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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El profeta de Akhran (47 page)

BOOK: El profeta de Akhran
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—¡El nombre! —insistió el mendigo con voz chillona—. ¡Pronuncia un nombre, si hay alguno en tu corazón, y reza por que ella esté pensando en ti!

Khardan se lamió sus resecos labios.

—Zohra —murmuró.

La niebla, como si divisara los cuerpos repletos de humedad, saltó sobre ellos.

—¡Zohra! —repitió, e involuntariamente cerró los ojos, incapaz de mirar.

Podía oír al anciano murmurar también el nombre de Zohra y recordó, con un sobresalto, cómo el mendigo había exigido aquel nombre en pago por abrir el muro. Cerca de él, Achmed susurraba el nombre de su madre, con un nudo en la garganta.

Un aire frío, como de una caverna profundamente excavada en la tierra, se agarró a los tobillos del nómada, congelándolo hasta los propios tuétanos. El dolor fue intenso, y apenas pudo contenerse para no gritar. Repitió febrilmente el nombre una y otra vez y, con ello, la imagen de Zohra vino hasta sus ojos y un tenue olor de jazmín hasta su nariz. La vio montando en su caballo a través del desierto, con el viento arrancándole su prenda de cabeza y agitando su pelo negro tras ella…, un orgulloso y triunfante estandarte. La vio en su lecho nupcial, con el cuchillo en las manos y sus ojos brillando de triunfo, y sintió el toque de sus dedos, ligero y delicado, curándole la herida que ella misma le había infligido.

—Está pasando —dijo el mendigo, con un suspiro.

Khardan abrió los ojos y, mirando a su alrededor, vio la niebla retroceder, como si fuese succionada desde atrás por una enorme inhalación. Un silencio sobrecogedor descendió sobre la ciudad.

—Tu gente está fuera de peligro, hombre con olor a caballo y a muerte —afirmó el mendigo, con su boca desdentada como una hendidura negra en el cráneo—. Han cruzado la puerta y están ya en la llanura. Y no quedan vivos para seguirlos.

A pesar de su gratitud, el califa no pudo evitar estremecerse. El viento nocturno se levantó, y vio con sobresalto que una nube se elevaba en el aire de la noche. No era niebla. Era una nube de polvo, una espantosa especie de polvo grasiento. Temblando, Khardan se puso en pie y lanzó una mirada al mendigo.

—He de ir a ellos. ¿Será peligroso?

—Una vez que se den cuenta de que están libres, la magia empezará a disiparse. No, no habrá peligro.

Khardan se volvió hacia Achmed.

—¿Vienes conmigo, hermano? ¿Vienes a casa?

—Este es mi hogar —contestó Achmed, de pie, mirando hacia Khardan—. Todo lo que amo está aquí.

La mirada de Khardan se desplazó, casi como si fuese atraída, hacia la luz solitaria del palacio. Podía ver la silueta de un hombre con los brazos cruzados, erguido ante la ventana y mirando fijamente… ¿adónde? ¿Abajo, hacia ellos? ¿Afuera, a su asolada ciudad?

—Esto significa la guerra, lo sabes —continuó Achmed, siguiendo la mirada de Khardan—. El amir no dejará que te salgas con ésta.

—Sí —asintió Khardan distraídamente, con su mente demasiado ocupada con el presente como para considerar el futuro—. Supongo que sí.

—Nos encontraremos en el campo, entonces. Adiós, califa.

La voz de Achmed era fría y distante. El joven se volvió para atravesar de nuevo la abertura del muro.

—Adiós, hermano. Que Akhran sea contigo —repuso Khardan en voz baja—. Llevaré noticias tuyas a tu madre.

La acorazada espalda se puso rígida, su cuerpo se contrajo. Achmed se detuvo por un momento, pero enseguida, enderezando los hombros, pasó a través del muro sin decir más. El muro de piedra se cerró con un crujido tras él.

—Será mejor que te apresures, nómada —le aconsejó el mendigo—. Los sacerdotes-soldados están muertos, pero aún hay muchos vivos en esta ciudad que, una vez que haya pasado la conmoción, pedirán a gritos tu cabeza.

