El profeta de Akhran (17 page)

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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El profeta de Akhran
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—No te tomaré por la fuerza, Zohra. Una mujer como tú jamás perdonaría eso. Yo no quiero ni espero tu amor. Rezaré a Zhakrin y le pediré que te haga mía de voluntad. Una noche, si él responde a mis oraciones, tu vendrás a mí y me dirás: «Yo alumbraré a tu hijo y él será un poderoso guerrero, ¡y en él tú volverás a vivir!».

Dicho esto, Auda saludó con una elegante inclinación y, antes de que Zohra pudiese moverse ni hablar, él se había marchado, en silencio, de la habitación.

Zohra comenzó a temblar. Las rodillas no la sostenían, y se dejó caer al suelo, tiritando, y escondió la cara entre las manos. Había visto al Paladín Negro ejecutar una magia que no era magia, o al menos así le había dicho Mateo. No era la magia de Sul, sino la magia del dios de los Paladines. La fe de Auda confería a éste poder, y él iba a utilizarlo con ella.

«Rezaré a Zhakrin y le pediré que te haga mía de voluntad»
.

Contra toda razón, contra su propia voluntad y su inclinación, Zohra, extrañamente, no podía evitar sentirse atraída hacia Auda ibn Jad.

Capítulo 13

Privada de pensamiento y razón coherentes, Zohra permaneció agachada en el suelo, en tembloroso estupor, hasta que un grito enloquecido procedente de Mateo transmutó su miedo por sí misma en miedo por otra persona. Poniéndose rápidamente en pie, corrió a su habitación aterrada de que Ibn Jad hubiese decidido pasar por alto su promesa.

Nadie había en la habitación excepto el joven sufriente, y la única cosa que lo había atacado era la fiebre. Necesitaba agua, torrentes de agua, para librarse de ella. Era el momento de que Akhran obrase su milagro.

Comprobando tranquilizadoramente, con una última mirada al enfermo, que éste no se hallaba en peligro inmediato, tanto por parte de su enfermedad como por parte del Paladín Negro, a quien no se veía por ninguna parte, Zohra abandonó la habitación de Mateo y recorrió los laberínticos corredores de la casa hasta la puerta de la calle.

Hombres y camellos dormían a la fresca sombra de un edificio cercano. Zohra se detuvo cuando vio que Ibn Jad se había acostado en una manta al lado de Khardan. Zohra vaciló; le espantaba acercarse a aquel hombre. Mirando a su alrededor, buscó algún otro objeto que pudiese servir a su propósito, pero sabía que estaba mirando en vano. Sus ojos se fueron hacia el fajín que rodeaba la cintura de Khardan, a la empuñadura que podía ver destellar con la luz del sol.

Tenía que hacerse con aquella daga.

«¿Desde cuándo tienes tú miedo de hombre ninguno?», se preguntó con desdén a sí misma y, sin detenerse a pensar que a algunos hombres valía la pena tenerles miedo, Zohra avanzó atrevida y silenciosamente a través de la calle.

Los camellos levantaron la cabeza y la miraron con estúpida y recelosa malevolencia, temiendo que pudiese intentar hacerlos levantar de su descanso. Por ventura, eran camellos lo que tenía delante y no el caballo de Khardan, el cual jamás habría dejado a nadie acercarse sigilosamente a su amo mientras dormía. Zohra siseó y los camellos bajaron la cabeza. Khardan dormía tendido boca arriba; su respiración era profunda y regular, y Zohra, después de observarlo durante un momento, supo que estaba durmiendo el sueño del agotamiento y que no se despertaría con facilidad. Aproximándose a él, dirigió una mirada temerosa hacia Auda. Los ojos del hombre estaban cerrados; su respiración también era firme y uniforme. Pero, si estaba durmiendo o sólo fingía, eso Zohra no podía decirlo.

«No importa», se dijo a sí misma. Hiciera ella lo que hiciese, no se lo impediría. Le había dado hasta la puesta del sol, y ella estaba empezando a conocerlo lo bastante bien como para entender que mantendría su promesa.

Con sumo cuidado, Zohra se inclinó sobre Khardan y, con un toque ligero y delicado, comenzó a deslizar la daga de su fajín. De pronto él suspiró y se movió, y ella se quedó inmóvil, con la daga sólo a medio camino de ser suya. Él volvió a suspirar y se sumió de nuevo en la inconsciencia.

