Incansablemente, el Paladín Negro continuaba abriéndoles camino, empujando y tirando de ellos para que lo siguiesen. Khardan estaba maravillado ante la fuerza de aquel hombre, y más aún ante su fe que, al parecer, no había sucumbido bajo el peso de imposibles empresas.
—Fe —musitó Khardan tropezando, cayendo y sintiendo a Mateo y a Zohra agarrarse a él, tirar de él hacia arriba al tiempo que oía los gritos de Auda apremiándolos a seguirlo—. ¡Fe… eso es todo lo que queda una vez desaparecida la esperanza!
¡Hazrat
Akhran! ¡Tu gente te necesita desesperadamente! ¡No te pedimos que vengas a luchar por nosotros, ya que tú tienes tu propia batalla que librar si lo que hemos oído es cierto! ¡Nosotros tenemos el valor de actuar, pero necesitamos un camino! ¡Sagrado Errante, enséñanos el camino!
Los cuatro fueron arrastrados contra una pared con tal brusquedad que sufrieron numerosas contusiones y arañazos. Tras un momento de pánico en que parecía que iban a ser aplastados contra la piedra, el grueso de la multitud pasó, corriendo en pos de la procesión, y dejó atrás una relativa calma.
—¿Estáis todos bien? —preguntó Khardan.
Volviéndose, vio a Mateo asentir con la cabeza, falto de aliento, mientras manoseaba temblorosamente el velo que el ajetreo le había arrancado de la cara.
—Sí —respondió Zohra apresurándose a ayudar a Mateo, pues no era conveniente que nadie reparase en la blancura de su piel ni captase la más mínima vislumbre del rojo encendido de su cabello.
Una mirada fue suficiente para apreciar que Auda ibn Jad era el mismo de siempre, frío e imperturbable y con los ojos fijos en varios soldados que, ahora que la gran conmoción había pasado, parecían estar tomándose un inoportuno interés por los nómadas y sus vestiduras.
—¡Aprisa! —susurró Auda desde la comisura de sus labios, recomponiendo sus desbaratadas ropas.
Sin dar apariencia de urgencia, el Paladín se desplazó con habilidad hasta la sombra proyectada por la muralla llevándose a Zohra y Mateo con él. Khardan, a la vista de aquel nuevo peligro, se volvió rápidamente para acompañarlos, pero tropezó y casi cayó de cabeza sobre un objeto que había a sus pies.
Un quejido fue la respuesta.
—Un mendigo, pisoteado por la muchedumbre —dijo Auda con indiferencia sin quitar ojo de los guardias que, desde el otro lado de la calle, los observaban con evidente interés—. Sin mayores consecuencias. ¡Sigamos adelante!
Pero Zohra estaba ya arrodillada junto al anciano, ayudándolo a sentarse con manos atentas.
—Gracias, hija —gruñó el mendigo.
—¿Estás herido, padre? Tengo mi
feisha
curativo…
—¡No hija, bendita seas! —repuso el mendigo estirando una mano y palpando frenéticamente en torno a sí—. Mi cesta, mis monedas… ¿robadas?
—¡Déjalo! ¡Tenemos que irnos! —insistió Auda, y ya se estaba inclinando para apartar a Zohra de allí cuando Khardan lo detuvo.
—¡Espera!
El califa se quedó mirando al anciano; aquellos ojos lechosos, la cesta en el regazo… Sólo que no estaba viéndolo ahora: estaba viendo al mendigo de hacía meses; viendo una blanca mano arrojar una pulsera dentro de la cesta; un agujero en la muralla, ahora abierto de par en par, al instante siguiente cerrado como si hubiese sido un sueño. Khardan echó una mirada a su alrededor. Sí, allí estaba el bazar de la leche donde había robado un pañuelo de cabeza para ella. Entonces miró hacia arriba y pudo ver las ramas de palmera columpiándose por encima del muro.
