Dando la vuelta hasta un punto donde pudiese verle la cara, observó que la atención de Zohra estaba puesta en un pedazo de pergamino que sostenía firmemente con ambas manos. El destello de la luz solar sobre una hoja de metal le mostró dónde estaba su daga. Yacía al borde del
hauz
y, junto a ella, había un pequeño charco de algo oscuro, rojo…
Con ojos desorbitados, Khardan vio sangre goteando profusamente de un profundo corte en el brazo izquierdo de Zohra. Ésta, sin embargo, no prestaba ninguna atención a la herida. Sus ojos estaban fijos en el pergamino y sus labios entonaban aquella canción que no era canción, con una voz que hacía erizársele el cabello a Khardan. Adelantándose para echar una ojeada al pergamino, el califa vio que éste estaba cubierto de marcas, ¡marcas dibujadas con sangre!
Espantado, sobrecogido y, sin embargo, resuelto a detenerla, Khardan se deslizó hacia adelante y estiró una mano. En aquel instante, la voz de Zohra cesó. Khardan detuvo en seco su movimiento, aunque no parecía que ella estuviera consciente de su presencia. Su mirada y todo su ser estaban embebidos en el pergamino hasta tal punto que él dudaba de que incluso un trueno pudiera despertarla.
Volvió a alargar la mano, temblando, y entonces cayó como muerta a su costado. ¡Las marcas de sangre trazadas en el pergamino habían comenzado a moverse…, a retorcerse y doblarse como acuciadas por el dolor! Khardan contuvo el aliento, casi al punto de asfixiarse. Los dientes se le clavaron en la lengua mientras contemplaba aquellas marcas que se deslizaban del papel y caían, una por una, dentro del estanque.
Y, de pronto, el califa se encontró metido en agua hasta los tobillos.
El agua giró arremolinada en torno a sus pies, inundó el patio y fluyó hacia el interior de la casa. Atrapada entre las fuertes paredes de piedra del estanque, el agua brillaba y chisporroteaba a la luz del sol de mediodía.
Con vacilación, Zohra metió las yemas de los dedos en el agua, como si tampoco ella pudiera creerlo. Al recoger la mano, ésta estaba mojada, goteando, y ella estalló en jubilosas risas.
Al oír el sonido de la respiración de Khardan, sorbiendo el aliento por entre sus dientes, Zohra reparó en su presencia y se volvió hacia él. Jamás la había visto tan hermosa. Sus mejillas brillaban con un esplendor de orgullo y consumación; sus ojos chisporroteaban con mayor luminosidad que el agua.
—¡Ahí tienes tu milagro! —exclamó ella con orgullo—. ¡Y de mis propias manos! —dijo, extendiéndolas hacia Khardan, y éste vio el sangriento corte en su brazo—.
¡No
de Akhran!
—Tu dios te ha concedido tu milagro. Es obvio que desea que este muchacho viva. Yo me guardaré bien de contravenir su voluntad. Yo no mato por placer, princesa —dijo Auda ibn Jad gravemente—, sino por necesidad.
De pronto se le ocurrió a Zohra que aquel «milagro» de Akhran podía haber sido en vano. Ahora tenía agua, y en abundancia; pero, faltándole las hierbas y piedras curativas con que las mujeres nómadas suelen tratar la enfermedad, ella poco podía hacer aparte de bañar la ardiente piel de Mateo y verter gotas de agua en sus resecos y agrietados labios. La fiebre seguía aumentando, rabiosa. Mateo cesó incluso en su incoherente parloteo y yacía sumido en un estupor, jadeando para tomar aliento. El único sonido que emitía eran débiles gemidos de dolor.
Zohra libraba sola su batalla contra la Muerte, o eso suponía. Atender a los enfermos era tarea de mujer, y ella no se sorprendió cuando Ibn Jad y Khardan abandonaron la habitación que olía a enfermedad y muerte. Como no lo esperaba, no oyó a Khardan regresar ni tampoco lo vio dejarse caer en el suelo de un entrante sombreado, fuera de la puerta abierta de la habitación de Mateo, desde donde podía observar sin ser visto.
