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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El profeta de Akhran (5 page)

BOOK: El profeta de Akhran
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—¿Soportarías acaso que fuese de otro modo, señor? —preguntó discretamente Achmed.

Qannadi le lanzó una penetrante mirada.

—No —admitió, tras un momento—. Yo soy un soldado. Jamás he sido ni pretendido ser otra cosa. Nadie se sentirá más agradecido que yo cuando el regente del emperador venga a hacerse cargo de esta ciudad y nosotros podamos regresar a Kich. Pero, mientras tanto, debo asegurarme de que tengo una ciudad que delegarle.

Los ojos de Achmed se abrieron de par en par.

—Sin duda, el imán no se atreverá…

Vaciló al hablar. La sola idea era lo bastante peligrosa.

Qannadi la formuló por él.

—¿… a desafiar al emperador? —dijo encogiéndose de hombros—. El poder de Quar en el cielo está creciendo. Como también aumenta el número de seguidores del imán. Si Feisal quisiese, podría dividir en dos mi ejército, hoy mismo, y él lo sabe. Pero sólo sería una división. Él no podría ganarse la lealtad de la fuerza completa. Al menos, no todavía. Tal vez dentro de un año, o quizá dos. Yo no podré hacer nada para detenerlo. Y, cuando ese día llegue, Feisal entrará triunfante en la ciudad capital de Khandar con millones de fanáticos marchando tras él. No, si yo fuera el emperador, no me sentaría tranquilo en mi trono. ¿Qué pasa, muchacho, qué te ocurre?

La cara de Achmed estaba pálida, fantasmal en aquella sombría oscuridad.

—¿Y tú? —preguntó con un hilo de voz—. ¿Qué va a ser…? Él no cometería…

—¿Asesinato? ¿En el nombre de Quar? ¿No lo hemos visto ya hacerlo antes? —repuso Qannadi poniendo una mano tranquilizadora en el tembloroso hombro del joven—. No temas. Este perro viejo sabe lo bastante como para no comer carne de la mano de Feisal.

Esto último era cierto…, una simple precaución. Qannadi jamás comía ni bebía nada que no hubiese sido probado antes por algún hombre lo bastante bien pagado como para arriesgarse a morir envenenado. Pero, un cuchillo arrojado desde atrás… Contra esto nadie podía hacer nada. Y sin duda lo harían presentar como obra de un fanático solitario. Nadie parecería más afectado por el suceso que el propio Feisal.

—No hay deshonor ninguno en retirarse de una lucha con dios —continuó Qannadi, mintiendo para disipar los temores del muchacho—. Cuando llegue el día en que me vea derrotado, haré mi
khurjin
y cabalgaré hacia otra parte. Tal vez vaya hacia el norte, de vuelta a la tierra de las Grandes Estepas. Pronto tendrán necesidad de soldados…

—¿Irías solo? —preguntó Achmed con el corazón en los ojos.

«Sí, muchacho. Si dios lo quiere, solo me iré».

—No, si hay quienes estén dispuestos a compartir las durezas conmigo —respondió Qannadi.

AI ver el placer de Achmed ante estas palabras, una sonrisa, una profunda y verdadera sonrisa iluminó la oscura expresión del amir. Pero sólo duró unos breves momentos y después desapareció, como el sol que brilla durante un instante antes de que las nubes tormentosas oculten sus rayos.

—En muchos sentidos, anhelo algo así, anhelo la libertad, el estar exento de responsabilidades —agregó con un leve suspiro—. Pero eso aún tardará en llegar, me temo, para todos nosotros. Sí, la espera será larga.

«Y amarga», añadió en su pensamiento.

«¿Es consciente el muchacho del horror con que se enfrenta? ¿Comprende la amenaza que se cierne sobre él y su gente? Yo lo he adoptado como un hijo en todo excepto tan sólo el nombre. Puedo protegerlo, y lo
protegeré
, con todo el poder que aún me queda. Pero no puedo salvar a su gente».

