—¡Madre, perdóname! —susurró.
Si un leopardo hubiese venido y colocado la cabeza en su regazo, Badia no se habría sentido tan sorprendida. Perpleja, con un millar de preguntas en su mente, Badia reaccionó movida por su propia naturaleza compasiva y por la secreta admiración que siempre había sentido por aquella mujer fuerte y turbulenta, esposa de su hijo. Recordó que la madre de la muchacha estaba muerta; había muerto demasiado pronto, antes de que hubiese podido impartir a su hija la sabiduría de una mujer. Arrodillándose también, Badia puso sus brazos alrededor de Zohra y se llevó la cabeza de ésta contra su pecho.
—Lo comprendo —dijo con dulzura—. Entre nosotras, hija, no hay nada que perdonar.
—¡Mi hijo vive!
El gozo y la gratitud en los ojos de Badia fue un regalo que Zohra se sintió contenta y orgullosa de entregar a su suegra.
—No sólo vive, sino que vive con honor —declaró Zohra con un tono, al parecer, más caluroso de lo que pretendía, ya que vio una chispa de regocijo titilar en los oscuros ojos de Badia.
Las dos mujeres y Mateo estuvieron hablando en voz baja durante una buena parte de la tarde; las otras mujeres se congregaron a su alrededor. Las que estaban delante pasaban las noticias a las de atrás, que no podían oír. Los guardias miraban a aquel corro de gallinas, tal como ellos lo veían, sin interés ni preocupación. Deja que cacareen. De poco les serviría cuando llegase la hora de retorcerles el cuello.
—Khardan ha sido nombrado profeta de Akhran, porque él hizo volver a los djinn del lugar donde habían estado prisioneros de Quar.
Esto no era del todo cierto, pero sí lo bastante como para explicarlo así en el tiempo limitado de que disponían.
—Y Zohra es una profetisa de Akhran —añadió Mateo—, pues ella puede convertir la arena en agua.
—¿De verdad puedes hacer eso, hija? —le preguntó Badia, impresionada.
Un murmullo recorrió al grupo de mujeres, muchas de las cuales, no tan comprensivas como Badia, miraron a Zohra con desconfianza.
—Sí, puedo —repuso Zohra con humildad, sin el orgullo que solía acompañar sus palabras—. Y puedo enseñaros a hacer lo mismo a vosotras. Tal como Ma-teo —añadió, estirando el brazo hacia atrás para coger con fuerza la mano del joven— me enseñó a mí.
Badia pareció dudosa ante esto y se apresuró a cambiar de tema.
—Y mi hijo, ¿dónde está? ¿Está con su padre?
—Khardan está en la ciudad. —Hubo un excitado susurro de agitación y una esperanzada inhalación entre las mujeres.
—¡Ha venido a rescatarnos! —exclamó Badia, hablando por todas las demás.
—No —contestó con firmeza Zohra—, él no puede rescatarnos. Nuestros hombres no pueden rescatarnos. Debemos hacerlo nosotras mismas.
Lenta y cuidadosamente, explicó la situación, exponiendo el dilema de los nómadas, quienes no se atrevían a atacar la ciudad para liberar a sus familias a sabiendas de que éstas serían aniquiladas antes de que ellos pudiesen alcanzar las murallas.
—¡Pero el imán ha decretado que muramos por la mañana! —dijo una de las mujeres.
—Y por esto debemos estar fuera de este lugar antes de que amanezca —replicó Zohra.
—¿Pero cómo? —preguntó Badia mirando con desesperación los altos muros—. ¿Acaso tenemos alas para volar?
—O tal vez pienses convertir en agua la arena y salir nadando… —sugirió con una sonrisa burlona una de las esposas de Zeid.
La mano de Mateo asió con fuerza la de Zohra, pero su advertencia no fue necesaria. La inusitada serenidad de la princesa apagó las calientes palabras que normalmente habrían chamuscado la carne de su víctima.
—Hemos venido aquí con un plan para salvarnos. Sul otorga magia a los hombres en la tierra de donde viene Ma-teo, al otro lado del mar. Ma-teo es, en su propia tierra, un poderoso brujo.
Las mujeres intercambiaron miradas, frunciendo el entrecejo sin saber muy bien cómo reaccionar. Después de todo, debían ser corteses.
—Pero, hija mía, él está loco —objetó Badia con cautela, saludando con una inclinación a Mateo para indicar que no pretendía ofenderlo.
—No, no lo está —aseguró Zohra—. Bueno, tal vez sólo un poco —se vio obligada a añadir con sinceridad para gran desconcierto de Mateo—, pero eso no importa ahora. Él posee un conjuro mágico que nos puede enseñar a todas nosotras, tal como me enseñó a mí a hacer agua.
—¿Y qué es lo que hace exactamente ese conjuro? —preguntó Badia con una severa mirada a su alrededor para imponer silencio.
—En mi tierra —explicó Mateo, sintiéndose incómodo, consciente de los cientos de ojos que había fijos en él—, hace bastante frío y llueve casi cada día. Tenemos grandes extensiones de agua, lagos y arroyos, y, a causa de esto, hay una gran cantidad de agua en el aire. Algunas veces, esta agua que flota en el aire se vuelve tan espesa que es posible verla, aunque no lo es tanto como para que no se pueda respirar.
