Fascinado, miró hacia arriba, a las estrellas. Podían verse muchas más en aquel cielo claro de las que jamás habría imaginado en aquella tierra. Habiendo llegado ya a acostumbrarse a las distintas posiciones de las constelaciones en aquel hemisferio, Mateo pronto localizó la Estrella de Guía que relucía en el norte y se la indicó con el dedo a Zohra.
—A los niños de mi tierra les enseñan que hay allí un ángel de Promenthas con una linterna para guiar a los viajeros a través de la noche.
Zohra lo miró con escepticismo.
—¿Y tu gente sigue esa… cómo dijiste?
—Linterna, como una lámpara o una antorcha. Una luz en el cielo.
—¿Tu gente se fija en una luz y la sigue y ella los conduce hasta donde quieren ir? —preguntó Zohra observando al joven con ojos suspicaces—. ¿Y consigue de hecho la gente de tu tierra arreglárselas para llegar de un sitio a otro?
—No con cualquier luz, Zohra —le aclaró Mateo, viendo el error de la mujer—. Esa estrella en particular, que brilla siempre en el norte.
—¡Ah! ¡Todo el mundo viaja hacia el norte en tu tierra!
—No, no. Una vez que se sabe que la estrella está en el norte, ya puedes distinguir si vas hacia el sur, el este o el oeste. Del mismo modo que, de día, puedes saber hacia dónde vas por la posición del sol. ¿Es que tu gente no hace eso?
—¿Acaso
hazrat
Akhran mantiene un
chirak
en el cielo para guiarse? ¿Y dejar que sus enemigos sepan dónde duerme? —replicó Zohra escandalizada—. Nuestro dios no es tan estúpido, Ma-teo. Él sabe andar bien por los cielos sin perderse. Y nosotros sabemos andar por la tierra. Seguimos, no sólo lo que podemos ver, sino también lo que oímos y olemos. ¿Qué hace tu gente cuando las nubes ocultan el sol y… —con un gesto vagamente dirigido hacia el cielo— esa estrella?
«¿Qué diría ella si le dijese que esa estrella es un sol? ¿O que nuestro sol es una estrella?» Mateo sonrió para sí al imaginarse a sí mismo dando a Zohra una lección de astronomía. En lugar de esto, le explicó otra maravilla.
—Nuestra gente posee un… un —vaciló, buscando una palabra apropiada en la lengua del desierto— ingenio con una aguja dentro que siempre señala hacia el norte.
—Un don de Sul —dijo ella sabiamente.
—No, no es magia. Bueno, en cierto modo sí, pero no es la magia de Sul. Es la magia del propio mundo. Mira, el mundo es redondo, como una naranja, y da vueltas como una peonza; y, mientras gira, se crea una poderosa fuerza que atrae el hierro hacia sí. La aguja de ese objeto está hecha de hierro y… ¿Qué estás haciendo?
—Bebe un poco de agua, Ma-teo.
—Pero Khardan ha dicho que no…
—¡He dicho que bebas!
Zohra lo miró con severidad por encima de su velo, con unos ojos que refulgían con más intensidad que la Estrella de Guía de Promenthas.
Mateo tomó obedientemente un trago de agua caliente que tenía un ligero gusto a cabra; sin embargo, a él le pareció tan dulce y fresca como la más pura y clara agua de nieve que gorgoteaba entre las rocas de arroyo que había detrás de su casa, en su tierra natal.
—Ahora, Ma-teo, relájate —dijo Zohra con seriedad, y le dio una suave palmadita en la mejilla—. No necesitas hacerte el loco con nosotros. No te vamos a hacer daño. Khardan y yo
sabemos
que estás loco.
Y, con una sonrisa tranquilizadora, Zohra se volvió para seguir al califa, quien se mantenía en su camino sin errar un paso… y sin mirar ni una sola vez a las estrellas.
