Los guardias del patio miraban atemorizados la niebla, cuyos delicados dedos parecían estirarse en busca de ellos.
Usti y Fedj, casi tan aterrados como los guardias por la magia de Sul, habían abandonado sus puestos y se miraban el uno al otro sin saber qué hacer. Los guardias intentaron frenéticamente descorrer los cerrojos y abrir las puertas; una muchedumbre de seres humanos no era causa de terror para ellos comparada con aquella nube maldita. Pero la presión de la turba empujando las puertas en dirección opuesta mantenía éstas firmemente cerradas. Los guardias no tenían escapatoria y se vieron forzados a mirar, con mudo horror, cómo los primeros zarcillos se enroscaban en torno a sus pies.
Sus gritos atravesaron el clamor de la turba como una hoja de espada silbante; tan espantosos fueron que hasta los más fanáticos de aquellos que clamaban sangre al otro lado de los muros de la prisión se callaron y escucharon.
Desde encima de la muralla, el suboficial vio cómo la niebla se enroscaba en torno a las piernas y el tronco de sus horrorizados hombres y terminaba atrapándolos entre sus dedos de trémulo blanco. Vio la niebla hervir y retorcerse. Los gritos cesaron, convirtiéndose en secos susurros. La niebla se levantó y continuó avanzando, haciéndose más espesa a cada momento que pasaba.
En el suelo, al lado de las puertas, yacían unos montones de polvo.
«¡Una fuente de agua abundante!»
Un brujo lanza este conjuro en una tierra de profundos manantiales y aire húmedo y viaja seguro dentro de su nube; el conjuro atrae agua de cuanto lo rodea. Si muchos brujos ejecutan juntos el conjuro, sucede lo mismo, salvo que el poder es tanto más grande, el conjuro es tanto más fuerte que requiere mucha más cantidad de agua para sostenerse. En una tierra de lujuriante vegetación, de árboles gigantescos, hierba verde y espeso follaje, en una tierra de arroyos torrenciales y ríos caudalosos, en una tierra de nieve…, el conjuro tiene toda el agua que necesita.
Pero arroja el conjuro en una tierra árida, una tierra de arena y roca donde el agua se mide en preciosas gotas, y el conjuro, sediento, desesperado por mantenerse a sí mismo, absorbe los jugos vitales de cuantas fuentes pueda encontrar.
Mateo vio caer a los guardias y oyó sus gritos. Vio al suboficial correr de un lado para otro, sobre la muralla, en un frenesí de terror, intentando evitar los envolventes dedos de la niebla pero cayendo al fin víctima de ellos con un espantoso lamento gutural. Mateo observó cómo la magia absorbía cuanta humedad contuviera la madera de las puertas, y vio las vigas resecarse y ajarse. Oyó los exaltados gritos de la multitud convertirse en exclamaciones de asombro y, después, oyó los primeros quejidos lastimeros de aquellos que quedaban atrapados en la niebla y sus gritos sobrecogedores cuando sintieron que ésta les sorbía la vida de sus cuerpos.
¡Él, a quien tanto había dolido tener que matar a un ser humano, sería ahora responsable de la muerte de cientos de ellos!
Zohra estaba a su lado, agarrada con fuerza a él.
—¡Ma-teo! —Sus ojos brillaban a través de la niebla—. ¡Lo hemos conseguido! ¡Huyen corriendo ante nosotros!
Ella no lo sabía. No lo había visto o, si lo había visto, no lo había comprendido. O tal vez no le importase. Después de todo, se obligó a considerar Mateo, la turba se proponía dar a su gente una muerte tan horrible como aquella de la que ahora estaban cayendo víctimas ellos. Tenía que pensar en eso, concentrarse en eso si no quería volverse loco.