—¡Alabado sea Akhran! —agradeció y, arrodillándose junto al anciano, fingiendo estar ofreciéndole ayuda, examinó la pared y gesticuló a Auda con la cabeza para que se arrodillase a su lado—. ¡Los guardias de amir nos persiguen! —le susurró al anciano—. Sé lo del agujero en el muro. ¿Puedes ayudarnos a entrar?
Los ojos lechosos del mendigo volvieron su invidente mirada hacia Khardan. Su arrugado rostro adquirió de pronto una expresión tan astuta y maliciosa que el califa habría jurado que aquellos ojos lo estaban examinando minuciosamente.
—¿Eres de la Hermandad? —interrogó el anciano.
Khardan se quedó mirándolo perplejo, sin comprender. Fue Auda quien, arrodillándose junto a él, dejó caer la moneda de plata en la cesta y dijo en un susurro:
—Benario, Señor de Manos Arrebatadoras y Pies Ligeros.
La desdentada boca del anciano se abrió en una rápida y malévola sonrisa y su mano se fue hacia atrás de su espalda con destreza. El resorte que ésta manipuló permaneció oculto tras su famélico cuerpo y los harapos que lo cubrían pero, de repente, apareció una grieta en el muro justo detrás de él, apenas lo bastante ancha para que un hombre pudiese deslizarse apretadamente a través de ella.
—¡Los soldados vienen hacia aquí! —dijo Auda con calma—. ¡No os mováis!
—¡Maldición! —exclamó Khardan, que podía ver el jardín de recreo del amir a tan sólo un paso de él.
—Akhran sea contigo, sidi —vino una voz desde el aire—. Nosotros sabemos qué hacer.
Los soldados avanzaban hacia ellos, evidentemente preguntándose qué era lo que los habitantes del desierto encontraban tan interesante en un mendigo de Kich, cuando dos borrachos, uno de ellos un hombre gigantesco con una piel negra brillante y el otro un sirviente bien vestido que obviamente pertenecía al servicio doméstico real, aparecieron de golpe por una esquina y fueron a darse de narices con ellos.
Khardan, que había olvidado por completo la presencia de los djinn, se quedó mirando sorprendido a los soldados, que forcejeaban con los borrachos, y no reaccionó ni se movió hasta que Auda le dio un brusco empujón hacia la muralla. Mateo y Zohra ya se habían deslizado al interior; Khardan los siguió y Auda fue presurosamente tras él. Un ruido rechinante y el agujero había desaparecido; el muro aparecía liso e inmaculado. Un espino se arrastró de nuevo a su sitio con tanta celeridad que el Paladín tuvo que liberar sus ropas de las zarzas antes de poder moverse.
—¡Te das cuenta de que estamos en el harén, el lugar prohibido! —dijo Auda fríamente echando una mirada a su alrededor, en el jardín—. Si los eunucos nos sorprenden, nuestras muertes serán prolongadas y de lo más desagradable.
—Nuestras muertes no van a ser de otra manera, estemos donde estemos —respondió Khardan poniendo con cautela el pie en un sendero y haciendo ademán a los otros para que lo siguieran—, y esto al menos nos da la oportunidad de hablar con el amir.
—Y también nos da la oportunidad de introducirnos en el templo —continuó Auda—. Cuando yo estuve sirviendo en el templo de Khandar, me enteré de que había, en Kich, un túnel que discurría desde el templo, por debajo de tierra, hasta el palacio del amir.
—¡Primero hablaremos con Qannadi! —comenzó a decir Khardan con severidad cuando, de pronto, se oyó un crujido de ramitas, un rumor de hojas en los árboles y un grito de alegría y anhelo.
—¡Meryem!
La obsesión únicamente ve el objeto de su locura. Cree todo cuanto quiere creer, sin cuestionarse nada. Achmed agarró por los hombros a la esbelta figura cubierta con su bien recordado velo verde con lentejuelas doradas y le dio la vuelta situándola de cara a él. Sobresaltado, Mateo dejó caer su velo.
—¡Tú! —exclamó Achmed, y apartó de sí al joven de un empujón.
