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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El profeta de Akhran (34 page)

BOOK: El profeta de Akhran
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—¿Qué dice? —preguntó el califa mirando los extraños signos con desconfianza.

Sond leyó el mensaje que Meryem había dejado para Achmed.

—Ella estuvo con él muchas semanas al parecer, sidi —dijo Sond con suavidad—. No hay duda de que él estaba prendado de ella. Esto constituía un chismorreo común entre los hombres. Desde que ella se marchó, todos notaban la tristeza de su cara y su aspecto afligido.

—¿Qué se propondría ella hacer con él? —inquirió Khardan estrujando el papel en su mano.

—Sobre eso no podría más que hacer conjeturas, amo. Pero oí muchas más cosas acerca de tu hermano mientras estaba entre las tropas. Parece ser que es el favorito de Qannadi, cuyos hombres han llegado también a respetar al
kafir
, como ellos lo llaman. Achmed ha demostrado su valía, tanto en el campo de batalla como fuera de él. Qannadi tiene hijos, pero están lejos de él, en la corte del emperador. No parece haber duda de que, si el amir muriese, Achmed podría verse ascendido a una posición de gran poder y autoridad. Mi opinión es que la mujer, Meryem, era consciente de esto y se proponía ascender con él. Tal vez incluso estaba tratando de que todo fuese algo más rápido de lo que se esperaba.

—¿Qué es lo que nuestro dios se propone con esto? —se preguntó Khardan desconcertado—. Al matar a Meryem, puede que le hayamos salvado la vida al amir —dijo, tomando una profunda bocanada de aire y no queriendo hacer la siguiente pregunta por no oír la respuesta—. Sond, ¿irá mi hermano a Kich?

—Sí, sidi. Él es capitán de la caballería del amir.

—¿Se ha… se ha convertido él a Quar?

—Creo que no, sidi. Los hombres dicen que tu hermano no rinde culto a ningún dios. Él afirma que los hombres están solos, y únicamente son responsables ante sí mismos y ante los otros hombres.

—¿Qué hará él si su gente es atacada?

—No lo sé, sidi. Mi vista alcanza lejos, pero no puede ver dentro del corazón humano.

Khardan suspiró.

—Gracias, Sond. Puedes irte. Has hecho muy bien.

—Que la bendición de Akhran sea contigo, amo —dijo el djinn con una inclinación—. Que él te infunda su sabiduría.

—Sí, que lo haga —murmuró Khardan, y se volvió a acostar para mirar pensativamente hacia la oscuridad que parecía hacerse más y más espesa en torno a él.

EL LIBRO DE AKHRAN
Capítulo 1

Los hranas, los akares y los arahes —tres tribus unidas al fin, aunque sólo fuese por la desesperación— cabalgaban velozmente hacia Kich en aprensivo silencio, cada hombre ocupado con sus propios pensamientos oscuros. Nadie, ni siquiera el propio Khardan, creía que el amir fuese a aceptar su desafío. El imán había declarado que los
kafir
tenían que convertirse o morir, y no se retractaría de su postura. Aquélla era la última cabalgada de los pueblos del desierto. Aquello era el fin… de la vida, del futuro. La esperanza que crecía en casi todos los corazones tenía el gusto de una hierba amarga; consistía tan sólo en poder, a su muerte, comparecer ante Akhran y afirmar: «He muerto con honor». Khardan no se sorprendió al ver, cuando los nómadas abandonaron el campamento junto al Tel, que la Rosa del Profeta ofrecía un aspecto más cercano a la muerte que nunca. Y, sin embargo, se aferraba a la vida con obstinada persistencia.