No estaba yendo muy lejos por ese camino. La mayoría de las mujeres parecían ahora más convencidas que nunca de que estaba tan loco como un caballo que ha comido hierba lunera.
—Es como si el dios Akhran enviase una nube a la tierra desde los cielos. Esa nube se llama niebla en mi tierra —continuó Mateo con temeridad. Cada vez quedaba menos tiempo y aún tenían mucho que hacer—. Y, cuando esta niebla cubre la tierra, la gente no puede ver claramente a través de ella y, a causa de ello, se sienten confusos y desorientados. Los objetos conocidos, vistos a través de la niebla, parecen extraños e irreales. La gente puede perderse caminando por un bosque que han conocido de toda la vida. Con la bendición de Sul, el mago puede crear su propia versión de dicha niebla y utilizarla para protegerse a sí mismo. Gracias al poder de este conjuro, el mago se hace rodear por una niebla mágica que, al instante, tiene el poder de provocar duda y confusión en las mentes de todos cuantos lo miran.
—¿Acaso él desaparece? —preguntó Badia, interesada a pesar suyo.
—No —contestó Mateo—, pero a aquellos que miran directamente al mago les parece que sí ha desaparecido. No pueden verlo ni oírlo, ya que la niebla enmudece el sonido de sus movimientos. Así, él puede escapar de sus enemigos deslizándose lejos de ellos.
Cómo lograría atravesar puertas cerradas con llave era ya otra cuestión, pero Mateo esperaba que se presentase una solución al problema cuando llegara la hora. En su tierra, donde la gente estaba acostumbrada a ver niebla, este conjuro tan sólo poseía una eficacia parcial y era principalmente utilizado por aquellos que se veían asaltados por ladrones en los bosques o callejones oscuros de la ciudad. Se trataba, como él había dicho, de un conjuro simple, uno de los primeros que se enseñaban a los novicios, quienes a menudo lo practicaban jocosamente para escapar de sus educadores a la hora de acostarse. Mateo esperaba, sin embargo, que la creación de niebla en aquella tierra donde jamás había sido, no sólo vista, sino siquiera imaginada asustaría lo bastante a los guardias para que los hombres pudieran arrebatarles las llaves mediante forcejeos y abrir las cancelas.
Únicamente había una ligerísima aunque persistente duda en la mente del joven brujo, pero él prefirió pasarla por alto. Al pie de la página del libro de conjuros, escrita con tinta roja, había una advertencia de que este sortilegio había de ser empleado sólo de forma individual, y nunca por un grupo a menos que esto estuviese justificado por las más apremiantes circunstancias. Mateo suponía que algún instructor les habría explicado la razón de esta advertencia pero, si así era, él debía de haberse quedado dormido en la clase aquel día, ya que no recordaba nada al respecto. Nunca le había parecido importante en su tranquilo y seguro país.
Pero ahora… ¡Bueno, no había duda de que aquéllas podían considerarse circunstancias apremiantes!
—Las únicas cosas que necesitamos para llevar a cabo el conjuro —continuó, viendo el creciente interés en los ojos de las mujeres y sintiéndose alentado por ello— son un trozo de pergamino sobre el que cada uno de vosotras deberá escribirlo, y que Zohra y yo llevamos ocultos bajo nuestras ropas, y agua.
—¿Agua? —repitió Badia con expresión preocupada—. ¿Cuánta agua?
—Pues… —balbuceó Mateo—, una escudilla cada una. ¿No hay un pozo aquí en la prisión?
—Fuera de las murallas, sí —señaló Badia con el dedo.
Mateo se maldijo a sí mismo. ¿Es que jamás llegaría a aceptar el hecho de que, en aquella tierra, el agua era algo escaso, precioso?
—Los guardias tendrán que traeros agua… ¿Cuándo? ¿Cuánta?
El rostro de Badia se aclaró un poco.
—Nos traen agua por la mañana y al atardecer. No mucha, como una taza a cada una, y eso hay que compartirlo con los niños.
Al ver las lenguas hinchadas y los labios agrietados de las mujeres, obligadas a permanecer de pie o trabajar bajo el tórrido sol del patio de la prisión, Mateo adivinó cuánta agua bebían ellas y cuánta daban a los niños. Su propia rabia lo sobresaltó. Si hubiese tenido al imán entre sus manos, lo habría estrangulado sin sentir el más mínimo escrúpulo. Con un esfuerzo, se sobrepuso.
—Cuando los guardias traigan el agua esta noche, no debéis bebería. Cogedla y guardadla en un lugar seguro. No hay que desperdiciar ni una gota, pues vais a necesitar hasta la última de ellas.
«¡Y quiera Promenthas que sea bastante!», agregó para sí Mateo.
—¿Lo haréis? —preguntó Zohra con ansiedad.
Todas las mujeres miraron a Badia. Como primera esposa de Majiid, ella tenía el derecho de desempeñar un papel dirigente, y bien se lo había ganado durante aquella crisis. Todas la respetaban y confiaban en ella.