Tan sólo se detuvieron a tomar un breve descanso; Khardan los obligaba a caminar a un paso agotador que Mateo no lograba entender. Serinda estaba tan cerca… ¿Por qué no se tomaban una hora para descansar sus doloridas piernas y ardientes pies? Pero Khardan se mostró inflexible. El califa habló muy poco durante el viaje; mantuvo su rostro cubierto con el
haik y
era imposible adivinar lo que estaba pensando. Pero, si su expresión era pareja a su voz en las raras ocasiones en que habló, Mateo sabía que debía ser dura y ceñuda.
Al cabo de un tiempo Mateo dejó de preguntarse por qué no se podían detener. En realidad, dejó de preguntarse cualquier cosa, excepto si sería capaz de dar el siguiente paso o se desplomaría. Su energía inicial lo había abandonado. Había llegado al punto del agotamiento y lo había pasado. El aire helado de la noche secaba el sudor de su cuerpo y lo hacía temblar de frío. Le habían salido ampollas en los pies y caminar era un suplicio. Los músculos de las piernas le dolían y le daban calambres por el esfuerzo de intentar mantener el paso sobre las movedizas arenas de las dunas que se cruzaban en su camino.
En una ocasión, cuando se hallaba en la cima de una de ellas, resbaló y no tuvo ni la fuerza ni la voluntad suficientes para sostenerse y evitar la caída. Rodó por la empinada ladera, mientras la arena le pelaba las partes de su cuerpo no protegidas bajo los pliegues de las ropas que lo envolvían. Al llegar a la base, fue dejando gradualmente de rodar hasta detenerse y allí se quedó tendido, inmóvil, disfrutando del cese del movimiento, sin importarle demasiado si podría volver a moverse o no. Khardan lo agarró por el brazo, lo puso en pie y le dio un empujón hacia adelante, todo ello sin decir una palabra. Mateo reanudó cojeando su camino.
¿Dónde estaba Serinda? ¿Qué había ocurrido con ella? ¿Se habrían extraviado? Mateo miró hacia el cielo, buscando la Estrella de Guía. No, ahí estaba, a su derecha. Viajaban hacia el oeste. Promenthas los guiaba.
«Pero mi ángel se ha ido», pensó aturdido Mateo, tambaleándose mientras caminaba.
«Mi ángel. Mi ángel guardián. Hace un año me habría reído de tan infantil idea. Pero hace un año tampoco creía en los djinn. Hace un año yo confiaba en mí mismo. Tenía mi magia. Hace un año no necesitaba el cielo…»
—Ahora lo necesito —murmuró para sí—. Mi ángel me ha abandonado y estoy solo. ¡Magia! —y soltó una amarga risotada; se tambaleó, casi se cayó y siguió avanzando a tropezones—. Yo sé cómo convertir la arena en agua. Es un simple conjuro.
Él se lo había enseñado a Zohra y casi la vuelve loca de miedo.
—¡Podría hacer de este lugar un océano!
Mateo miró a su alrededor y se imaginó a sí mismo nadando, flotando en agua fresca, echándosela sobre su cuerpo y cabeza, bebiendo, bebiendo toda la que quería. Su mano empezó a tantear entre los rollos de pergamino colocados en la escarcela que colgaba de su cinturón.
«Sí, podría convertir este lugar en un océano
si
tuviese tinta y una pluma para escribir las palabras, y me quedase algo de voz en esta áspera y acartonada garganta para pronunciarlas».
—Una bendición para el viajero —dijo imitando la soporífera voz del archimago—. No tiene que preocuparse de hallar agua fresca. No necesita beber de un arroyo que podría ser impuro.
¡Ja! En su tierra, el agua nunca se encontraba a más de unos cuantos pasos de uno. En su tierra, la maldecían por anegar sus cosechas o destruir los cimientos de sus casas.
—¡En un sitio así, puedo conjurar el agua!
Alguien se reía de un modo escandaloso. Sólo cuando vio a Khardan detenerse para mirarlo fijamente y a Zohra venir y colocarse a su lado con los ojos ensombrecidos de cansancio y preocupación, se dio cuenta el joven brujo de que quien se reía era él.
Parpadeando, miró a su alrededor. Estaba amaneciendo. Podía ver la extensión de dunas comenzando a tomar color a la vez que la Estrella de Promenthas empezaba a desvanecerse. La esperanza inundó su cuerpo de fuerza y, levantando los ojos, miró con ansia hacia el oeste.