Dos corazones había en aquel sombrío viaje, empero, que albergaban verdadera esperanza. Zohra jamás había oído hablar de aquella «niebla» de la que hablaba Mateo y que, según él, era tan común en la extraña tierra de donde él procedía. Ella encontraba verdaderamente difícil, si no imposible, imaginar nubes descendiendo del cielo para obedecer sus órdenes, rodeando y confundiendo los ojos de los enemigos. Pero había visto a Mateo convocar a una de esas nubes desde un cuenco de agua en su tienda. Había sentido su frío y húmedo tacto en su piel, olido su liento olor y había contemplado con asombro cómo Mateo desaparecía poco a poco de su vista y los objetos familiares de su tienda se desvanecían o adquirían un aspecto extraño e irreal. Ella creyó que él se había ido, que su cuerpo se había convertido en bruma, hasta que el brujo le habló y estiró su brazo hacia ella. Su mano agarró la suya y, entonces, vino la decepción.

—¿De qué sirve una nube que no detiene una mano, por no hablar de flechas o espadas?

Pacientemente, Mateo le había explicado que, si cada mujer aprendiese aquella magia y convocase su propia «niebla», sería como la creación de una nube gigantesca que las cubriría a todas. Entonces podrían aprovechar la segura confusión y el miedo a atacar de los guardias para escapar de la prisión y cruzar las murallas antes de que nadie pudiera cogerlas.

—¡Seguro que tienes que conocer alguna magia que pueda luchar por nosotros como un ejército! —insistía ella.

Sí, le había respondido él con paciencia, pero llegar a utilizarla con eficacia exige estudio. Sin práctica, la magia es más peligrosa para quien lanza el conjuro que para la víctima.

—El conjuro de niebla es relativamente fácil de lanzar. Podemos enseñar a escribirlo a las mujeres con facilidad. Todo lo que necesitamos —había añadido Mateo con toda naturalidad— es una fuente de agua y, sin duda, debe de haber un pozo en la prisión.

—¿Has hecho ya esto antes? —le había preguntado Zohra.

—Naturalmente.

—¿Con mucha gente?

Él no había respondido, y Zohra no había querido insistir más en el asunto.

Tal como estaban las cosas, ¿qué más daba?

Dos días de cabalgada sobre los
mehara
y aquellos caballos que habían logrado salvarse en la batalla llevaron a los hombres hasta las colinas donde los hranas pastoreaban sus ovejas. Pocos quedaban allí para recibirlos, más que nada ancianos y mujeres que los soldados del amir habían dejado atrás por considerar que no valían la pena. Éstos dieron la bienvenida a su jeque pero recibieron a la princesa y a su esposo con hoscas palabras y miradas hostiles. Sólo cuando Fedj apareció y relató la historia del profeta, sus rápidas miradas de reojo comenzaron a expresar asombro y sus ojos empezaron a mirar al califa con más respeto, si bien no con menos sospecha.

Para cuando el relato estuvo concluido, bien avanzada la noche, había sido rehecho y bordado, cortando aquí, retocando allá hasta que, como Khardan le murmuró a Auda a un lado, él no lo habría reconocido jamás como su propia vivencia. La historia surtió sin embargo el efecto deseado o, al menos, eso supuso Khardan. En el momento en que la gente de la tribu de Jaafar, que había estado ocultándose en las colinas con los restos de sus rebaños, oyó que Khardan gozaba del favor de Akhran, comenzaron a volcar sus desgracias en los oídos del califa hasta que verdaderamente fue un milagro que su cerebro no se desbordara.

Sus desgracias eran las mismas que las de sus primos, allí, alrededor del Tel; el agua era escasa, la comida también y los lobos hacían incursiones en sus rebaños, y estaban preocupados por sus familias cautivas en Kich. ¿Cuándo iba a hacer el profeta que lloviese? ¿Cuándo les iba a dar trigo y arroz? ¿Cuándo iba a mantener a los lobos alejados? ¿Cuándo iba a marchar hasta Kich y libertar a su gente?