Echando una mirada a los otros con ojos febriles, vio a su hermano, pero no se le ocurrió preguntarse qué hacía Khardan allí, en el jardín del amir. Para Achmed sólo había una pregunta en su corazón.
—¿Dónde está ella? —dijo—. ¿Dónde está Meryem? Este… hombre —se atragantó en la palabra, apuntando a Mateo con un dedo tembloroso— lleva puestas sus ropas…
Demasiado tarde, Zohra intentó detener las palabras de Khardan apoyando la mano sobre su brazo.
—Meryem está muerta —contestó el califa con dureza, antes de pararse a pensarlo.
—¡Muerta!
Achmed se quedó blanco hasta en los labios y se tambaleó donde estaba. Después, con un rápido movimiento, sacó la espada de la funda que colgaba de su costado y saltó hacia Khardan.
—¡Tú la has matado!
El brinco del joven soldado se vio detenido bruscamente por un fuerte brazo afianzado en torno a su cuello, estrangulándolo. Entonces vieron el destello de una hoja de plata. Los crueles ojos del Paladín centellearon al lado de Achmed. Un segundo más y habría manado sangre de una raja en su garganta.
—¡Auda, no! ¡Es mi hermano! —dijo Khardan cogiendo la mano del Paladín que empuñaba la daga.
Auda detuvo su estocada mortal, pero sujetó al joven con fuerza, aplastándole la laringe con el brazo para que no pudiese hablar ni gritar. Los ojos de Achmed, fijos en su hermano, ardían de furia. Luchó impotentemente por escapar de su captor y el Paladín apretó con más fuerza.
—Lo siento, Achmed —se disculpó Khardan, censurándose mentalmente por su burda falta de tacto—. Pero ella intentó asesinarme…
—Fue mi mano la que la mató —dijo Mateo en voz baja—, no la de tu hermano. Y es cierto lo que dice; ella llevaba un anillo envenenado.
Achmed dejó de forcejear y se quedó fláccido entre los brazos de Auda. Sus ojos se cerraron; lágrimas calientes brotaron de entre sus párpados.
—Suéltalo —ordenó Khardan.
—¡Alertará a los guardias! —protestó Auda.
—¡Suéltalo! ¡Es mi propia sangre!
De bastante mala gana, Auda soltó a Achmed. El joven, pálido y tembloroso, abrió los ojos y los clavó en los de Khardan.
—¡Tú lo tenías todo! ¡Siempre! —exclamó con voz ronca—. ¿Tenías que destruir lo único que era mío?
Un sollozo lo sacudió de arriba abajo.
—¡Espero que acaben contigo, con todos vosotros!
Volviéndose, el joven soldado echó a correr a ciegas y se sumergió en el perfumado follaje del jardín. Podía oírse el crujido de ramas tronchadas en su descuidada carrera por entre las plantas.
—¡No seas estúpido, Khardan! ¡No puedes dejarlo marchar! —insistió Auda con el cuchillo preparado.
El califa vaciló y, entonces, dio un rápido paso hacia adelante.
—¡Achmed…!
—Deja al muchacho en paz —ordenó una voz severa.
Abul Qasim Qannadi, amir de Kich, emergió de entre las sombras de un naranjo. El perfume de la mañana, ya avanzada, flotaba densamente en el jardín: rosas, gardenias, lirios, jazmines… Las palmeras susurraban sus interminables secretos y una fuente gorgoteaba cerca de allí. En alguna parte, entre las más oscuras sombras, un ruiseñor elevó su voz en un rítmico canto, trinando una única y penetrante nota hasta que parecía que iba a explotarle el pecho y sosteniéndola por más tiempo todavía.
El amir estaba solo. No iba vestido con armadura sino ataviado con una suelta toga echada con naturalidad por encima de un brazo. Llevaba un hombro desnudo y, a juzgar por su pelo mojado y el brillo de aceite sobre su piel, se diría que acababa de salir del baño. Parecía cansado y más viejo que lo que Khardan recordaba, pero esto tal vez se debía a que, en aquel momento, no era un rey en su
diván
sino un hombre a medio vestir en un jardín. En efecto, él no había cabalgado con sus tropas aquella mañana ni, con toda evidencia, había estado presente para saludar al imán a su llegada a la ciudad ni había presenciado su gloriosa entrada.