—Primero quiero preguntarte quién eres, padre —dijo Khardan mirando atentamente al anciano.

—¡Un humilde mendigo, nada más!

Encogiéndose como un perro callejero, el anciano se tendió encima de una manta harapienta, apretando su espalda contra el muro de piedra para conservar algo de la calidez residual dejada por el calor del día.

—¡Ahora vete, nómada! —lo apremió.

El mendigo cerró los ojos, movió su cuerpo hasta una posición más cómoda y un ronquido rasposo sacudió sus pulmones.

Desaparecido ya el miedo por su gente, Khardan sintió que un gran cansancio se apoderaba de él. Su hombro ardía de dolor, su brazo se había agarrotado hasta el punto de no poder utilizarlo. Cada movimiento le suponía un esfuerzo, y así avanzó por las calles iluminadas por la luna, tapándose la boca con la mano para evitar inhalar aquel horrible polvo que le escocía los ojos y recubría su piel con una desagradable sensación grasienta. La ciudad de Kich parecía haber caído víctima de un ejército merodeador, un ejército que había atacado la madera, el agua, las plantas y a los humanos y dejado tan sólo la piedra. Enfermo y herido, se quedó observando aquella devastación con aturdida incredulidad, y en su mente resonaron las palabras de su hermano. Sí, aquello significaba la guerra.

Cuando llegó al lugar donde había dejado los caballos, Khardan no vio más que grandes montones de polvo. Lo que quedaba de sus fuerzas se estaba agotando rápidamente, y él sabía que no podría ir muy lejos a pie. La aflicción por el valeroso animal que lo había llevado a la gloria y a la derrota ignominiosa retorcía su corazón, cuando de pronto oyó un agudo relincho que casi lo dejó sordo. Apresurándose hacia adelante, con la esperanza dándole nuevas fuerzas, encontró los cuatro caballos sanos y salvos, y bailando de impaciencia por dejar aquel horrendo lugar.

Acurrucado en una de las cuadras, temblando de miedo, estaba el joven muchacho que el califa había contratado para vigilarlos.

—¡Ah, sidi! —dijo poniéndose en pie de un salto cuando vio a Khardan—. ¡La nube de la muerte! ¿La has visto?

—Sí —contestó Khardan, dejando a su caballo hozar, olfatear y resoplar ante los extraños olores, incluido el de su propia sangre—. La he visto. ¿Ha venido hasta aquí?

Inútil preguntar, viendo los promontorios de polvo cubiertos de mantas de camello, otros promontorios más pequeños que una vez habían sido burros, y hasta montones que una vez habían sido… Prefirió no pensar en ello.

—¡Ha venido y todos… todos ellos han muerto! —relató el muchacho conmocionado, como si estuviera soñando—. ¡Todos menos yo! ¡Han sido los caballos, sidi! ¡Te lo juro, ellos me han salvado la vida!

El muchacho hundió su cabeza en el costado del caballo.

—¡Gracias, noble animal! ¡Gracias! —agregó entre sollozos.

—Ellos saben, dentro de sus corazones, quiénes se preocupan por ellos —dijo Khardan, acariciando con cariño la cabeza del muchacho—. Como todos nosotros —murmuró con una sonrisa—. Sí, como todos nosotros. ¡Ahora vuelve a casa con quienes se preocupan por ti, muchacho!

Saltando sobre el lomo del animal, el califa lo guió fuera de la cuadra; los otros siguieron obedientemente detrás. Y allí estaban los djinn para ayudarlo. Juntos salieron cabalgando de la ciudad de Kich, atravesando al galope las puertas, que encontraron abiertas. Los gigantescos postes de madera estaban marchitos y encogidos, y las bandas de hierro que los habían mantenido juntos, caídas y amontonadas en un suelo recubierto de polvo.

Capítulo 12

Khardan volvió al Tel para encontrarse con un ejército que lo aguardaba. No era el del amir. Era su propio ejército.