La tarde transcurría lentamente, ya que el tiempo parecía medido por las jadeantes inhalaciones que tomaba aquel cuerpo agobiado por la fiebre. Cada respiración era una victoria, una embestida de espada contra el invisible enemigo que luchaba para cobrarse como trofeo a Mateo. Raramente enfermo, Khardan nunca había estado muy cerca de la enfermedad ni tampoco se había parado a pensar en la lucha que las mujeres sobrellevaban contra un enemigo tan antiguo y fuerte como Sul.
Era un encuentro tan encarnizado y agotador como cualquiera que él pudiera haber librado jamás con su acero, y considerablemente más frustrante. A este enemigo no podía uno enfrentarse con gritos y entrechocar de espadas, ni se podía forcejear cuerpo a cuerpo con él y derribarlo al suelo. Este enemigo debía ser combatido con paciencia, con interminable cambiar de paños secos por mojados, con un negarse a permitir que los pesados párpados se cierren y consigan siquiera unos pocos momentos de bendito descanso.
El momento más peligroso llegaba en el
aseur
, la puesta del sol. Pues éste es el momento entre el día y la noche en que la energía del cuerpo se encuentra en su más bajo nivel y, por tanto, el más vulnerable. El ocaso del sol sumió al edificio en las sombras mucho antes de que el crepúsculo se desvaneciera fuera de él. No había lámpara con que alumbrar, y Zohra libraba su batalla en una oscura y polvorienta penumbra.
Mateo había dejado incluso de gemir. No emitía el menor sonido, y Khardan pensó en varias ocasiones que el muchacho había dejado de respirar. Pero entonces el califa oía una seca y ronca inhalación o veía a través de la espesante oscuridad una mano blanca temblar débilmente, y sabía que Mateo todavía vivía.
«Su espíritu es fuerte, aunque su cuerpo no lo sea. Pero la cosa ha avanzado demasiado —se dijo Khardan—. No podrá aguantar mucho más tiempo».
Y daba la impresión de que Zohra se daba cuenta de la misma verdad, pues vio cómo inclinaba la cabeza y se cubría la cara con las manos en un sollozo que resultaba tanto más descorazonador cuanto que era silencioso, cuanto que no se podía oír. Khardan se levantó para ir hasta ella y prestarle su apoyo, si era necesario, para afrontar los últimos momentos que, él no tenía duda, serían difíciles de presenciar. Pero el movimiento del califa se vio interrumpido. Medio levantado sobre una rodilla, se detuvo y miró espantado.
Una figura acababa de entrar en la habitación, una mujer de largos cabellos que brillaban con un pálido resplandor a la luz evanescente del anochecer. Su piel era blanca e iba vestida de blanco y, aunque no podía ver su cara, Khardan tenía la impresión de que era muy hermosa. Su rostro estaba vuelto hacia Mateo y el califa se preguntó si aquél era el guardián inmortal, el «ángel» del que había hablado Pukah. Si era así, ¿por qué aquel frío que le recorría todo el cuerpo, congelándole la sangre y el aliento? ¿Por qué aquel miedo que lo sacudía hasta casi estar a punto de lloriquear como un niño?
La mujer estiró unas manos blancas y delicadas hacia el muchacho, y Khardan supo de pronto que no debía tocarlo. Quiso avisar a Zohra, que tenía los ojos cubiertos, que no estaba mirando, pero su lengua no pudo articular las palabras. Sólo logró emitir un sonido, una especie de graznido; distraída, la mujer se volvió hacia él.
No tenía ojos. Sus cuencas estaban huecas, oscuras y profundas como la noche eterna.
