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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El profeta de Akhran (8 page)

BOOK: El profeta de Akhran
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—¿Por qué has convocado esta reunión de los Uno y Veinte? O, quizá, será mejor referirnos a ella como de los Uno y Diecisiete… —dijo Quar con su delicada voz.

Kharmani saludó con una risilla entre dientes el chiste del dios.

—He convocado esta reunión de los Uno y Veinte —repuso Promenthas con voz potente y severa— para hablar de la guerra que está causando estragos en el plano de los inmortales.

—¿Guerra? —repitió Quar con tono divertido—. Llamémosla mejor rencillas, ¡riñas entre niños mimados!

—Yo la llamo guerra —insistió enojado Promenthas—. ¡Y tú eres el causante!

Quar elevó una ceja finamente recortada.

—¿Yo? ¿La causa? Mi querido Promenthas. Fui yo quien, viendo el peligro existente en esos indisciplinados seres, intentó traer orden y disciplina al mundo que tenemos a nuestro cuidado confinándolos a salvo en un lugar donde no pudieran seguir entrometiéndose en los asuntos humanos. Fueron precisamente las intromisiones de los salvajes e incontrolables djinn de Akhran las que han hecho que se desencadenase este desastre tanto en el cielo como en la tierra. Ya es hora de que tomemos control directo…

—Ya es hora de que

tomes control directo, querrás decir.

—¿Estás tratando de enfadarme, Barba Gris? —preguntó Quar con una sonrisa—. Si es así, no lo conseguirás. He incluido a todos mis hermanos por pura cortesía pero, si tú eres demasiado débil para manejar el asunto, yo no lo soy. Alguien debe llevar la carga de los sufrimientos de la humanidad…

—Si de verdad es como tú dices —interpuso otra voz desde fuera de la catedral, más allá de los muros del jardín de recreo de Quar—, entonces destierra también a Kaug, tu
'efreet
, en quien has consolidado gran parte de tu poder. Dale un pinchazo a tu inflado ego, Quar, y deja salir el hediondo aire de tu ambición. Vuelve a ser uno de nosotros, una cara de la Gema, para que su belleza pueda durar eternamente.

Akhran el Errante entró en la catedral de Promenthas, o penetró a grandes pasos en el jardín de recreo de Quar. Sus botas estaban cubiertas de polvo y sus amplias vestiduras, ajironadas, raídas y manchadas de sangre. El dios Errante parecía pequeño y desaliñado comparado con Quar. Kharmani lanzó a Akhran una mirada de arrogante desdén, y Benario, bostezando, ni siquiera se molestó en abandonar su lugar entre las sombras.

Quar se llevó a la nariz una naranja ensartada de clavos aromáticos para atenuar el olor a caballo, cuero y sudor que entraba con el Errante y volvió sus ojos hacia Promenthas.

—Ésta es la gratitud que recibo por tratar de poner orden en el caos —comentó Quar con tono triste y el aire de quien ha sido herido en el corazón—. ¿Qué puedo esperar de dos que han servido de instrumento para que Zhakrin, el repulsivo dios de la más negra maldad, vuelva al poder? Pero os arrepentiréis de ello. Creéis que esos humanos que cumplen vuestros designios han escapado de las garras de Zhakrin, pero la sombra de éste es larga y de nuevo la oscuridad se cierne sobre ellos. Y vosotros confiáis en él, en un dios que bebe sangre de los inocentes…

Se oyó un sonido ahogado, como un grito contenido de desesperación, procedente de la galería del coro de la catedral. Promenthas hizo un rápido ademán con su mano, pero Quar elevó la mirada hacia las empolvadas barandillas de madera y su sonrisa se hizo más amplia.

—Sul diseñó la Gema para que todas sus facetas brillen con la misma intensidad, tanto las del bien como las del mal —replicó airado Akhran, retirándose el
haik
de la cara y mirando a Quar con aire amenazador.

