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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El profeta de Akhran (49 page)

BOOK: El profeta de Akhran
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—Lo siento —dijo poniéndole una mano en el hombro y haciendo una mueca—, estoy agotado…

—¡Y dolorido! —repuso Mateo—. Déjame ver tu herida mientras interpreto esta visión. No está tan claro como tú crees, Khardan —añadió el joven brujo, ocultando una sonrisa.

Moviendo la cabeza como indicación de que estaba dispuesto a escuchar, aunque era obvio que no esperaba nada de ello, Khardan se sometió al delicado tacto de Mateo. Retirando las ropas del califa, el joven descubrió la herida, aún sin cicatrizar, con los bordes mellados e inflamados.


No
te hiciste atender esto —dijo Mateo con severidad, mojando una tela en el cuenco de agua—. Túmbate, para que pueda verlo a la luz.

—No hubo tiempo —replicó Khardan con impaciencia, pero se tendió, estirándose boca abajo sobre los cojines; la expresión de dolor de su rostro se suavizó con el contacto de la tela fresca sobre su piel febril—. Las mujeres estaban agotadas por el uso de su magia. Ya he tenido heridas otras veces. Mi carne es limpia y sana rápidamente.

—Haré lo que pueda por ello, pero no soy habilidoso en el arte de curar. Deberías hacer que Zohra te lo mirase…

Khardan se contrajo. Mateo tenía las manos sobre el tosco vendaje que estaba ajustando; no estaba tocando la herida, de modo que no había forma de que pudiera haberle hecho daño. El joven se preguntó extrañado a qué se habría debido la reacción del califa. Entonces comprendió: no le había tocado la herida infligida por el acero, sino otra mucho más cercana al corazón.

Descansando boca abajo, Khardan miró fijamente hacia adelante. Aunque no se veía, la tienda de Zohra se hallaba en la dirección de su severa mirada.

—¿Has estado enamorado alguna vez, Ma-teo? —fue la siguiente pregunta, completamente inesperada.

Los delicados dedos interrumpieron su servicio. Apenas fue un instante hasta que reanudaron su contacto, pero aquel instante fue lo bastante largo como para llamar la atención de Khardan. Éste se volvió y lanzó a Mateo una aguda e intensa mirada antes de que el joven estuviese preparado para recibirla.

En los ojos de Mateo estaba la verdad.

El joven cerró los ojos; sabía que era demasiado tarde para ocultar aquello que estaba allí, pero quiso evitar la expresión de repugnancia, enojo y desprecio que sabía iba a desfigurar la cara de Khardan. O peor aún, de lástima. Cualquier cosa, hasta el odio, sería mejor que la lástima.

—Ma-teo… —llegó la voz del califa, vacilante, insegura.

Una mano le tocó el brazo; Mateo se apartó de ella de un tirón y agachó la cabeza, con su rojo pelo cayéndole por delante de la cara.

—¡No lo digas! —jadeó—. ¡No digas nada! ¡Tú me odias, lo sé! ¡Sí, te amo! ¡Te amo desde el momento en que alzaste la espada sobre mi cabeza y me rogaste que eligiera la vida, que no me entregara a la muerte! ¿Cómo podría no amarte? Tan noble, tan fuerte, exponiéndote al ridículo por mí… Y después, en el castillo, ¡estabas en la agonía, cerca de la muerte, y aun así pensaste en mí y en mi dolor, que no era nada comparado con lo que tú sufrías!

El estallido de sus palabras fue seguido de acongojados sollozos. Su esbelto cuerpo se dobló con angustia. Una mano áspera y callosa, pero suave en aquel momento, se apoyó sobre su hombro tembloroso.

—Ma-teo —dijo Khardan—, de todos los costosos regalos que he recibido esta noche, éste que tú me ofreces es el más preciado.

Lentamente, lleno de confusión, Mateo alzó su cara empapada de lágrimas. Un estremecido sollozo lo sacudió, pero se lo tragó.

