—¿Necesitas algo más, efendi? —susurró una voz que resultaba vagamente familiar a Khardan.
—Sí, Kiber. Dos hábitos de los sacerdotes-soldados.
—¿Sólo dos, efendi? —preguntó el hombre con tono decepcionado—. ¿No vamos a ayudarte nosotros en tu tarea?
—No; mi vida está prometida a esta causa. Las vuestras no, y puede desperdiciarse nuestra gente. —Se oyó un sonido de roce, como de una mano agarrando un hombro—. Tú has sido siempre un leal escudero, Kiber. Nos has servido bien tanto a mí como al dios. La última petición que le hago a mi señor es que tú seas armado caballero y ocupes mi lugar al servicio de Zhakrin. Dile a él, cuando regreses, que ésa es mi voluntad.
—Gracias, efendi —se oyó la reverente voz de Kiber—. Los hábitos estarán bajo las ennegrecidas piedras de lo que solía ser la mezquita de esta ciudad. Hallaréis comida y bebida en el suelo, cerca del centro de esta habitación. Ha sido un privilegio para mí servirte durante todos estos años, Auda ibn Jad. Tú me has enseñado mucho. Ruego al dios que me haga digno del honor que me otorgas. ¡Que la bendición de Zhakrin sea contigo!
La puerta se abrió, la luz penetró como un cuchillo brillante en la habitación y, luego, la puerta se cerró otra vez; dentro no quedó más que oscuridad y un silencio sólo interrumpido por el aliento de los dos hombres.
—Zohra y Ma-teo —dijo Khardan, volviéndose—. Tengo que ir…
Una mano de hierro se cerró en torno a su antebrazo.
—Ellos hacen lo que deben, hermano, y lo mismo nosotros. Ahora yo te pido a ti, Khardan, califa de tu pueblo, que cumplas la promesa que me hiciste, por tu propia voluntad, en la mazmorra del castillo Zhakrin.
—Y, si no lo hago —repuso Khardan—, ¿me vas a dar muerte con tu espada?
—No —respondió Auda con tono suave—. Yo no. ¿Qué hace tu dios con los que rompen sus promesas?
De mala gana, indeciso, Khardan esperó a que sus ojos se adaptaran a la oscuridad. Entonces pudo ver la vaga silueta gris de Ibn Jad moviéndose en la tiniebla.
—Debería estar con mi esposa…, mis esposas —enmendó con tono, irónico, recordando que Mateo le pertenecía—. Debería estar con mi gente. Están en peligro.
—Lo están. Y también nosotros. Zohra y Mateo entienden cómo han de combatirlo. Sin saber nada de magia, ¿crees que tú puedes ayudarlos? No, podrías causarles mucho daño. Ellos son una esperanza para tu pueblo y tú eres la otra. Y tu camino está conmigo.
—A ti te importa un comino mi gente —replicó Khardan enojado y frustrado; él sabía que Auda tenía razón, pero no le gustaba la idea y se resistía a aceptarlo—. Mañana mismo los degollarías, si ese dios tuyo te lo ordenase.
Agachándose, cogió una hogaza plana de pan ázimo y le dio un buen bocado, que a continuación ayudó a pasar con un trago de agua rancia y caliente de un pellejo de cabra.
—Tienes razón, hermano —reconoció Ibn Jad con sus blancos dientes resplandeciendo por un instante en una sonrisa—. Pero yo sé lo que te arrastra. Ése es el vínculo entre nosotros. Ambos estamos dispuestos a sacrificar nuestras vidas por nuestra gente. Y tú ahora comprendes, ¿no es así, hermano?, que la única esperanza de salvación para tu tribu es la muerte de ese sacerdote.
Khardan no dijo nada; siguió masticando un trozo de pan.
—Supongo que te habrás dado cuenta —prosiguió Auda— de que el amir te despidió con su bendición.
Los ojos del califa se estrecharon de incredulidad. Auda ibn Jad estalló en una sonora carcajada que, al instante, suprimió lanzando una rápida mirada hacia la puerta cerrada.