—¿Qué hay de los jóvenes y algunos de nuestros maridos encerrados en las celdas?
—¿Dónde están las celdas? —preguntó Mateo mirando a su alrededor.
—En aquel edificio.
—¿Hay guardias?
—Tres. Ellos tienen las llaves consigo para poder entrar en las celdas cuando se les antoja y maltratar a los presos —respondió Badia con amargura.
—Antes de ejecutar el conjuro, iremos primero al puesto de guardia, dominaremos a los guardias y liberaremos a los hombres —dijo con toda facilidad Mateo, sin tener ni idea de cómo lo iban a hacer—. Los hombres deben estar a vuestro lado cuando lancemos el conjuro, y así la niebla los envolverá a ellos también.
—Ellos querrán luchar —afirmó una joven esposa.
—Tenemos que ocuparnos de que no lo hagan —contestó Badia tajantemente, y en sus ojos se vio el centelleo de acero que en más de una ocasión había hecho al poderoso Majiid arrodillarse ante ella. El brillo se desvaneció, sin embargo, y la mujer miró a Zohra con profunda gravedad.
—Si no hacemos esto, hija, ¿qué posibilidades tenemos?
—Ninguna —contestó Zohra en voz baja—. Moriremos aquí, moriremos —balbuceó mirando a los guardias con sus sonrisas impúdicas—… del modo más horrible. Y nuestros hombres morirán para vengar nuestras muertes.
Badia asintió con la cabeza.
—El fin para nuestro pueblo.
—Sí.
No había más que decir, ni modo más suave de decirlo.
Las mujeres del desierto esperaron, atentas a Badia, cuya cabeza estaba inclinada bien en solemne reflexión o, tal vez, en oración. Por fin levantó los ojos para encontrarse con los de su nuera.
—Empiezo a ver la sabiduría de Akhran al escogerte para casarte con mi hijo. Sin duda el dios te ha enviado aquí y tal vez él nos ha enviado también al loco para ayudarnos —dijo, no demasiado convencida de poder atribuirle esto también a Akhran.
Entonces, Badia se volvió hacia Mateo.
—Enséñanos lo que hemos de hacer.
La noche cayó sobre unas partes de la ciudad de Kich y se mantuvo aún apartada de otras. El templo y los espacios circundantes a él resplandecían con más intensidad que el sol; una gran cantidad de antorchas y hogueras arrojaban atrás a la oscuridad y la mantenían fuera de la barrera que se había erigido en torno a la escalinata del templo desde donde el imán iba a hablar con su gente. La gran estructura dorada en forma de cabeza de carnero estaba ya preparada. Aunque el altar dorado había sido llevado al interior del templo, otro altar había sido construido y santificado por los sacerdotes menores para obsequiar a Quar con la fe de los vivos y las almas de los muertos.
El imán y sus sacerdotes, según se había anunciado, hablarían al pueblo a medianoche. Feisal se proponía mantenerlos extasiados y cautivados con sus palabras, azuzándolos hasta un enfebrecido clímax de santo frenesí en el que perdiesen toda conciencia de sí mismos y de los demás y existiesen únicamente para el dios. En semejante estado, el humo de los cuerpos quemados de mujeres y niños masacrados no llevaría el hedor del vil asesinato, sino que sería el más dulce perfume y se elevaría como incienso hacia los cielos.
La deslumbrante claridad de las luces que rodeaban el templo hacía mucho más oscuras, por contraste, aquellas partes de la ciudad no iluminadas. A altas horas de la noche, las calles estaban en su mayoría vacías. A excepción de algún mercader que aprovechaba la ultimísima oportunidad para sacarles el dinero a algunos clientes rezagados y que sólo entonces cerraba su tienda y se apresuraba a marchar hacia el templo, había muy poca gente en la calle. A veces podía verse a los sacerdotes-soldados de Feisal recorriendo la ciudad en busca de aquellos que pudieran necesitar un poco más de persuasión para recibir la bendición de Quar. Y así era como dos sacerdotes-soldados que paseaban por una calle cercana a la Kasbah apenas llamaban la atención.
La calle estaba oscura y vacía; los puestos que la atravesaban estaban todos cerrados y con los candados echados. Las luces de casas y
arwat
estaban apagadas, ya que nadie dormiría en su cama aquella noche. A primera vista, la calle parecía demasiado vacía y Khardan maldijo.
—No está aquí.
—Sí, está —contestó fríamente Auda.
Aguzando los ojos, escrutando dentro de las tupidas sombras, Khardan pudo vagamente distinguir, a la luz reflejada de las vivas llamas que iluminaba el cielo, una figura agachada, acurrucada junto a la muralla.
—Los seguidores de Benario no rendirán culto a Quar esta noche, sino a su propio dios, para quien estas celebraciones son alimento y bebida —explicó Auda con una oscura sonrisa.
Nada más cierto. Más de una persona, de entre aquella multitud, echaría en falta su monedero o las joyas que llevaba encima. Más de uno regresaría a su casa para encontrar sus cofres vacíos.