—¿No me odias? Pero tu dios prohíbe esto…

—Hazrat
Akhran no prohíbe el amor, libremente ofrecido, libremente aceptado. Si lo hiciera, no sería digno de la confianza y la fe que ponemos en él —repuso Khardan con voz ronca y, suavizando ésta, añadió—: Sobre todo el amor de un corazón tan valiente y sabio como el que late dentro de tu pecho, Ma-teo —y, estrechando al joven contra sí, Khardan apretó los labios contra su ardiente frente—. Este amor me honrará el resto de mis días.

Mateo se inclinó como si recibiera una bendición. Las manos que sujetaban la tela mojada temblaban y escondió la cara entre ellas; unas lágrimas de alivio y alegría se llevaron el amargo dolor. El suyo era un amor que nunca podría ser correspondido, no en la forma con que él a veces soñaba. Pero era un amor respetado que le sería correspondido con confianza, consejos, consuelo, protección, fuerza y amistad.

Tendiéndose sobre su estómago, dando al joven la oportunidad de recomponerse, Khardan dijo con tono despreocupado:

—Ahora dime, Ma-teo, qué te parece esa visión.

Capítulo 14

Mateo se enjugó los ojos y tomó una profunda y temblorosa bocanada de aire, aliviado de poder cambiar de tema y agradecido a Khardan por sugerirlo.

—La visión, si recuerdas, era de dos halcones…

—Mas pájaros —refunfuñó Khardan.

—… conduciendo dos ejércitos contrarios —continuó severamente Mateo con una ligera palmadita reprobadora en el hombro del califa para recordarle la seriedad de su tarea.

—Yo y el amir.

—Los dos halcones se parecen mucho —dijo Mateo, enrollando con cuidado el vendaje en torno al brazo herido de su amigo—. Estos halcones representan a ti y a tu hermano.

—¿Achmed?

Khardan torció la cabeza hacia un lado con preocupación.

—No te muevas. Sí, Achmed.

—¡Pero él no podría cabalgar a la cabeza de un ejército! —exclamó Khardan con un bufido despectivo—. Es demasiado joven.

—Y sin embargo cabalga, por lo que he oído, junto al amir, que es la cabeza del ejercito. Las visiones no son literales, recuerda. Son lo que ve el corazón, no los ojos. Si tú combatieses contra el ejército del amir, tus pensamientos estarían en el hombre, Qannadi, que cabalga a la cabeza de sus tropas. Pero tu corazón estaría con tu hermano, ¿no es así?

Khardan gruñó y se acomodó sobre los cojines, descansando la barbilla sobre sus brazos.

—Ya está —dijo Mateo, ajustando bien el vendaje—. ¿Te aprieta demasiado? ¿No? ¿Por dónde estábamos? Ah, sí. La batalla. Ambos lados sufren grandes pérdidas. Hay muchas bajas. Será una guerra costosa y sangrienta —agregó con creciente vacilación en su voz—. Uno de los dos halcones muere…

—¿Sí? —persistió Khardan aunque yacía inmóvil.

—El superviviente se convierte en un gran héroe. Se elevará con las alas de las águilas. Toda suerte de gente se pondrá bajo su estandarte y él desafiará al emperador de Tara-kan y, al final, saldrá victorioso. Llevará una corona de oro y una cadena de oro colgará de su cuello.

—Así que —dijo Khardan y, olvidándose de su herida, se encogió de hombros, lo que le provocó una mueca de dolor— el vencedor se convierte en héroe.

—Yo no he dicho el «vencedor» —puntualizó Mateo—. He dicho el «superviviente».

La mente de Khardan tardó algunos momentos en asimilar la verdad. Lentamente, con sus movimientos impedidos por la rigidez del vendaje, se sentó y se colocó de cara al joven brujo, quien estaba observándolo con expresión grave y preocupada.

—Lo que estás diciendo, Ma-teo, es que, si mi hermano y yo nos enfrentamos en combate, uno de los dos morirá.

—Sí, así lo indica la visión.

—¿Y el otro se convierte en… emperador? —preguntó Khardan mirándolo sombríamente, con incredulidad.