Qannadi no lamentaba tener que atacar a los nómadas; Aquélla había sido una sólida decisión militar. No habría podido marchar hacia el sur de las tierras de Bas con su flanco derecho desprotegido mientras millares de aquellos luchadores salvajes del desierto ansiaban su sangre. Pero sí que se lamentaba de haber caído dentro del esquema del imán de llevar a la gente a la ciudad y tenerlos en cautiverio. Mucho mejor habría sido darles muerte en la batalla. Al menos, habrían muerto con honor.

«En fin —pensó Qannadi con ironía—. Si Khardan está muerto, y sin duda debe estarlo, pese a los recelos del imán, el alma del califa pronto descansará bien a gusto al verme a mí también caer derrotado. Y tal vez su alma perdone a la mía ya que, aunque sea mi última acción, salvaré al hermano menor del amado príncipe nómada.

»O, al menos, lo intentaré».

Y, poniendo su brazo sobre el hombro de Achmed, Qannadi se volvió y abandonó en silencio el templo en compañía del joven capitán.

Capítulo 5

El imán vio cómo el amir se marchaba del templo sin aparentar siquiera reparar en ello, aunque en realidad había estado esperándolo con extrema impaciencia. Cuando la puerta se cerró tras los dos hombres, Feisal gesticuló de inmediato a uno de los sacerdotes menores y le dijo en voz baja:

—Puedes traerla ahora.

El sacerdote se inclinó y abandonó la estancia.

—La audiencia matinal ha concluido —anunció Feisal en voz alta.

Esto levantó un gran murmullo entre los suplicantes que esperaban. Nadie se atrevió a elevar la voz en protesta, pero todos insistieron en que los sacerdotes-soldados recordasen la posición de cada hombre en la fila y clamaron solicitando atención. Los sacerdotes tomaron hombres y, con calma y firmeza, condujeron al rebaño de Quar fuera del templo.

Otros sacerdotes corrieron previamente al exterior a impartir la noticia a los suplicantes que esperaban sobre las escaleras y a cerrar los enormes portones del edificio. Agudos chillidos de niños mendigos se elevaron en el aire ofreciéndose a guardar los puestos de espera a los suplicantes, a cambio de unas pocas monedas de cobre. Los ciudadanos más adinerados aprovecharon la oportunidad para abandonar el lugar y reponer fuerzas con un almuerzo. Los feligreses más pobres buscaron cuanta sombra pudieron sin perder sus sitios en la fila y se contentaron con mordisquear las bolas de arroz y mendrugos de pan mojados en agua que les suministraron los sacerdotes.

Cuando las enormes puertas se cerraron con un estruendoso choque, dejando fuera el ruido y la luz del día y sumiendo la gran sala en una silenciosa oscuridad perfumada de incienso, Feisal se levantó de su trono de
saksaul y
estiró las piernas.

Luego se aproximó a la gran cabeza de carnero dorada. La llama del altar brillaba en aquellos ojos imperturbables. Mirando con cuidado en torno a él para asegurarse de que estaba solo, Feisal se arrodilló ante el altar, tan cerca del fuego que podía sentir el calor sobre su afeitada cabeza. Levantando la cara, se quedó mirando fijamente al carnero. El calor de las brasas le hacía arder la piel; las gotas de sudor se acumulaban sobre sus labios y, rodando por su delgado cuello, mojaban los hábitos que colgaban de su escuálido cuerpo.

—Quar, tú eres poderoso, mayestático. En tu gran nombre hemos conquistado las tierras y la gente de Bas, hemos obligado a huir a su dios y destruido sus estatuas, tomado su tesoro y convertido de fe a sus seguidores. ¡La riqueza de estas ciudades contribuye a aumentar tu gloria! ¡Todo se está cumpliendo tal como soñamos, como esperamos, como planeamos!