—¡Estúpido! —dijo bajando la voz—. ¡Qannadi podría, y debería, haber ordenado a sus guardias que nos matasen en el sitio! El amir ha corrido mucho mundo. Él conoce a la gente de Zhakrin, conoce mi cometido. ¡Y nos envía a la prisión con una guardia ligera! ¡Nómadas! —exclamó Auda sacudiendo la cabeza—. Tenéis brazos de guerreros, el coraje del león y las almas candorosas de los niños. Ahí está el amir, un soldado, un militar a quien le gustaría mucho ver el dominio del emperador extendido tanto como fuese posible pero que apreciaría bastante que le quedasen algunos súbditos vivos para poder beneficiarse de ello. Los hombres sufrirán bajo pesados impuestos. Apretarán los dientes y aguantarán el azote. Pero toca la religión de un hombre y estarás tocando su alma, su vida en el más allá, y eso es algo que la mayoría de los hombres estarán dispuestos a luchar por defender. Sospecho, por ciertas palabras que Qannadi dejó caer, que en las ciudades sureñas está bullendo la rebelión. Él habla de un ejército de millares, pero yo no he visto eso en Kich. Se ha quedado corto a la hora de proteger sus posesiones. El amir tenía razón —añadió el Paladín, más pensativo—. Tú no sabes todavía lo peligroso que eres, nómada. Cuando lo sepas, creo que el mundo entero se echará a temblar.
Auda se calló y se puso a comer y beber. Khardan tampoco decía nada: pensaba. Sus pensamientos, sin embargo, no lo llevaban a otra parte que a la desesperación, y cambió de tema.
—¿De dónde han salido esos hombres tuyos? —preguntó con irritación—. ¿Cómo sabía Kiber que estábamos en Kich?
—La Maga Negra los envió por si acaso yo necesitaba ayuda. Ella ha enviado a nuestra gente a todas las demás ciudades adonde yo podía haber ido en busca de Feisal.
—¿Y cómo te pusiste en contacto con Kiber? —insistió en saber Khardan—. ¡Yo he estado contigo todo el tiempo! Y no he visto a nadie. Tú no has hablado con nadie…
—Lo llamé a través de mis oraciones, nómada. Nuestro dios me envió a mi escudero cuando yo lo necesitaba. Olvídalo, tú no puedes entenderlo.
Auda terminó su pan y se estiró cómodamente en el suelo, con las manos detrás de la cabeza.
—Deberías dormir un rato, hermano. La noche va a ser larga.
Khardan se acostó sobre el endurecido suelo de tierra de la miserable barraca. El calor era sofocante. No más fuerte que en el desierto, quizá, pero él se sentía encerrado, atrapado, incapaz de respirar. Se volvió y se retorció inquieto y, en vano, trató de relajarse.
Zohra. Temía por ella, pero confiaba en ella. Por eso la había dejado marchar. Conocía bien su valor; nadie lo conocía mejor que él. Más de una vez se había enfrentado a él y le había ganado. Él reconocía su inteligencia aunque, pensó con una irónica sonrisa, nunca sería sabia. Siempre impetuosa, con su afilada lengua y su temperamento fogoso, actuaba y hablaba antes de pensar. Khardan esperaba tan sólo que este defecto no la precipitase por el borde del abismo por donde caminaba. Pero Mateo estaba con ella. «Mateo tiene sabiduría por los dos; por los tres, me incluyo yo también si a eso vamos», admitió Khardan para sí. Mateo la guiaría y, con la ayuda de Akhran, estarían a salvo.
A salvo… ¿y luego qué?
Suspirando con aprensión, Khardan cerró los ojos. Una larga noche.
Podía llegar a ser una noche muy larga. Una noche que durase toda una eternidad.