Las blancas murallas de la ciudad, atrapando los primeros e inclinados rayos del sol, resplandecían contra el fondo oscuro de la noche declinante. Resplandecían… muy, muy lejos.
—¡Serinda! ¿Qué ha pasado? —gritó Mateo agarrando las ropas de Khardan con frenesí—. ¿Hemos estado caminando en círculos? ¿Acaso nos hemos quedado quietos? ¿Por qué no se ve más cerca?
—Un truco del desierto —repuso Khardan en voz baja con un suspiro que nadie oyó—. Temía que esto sucediera.
Súbitamente enojado, se arrancó de encima la mano de Mateo y apartó de sí al joven de un empujón. Después, comenzó a descender la ladera de la duna sobre la que se encontraban.
—Podemos caminar otras dos horas antes de que empiece a apretar el calor.
—Khardan.
Negándose a volverse, el califa siguió caminando con sus piernas entorpecidas también por el cansancio.
—¡Khardan!
Mirando hacia atrás, vio a Zohra parada de pie detrás de él y con un brazo rodeando los hombros de Mateo. Sus siluetas se recortaban contra la esfera ardiente del sol naciente. El joven brujo, con la cabeza inclinada y los hombros caídos, estaba desplomado contra el fuerte cuerpo de la mujer. Su respiración salía en entrecortados jadeos.
—No puede dar un paso más —dijo Zohra—. Ni yo tampoco puedo.
Khardan la miró con severidad. Ella le devolvió una mirada no menos severa. Los dos sabían lo que aquello significaba. Encallados allí, sin agua y en medio del desierto, jamás conseguirían sobrevivir al calor abrasador del día entrante.
Arrojando el casi vacío pellejo de agua sobre la arena, Khardan encogió sus doloridos hombros.
—Esperaremos el regreso de los djinn —dijo con voz apagada—. Se reunirán con nosotros aquí.
Había llegado el momento del triunfo para Zohra, por amargo que éste pudiera ser. Ella ayudó a Mateo a sentarse en el suelo del desierto y levantó la cabeza para mirar a su esposo a la cara; no pudo verla a causa de la prenda que la envolvía.
Pero sí pudo ver sus ojos.
—Sí, esposo —contestó en voz baja—. Esperaremos a los djinn.
En un abrir y cerrar de ojos los tres djinn se desplazaron desde el desierto hasta el reino de los inmortales. Sond los condujo, y fue por insistencia suya que se dirigieron a un jardín de recreo…, el mismísimo jardín, de hecho, en que Sond se había colado para reunirse con Nedjma aquella fatídica noche cuando, pensando que estaba estrechando a su hermosa djinniyeh entre los brazos, se encontró de pronto con la cara firmemente apretada contra el velludo pecho del
'efreet
Kaug. El jardín pertenecía a uno de los inmortales ancianos de Akhran, un djinn que aseguraba acordarse de cuando el tiempo había comenzado. Demasiado viejo, y demasiado sabio para seguir teniendo ya nada que ver con los humanos, el anciano djinn se había establecido en una mansión cuyas abombadas torres y elegantes minaretes podían apenas verse, ocultos como estaban por los exuberantes árboles y arbustos en flor del jardín.
El jardín, sin embargo, había cambiado. El muro que Sond solía trepar con tanta agilidad estaba coronado de siniestras púas de hierro. Había caballos pisoteando las delicadas orquídeas y gardenias, y camellos que cojeaban por los embaldosados senderos o abrevaban ruidosamente en las fuentes de mármol. Poderosos djinn de todos los aspectos y tamaños corrían de aquí para allá en frenética actividad, echando abajo todo el trabajo de celosía y utilizándolo para reforzar defensas a la entrada del jardín, mientras se gritaban unos a otros con detalladas ilustraciones gráficas lo que le harían a Kaug y a sus diversas partes anatómicas cuando consiguieran echarle la mano encima.
