—Hay muchas formas —aseguró Khardan—. Lo que ella hizo, lo hizo por amor. Equivocada, tal vez, pero es una mujer y no entiende de cosas tales como el orgullo y el honor.
«¿Ah, no? ¿Las mujeres no entienden?», pensó Mateo, pero no dijo nada. No era momento para discutir.
—Al menos no puedes decir que mi esposa actuó por el mismo motivo —afirmó el califa.
—Lo que Zohra hizo, lo hizo por vuestra gente —replicó Mateo con más pasión de la que pretendía—. Vestirte de mujer era la única manera de burlar el control de los soldados. ¡Ella no lo hizo con el propósito de avergonzarte! Y tampoco tuvo la culpa de que nuestros planes no resultasen. Fue mía, la culpa. Ibn Jad vino en mi busca. Cúlpame a mí, si quieres.
Hubo un largo silencio y, después, Khardan dijo:
—No fue culpa de nadie. Fue la voluntad del dios.
Atónito, Mateo miró atentamente hacia Khardan, lamentando no poder ver su cara a través de la oscuridad. Pero oyó al califa, quien había permanecido de pie todo este tiempo, volverse a sentar en el suelo y recostarse contra la pared.
—He estado pensando, Ma-teo. Pensando en lo que tú me dijiste la noche… la noche que me estaban torturando —las palabras estaban cargadas de dolor revivido—. Dijiste: «¡Tal vez no sea tu muerte lo que el dios quiere! ¡Tal vez muerto no le sirvas de nada! ¡Tal vez él te ha traído hasta aquí por una razón, con un propósito, y depende de ti vivir lo bastante para intentar averiguar el porqué!». Entonces no lo entendí. Pero, cuando estuve ante Akhran, cuando vi su cara, entonces lo supe. Él me devolvió la vida para que lo ayude a librar y ganar esta guerra. No puedo hacer nada para ayudarlo en el cielo, pero sí puedo hacer algo en la tierra.
»La cuestión es —continuó Khardan suspirando—, ¿qué? ¿Qué podemos hacer nosotros contra el poder del amir? Aunque consiguiésemos reunir a todo nuestro pueblo, lo que no veo posible, aun cuando me volviesen a aceptar a mi regreso…
Aquí se detuvo, obviamente esperando una respuesta.
Mateo no podía darle la seguridad moral que él necesitaba, por lo que guardó silencio. Su silencio, sin embargo, fue más expresivo que las palabras, y Khardan se movió inquieto.
—El halcón levantándose del barro. Muy bien, vuelvo deshonrado. Un cobarde que, evidentemente, ha estado escondiéndose durante meses, si es que no hablan cosas peores de mí. Eres sabio para tus años, Ma-teo. Fue esa sabiduría la que te ayudó a sobrevivir en la caravana de esclavos y la que nos liberó de aquel castillo maligno. Yo soy astuto y valiente —dijo Khardan con sencillez, como una afirmación natural de un hecho—, pero empiezo a darme cuenta de que no soy sabio. Esta noche he venido a pedirte consejo. ¿Qué debo hacer?
Una súbita calidez inundó a Mateo por dentro. Al principio pensó que tal vez la fiebre le estaba volviendo, pero no; ésta era una sensación maravillosa y él no respondió enseguida, sino que se entretuvo saboreándola, recreándose en ella… aunque no sentía que la mereciese en absoluto.
—Yo… no sé… qué decir —balbuceó Mateo, agradecido de que la oscuridad ocultase su azorado placer—. Te subestimas a ti mismo… y me sobreestimas a mí. Yo no…
—Necesitas tiempo para pensar en todo esto —declaró Khardan poniéndose en pie—. Es tarde. Te he retenido hablando demasiado tiempo. Si vuelves a enfermar, yo tendré la culpa. Zohra me sacaría los ojos.