Zohra condujo a su gente hacia adelante. Rodeados por la magia y avanzando lentamente para no dejar la niebla atrás, los nómadas atravesaron las resecas puertas de la prisión pisoteando el polvo de los cuerpos de sus enemigos que yacía esparcido en montones por el suelo. Cada vez más densa a medida que se alimentaba, la niebla se agitaba sinuosamente en torno a ellos: una letal nube plateada que se deslizaba por las calles de la ciudad de Kich.
Al no escuchar ninguna advertencia de Sond de que la salida del túnel estaba vigilada, Khardan atravesó sin ninguna cautela la puerta abierta al jardín de placer del amir. Un soldado vestido con yelmo y armadura se acercó bruscamente al califa con el filo desnudo de la espada destellando bajo la luz de la luna. Lanzando una amarga y reprobadora mirada al djinn, quien se erguía cerca de él, Khardan alzó su arma para atacar.
—Sidi —susurró Sond—, es tu hermano.
Khardan bajó la espada y se quedó mirándolo fijamente.
Muy despacio, el joven se quitó el yelmo y lo dejó caer al adoquinado, donde rodó con estrépito hasta perderse debajo de un matorral. Sin el yelmo, que le había ocultado la cara, Khardan pudo reconocer las facciones de su hermanastro, pero hasta allí llegó el reconocimiento. En todos los demás aspectos, aquel alto y joven guerrero marcado por las batallas era un extraño para el califa.
Y, aunque Achmed había dejado caer su yelmo, mantenía su espada suspendida y en guardia.
—Sabía que tenías que ser tú —dijo con voz apagada; sus ojos eran oscuras sombras en aquella pálida cara—. Cuando he oído que el imán había sido asesinado, comprendí que habías sido tú quien lo había hecho, y supe dónde encontrarte. Los demás guardias corrieron hacia el templo, pero yo sabía…
—¡Achmed! —lo interrumpió Khardan, intentando humedecer sus secos labios con una lengua casi tan seca como ellos—. ¡Los sacerdotes han ido a matar a la gente!
—Sí —repuso el joven soldado, y nada más.
Khardan podía oír gritos airados y estrépito de armas, y lanzó una rápida mirada a Sond, quien hizo un gesto de impotencia.
—Te obedeceré con gusto, sidi, pero ¿qué quieres que haga?
«Podría enviar al djinn contra la turba —pensó Khardan frenéticamente—, pero se necesitaría un ejército de
'efreets
para detener a aquellos fanáticos».odría ordenar a Sond que lo transportara lejos de aquel lugar. Pero ¿y su hermano? Achmed era uno de los suyos, en absoluto menos importante. ¿Tendría que perderlo para siempre?
—¡Ven conmigo! —suplicó Khardan tendiéndole una mano—. Lucharemos…
—¡No!
Achmed se quedó observando la mano extendida, y Khardan vio que estaba cubierta de sangre: la suya propia, la de Auda, la del imán… Las palabras del joven soldado resonaron huecamente en su garganta.
—¡No! —repitió y, a pesar de que el aire nocturno era fresco, Khardan vio brillar el sudor en la cara de su hermano.
Achmed echó una mirada tras de sí, hacia la prisión, aunque nada podía verse más allá de los altos muros del palacio. Había horror en sus ojos ahora, y era obvio que él no estaba viendo el presente, sino el pasado.
—¡No hay nada que tú puedas hacer! ¡Nada que yo puedo hacer! ¡Nada!
—Achmed —insistió Khardan con desesperación—, ¡tu madre está en aquel campamento!
—Quizás —el joven intentó aparentar indiferencia, pero su cara estaba tensa, oyendo los aullidos de la turba cada vez más altos y enloquecidos, y el sudor le chorreaba por las mejillas—. Quizás ella esté muerta ya. No la he visto ni he oído nada de ella desde hace meses.