»Y, siendo así,
hazrat
Quar… —Feisal vaciló y se pasó la lengua por los secos y agrietados labios— ¿por qué…, qué es… lo que temes?

Las palabras salieron como un estallido de su boca, seguido de un ahogado jadeo.

El fuego rabió; las llamas saltaron hacia arriba desde la blanca intensidad de los tizones. Al instante, el imán se desplomó, con su cuerpo encorvado como si lo acuciara el dolor. Encogido ante el altar, temblaba de terror.

—¡Perdóname, oh Sagrado Señor! —entonó una y otra vez juntando apretadamente sus delgadas manos y columpiándose angustiado hacia adelante y hacia atrás—. ¡Perdóname, perdóname…!

Alguien lo llamó en voz baja.

—¡Imán!

Levantando los ojos, él miró fijamente al carnero, y por un momento llegó a creer que su boca se había movido. Pero la voz repitió su llamada, y el sacerdote se dio cuenta entonces con una punzada de amarga decepción de que el sonido venía de su espalda y de que era un mortal quien lo llamaba, no su dios.

Poniéndose con esfuerzo en pie y habiendo olvidado por completo, en su fervor religioso, que había dado unas órdenes, Feisal lanzó una mirada furiosa a aquel que había osado interrumpir sus oraciones. Temblando visiblemente, el joven sacerdote se encogió ante la ira del imán. La mujer que lo acompañaba, también aterrorizada, miró enloquecidamente a su alrededor y comenzó a retroceder hacia el pasadizo secreto por el que habían entrado.

Deleitándose en el éxtasis celestial, Feisal se dio cuenta de que no había sido interrumpido; el dios había preferido hablarle a través de labios humanos.

—Perdóname —murmuró el imán, y el joven sacerdote equivocadamente creyó que su superior se dirigía a él.

—¡Soy yo quien debe pedirte perdón a ti, imán! —dijo postrándose de rodillas—. ¡Lo que he hecho es imperdonable! Sólo quería…, tú dijiste que era urgente que hablases con esta mujer…

—Has hecho bien. Ahora vete y ayuda a tus hermanos a aligerar la espera a aquellos que han venido hasta mí con sus cargas. Meryem, hija mía —dijo el imán cogiendo la mano de la mujer y sobresaltándose ligeramente ante el frío tacto de sus dedos en contraste con el ardor de su propia piel—, confío en que habrás descansado y repuesto energías tras tu agotador viaje…

—Oh, sí, gracias, Santidad —murmuró Meryem con voz casi inaudible.

El imán no volvió a hablar hasta que el joven sacerdote, andando de espaldas y haciendo inclinaciones, se hubo retirado del templo. Meryem se quedó sola ante Feisal, con los ojos mirando hacia el suelo. Liberó su mano del asimiento del imán y se puso a juguetear nerviosamente con el gastado dobladillo dorado de su velo. Incluso una vez que se quedaron solos, el imán permaneció silencioso. Meryem levantó una ansiosa y todavía algo asustada mirada para encontrarse con la de él.

—¡Lo he visto!

—¿A quién? —preguntó fríamente Feisal, aunque sabía muy bien de quién estaba hablando la joven.

—¡A K… Khardan! —tartamudeó Meryem—. ¡Está vivo!

El imán se volvió ligeramente para dirigir una mirada a la cabeza de carnero, casi como si quisiera asegurarse de que estaba escuchando.

—¿Dónde está? ¿Quién está con él?

—Yo… no sé dónde está —contestó Meryem con un quiebro en la voz mientras veía al imán fruncir el entrecejo con desagrado—. Pero la bruja, Zohra, está con él. Y también el loco de pelo rojo. Y sus djinn.

A Feisal le dio la impresión de que los ojos del carnero centelleaban.

—Y no sabes dónde están…

—Es un
kavir
rodeado de agua azul, un agua que es más azul que el cielo. Yo no pude reconocer el lugar, pero Kaug dice…

—¡Kaug!