Amontonadas en una ventana en lo alto de una de las torres, custodiadas por gigantescos eunucos, las djinniyeh curioseaban por el balcón, soltando risitas y susurrando cuando alguno de los djinn —que sabían muy bien que las mujeres estaban allí— era lo bastante atrevido como para afrontar la amenazante mirada de los eunucos y lanzar un guiño de ojo a alguna cabeza velada que lo había dejado prendado.
La ansiosa mirada de Sond se fue al instante hacia aquel balcón. Usti echó una simple ojeada a la agotadora actividad que se desarrollaba en torno a él y, soltando un quejido, desapareció precipitadamente detrás de un seto ornamental. Pero nadie oyó al obeso djinn ni lo vio desaparecer. Los otros djinn habían reparado en Sond y corrían a su encuentro dando gritos de alegría.
—¡Gracias a Akhran! Sond, ¿dónde has estado? ¡Nos serás muy útil con tu espada!
Sonrojado de placer por la acogida, Sond abrazó a sus compañeros, a muchos de los cuales no había visto desde hacía siglos.
—¿Dónde está viviendo ahora ese amo tuyo ladrón de cabras, Pejm? —preguntó Sond a uno de ellos—. ¿Allá por Merkerish? Ah, no lo sabía. Siento su muerte. Pero nos cobraremos venganza. ¡Deju! ¿Lograste liberarte? Debes contarme…
—¡Pejm!
¡Bilhana!
—interrumpió una voz ruidosa a Sond—. ¡Soy yo! ¡Pukah! ¡Yo te rescaté de Serinda! Sí…, Pukah. El nombre es… bueno, no importa. Hasta luego —dijo Pukah, y se puso a hablar a la espalda de otro djinn—. ¡Deju! Soy yo, Pukah. ¡Aquí está
mi
brazo luchador! Firmemente sujeto a mi hombro. Es el que te rescató de la ciudad de Serinda. Yo… eeh… Serinda…
—¿Serinda? ¿Has dicho Serinda? —dijo un djinn acercándose presurosamente hasta Pukah.
La cara de zorro de éste se iluminó de placer y lanzó una mirada de reojo a Asrial para ver si ésta estaba mirando.
—Pues… sí —respondió Pukah haciendo el
salaam
con arrolladora elegancia—. Yo soy Pukah, el héroe de Serinda.
—
Salaam aleikum
, Serinda —contestó el djinn—. ¿He oído bien? ¿Es cierto que ha llegado Sond? ¡Oh sí, ahí está! Si pudieras hacerte a un lado, Serinda…
—¡Yo no me llamo Serinda! —protestó Pukah con irritación hacia la espalda del djinn—. ¡Yo soy Pukah! El
héroe
de Serin… Bah, no importa.
Retirado definitivamente de en medio a codazos por un djinn tras otro a medida que éstos iban apelotonándose en torno a Sond, Pukah terminó siendo empujado fuera del sendero y fue a parar a una pequeña arboleda de naranjos y limoneros. Cerca de él, escondida entre las trepadoras rosas, se erguía una Asrial con aspecto desamparado mirando con desorbitados ojos azules a su alrededor.
El ruido y la confusión, los cuerpos medio desnudos con su piel brillando a la cegadora luz del sol, los gritos y juramentos y los obvios preparativos para una batalla aturdían al ángel. Ella había oído ya hablar a su dios, Promenthas, de una guerra en el cielo. Pero jamás se había imaginado que sería algo parecido…, algo tan semejante a una guerra en la tierra. Allí estaba, acurrucada de espaldas contra una tapia, ocultándose entre los enmarañados zarcillos de los dondiegos.
¿Qué estarían haciendo los ángeles de Promenthas en aquel momento? ¿Habría llegado la guerra hasta ellos, también? Sin duda. Entonces le vino una imagen del serafín serrando los pesados bancos de madera del suelo de la catedral y amontonándolos contra las puertas, de los arcángeles rompiendo las maravillosas vidrieras y apostándose en las ventanas armados de arco y flechas, de los querubines enarbolando espadas de fuego, preparados para defender el altar, para defender a Promenthas.