—No, no lo haría —repuso Mateo, creyendo que el califa hablaba en serio—. ¡No la conoces, Khardan! Es feroz y orgullosa, pero su orgullo es como un cerco de fuego que utiliza para protegerse a sí misma. Por dentro, es amable y afectuosa, y ella considera esto una debilidad en lugar de una grandísima fuerza…
El joven hablaba con fervor, olvidándose de sí mismo y de a quién estaba hablando, hasta que Khardan se acercó hasta él y, arrodillándose a su lado, clavó en él una intensa mirada. La luz de las estrellas y el desierto brilló en los oscuros ojos del califa.
—Tú la admiras, ¿verdad?
¿Qué podía decir Mateo? Sólo podía mirar profundamente dentro de su corazón y arrancar de él toda la verdad. No era toda la verdad, pero ahora no era el momento…, si es que alguna vez llegaba el momento… de decir toda la verdad.
—Sí —respondió Mateo bajando la cabeza ante aquellos ojos que lo taladraban con la mirada—. Perdona si eso te desagrada —dijo, volviendo a levantar rápidamente la mirada—. Yo jamás la tocaría, ni pensaría jamás en ella de manera alguna que no fuese apropiada…
—Lo sé.
Mateo estaba temblando, y Khardan descansó una mano tranquilizadora en su hombro.
—Y no puedo culparte. Es hermosa, ¿verdad? Hermosa, no como la gacela, sino como mi halcón. Valiente, orgullosa. El fuego del que tú hablas llamea en sus ojos. Ese fuego podría convertir el alma de un hombre en cenizas o…
—¿…calentarlo durante el resto de su vida? —sugirió Mateo en voz baja al ver que Khardan no terminaba su frase.
—Quizá —repuso el califa encogiéndose de hombros, y se puso en pie—. En este momento, a sus ojos, yo soy carbonilla candente. Puede que sea ya demasiado tarde para salvar a ninguno de nosotros. Ella dice la verdad, sin embargo, cuando dice que es nuestro pueblo lo que importa. Descansa en paz, Ma-teo. Yo voy a estirar las piernas y, luego, volveré para vigilar tu sueño. Tienes que recobrar tus fuerzas. Dentro de dos días, partiremos rumbo al Tel.
«El viaje de nuestro destino, sea bueno o malo», pensó Mateo.
Estaba exhausto. Las emociones mezcladas que lo habían asaltado a lo largo de toda la conversación le habían consumido toda su energía. Mientras se acostaba, oyó los pasos de Khardan resonar a través de los corredores y su voz elevándose en conversación con otro.
Auda ibn Jad.
«Tal vez él te ha traído aquí por una razón, con un propósito»
.
«O tal vez no. ¿Y si estoy equivocado?»
A la mañana siguiente, Mateo era capaz de caminar con Zohra por los diversos rincones de la casa. Su interés por la ciudad muerta de Serinda revivió a medida que veía las maravillas del edificio y se preguntaba de nuevo qué terrible tragedia podía haber ocurrido para destruir a toda una población mientras dejaba la ciudad intacta. Pero, cuando intentó conversar acerca del misterio con Zohra, ésta mostró bastante poco interés y Mateo se dio cuenta, al cabo de unos momentos, de que ella lo estaba conduciendo a alguna parte. Había en ella un aire de tímido y silencioso orgullo, muy diferente de su habitual arrogancia, y él sintió crecer su curiosidad.
Llegaron a un patio central que, en su día, debía de haber sido un fresco y encantador refugio del bullicio de la ciudad y la casa. Ahora estaba embozado de arena y lleno de columnas rotas y fragmentos de estatuas esparcidos por el suelo. En medio de aquella desolación y destrucción, Mateo se quedó atónito al ver un estanque de agua cristalina, azul y profunda, fresca por el frío de la noche.
—¡Así que ésta es la razón de que no haya faltado el agua!
El joven bebió hasta saciarse, se abrió las ropas para echarse agua por el pecho y el cuello y se lavó la cara. Sonriente, Zohra encontró un fragmento de vasija de barro con forma de tazón y ayudó a Mateo a lavarse su largo cabello rojo. Escurriéndose los mojados mechones con las manos, él se quedó admirando el estanque y sacudió la cabeza.