Reunidos con sus familias, los
spahis
habían tenido una ruidosa y alegre cabalgada desde Kich. Entonando canciones de alabanza a Akhran, agitando bien altas sus banderas en el aire y ensalzando las virtudes de su profeta y su profetisa, los jinetes akares, los pastores hranas y los
meharistas
aranes marchaban por fin unidos en gloriosa victoria sobre su enemigo común. Las únicas personas de aquella tumultuosa cabalgada que no estaban borrachas de triunfo eran el profeta, la profetisa y el joven a quien los nómadas llamaban ahora
marabout\2\1 término que, según Mateo llegó a entender con un suspiro, significaba para ellos una mezcla de hombre santo y loco.

Marido y mujer se encontraron ceremoniosamente y hablaron con absoluta frialdad; después dieron la vuelta y se fue cada uno por su camino. Herido y agotado, sostenido por el djinn, Khardan echó de menos el destello que iluminaba y suavizaba los ojos de halcón de Zohra. Ella no advirtió el orgullo y la admiración en los ojos de Khardan cuando él la elogió por su valor y habilidad al salvar a su gente. Un muro se erguía entre ellos y ninguno de los dos, al parecer, estaba dispuesto a escalarlo o era capaz de hacerlo. Había sido construido a lo largo de meses. Cada piedra era una palabra enojada, un comentario humillante, un momento amargo. La argamasa que mantenía el muro intacto era al mismo tiempo de siglos de antigüedad y de nueva y reciente mezcla, compuesta de sangre, celos y orgullo. Qué hacía falta para destruir aquel muro, ninguno de los dos lo sabía, aunque uno y otro yacían despiertos durante las frescas noches estrelladas, meditando larga y tenazmente sobre el asunto.

Eso no era todo lo que cada uno se veía obligado a confrontar dentro de su propia alma. Ir a la guerra contra el amir cuando la muerte era segura y los nómadas tenían todo que ganar y nada que perder era una cosa. Pero ir a la guerra cuando sus familias les habían sido restituidas, cuando los nómadas tenían tanto que perder y tan poco que ganar, era una cuestión completamente distinta. Aun así, Khardan sabía que no tenía elección. Qannadi no dejaría esa afrenta sin castigo. El amir debía mostrar a las ciudades cautivas de Bas lo que ocurría con aquellos que se atrevían a desafiarlo. La única duda en la mente de Khardan era si reunir sus fuerzas, tomar la iniciativa y atacar la ciudad mientras se hallaba sumida en la confusión, o esperar en el desierto, incrementar sus fuerzas, obligar al enemigo a ir en su busca y luchar en su propio campo. Ambos lados del argumento tenían sus ventajas y desventajas y fueron causa de la tristeza y abstracción que pendían sobre el califa durante toda la cabalgada de regreso al Tel.

Zohra tenía sus propios problemas. La repentina capacidad de verse a sí misma como mujer y enorgullecerse de ello era, en esta temprana fase, incómoda e inapropiada para ella. Razón por la que se mantuvo alejada de las demás mujeres durante la cabalgada, aunque ellas no hacían un secreto del hecho de que ahora la aceptaban como una más y la habrían recibido gustosas en su grupo. Algunas empezaron a comentar que su princesa no había cambiado después de todo, pero sus palabras despectivas fueron tajantemente cortadas por Badia, quien pensaba que entendía algo de la enfurecida batalla que tenía lugar dentro del pecho de su nuera. La lucha por la comprensión de sí mismo es como luchar contra un enemigo que nunca tienes delante sino que ataca siempre por detrás, un enemigo que nunca se ve con claridad, que continuamente se ensaña con cada debilidad. Sólo los más afortunados logran vencerlo.

En cuanto a Mateo, cada vez que cerraba los ojos volvía a ver a la gente muriéndose a su alrededor. Una y otra vez se preguntó a sí mismo sin rodeos, tal como le había preguntado Khardan cuando el joven brujo había matado a Meryem, si quería invertir el resultado y morir en manos de sus enemigos. Pero él sabía que el recuerdo de aquellas caras marchitas vistas confusamente a través de la niebla permanecería con él hasta la próxima vida, y que allí tendría que dar cuenta de ello.