¡Aquél no era ningún ángel guardián! El guardián del muchacho se había ido y él estaba solo, ¡y era la Muerte la que se inclinaba sobre él! La mujer se quedó mirando a Khardan hasta estar segura de que éste no iba a causar problemas y, entonces, se volvió otra vez para reclamar su trofeo. Sus blancas manos tocaron al muchacho, y Mateo dio un alarido mientras su cuerpo se convulsionaba. Zohra levantó la cabeza. Con un grito desafiante, se arrojó transversalmente sobre el cuerpo de Mateo.
Sobresaltada, la Muerte retrocedió. Sus ojos huecos se oscurecieron de frustrada ira. De nuevo estiró las manos y, esta vez, iba a coger a los dos, ya que Zohra tenía a Mateo estrechado en sus brazos. Con su cabeza apoyada en el pecho, ella lo mecía y tranquilizaba. Su espalda estaba vuelta hacia el enemigo; no veía a éste aproximarse.
Khardan avanzó. Sacando su daga, se interpuso entre ellos dos y la Muerte. Los rubios cabellos de la mujer rozaron su piel y él sintió un dolor abrasador. Las vacías cuencas se fijaron malévolamente en el califa mientras las manos blancas se estiraban hacia él y, de repente, ella había desaparecido.
Parpadeando, daga en mano, Khardan miró a su alrededor con una mezcla de miedo y asombro.
—¿Se puede saber qué estás haciendo? —se oyó la voz de Zohra.
Khardan se volvió. Ella había vuelto a acostar a Mateo sobre su colchón y miraba a su esposo con estrechados ojos de sospecha.
—¡La mujer! ¿La has visto? —jadeó Khardan.
—¿Mujer? —dijo Zohra abriendo los ojos de par en par—. ¿Qué mujer?
—¡Era la Muerte! —comenzó a gritar Khardan exasperado—. ¡La Muerte estaba aquí! ¡Quería al muchacho y tú no la has dejado, y entonces iba a cogeros a los dos! ¿No la has visto?
No, se dio cuenta de pronto. Zohra no la había visto. Khardan se llevó la mano a la frente, preguntándose si el calor no lo habría afectado demasiado. Y, sin embargo, ella había sido real, ¡tan horrorosamente real!
Zohra seguía mirándolo con recelo.
—Debe… debe de haber sido un sueño —dijo no muy convencido Khardan, volviendo a guardarse la daga en el cinturón.
—¿Un sueño al que persigues con un cuchillo? —preguntó Zohra burlona y, dirigiendo a Khardan una mirada perpleja, se encogió de hombros, sacudió la cabeza y se volvió hacia su paciente.
—¿Cómo está el muchacho? —preguntó Khardan con hosquedad.
—Vivirá —contestó Zohra con discreto orgullo—. Tan sólo hace unos momentos he estado a punto de perderlo. Pero entonces, ha cedido. ¡Escucha! Su respiración es regular. Duerme en paz.
Khardan apenas podía ver al muchacho en la oscuridad, pero sí podía oír la suave y uniforme respiración.
«¿Un sueño?», se preguntó, y probablemente se preguntaría el resto de su vida.
Zohra comenzó a levantarse, tropezó y se habría caído si Khardan no la hubiese cogido por un brazo. Con cuidado, la ayudó a ponerse en pie. Su cara era un resplandor blanco en la oscuridad. La única luz que había en la habitación parecía provenir del fuego de sus ojos. Agotada como estaba, aquel fuego interior ardía con intensidad.
—Déjame —dijo tratando de retirar el brazo de su mano—. He de ir a buscar más agua…
—Debes dormir —repuso Khardan con firmeza—. Yo traeré el agua.
—¡No!
Echándose para atrás con la mano un mechón de pelo de su cara, intentó una vez más deshacerse del asimiento de Khardan, pero la mano del califa se cerró con más fuerza.
—Ma-teo está mejor, pero no debería dejar…
—Yo lo vigilaré —la interrumpió Khardan, llevándola hacia la habitación contigua.