Al no haber suficientes celdas para alojarlas, las mujeres y los niños de los nómadas habían sido congregados en el patio central de la Zindam. Cuando los habían capturado, varios meses atrás, les habían proporcionado casas en la ciudad y libertad para ganarse la vida como mejor pudiesen en los
souks
de Kich. El imán había esperado que una vislumbre de la vida urbana, con educación para sus niños, comida, cobijo y seguridad, haría que renunciasen a sus costumbres errantes y se convirtieran a Quar. Esperaba asimismo que sus maridos abandonarían el desierto y vendrían a unirse a sus familias, y algunos pocos lo hicieron. Pero, cuando vio que pasaba un mes tras otro y la mayoría no respondía a sus expectativas, cuando además se le informó de que las mujeres nómadas, aunque aparentemente dóciles y obedientes, mantenían a sus hijos apartados del
madrasah
y nunca pasaban por el templo de Quar sin cruzar al lado opuesto de la calle, el imán comenzó a perder la paciencia.
Feisal se sentía desesperado, acosado. Era un sentimiento irracional y no podía entenderlo. Él era el sacerdote más poderoso de todo el mundo conocido. Había sido invitado a ir a Khandar y tomar las riendas de la iglesia como cabeza de ella. Sería él, Feisal, quien conduciría a las tropas del emperador a través del mar para llevar a los infieles de la lejana tierra de Tirish Aranth el conocimiento del Único y Verdadero Dios. Y, sin embargo, había todavía un puñado de harapientos seguidores de un dios derrotado que lo desafiaban abiertamente, haciéndolo aparecer como un estúpido a los ojos del mundo entero. Él, Feisal, había sido misericordioso. Les había dado su oportunidad de redimirse. Ya no volvería a tener piedad.
Por ende, había ordenado que los nómadas, la mayoría de ellos mujeres y niños pero también unos pocos jóvenes, padres y esposos, fueran enviados a la Zindam. Los hombres habían sido colocados en celdas y a las mujeres les habían dejado el patio interior donde hubieron de improvisarse sus camas, cocinar sus comidas y atender a sus niños. Los hombres eran golpeados a escondidas, cuando los soldados del amir no estaban presentes. Las mujeres y muchachas eran observadas con odio y lascivia. Los sacerdotes-soldados, espada en mano, formaban un cerco en torno a ellas. La espectral figura de la Muerte a menudo pasaba por la Zindam con sus huecos ojos ansiosos y vigilantes.
Cuando Zohra y Mateo entraron en el patio empujados por los sonrientes guardias, todo el mundo tenía sus ojos puestos en ellos. Sin embargo, nadie dijo una palabra. Los juegos de los niños fueron acallados; las madres sujetaron a éstos estrechamente contra sus faldas. Toda conversación cesó.
Apretando los dientes, y con la barbilla bien alta y firme, Zohra caminó por entre su gente. Mateo, sintiéndose visiblemente incómodo, la siguió a unos pocos pasos de distancia.
Mirando a su alrededor, Zohra vio muchas caras conocidas, pero en ninguna parte vio un rostro amigo. Las mujeres de su propia tribu, los hranas, la despreciaban por sus poco femeninas maneras, que con más claridad que las palabras les expresaban el desdén que su princesa sentía por ellas. Las mujeres de los akares odiaban a Zohra por ser hrana, por casarse con su adorado califa y, además, por mostrarse insensible a este gran honor, negándose a cocinar sus comidas, a ocuparse de su tienda y a tejer sus alfombras. Las mujeres de la tribu de Zeid la miraban mal por ser una hrana y por los chismorreos que habían oído acerca de ella.
En cuanto a Mateo, estaba loco: era un hombre que había decidido disfrazarse de mujer para escapar a la muerte. Akhran decretaba que los locos fueran tratados con toda cortesía, y así lo trataban a él. ¿Respeto, amistad? Eso ni planteárselo.