Uno por uno, Mateo había visto rasgarse, destrozarse y morir en la arena de aquella árida tierra los bellos preceptos en los que había creído. Mateo intentó devolver a la vida a sus viejas y confortables creencias, pero ni siquiera pudo evocar los fantasmas de éstas. Había cambiado tanto desde aquel muchacho que caminaba por las boscosas y húmedas tierras de Aranthia que le pareció haberse desdoblado en otro ser. Pero lo que realmente lo asombraba y lo confundía durante las largas noches en que no tenía otra cosa que hacer más que pensar y observar las estrellas, era que recordaba aquel muchacho con melancolía y tristeza, pero ya no con arrepentimiento. Quizá no fuera mejor persona, pero era más sabio, más reflexivo. Sabía que él era verdaderamente uno con todos los demás seres humanos, por diferentes que fuesen en modos y apariencias, y encontraba un sentido de bienestar duradero en este conocimiento.

La única pregunta que le quedaba era qué le deparaba su futuro. Mateo empezó a ver próximo el final del camino por el que viajaba, y supo dentro de su corazón que pronto se vería obligado a hacer una elección. El amir había mencionado naves que zarpaban hacia el continente de Tirish Aranth. Podría volver a Aranthia, la tierra de su nacimiento. En aquel momento, no tenía idea de cuál sería su elección.

Los otros miembros de las tres tribus no se vieron asaltados por tales preocupaciones. Los tres jeques cabalgaron juntos al frente de sus gentes como los mejores amigos, los más íntimos primos, los más cariñosos hermanos. En vez de intentar rivalizar entre sí con insultos, intentaban superarse a base de adulaciones.

—Fue gracias al valor de los hranas como nuestras gentes escaparon de la prisión —dijo Majiid, golpeando amistosamente a Jaafar en el hombro.

—Pero, sin la fortaleza de los akares, el valor de los hranas no habría valido para nada —repuso Jaafar inclinándose, con cierto nerviosismo, para dar un tirón del atuendo de Majiid en señal de respeto.

—Puedo decir con toda seguridad —añadió Zeid desde lo alto de su veloz camello— que sin el valor de los hranas y la fortaleza de los akares, los aranes estarían, en este momento, alimentando a los chacales.

Y así continuaron hasta que los djinn pusieron los ojos en blanco y Khardan se quedó tan hastiado de todos ellos que se puso a cabalgar al final de la fila.

De esta forma los jeques, y prácticamente todo el resto de las tres tribus, llegaron a la cresta de una de las gigantescas dunas que dominaba el Tel y se detuvieron para mirar hacia abajo maravillados, profiriendo fuertes exclamaciones y llamando a su profeta.

Temiendo, irracionalmente, que Qannadi de alguna forma se le hubiese adelantado y estuviese en el Tel aguardando su regreso, Khardan se lanzó con su caballo a una velocidad suicida, conduciendo al animal, entre tumbos y resbalones, hasta la cima de la duna.

Extendidas ante él en tal número que el suelo del desierto se asemejaba ahora a una inmensa ciudad, había tiendas de todas las formas, descripciones y tamaños, abarcando desde las más pequeñas diseñadas para el descanso de un solo hombre en el calor del día, hasta las más grandes que, abarrotadas, se extendían a lo largo de siete postes. Además, parecía como si una lluvia inusitada y fuera de temporada hubiese caído durante el tiempo en que ellos habían estado ausentes, pues el oasis aparecía fresco y exuberante. Las mujeres se reunían alrededor del pozo, sacando agua en cantidad abundante. Los niños jugaban y chapoteaban en las charcas. Caballos, camellos, burros y cabras, trabados con ronzal, cojeaban hacia el agua o deambulaban por el campamento. En la propia superficie del Tel, el cactus conocido como la Rosa del Profeta se veía verde y lozano, aunque aún no habían aparecido las flores.

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