—Ah, de modo que conoces la mente de Sul, ¿no es así, Errante? —interrumpió fríamente Quar lanzando una rápida mirada a Akhran y retirando de inmediato los ojos, como si tuviese miedo de que, con sólo verlo, le fuera a entrar polvo en los ojos—. Mi creencia, tras larga y profunda reflexión, es que Sul pretendía que hubiese Un dios, y no Uno y Veinte. Así su luz podrá brillar con pureza e intensidad, iluminando directamente sobre los humanos en lugar de ser refractada, partida y difusa.

—¡Haz eso y la Gema se deshará en pedazos! —advirtió Akhran.

—Entonces, yo recogeré los pedazos.

Con una elegante reverencia, Quar, su jardín y todo su séquito de sometidos desaparecieron.

—¡Ten cuidado de no cortarte con esos pedazos! —gritó Akhran tras él.

Pero no hubo respuesta. Akhran y Promenthas se quedaron solos en la catedral.

—No estés tan abatido —dijo el dios Errante dando unas palmaditas en la espalda a Promenthas—. Quar ha cometido un error: ha conferido demasiado de su poder al
'efreet
. Si queremos ganar la guerra en el plano de los inmortales, sólo tenemos que derrotar a Kaug —la atronadora voz de Akhran hizo vibrar las vidrieras—. Cuando eso esté hecho, Quar caerá.

—Cuando eso esté hecho, las estrellas caerán —suspiró Promenthas, aunque su gesto severo se aligeró un poco con esta oferta de esperanza.

—¡Bah!

Akhran comenzó a escupir pero, recordando dónde estaba, se limpió la boca con el dorso de la mano. Los impacientes relinchos de un caballo llegaron a través de la oscuridad. Envolviéndose la cara en el
haik
, el dios Errante se volvió y descendió por el pasillo hacia las puertas de la catedral. Promenthas notó, por primera vez, que el dios estaba cojeando.

—¡Estás herido!

—No es nada —respondió Akhran encogiéndose de hombros.

—Lo que Quar dijo acerca de Zhakrin, de tus seguidores y los míos…, el joven brujo que viaja con ellos… ¿Acaso están en peligro?

Akhran se volvió y miró a Promenthas estrechando sus negros ojos.

—Mi gente tiene fe en mí. Al igual que yo tengo fe en ellos.

—También los seguidores de Zhakrin tienen fe en él. Él busca lo mismo que busca y ha buscado siempre Quar. No tiene piedad, ni compasión. Tal vez fue un error ayudarlo a regresar. Cierto es que Evren vino con él, pero ella está debilitada y sus seguidores se hallan muy lejos, mientras que Zhakrin está cerca, muy cerca… —Promenthas suspiró y sacudió la cabeza—. Somos demasiado pocos y estamos divididos entre nosotros. Me temo que no hay nada que hacer, amigo mío.

Akhran abrió de un empujón las puertas de la catedral y tomó una profunda bocanada de aire. Montando en su caballo, se inclinó para dar un apretón de ánimo en el encorvado y alicaído hombro de Promenthas.

—¡Sólo los muertos están sin esperanza!

Irguiéndose, taloneó los flancos de su caballo y el animal se alejó galopando por entre las estrellas.

—Y sin dolor —murmuró Promenthas.

Y, volviendo su mirada hacia el pasillo por donde Akhran había caminado, vio un rastro de sangre.

EL LIBRO DE ZHAKRIN
Capítulo 1

Mateo se sentaba sobre una escombrera de brillante obsidiana. Esparcidas por el blanco puro del salado suelo del desierto, las negras rocas parecían la encarnación de los elementos oscuros que se agitaban justo bajo la corteza del mundo, justo bajo la piel del hombre. Contemplando las grietas abiertas en la superficie de la horneada tierra, Mateo se imaginó que podía ver la roca negra escapando de las atormentadas profundidades, rezumando de aquella tierra muerta como un líquido gangrenoso que supurase de una herida pútrida.