—Muy bien. Entonces, hermano —dijo Khardan fríamente—, yo me voy. Si quieres detenerme, habrás de estar preparado para matarme, pues es la única manera…
Aquellos ojos oscurecidos por el horror se volvieron hacia él y, lentamente, la pesadillesca visión retrocedió. Una vez más aparecían frescos e impasibles. Achmed adoptó una postura de lucha. Khardan hizo lo mismo, con el dolor extendiéndose desde el hombro herido que ya empezaba a entumecerse. No sería un enfrentamiento equitativo; el califa sentía flaquear sus fuerzas. Lo único que lo mantenía era el miedo por su gente, y aquello era más un impedimento que un acicate, pues distraía su mente. No podía concentrarse. No podía evitar que su mirada se disparase hacia el área de la prisión y, a causa de ello, esquivó por muy poco la primera arremetida de su hermano. El destello de luz de luna en la espada, el oportuno resbalón de Achmed en una piedra suelta, y la horrorizada reacción del djinn, quien se colocó de un salto entre los dos, salvaron a Khardan.
—¡Sidi! ¡Sois hermanos! —jadeó Sond agarrando las desnudas hojas de la cimitarra y la espada y manteniéndolas separadas—. En el nombre del dios…
—¡No me prediques acerca de los dioses! ¡He visto lo que se ha hecho en nombre de los dioses! —gritó Achmed furioso intentando arrancarle su arma.
Lo mismo le habría dado intentar arrancar el hierro en crudo de la montaña donde se había fraguado.
—¡No hay dioses! —siguió gritando—. ¡Son tan sólo una excusa para la ambición del hombre!
—Entonces, ¿cómo te explicas a Sond, un inmortal? —replicó, iracundo, Khardan.
Por el clamor de la turba sabía que ésta había alcanzado ya la prisión.
—Sond se engaña a sí mismo creyéndose inmortal —contestó Achmed—. ¡Mira, él también sangra!
Era verdad; la sangre corría a lo largo de los brazos del djinn desde las profundas dentelladas que habían ocasionado los filos en su etérea carne.
—¡Igual que nosotros los mortales nos hemos engañado creyendo que existen los seres inmortales! —agregó el joven.
Khardan renunció a seguir discutiendo. Dando un paso hacia atrás, soltó el mango de su espada, y ésta cayó de la mano ensangrentada del djinn.
—Sond —murmuró—, llévame a…
Una explosión sacudió la tierra; una ráfaga de aire salió del túnel, seguida por un fragor y una nube de rocas y escombros que volaba por los aires. Tosiendo sofocados, ambos hermanos se asomaron a la entrada del túnel a través de las nubes de polvo para ver a Raja surgir de las ruinas, cubierto de tierra y frotándose las manos con satisfacción.
—No temas persecución alguna desde aquella dirección, sidi —dijo el djinn, inclinándose ante Khardan—. Y es una oportuna tumba para el que yace dentro —agregó a continuación con tono grave y solemne—. Sólo la Muerte podrá encontrarlo ahora.
—Que su dios sea con él —respondió Khardan con resignación, y no miró a Achmed sino que, volviendo la espalda al joven, haciendo de sí mismo un blanco fácil si su hermano hubiera querido, se agachó para recoger su espada.
—Sond, tú y Raja venid conmigo…
Khardan dejó de hablar y estiró la cabeza para oír con más claridad. El sonido de la turba había cambiado: ya no era amenazador, sino amenazado.
—¿Qué ocurre? —preguntó Khardan, intrigado.
—Se está desarrollando una gran magia, sidi —contestó Sond atemorizado—. ¡Es como si el propio Sul hubiera entrado en esta ciudad!
Con la esperanza viva dentro de sí, Khardan corrió a lo largo del sendero que atravesaba el jardín, hacia la abertura en el muro. No esperó a su hermano, ni percibió pisadas detrás de él durante largos momentos; y entonces para su inmenso aunque secreto alivio, oyó un golpeteo de botas a su espalda.
—Por aquí —indicó Achmed en el momento en que Khardan, en su excitación y confusión, iba a tomar un camino equivocado.