—No enseguida, por supuesto. Tengo la impresión de que habrán de pasar muchos, muchos años antes de que eso suceda. Pero sí, aquel que viva terminará elevándose a una posición de gran poder y riqueza y, también, de tremenda responsabilidad. Recuerda que el halcón lleva, no sólo la corona, sino también la cadena de oro.

Los pensamientos de Khardan se fueron hacia afuera de la tienda, a su gente y todos aquellos que habían acudido hasta él. Sólo ahora, cuando la noche había pasado ya su plenitud y se aproximaba la mañana, estaban empezando a pensar en retirarse a sus camas. Con el amanecer, el profeta de Akhran habría de hacer frente todavía a una nueva fila de hombres y mujeres que acudirían a él con sus pequeños y grandes problemas, sus necesidades y sus deseos, sus esperanzas y sus miedos.

—Tal vez él pueda ayudarlos —dijo Khardan, hablando con un orgullo tímido y reacio—. Tal vez, pese a no ser sabio ni instruido, él haya sido elegido para ayudarlos y no pueda rechazar con ligereza lo que le ha sido otorgado.

—Es decisión suya, únicamente —contestó Mateo—. Me gustaría poder ser de más ayuda —añadió con tristeza.

Khardan lo miró y sonrió.

—Lo has sido, Ma-teo. Él sólo desearía ser tan sabio como tú; entonces sabría si está haciendo lo que debe.

El califa se levantó y se dispuso a salir, enrollándose los pliegues de la prenda de cabeza alrededor de la cara para poder moverse por el campamento sin ser abordado por la multitud.

—Quizá, tú que eres tan sabio, podrías responderme a una cosa más —agregó, deteniéndose en la entrada.

—Yo no sé si soy sabio o no, pero intento siempre ayudarte, Khardan.

—Auda ibn Jad era cruel, malvado. Arrojaba a gente inofensiva a los monstruos. Cometía asesinatos y cosas peores en nombre de su dios.

Mateo no pudo evitar un escalofrío.

—Y, sin embargo, nuestros dioses nos unieron. Auda salvó nuestras vidas; sin él habríamos perecido en el Yunque del Sol. Luego me salvó la vida entregando la suya en el templo de Quar. Yo lamento su muerte, Ma-teo. Me duele que se haya ido. Y, sin embargo, sé que el mundo es mejor con su muerte. ¿Tú entiendes algo de todo esto?

Khardan parecía verdaderamente desconcertado, necesitado de una respuesta.

Mateo guardó silencio unos momentos antes de responder.

—Yo no entiendo los designios de los dioses. Ningún humano los entiende. No sé por qué hay mal en el mundo ni por qué se hace sufrir a los inocentes. Sólo sé que una manta cuyos hilos corren en una sola dirección no nos es de mucha utilidad como manta, ¿o si, califa?

—No —repuso Khardan, pensativo—. No, tienes razón —añadió apretando el hombro del joven—. Duerme bien, Ma-teo. Que Akhran… No. ¿Cuál es el nombre de tu dios?

—Promenthas.

—Que Promenthas sea contigo esta noche.

—Y Akhran contigo —dijo Mateo.

Y vio al califa salir con sigilo de la tienda y deslizarse entre su propia gente con más cuidado y precaución de lo que jamás se había tomado al adentrarse furtivamente en un campamento enemigo. Después de comprobar que Khardan alcanzaba a salvo su tienda y ver a varias jóvenes bailarinas salir ahuyentadas de ella, Mateo regresó sonriendo a su lecho.

El joven estaba en paz. Había tomado su decisión.

Cerrando los ojos, arrullado por el sonido del viento que cantaba en el cordaje de su tienda, Mateo se durmió.

Capítulo 15

Pese a haber pasado toda la noche cavilando en la visión que Mateo había desplegado ante él, Khardan no fue capaz de tomar una decisión. De modo que fue su gente la que, al fin, arrastró al califa hacia el remolino de la guerra.