El joven brujo cerró los ojos para borrar de su mente la horrenda visión. Aunque era temprano por la mañana, sólo unas pocas horas después de salir el sol, el calor era ya intenso. El Yunque del Sol. Era muy propio de la gente de aquella tierra olvidada de la mano de dios el llamarla así…, un nombre conciso, lacónico, sin desperdicio. Sudando profusamente bajo los pesados hábitos de terciopelo, medio anonadado por el calor y la fatiga, Mateo se imaginaba un brazo vigoroso de puro fuego blandiendo un martillo y golpeando con él en el suelo, que se partía y agrietaba bajo los golpes pero no cedía; y, de cada martillazo, se elevaban chispas y olas de calor…

—¡Ma-teo!

Una mano le estaba sacudiendo el hombro.

Mateo levantó sus adormilados y calenturientos ojos. Una figura se erguía temblorosamente ante él… Zohra, vestida con el estrafalario atuendo de sacrificio de cuentas de cristal. La luz del sol se reflejaba en cada una de ellas, haciéndolas centellear y chisporrotear con el más ligero movimiento. Deslumbrado por el fulgor, Mateo miró parpadeante hacia ella.

—Tengo sed —dijo.

Chupándose los labios, pudo saborear la sal que los bordeaba.

—Los djinn han traído agua —contestó Zohra ayudándolo a ponerse en pie—. Ven, tenemos que hablar.

Una noche, un día y otra noche habían estado navegando por el mar de Kurdin. Todo eso les había llevado cruzarlo, cuando antes la misma travesía había sido cuestión de horas. Los vientos generados por la perpetua tormenta que rodeaba el castillo de Zhakrin se recrearon jugando con ellos, empujándolos durante kilómetros y kilómetros en dirección errónea para, de repente, detenerse por completo y dejarlos en medio de una calma total y, seguidamente, azotarlos con furia desde la proa cuando menos se lo esperaban. Sin sus djinn, los humanos que iban a bordo habrían perdido pronto todo sentido de la dirección, ya que las nubes que se arremolinaban en el cielo ocultaban el sol y las estrellas, haciendo imposible la navegación.

Agarrándose a los lados de la barca, mareados, empapados y tiritando de frío, sin un bocado que comer ni una gota de agua que beber —aunque no habrían podido guardarlos dentro— los desdichados ocupantes terminaron dándose por perdidos. Meelusk, el dueño de la barca, aulló de miedo hasta que se quedó sin voz. Cuando al fin la embarcación fue arrastrada hacia la orilla, dos de los djinn, Sond y Pukah, llevaron a sus remojados pasajeros a tierra. El tercer djinn, Usti, cuyo redondo cuerpo había sido puesto en servicio en calidad de vela, se encontraba tan enfermo y desvalido como sus amos mortales. Aterrorizado por las tormentas y un miedo cerval de que pudieran ser perseguidos por los ghuls, Usti había mantenido los ojos herméticamente cerrados durante todo el viaje. Al término de éste, el djinn se negaba a soltarse del mástil o a abrir los ojos. Sond empujó y tiró y mencionó todos los platos más suculentos que pudo recordar, pero era inútil. Gimiendo, Usti se negaba a ceder. Hasta que, al cabo, Pukah tuvo que despegar los gordos dedos del djinn del palo mayor y sus pies de debajo del botalón. Una vez liberado, Usti se desplomó de golpe como una vejiga de cerdo desinflada y yació jadeando y gimiendo en el agua poco profunda de la playa.

El Yunque del Sol. Fue Pukah quien les había dicho dónde estaban. De noche, las llamas del desierto se extinguieron, los ruegos permanecieron apagados; el Yunque del Sol era entonces acero frío. Envuelto en sus hábitos mojados, Mateo temblaba con aquel frío helado que parecía penetrar en sus huesos. Khardan, Pukah y Sond habían estado discutiendo si encender una hoguera, y Mateo había oído con amarga decepción a los tres decidir que no sería prudente… Algo acerca de atraer la atención de un
'efreet
maligno que, al parecer, vivía en aquel condenado mar.