—¿Asesinos? —preguntó el amir mirando fríamente y sin temor a la reluciente hoja de la daga de Auda.
—No —dijo Khardan poniendo su propio cuerpo entre el Paladín y el amir—. ¡Vengo como califa de mi pueblo!
—¿Acaso un califa de su pueblo suele colarse furtivamente por agujeros en las paredes? —preguntó con ironía Qannadi.
Khardan se ruborizó.
—¡Era la única forma posible de entrar a verte! Tenía que hablar contigo. Mi gente…
El rostro marrón y curtido de Qannadi se endureció.
—Si has venido a suplicar…
—¡A suplicar no, oh rey! —repuso con orgullo Khardan—. Deja marchar a las mujeres y niños, a los enfermos y ancianos. Nosotros —dijo gesticulando hacia el desierto, al otro lado de las murallas—… mis hombres y yo nos enfrentaremos contigo en combate justo y abierto.
La expresión de Qannadi se suavizó; casi sonrió. Miró hacia donde señalaba Khardan, aunque allí no había otra cosa que ver más que enmarañadas parras en flor y árboles de hojas cerosas.
—Deben de quedar muy pocos de vosotros —comentó el amir en voz baja, volviendo su penetrante mirada hacia Khardan—. ¡Y mi ejército cuenta con millares!
—¡A pesar de todo, lucharemos, oh rey!
—Sí, lo haríais —reflexionó Qannadi—, y yo perdería muchos hombres valiosos antes de que lográsemos destruiros. Pero dime, califa, ¿desde cuándo el nómada del desierto viene a presentar un desafío de combate acompañado de sus mujeres y —su mirada se fue unos instantes hacia Auda— de un Paladín del dios de la Noche? O, tal vez, no mujeres en plural sino mujer, una sola —agregó Qannadi observando a Zohra antes de que Khardan pudiese responder—. Crecen flores tan hermosas en el desierto como en el jardín de un rey. Y más valientes, se diría —añadió al notar los ojos desafiantes de Zohra fijos en él y no tímidamente bajados, como correspondía a una mujer.
Pero no era momento para pensar en el decoro. Una palabra de Qannadi y los intrusos en su jardín se enfrentarían al Alto Ejecutor, quien se encargaría de que abandonasen este mundo tras una lenta y dolorosa agonía. Khardan se preguntaba por qué Qannadi no había pronunciado aquella palabra. ¿Estaba jugando con ellos? ¿Tratando de averiguar todo cuando pudiese? Pero ¿para qué molestarse? Pronto habrían arrancado de sus despedazados cuerpos todo lo que sabían.
—Y tú —dijo Qannadi, que había estado estudiando de reojo a Mateo desde el comienzo de esta extraña conversación, centrando al fin sus ojos en el objeto de su curiosidad—. ¿Qué eres tú? —preguntó sin más el amir.
—Yo… soy un hombre —contestó Mateo con sus lisas y translúcidas mejillas tiñéndose de carmesí.
—¡Eso ya lo sé…
ahora
! —repuso Qannadi con una sarcástica sonrisa—. Quiero decir, ¿qué clase de hombre eres tú? ¿De dónde eres?
—De la tierra de Aranthia, en el continente de Tirish Aranth —respondió Mateo de mala gana, como si estuviese seguro de que no le iba a creer.
Pero Qannadi se limitó a hacer un gesto de asentimiento, aunque al mismo tiempo levantó una ceja.
—¿Sabes algo de él? —preguntó Mateo asombrado.
—Y también el emperador —observó el amir—. Si Nuestra Majestad Imperial lo decreta, puede que pronto tenga la ocasión de ver tu tierra natal. En este mismo momento, el Elegido de Quar prepara sus barcos para surcar el océano de Hurn. Así que tú eres la espina de pescado que últimamente ha estado clavada en el gaznate de Feisal…