Mucho después de que Majiid se hubiese ido a la cama, mucho después de que Zohra se hubiese retirado a la vacía yurta de una de las esposas cautivas de su hermanastro, mucho después de que Mateo se hubiese enrollado una manta y acostado en el suelo de una choza que había sido asignada para su uso, Khardan permanecía sentado con su suegro y el silencioso y vigilante Auda en torno a un fuego chisporroteante. Con ojos parpadeantes y ardientes de fatiga, reprimía bostezos y pacientemente respondía a todo con «sí» o «en el momento de Akhran». No decía que «el momento de Akhran» equivalía a «nunca», pero todos oían las palabras calladas y veían la desesperanza en sus oscuros ojos y, uno por uno, se fueron retirando. Sond llevó al agotado califa a su alojamiento, donde de inmediato se sumió en un sueño lúgubre y desolado.

El silencio de la noche en las colinas no es el silencio de la noche en el desierto. El silencio de las colinas es el entretejido de muchos diminutos sonidos de árboles, pájaros y otros animales, hasta formar una manta que descansa ligeramente sobre el durmiente. El silencio del desierto es el susurro sibilante del viento sobre la arena, el rugido de una leona merodeadora que a veces arranca al durmiente de su sueño con un sobresalto y lo deja en un estado de repentino desvelo.

El silencio de las colinas había arrullado a Zohra hasta sumirla en el sueño pero, cuando ella se despertó de improviso en medio de la noche, intentando con todos sus sentidos determinar qué era lo que la había alarmado, tuvo la impresión de que se hallaba de nuevo en el desierto. No había el más mínimo sonido; todo estaba demasiado silencioso. Sus dedos se deslizaron bajo la almohada buscando la empuñadura de su daga, pero una mano se cerró férreamente en torno a su muñeca.

—Soy Auda.

El aliento del hombre tocó su piel. Hablaba en voz baja y ella, más que oír sus palabras, las sintió.

—¡No nos queda mucho tiempo! —susurró la voz en su oído—. Mañana llegaremos a Kich y mi vida está ya sentenciada en el servicio de mi dios, en el cumplimiento de mi promesa. ¡Yace conmigo esta noche! ¡Dame un hijo!

El miedo que se había desatado en ella se fue calmando lentamente. El corazón ya no martilleaba en su pecho y la sangre dejó de agolpársele en los oídos. Aquello había sido el susto inicial, su reacción al ser cogida por sorpresa. La respiración se hizo más fácil; Zohra se relajó.

—No gritas. Sabía que no lo harías —dijo él y, soltándole la mano, se acercó más a ella.

—No —repuso Zohra—. No hay necesidad. Estoy segura de mí misma.

Él no podía verla; la oscuridad era intensa, impenetrable. Pero podía sentir el movimiento de su cabeza y el largo y sedoso cabello rozándole la muñeca. Movió la mano para separarle el pelo; sus labios tocaron la suave mejilla.

—Nadie más que tú y yo sabrá nunca de esto.

—Alguien más —contestó ella—. Khardan.

—Sí —consideró Auda—. Tienes razón. Él lo sabrá. Pero no me lo tendrá demasiado en cuenta, ya que yo estaré muerto. Y él estará vivo, y te tendrá a ti.

Auda recorrió con sus manos la despeinada melena de Zohra. La oscuridad era dulce y cálida y olía a jazmín. Cogiéndole la barbilla con los dedos, guió los labios de la mujer hacia los suyos y esperó paciente y confiadamente su respuesta.

A la mañana siguiente, el ejército nómada abandonó el asentamiento hrana llevándose consigo a aquellos ancianos que insistieron en que podían cabalgar más lejos y luchar con más brío que tres jóvenes juntos. Khardan, que cabalgaba a la cabeza, observó que Zohra parecía inusitadamente callada y pensativa.

Él había insistido al principio del viaje en que ella y Mateo lo acompañasen, en vez de seguirlo en la retaguardia en el acostumbrado lugar de las mujeres. Esto era tanto una concesión a su padre, quien no dejaba nunca de sospechar que Jaafar y su hija estaban conspirando contra él, como a sí mismo. Como había dicho Zohra, los dos habían viajado mucho y muy lejos juntos, y juntos afrontado muchos peligros. Durante las largas horas de la cabalgada, en que tenía mucho tiempo para pensar, él llegó a darse cuenta de que le habría sido muy difícil dejarla atrás. De alguna manera, era un consuelo para él volverse y verla allí, sentada en su caballo con la seguridad de un hombre y una gracia que era completamente suya.

