y flotaba por el patio con lo que Mateo habría jurado que era algún tipo de propósito intencionado, como si estuviese buscando algo y no se diera por satisfecha hasta que consiguiera su objetivo.
La afilada espina de la duda aguijoneó la satisfacción de Mateo. De nuevo vio la advertencia, claramente impresa en tinta roja al pie de la página en su libro de estudio.
«Jamás los magos deberán recurrir en gran número al uso de este conjuro, excepto en las más apremiantes circunstancias»., de repente, recordó las palabras que seguían, palabras que en su tierra habían parecido irrelevantes, casi risibles:
«Asegurarse de que haya una fuente de agua abundante
».
Mateo comprendió. Ahora supo lo que había creado, supo por qué se había añadido aquella advertencia. Previo con horror lo que debía ocurrir, pero no había forma alguna de detenerlo.
La niebla se arrastró por el suelo formando unos blancos y delicados brazos con largos y delgados dedos que se enroscaban y que parecían guiados por una inteligencia central. Algunos de los guardias de la prisión habían salido por pies al verla. Otros habían saltado del muro y se esforzaban por abrir las puertas que, por alguna razón, no querían moverse (no con el inmenso corpachón de un invisible Usti plantado contra ellas). El suboficial continuaba subido en las almenas, ahora regañando a sus guardias por su lentitud, ahora gritando pomposamente a la multitud de fuera que él era el que estaba a cargo del lugar.
La turba, conducida por los sacerdotes-soldados, hizo caso omiso de él y tomó por asalto los muros. Los que iban por delante quedaron aplastados contra la piedra por el empuje del resto de la masa que, seguidamente, se lanzó a las puertas de madera tratando de abrirlas por la fuerza.
Todavía gritando, el suboficial estaba comenzando a tener la impresión de que nadie lo escuchaba y que tal vez debía empezar a considerar la conveniencia de abandonar aquella área cuando, de pronto, una exclamación de pánico proferida por uno de sus guardias lo hizo volverse y mirar hacia el patio con ojos desorbitados.
¡Sus prisioneros habían desaparecido! Esfumados en una nube que, al parecer, había caído del cielo y se los había tragado. El suboficial no podía creerlo. Se quedó mirando fijamente a aquella niebla que avanzaba y culebreaba, pero no logró ver ni oír señal alguna de vida en ella. El cuerpo gordinflón del suboficial tembló hasta que los dientes comenzaron a castañetear en su cabeza. En su mente no había duda de que el dios de aquella gente había venido en su rescate, y todos sabían que Akhran era una deidad iracunda y vengativa. La turba seguía arrojándose contra las puertas; la madera estaba comenzando a astillarse y rajarse bajo el peso combinado de cientos de personas presionando contra ellas.