Las mujeres se separaron para dejar paso a Zohra y Mateo. Zohra las miró primero a todas con un rictus de desprecio en los labios; sus propios sentimientos de odio e irrisión le quemaban la sangre como un veneno. Volviéndose, lanzó una mirada de reojo a Mateo, dispuesta a preguntarle por qué se habían molestado por ellas. La expresión en el rostro del joven detuvo sus crueles palabras. Una mezcla de compasión y creciente indignación había empañado los verdes ojos del joven con un trémulo brillo de lágrimas. Zohra miró a su gente por segunda vez… y los vio por primera vez.
Las condiciones que soportaban eran miserables. La comida era insalubre e insuficiente, el agua escasa; vivían a diario, y literalmente, bajo la amenaza de la espada. Cada mujer disponía, en aquel patio, del espacio justo para extender su manta. Los niños gimoteaban de hambre o miraban sentados hacia el mundo exterior, con unos ojos que habían visto demasiado, demasiado pronto. Aquí y allí se veían mujeres tendidas sobre una manta, demasiado débiles para moverse. Hubo ruido de toses; olía a enfermedad. Sin sus hierbas y
feishas
, las mujeres no habían podido atender a los enfermos. En un silencioso rincón del patio yacían, cubiertos con una manta, aquellos que habían muerto durante la noche.
Y, sin embargo, aquellas mujeres, como sus hombres, tenían una cosa que sus captores jamás les podrían arrebatar: su dignidad, su honor. Al mirarlas, al ver aquellos ojos sin miedo, ojos que reflejaban la fe en su dios y en los suyos que las sostenía, Zohra sintió cómo su propio orgullo la abandonaba. La herida abierta en su alma, que nunca había dejado de supurar, por fin comenzaría a sanar. Los ojos de aquellas mujeres eran un espejo en el que Zohra se reflejaba, y no le gustó lo que veía.
Anhelando siempre el poder de los hombres, ella no había visto, o se había negado a ver, que las mujeres poseían su propio poder. Había hecho falta la actuación conjunta de ambas fuerzas para mantener a su pueblo vivo, para traer hijos al mundo, para protegerlos, cobijarlos y alimentarlos. Ninguna de las dos era mejor ni más importante que la otra; ambas eran necesarias e iguales.
Respetarse y honrarse el uno al otro. Esto era matrimonio a los ojos del dios.
Zohra no lograba articular estos confusos pensamientos. Ni siquiera podía comenzar a entenderlos. Sólo sabía que, en ese momento, se sentía avergonzada e indigna de aquellas valerosas y discretas mujeres que diariamente habían estado librando una dura y desesperanzada batalla para mantener a sus familias unidas y conservar la fe en su dios.
Zohra dejó caer la cabeza ante aquellos ojos. Sus pasos vacilaron; entonces sintió el brazo de Mateo deslizarse en torno a ella.
—¿Te encuentras mal? ¿Estás herida?
Ella negó con la cabeza, sin palabras, incapaz de hablar.
—Ya sé —dijo él, y su voz ardía con una ira que ella se sorprendió de oír—. ¡Esto es nefando! ¡No puedo creer que los hombres se hagan esto los unos a los otros! ¡Tenemos que…, las sacaremos de este lugar, Zohra!
«¡Sí! ¡Ayúdala, Akhran! ¡Ella lo necesita!», rogó Mateo.
Levantando la cabeza, Zohra parpadeó para contener las lágrimas que afloraban a sus ojos y buscó entre la multitud a una persona. Allí estaba, al final de la fila de silenciosas mujeres, esperando. Badia, la madre de Khardan.
Zohra siguió caminando hasta llegar a la mujer, que apenas llegaba hasta la barbilla de la princesa. Al mirar a Badia, Zohra vio la sabiduría en aquellos oscuros ojos cuya belleza parecía realzada por las arrugas de la edad que bordeaban sus esquinas. Vio en aquellos ojos el coraje que corría por las venas de su hijo. Vio el amor por su gente que había llevado a Khardan hasta allí para dar su vida por ellos. Humildemente, Zohra se dejó caer de rodillas ante Badia. Extendiendo sus manos, agarró las de su suegra y se las apretó contra su frente inclinada.