Y, sin embargo, aquel día, mientras abandonaban las colinas avanzando sinuosamente por los tortuosos senderos excavados en aquella roca roja que se proyectaba hacia el cielo azul de finales del verano, Khardan sintió de nuevo la mordedura de unas pinzas de fuego, la desazón de alguna innombrable y persistente irritación. Zohra parecía reservada, distante. Cabalgaba sola en lugar de hacerlo cerca de Mateo y desairaba con frialdad los intentos del joven de hacerla entrar en conversación. No miraba nunca a quienes cabalgaban cerca de ella, ni a Mateo, ni a Khardan ni al siempre presente y vigilante Paladín. Zohra mantenía los ojos bajos y el
haik
de hombre que llevaba durante la cabalgada, estrechamente corrido por delante de su cara.

—Una mujer magnífica —dijo Auda, guiando su caballo hasta situarse al lado del califa y siguiendo con sus ojos la mirada de Khardan—. Dará a algún hombre muchos hijos estupendos.

Jamás ninguna hoja de cuantas hubiesen herido a Khardan en el combate le había infligido tanto dolor como aquellas palabras. Deteniendo su caballo de golpe, con tanta furia que casi hace volcar a la bestia, clavó una airada e interrogante mirada en el Paladín Negro. Khardan escrutó con detenimiento sus ojos crueles. «Deja que vea la más diminuta chispa —juró para sí— y, con promesa o sin ella, con dios o sin él, este hombre perecerá».

—Muchos hijos estupendos —repitió Auda con unos ojos que eran fríos y carentes de toda expresión excepto un levísimo titileo que no era un brillo del triunfo sino de admiración por el vencedor—… para el hombre a quien ame.

Encogiéndose de hombros y con sus finos labios abriéndose en una sonrisa de disculpa, Auda saludó al califa, dio la vuelta a su caballo y se alejó hacia atrás para unirse al grueso de los hombres.

De nuevo solo, Khardan tomó una profunda y estremecida inhalación. El hierro le había sido arrancado del corazón, pero la herida que había hecho estaba fresca y sangraba profusamente, inundando su cuerpo de un doloroso y obsesionante calor. Se volvió para mirar a Zohra, orgullosa y feroz, cabalgando sola…, cabalgando al lado de él, no detrás de él.

«Estupendos hijos —se dijo con amargura—. Y muchas hijas estupendas, también. Pero no será así. No para nosotros. Demasiado tarde. Para nosotros, la Rosa jamás florecerá».

Tras una semana de duro viaje, los nómadas divisaron Kich. Era a media tarde. Khardan había enviado por delante exploradores para buscar un lugar de descanso seguro; éstos habían regresado para informar del descubrimiento de un gran viñedo plantado en la ladera de una colina, lo bastante cerca de la ciudad como para poder ver sus murallas y los soldados que las vigilaban y, al mismo tiempo, lo bastante lejos como para permanecer ocultos a los ojos de los vigías. Al pie de la colina, una ancha carretera atravesaba la llanura en dirección a las murallas de la ciudad.

Khardan examinó las gruesas y retorcidas cepas que crecían a su alrededor. Era evidente que la cosecha había sido recogida, ya que sólo quedaban unas pocas uvas pequeñas y arrugadas colgando entre las hojas que estaban volviéndose amarillas; la planta estaba entrando en su letargo tras la recolecta de sus frutos. Un arroyo flanqueado de árboles corría paralelamente a los viñedos. El suelo que pisaban estaba húmedo; el dueño de la plantación había anegado sus viñas después de la vendimia. Hasta el momento de la recogida, la fruta prospera mejor sin agua; las uvas se vuelven más dulces si se permite que se sequen al sol.

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