Cuando el día amaneció, Mateo había conseguido entrar en calor y dormía profundamente. Al despertarse, sintió el calor asestándole un golpe físico. Poniéndose en pie con esfuerzo, vio que se había acurrucado en la exigua sombra proyectada por la formación de obsidiana. Se preguntó qué iban a hacer.

Zohra le dijo que, al parecer, se había tomado alguna especie de determinación. Mateo echó para atrás la caperuza de los hábitos que llevaba, esperando recibir la tenue brisa que soplaba de vez en cuando desde la superficie del mar de Kurdin. El agua estaba lisa y tranquila ahora, al haber sido absorbidos sus vientos por el despiadado sol. El largo cabello rojo del joven estaba empapado de sudor y él se lo levantó de la parte trasera del cuello. Al ver lo que estaba haciendo, Zohra agarró la capucha y la volvió a echar sobre la cabeza de Mateo.

—El sol quemará tu hermosa piel como carne en un asador. Su calor te cuajará los sesos.

A Mateo no le costaba nada creer eso y soportó la capucha en su posición original; incluso dejó que cayera unos dedos más sobre su frente. «Sin duda, pronto dejaremos este espantoso lugar —pensó, algo adormilado—. Los djinn nos transportarán en sus fuertes brazos o, quizá, volaremos sobre una nube».

La cara de Khardan lo hizo descender bruscamente ala realidad. Estaba oscura de ira; sus negros ojos ardían con más calor que la arena bajo sus pies. Los djinn se erguían delante de él con rostros avergonzados y malhumorados, pero firmes y resueltos.

—¿Qué sabes tú de esto? —rugió Khardan volviéndose como un ciclón hacia Mateo.

—¿Qué sé yo de qué? —preguntó el joven brujo desconcertado.

—¡De esta guerra en el cielo! ¡Según Pukah, la noticia se la trajo tu djinn!

—¿Mi djinn? —dijo Mateo, mirándolo con ojos de asombro—. ¡Yo no tengo djinn!

—No djinn, sino ángel —corrigió Pukah bajando los ojos ante la furia de su amo…, de su antiguo amo—. Un ángel guardián, al servicio de Promenthas.

—¿Ángeles? No existen tales seres —objetó Mateo, secándose el sudor de la frente.

Cada respiración le dolía; era como inhalar pura llama.

—Al menos —añadió, pensando en lo irreal que era todo aquello—, ninguno que tenga nada que ver conmigo. Yo no soy un sacerdote…

—¡Que no existen tales seres! —exclamó indignado Pukah, levantando la cabeza y encarando con enojo a un confundido Mateo—. ¡Tu ángel es el más leal de todos los seres celestiales! ¡Por cada lágrima que tú derramaste, ella ha derramado dos! Cada herida que tú sufres, ella la sufre también en su corazón. Te quiere con toda su alma, y tú, perro indigno, te atreves a injuriar a la mejor, a la más dulce y hermosa… No, Asrial, se lo diré. Tiene que aprender…

—¡Pukah! ¡Pukah! —gritó Khardan repetidamente, y por fin consiguió refrenar su diatriba.

—¿Desde cuándo, djinn, le hablas a un mortal de esa forma tan irrespetuosa? —inquirió Zohra.

—Yo manejaré este asunto, esposa —intervino con autoridad Khardan.

—Espero que lo hagas mejor de como has estado manejándolo todo hasta ahora, esposo —respondió Zohra con una sonrisa burlona en sus labios, y se echó su larga melena negra para atrás con un enérgico movimiento de cabeza.

—¡No fueron mis acciones las que nos trajeron hasta aquí, si recuerdas bien, esposa! —replicó Khardan conteniendo su cólera—. Si me hubieseis dejado en el campo de batalla…

—Ahora estarías muerto —concluyó fríamente Zohra—. Créeme, esposo, ¡nadie lamenta mi acción de salvarte más que yo!

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