Los jeques fueron los primeros en entrar en la tienda del fatigado y ojeroso profeta, medio atontado por el dolor, la preocupación y la falta de sueño. Antes de que Khardan pudiera abrir la boca, los jeques presentaron su plan de batalla en el que, por una vez, estaban de acuerdo todos los asistentes. Hecho esto, se sentaron en espera de su entusiasmada aprobación.

Khardan no tuvo más remedio que admitir que el plan era viable. Los informes que llegaban junto con un interminable caudal de refugiados, rebeldes y aventureros indicaban que las fuerzas del amir se habían visto considerablemente reducidas por la niebla mágica que había barrido la ciudad de Kich. Los soldados que habían sobrevivido estaban ocupados en la reconstrucción de las puertas y otras fortificaciones dañadas. Además de esto, tuvieron que aplacar una revuelta inmediata en la ciudad cuando comenzaron los rumores de que los nómadas amenazaban con derramar la mortífera niebla sobre sus habitantes a menos que Kich se rindiera.

Los jeques insinuaron que volver a invocar la niebla podría ser una razonable sugerencia, a lo que Khardan respondió con la pregunta de si se proponían enviar a sus mujeres a la batalla delante de ellos.

—¡Bah! ¡Tienes razón! —declaró Majiid—. Una idea estúpida. Fue suya —agregó con un gesto despectivo hacia Jaafar.

—¿Mía? —Jaafar se puso en pie de un salto—. ¿Sabes…?

—¡Basta! —ordenó Khardan con un bostezo reprimido—. Continuad.

Según los informes, Qannadi había enviado mensajeros a las ciudades sureñas en busca de refuerzos, pero pasarían muchas semanas hasta que éstos pudiesen llegar. Una rápida y mortífera incursión a Kich y el profeta podría apoderarse de la ciudad y utilizarla luego como punta de lanza para dirigir nuevos ataques que arrojarían al enemigo fuera de las tierras de Bas.

El plan siguió diseñándose solo en la mente de Khardan, aunque los jeques nunca se enteraron. Sería fácil adueñarse de Bas. Bajo su hábil guía y dirección, la gente se levantaría contra las tropas del emperador. Con Bas y toda su fortuna a su disposición, Khardan podría cortar la ruta comercial con Khandar y acrecentar su poder. Dejando a Khandar morirse de hambre, marcharía hacia el norte y liberaría el pueblo oprimido de Ravenchai de los mercaderes de esclavos que saqueaban sus tierras. Se aliaría con los fuertes habitantes de las Grandes Estepas. El propio Señor de los Paladines Negros accedería sin duda a añadir sus propias fuerzas a la batalla.

Entonces, cuando fuese fuerte, atacaría al emperador.

«Sí», admitió para sí Khardan casi de mala gana, «podría hacerse».a visión de Mateo no era tan fantasiosa y alocada como le había parecido al califa en las tempranas horas del amanecer. Podía hacerse realidad. El podría ser emperador de Sardish Jardan, si quisiera. Viviría en un magnífico palacio de esplendores que apenas si podía comenzar a imaginarse. Las mujeres más hermosas del mundo serían suyas. Sus hijos e hijas se contarían por cientos. Ningún lujo sería demasiado bueno para él. Frutos raros y exóticos se pudrirían sobre su mesa. Agua…, habría agua para malgastar y despilfarrar. En cuanto a sus caballos, el mundo entero se pelearía por comprarlos, ya que él podría permitirse la más magnífica estirpe y criarla en exuberantes prados y pasarse todo el día, si le apetecía, supervisando personalmente su amaestramiento.

Aunque no, no todo el día. Habría audiencias, y correspondencia con otros gobernantes y con sus líderes militares. Tendría que aprender a leer, suponía, ya que no iba a confiar en ninguna otra persona la interpretación de la correspondencia. Haría enemigos…, poderosos enemigos. Tendría catadores de comida, ya que no se atrevería a comer ni beber nada que antes no hubiese sido probado por algún pobre miserable, por miedo de que estuviese envenenado. Tendría también guardias personales vigilando cada uno de sus pasos.

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