Feisal se volvió para mirar a Meryem con las cejas amenazadoramente bajadas.

—¡Perdóname, imán! ¡No creí que haría ningún mal en decírselo al
'efreet
! —se disculpó Meryem pasándose la lengua por encima de los labios y humedeciendo el velo que le colgaba sobre la boca—. ¡Él… él me obligó a hacerlo, Santidad! ¡O se negaba a traerme hasta aquí! Y yo sabía que deseabas esta información con la mayor urgencia…

—Está bien —la interrumpió el imán conteniendo su mal humor que no era, él mismo se dio cuenta, otra cosa que celos del
'efreet y
de la honrosa y estimada posición que éste tenía ante el dios—. No estoy enfadado, pequeña. No tengas miedo. Continúa. ¿Qué dijo Kaug?

—Dijo que la descripción concuerda con la de las costas occidentales del mar de Kurdin. Cuando vi a Khardan, imán, él estaba saliendo de una barca… una barca pesquera. Kaug dice que hay una pobre aldea de pescadores en el lado nororiental del mar, pero el ‘
efreet
no cree que los nómadas viniesen de allí. Me encargó que te diga que él cree probable, por ciertas señales que ha visto, que hayan estado en la isla de Galos.

—¡Galos!

Feisal palideció.

—¡No, Galos no! —se apresuró a corregir Meryem al ver que aquella noticia no era bien recibida y consciente de que, por lo general, las malas noticias proporcionaban bien poca recompensa—. Ése no era el nombre. Me he equivocado.

—¡Has dicho Galos! —exclamó Feisal con una voz hueca—. Eso es lo que dijo el
'efreet
, ¿no es cierto? —Los ojos del sacerdote ardían en sus hundidas cuencas—. ¡Eso es lo que él te pidió que me dijeras! ¡Me está advirtiendo! ¡Gracias a Quar! ¡Advirtiéndome!

Entonces, eran buenas noticias. Meryem respiró.

—Kaug dijo algo acerca de un dios llamado Zhakrin…

—¡Sí! —cortó Feisal, a quien no le gustaba oír aquel nombre pronunciado en voz alta.

Sus pensamientos se fueron entonces a Meda, a aquella mano ensangrentada que se agarraba a los hábitos del sacerdote y a la maldición proferida con la última exhalación temblorosa del cuerpo al que pertenecían.

—No es necesario seguir adentrándose en este punto, hija mía. ¿Qué otro mensaje envía Kaug?

—¡Buenas noticias! —dijo Meryem con sus ojos sonriendo por encima del velo—. Dice que no hay necesidad de seguir temiendo a Khardan. Él y la bruja, su esposa, están atrapados en las orillas del mar de Kurdin. Para regresar con sus tribus, tienen que ir hacia el oeste… a través del Yunque del Sol. Nadie ha logrado sobrevivir jamás a una empresa semejante.

—Pero ellos tienen a sus djinn, después de todo.

—No por mucho tiempo. Kaug te ruega que no te preocupes por eso.

Él imán lanzó una mirada recelosa a Meryem.

—¿Y por qué te complace tanto esta noticia, hija mía? Creí que estabas enamorada de ese nómada.

Meryem respondió sin vacilar. Sabía que el sacerdote le haría esta pregunta y tenía ya largamente preparada su respuesta.

—Viviendo entre los
kafir
como he vivido estos últimos meses, he llegado a darme cuenta, imán, de que un amor así es una abominación a los ojos de Quar.

La muchacha había bajado modosamente los ojos y su voz temblaba con el tono apropiado del fervor religioso, pero nada de esto engañó a Feisal en lo más mínimo. Éste se acordó entonces de los callos que había sentido en las yemas de sus dedos y su mirada dio una rápida pasada por los harapientos restos de su vestido.

—Yo sólo deseo regresar a palacio y recobrar mi antiguo lugar allí —añadió Meryem, respondiendo inconscientemente a las dudas que el imán pudiera todavía albergar.

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