Juntos alcanzaron el lugar donde el espino que crecía sobre una plataforma móvil podía desplazarse hacia un lado y descubrir el panel corredizo en el muro. Para gran asombro y consternación de Khardan, el hueco estaba abierto de par en par. Él podría haber jurado que el mendigo ciego lo había cerrado tras ellos cuando él y Auda habían entrado.
Con cautela, el califa aminoró su paso. Pero Achmed dio un brinco hacia adelante, hacia la calle, indicando a Khardan que lo siguiera.
—El camino está libre, sidi —aseguró Sond, elevándose hasta diez metros de altura y asomándose por encima del muro—. La calle está vacía a excepción del mendigo.
—¿Qué hay de la prisión? —exigió Khardan cuando hubo emergido y se encontró de pie junto al anciano, que estaba plácidamente sentado en la calle, con las piernas cruzadas.
—Está cubierta de… una sinuosa niebla, sidi —respondió Sond mirando maravillado—. Jamás había visto nada parecido en todos mis siglos!
—¡Ni la volverás a ver jamás! —dijo el mendigo con una risa cascada.
Khardan arrancó a correr, pero una mano lo atrapó de la túnica y le dio un tirón hacia atrás con tal fuerza que casi perdió el equilibrio. El califa se volvió airado, pensando que era Achmed, pero se encontró con aquellos ojos de un blanco lechoso que resplandecían con un brillo terrible a la luz de la luna. Una mano escuálida y huesuda se estiró hacia arriba y agarró un puñado de la tela de su túnica.
—Será tu muerte si te acercas; pues, aunque la magia salva a aquellos que están dentro de ella, mata a todos los que están fuera. ¡Mira! ¡Mira! ¡Ya viene!
Cómo pudieron verla aquellos ojos ciegos, Khardan nunca lo sabría pero, al final de la calle, serpenteando entre los puestos cerrados de los bazares, largos zarcillos blancos se deslizaban por encima del adoquinado, chupando sedientamente todo lo que tocaban. Los puestos caían con estrépito después de que su madera fuera chupada hasta quedar privada de la poca humedad que tenía dentro. Un hombre se precipitó a la calle para ver lo que ocurría y fue atrapado entre aquellas manos de color blanco plateado que exprimieron el agua de su cuerpo como si fuera un pedazo de tela de una colada. La niebla prosiguió, dejando tras de sí un montón de polvo que tan sólo momentos antes había sido carne y sangre vivas.
Khardan empezó a retroceder con los ojos llenos de asombro y horror, fijos en la sinuosa niebla que avanzaba.
—¡Corramos!
—No hay escapatoria —afirmó el mendigo ciego con una extraña satisfacción—, excepto para aquellos resguardados tras los muros de piedra. Y para aquellos cuyos corazones son uno con quienes ejecutan la magia. ¡Rápido, siéntate a mi lado! —apremió el anciano tirando perentoriamente de Khardan—. ¡Siéntate a mi lado y pon en tus labios el nombre de alguien a quien ames, alguien que se mueve sin peligro dentro de esa niebla y que piensa en ti!
—Sond, ¿tiene razón? —preguntó Khardan incapaz de arrancar sus ojos de la mortífera niebla que avanzaba a la deriva.
—Pienso que es tu única esperanza, sidi —contestó el djinn—. Yo no puedo hacer nada. Esto es obra de Sul —y echó una inquieta mirada al atónito Raja quien, con un nudo en la garganta, asintió—. De hecho, te vamos a dejar por el momento, sidi. ¡Volveremos cuando Sul se haya ido!
—¡Sond! —lo llamó Khardan con miedo y exasperación, pero el djinn se había desvanecido.
—¡Rápido! —gritó el anciano tirando del nómada hacia abajo.
La niebla estaba casi encima de él. Khardan vio a Achmed agachado al lado del anciano. El rostro de su hermano estaba blanco.