—¿No es maravilloso, Zohra, lo que puede llegar a hacer la humanidad? Maravilloso y triste. La gente desaparece, Sul va tomando lentamente su ciudad y sin embargo aquí, en esta casa, de alguna manera la maquinaria siguió funcionando…
—Nada de máquinas, Ma-teo —contestó Zohra con un tono discretamente orgulloso—. Magia.
Mateo se quedó mirándola durante un momento sin comprender. Entonces, de improviso, arrojó alegremente sus brazos alrededor de ella y la estrechó contra sí.
—¡Magia! ¡Tu magia! ¡Tú hiciste el agua! ¡Sabía que podías hacerlo! Y no tuviste miedo…
—Me dio más miedo esto que casi cualquier otra cosa, excepto aquel horrible castillo —afirmó Zohra, levantando sus oscuros ojos hacia los azules ojos de Mateo.
Éste la sintió estremecerse y la estrechó con más fuerza en sus brazos.
—Pero no tenía elección. Ese hombre, Ibn Jad, te habría matado de no ser así.
—¡Ah!
Ahora fue Mateo quien se estremeció y Zohra quien lo calmó con su contacto.
—Ya me extrañaba a mí —murmuró él—. Por eso Khardan ha estado vigilando durante toda la noche.
—Ibn Jad juró que no te haría ningún daño. Pero yo no me fío de él.
La voz de Zohra tembló al contener el aliento.
—¿Qué es lo que ocurre, Zohra? —preguntó Mateo, quien jamás la había visto asustada—. ¡Es Ibn Jad! ¿Qué te ha hecho? —La cólera latía en su corazón con una violencia que a él mismo lo sorprendió—. ¡Por Promenthas! ¡Si te ha hecho algún daño, yo lo…!
«Tú ¿qué? ¿Atacarás a Ibn Jad? ¡Lo mismo que si el cordero se ofreciera para luchar contra el león!»
Parecía que Zohra estaba pensando lo mismo que él, ya que Mateo vio contraerse la comisura de sus labios, como si le hiciera gracia a pesar de su preocupación. Entonces, una idea pareció cruzar por la cabeza de la mujer, y levantó unos ojos serios hacia él; no había sombra alguna de risa en ellos.
—¡Ma-teo! ¡Quizá tú puedas ayudarme! Es posible romper un conjuro bajo el que uno se halla, ¿verdad?
—Algunas veces —contestó Mateo con cautela, pues tenía la impresión de que allí había aguas tenebrosas y quería vadearlas despacio y con cuidado—. Depende…
—¿De qué?
—De muchas cosas. Qué tipo de conjuro, cómo fue lanzado, qué se utilizó para hacerlo. Es más difícil de lo que probablemente imaginas —dijo Mateo, sintiendo aumentar su preocupación a medida que adivinaba adónde conducían las palabras de Zohra—. Pero ¿cómo va a lanzar Ibn Jad un conjuro, Zohra? Él no es un mago. —El recuerdo de la Maga Negra asaltó inevitable y desagradablemente a Mateo. Tal vez
había
una manera.
—¿Tenía algún amuleto, una varita —preguntó—, algún objeto mágico que alguien pudiera haberle dado?
—No era la magia de Sul —repuso Zohra—. Era su dios.
—Vamos —la instó Mateo, sin saber si sentirse aliviado o aún más preocupado—. Cuéntamelo todo.
—No puedo —se resistió Zohra poniéndose rígida—. No… no es apropiado que las mujeres hablemos de estas cosas con los hombres que… no sean nuestros esposos.
—Pero yo soy otra esposa —le recordó Mateo con una sonrisa irónica—. Y debo saberlo todo, Zohra, si quiero ayudarte.
—Yo…, supongo que sí —admitió ella.
Reacia, negándose a mirarlo y, algunas veces, hablando tan bajo que Mateo tenía que inclinar la cabeza para poder oírla, Zohra le contó su encuentro con Ibn Jad.