—¡Pero tú no sabes nada de cuidar enfermos! —protestó ella—. Yo…
—… me dirás qué es lo que debo hacer —la cortó él.
Fatigada, Zohra se dejó persuadir. Khardan la condujo hasta una pequeña cámara. Extendió la parte exterior de su propio atuendo en el suelo y, al volverse hacia ella, la encontró con la espalda apretada contra la pared y mirando a su alrededor con ojos asustados. Al ver que él la observaba con asombro, ella actuó de pronto como si no sucediese nada, aunque se frotó los brazos como si sintiese escalofríos.
—Mateo te necesitará por la mañana cuando se despierte —continuó Khardan, desconcertado por su extraña reacción.
Pero, después de todo, aquél había sido un día de misterio. Gentilmente pero con firmeza, condujo a su esposa al rudimentario lecho que había preparado para ella.
Vencida por el cansancio, Zohra se acostó sobre las losas con un agradecido suspiro.
—Si se despierta, dale agua —murmuró adormilada—. No demasiada al principio…
Eso lo sabía Khardan. Asegurándole que sabría manejarse, se encaminó hacia la puerta y estaba ya casi fuera cuando ella se incorporó alarmada y preguntó:
—¿Dónde está Ibn Jad?
Khardan se detuvo y se volvió.
—No lo sé. Mencionó algo sobre ir a cazar, intentar conseguir comida…
—¡No lo dejes entrar aquí! —pidió Zohra.
Él se sorprendió ante la aspereza de su voz.
—No lo haré. Pero él no lo haría, de todas maneras.
Donde una mujer duerme es
hare
, prohibido para los hombres.
—Júralo por
hazrat
Akhran! —insistió Zohra.
—¿Tan poca fe tienes en mí? —replicó Khardan comenzando a impacientarse—. ¡Duerme de una vez, mujer! Ya te he dicho que yo vigilaré.
Entrando con paso malhumorado en la habitación del enfermo, que ahora estaba casi a oscuras, Khardan se dejó caer sentado al lado de aquél. Furioso, apoyó un codo sobre una esquina del colchón. ¡Exigirle a él un juramento! ¡Cuando él la había protegido contra el más temido de todos los seres! Estirando la mano, palpó la frente de Mateo. La piel estaba húmeda. La respiración del joven era corta y rápida, pero aquel terrible sonido ronco, rasposo, había desaparecido. Por la mañana estaría recuperado y hambriento.
—¡La única cosa que no me sorprende, en todo esto, es que la Muerte sea una mujer! —murmuró Khardan enfadado.
Escapando del mundo de la fiebre, donde los sueños son más reales que la propia realidad, Mateo se despertó a la oscuridad y el terror. La voz tranquilizadora y los fuertes brazos de Khardan, un sorbo de agua fresca y el conocimiento, vagamente percibido, de que estaba siendo vigilado y protegido, invitaron al joven a cerrar los ojos y volverse a sumergir en un sueño reparador. Cuando a la mañana siguiente se despertó, a eso del mediodía, y vio las paredes que lo rodeaban, pensó que se hallaba de nuevo en el castillo Zhakrin, por donde al parecer había estado vagando en sus delirantes errabundeos.
—¡Khardan! —jadeó, luchando por levantarse.
Zohra se arrodilló rápidamente a su lado. Poniéndole las manos sobre los hombros, lo obligó a acostarse de nuevo; tarea nada difícil, ya que el cuerpo del joven parecía un trapo mojado que cuelga fláccidamente después de haber sido estrujado y escurrido.
—Tú no lo entiendes —susurró él con voz ronca—. Khardan está… cerca de la muerte. ¡Ellos lo están… torturando! Debo…
—Khardan duerme profundamente —dijo Zohra, apartándole el pelo de la frente—. La única tortura que sufre es una tortícolis por haber dormido ayer en una calle pavimentada. ¿Dónde crees que estás? ¿En el castillo otra vez?