—¡Él dijo que rezaría a su maligno dios, Ma-teo! ¡Para que me ofreciera a él! —concluyó Zohra levantando una mirada atemorizada hacia él y con el cuerpo temblando—. Y…, Ma-teo…, cuando yo estaba en aquel… lugar, la mujer me dio algo a beber que me hizo soñar…
No pudo continuar. Un rojo intenso encendió sus mejillas y ella escondió la cara entre sus manos.
—Entiendo —murmuró Mateo.
Alguna especie de pócima de amor… o, más exactamente, una pócima de
lujuria
. Eso explicaba por qué las mujeres cautivas se mostraban tan cooperadoras y dóciles; arcilla blanda en manos de la Maga.
—¿Soñaste con él, con Auda? —preguntó el joven brujo con vacilación.
El embarazo de Zohra era contagioso. La sangre ardía en su piel.
—No, con otros —susurró Zohra, ahogando la voz con sus manos.
¿Khardan?, se moría por preguntar Mateo, pero no lo hizo. Una chispa de celos se encendió en él. Él la reconoció como tal pero no supo distinguir a quién iban dirigidos. ¿Estaba celoso de Zohra por soñar con Khardan o celoso de Khardan por aparecer en los sueños de Zohra? Eso era algo que tendría que resolver más tarde. Ahora, tanto si se entendía a sí mismo como si no, al menos entendía lo que Ibn Jad estaba haciendo… o tratando de hacer. «Muy listo —pensó Mateo—. Utilizar los sueños para insinuarse a la mente de esta mujer, utilizar su propia fe en dioses y su poder para debilitar las barreras naturales que ella había establecido contra él».
Por desgracia, aquél no era momento para entablar una disertación sobre la libre voluntad.
—Zohra —dijo Mateo, sacudiéndola con suavidad para obligarla a mirarlo a través de una cortina de brillante pelo negro—. La mitad de las veces tú no obedeces las órdenes de tu propio dios. ¿Vas a ceder con un extraño?
Los ojos de Zohra se estrecharon mientras ella meditaba sobre este argumento. Cuando llegó a entenderlo y a apreciar su ironía, incluso llegó a esbozar una ligera sonrisa.
—¡No, no cederé! —y, estirando la mano, rozó levemente con sus dedos la suave y lisa mejilla del muchacho—. Eres muy sabio, Ma-teo.
Lo mismo había dicho Khardan. Pero no era sabiduría, en realidad. Era simplemente la capacidad de mirar a algo desde varios lados distintos, de ver un problema desde arriba y desde abajo, y desde la vuelta de la esquina en lugar de mirarlo sólo desde el frente. Como ver todas las caras de la reluciente gema, en lugar de concentrarse tan sólo en una de ellas…
—¿Por qué me miras así? —preguntó Zohra.
—Porque Khardan tenía razón —repuso Mateo con timidez—. Eres muy hermosa.
Las rosas florecieron en sus mejillas, el fuego del que hablaba Khardan llameó en sus ojos.
¡Cómo se amaban aquellos dos! Ocultándose tras muros de orgullo, ambos curaban sus heridas. Ambos sabían que el otro lo había visto vulnerable, débil. Temerosa ella de que él utilizase esto contra ella, o él de que lo hiciese ella contra él, ambos añadían cada día más piedras al muro que estaban construyendo entre los dos. Khardan se daba cuenta de ello, pero las tareas y problemas que tenían que afrontar el uno y el otro eran tan acuciantes que posiblemente nunca fueran capaces de derribar el muro, por más que los dos lo desearan.
Su pueblo, eso era lo que importaba para ambos… y su dios, su
hazrat
Akhran.
Un viento frío sopló a través del alma de Mateo. Por una vez había olvidado que era un extranjero en una tierra extraña. La conciencia de ello volvió inevitablemente a él. Él no tenía gente, ni tenía nadie a quien amar ni quien lo amase… Al menos con un amor que él pudiese admitir sin encogerse de vergüenza. Tenía un dios, pero Promenthas estaba muy, muy lejos de él.
—¡Ma-teo! ¡Estás tan pálido! Es la fiebre…