Lanzando ella también un suspiro de alivio, Zohra terminó de sacar el arma y la empuñó aliviada. Volviéndose, se disponía a atravesar de nuevo la calle para regresar a la casa cuando su mirada fue a caer sobre Ibn Jad. En su mano, todavía caliente del cuerpo de Khardan, estaba la daga. Un golpe, y todo habría terminado. Ningún dios podría jamás persuadirla a entregarse a un hombre muerto. Se quedó mirándolo; por todas las apariencias, dormía profundamente. Los dedos de la mujer apretaron la empuñadura del cuchillo.

Dio un paso hacia él y, entonces, salió huyendo a través de la calle como si él se hubiese levantado de un salto y hubiese echado a correr tras ella. Deteniéndose al otro lado del umbral para recobrar el aliento, Zohra miró hacia atrás y comprobó que ningún hombre se había movido.

Khardan se despertó con un sobresalto, creyendo que alguien se deslizaba sigilosamente hacia él con la intención de abrirle la garganta. Tan real era la impresión que estiró las manos en ademán de defensa antes de que pudieran enfocarse sus ojos, y sólo cuando sus manos se cerraron en el aire se dio cuenta de que sólo había sido un sueño. Exhausto, se tumbó de nuevo para intentar conciliar el sueño, y dio unas palmaditas en su fajín con el instintivo y mecánico gesto del veterano guerrero que se asegura de que su arma continúa en su lugar.

Pero la suya no estaba.

No necesitaba que la residual fragancia de jazmín trajese el nombre a su cabeza.

—¡Zohra! —murmuró, y, sentándose de un salto, se puso a mirar en todas las direcciones.

Su primer pensamiento fue que la obstinada mujer estaba llevando adelante su intención de matar a Auda ibn Jad. Pero una rápida mirada le mostró al Paladín Negro yaciendo al lado de él, pacíficamente dormido. Era evidente que éste había llevado a efecto su plan. Mateo debía de estar muerto, pensó Khardan con una rápida y dolorosa punzada en el corazón. Pero, si así era, ¿qué estaba haciendo Zohra con la daga de su esposo? ¿Venganza?

Casi podía verla, acechando en algún hueco sombrío con el arma en la mano, tomando venganza de un rápido golpe contra la espalda desprevenida.

A Khardan no le gustaba el malvado Paladín. Pese al hecho de que Auda les hubiese salvado la vida, protegiéndolos contra los otros Paladines de Zhakrin que exigían su sangre y sus almas, Khardan recordaba vívidamente que aquél era el mismo hombre que, sin pensarlo dos veces, había arrojado a un grupo maniatado y encadenado de desdichados esclavos a los ghuls. Jamás, mientras viviese, podría borrar de sus ojos la visión de aquel horripilante festín ni de sus oídos los gritos sobrecogedores. Y Auda había cometido además, en el nombre de Zhakrin, otros crímenes no menos nefandos. Khardan lo sabía bien, pues había oído la narración de aquellos hechos de boca del propio Paladín Negro.

Una daga en la espalda era sin duda una muerte más piadosa de la que él merecía. De haber sido seis meses atrás, el propio Khardan habría blandido el arma sin detenerse a pensarlo. Pero era un Khardan cambiado el que ahora se ponía cansinamente en pie y marchaba en busca de su esposa.

Antes de su forzado casamiento con Zohra, un casamiento ordenado por el dios, Khardan había alabado de palabra a
hazrat
Akhran pero nunca había ido más allá de eso. Con veinticinco años, apuesto, aguerrido y valiente, el califa tenía sus pensamientos puestos en el mundo, y no en el cielo. Después de su matrimonio con Zohra, los únicos pensamientos que Khardan dedicaba a Akhran eran amargos y resentidos.

Después había llegado el momento en que el califa había comparecido ante su dios en la cámara de torturas del castillo de Zhakrin. Khardan, con su cuerpo y su espíritu rotos, se había encontrado cara a cara con el dios Akhran.

Los akares creían que los locos habían visto el rostro del dios y que era la visión de dicha gloria lo que los había vuelto locos. «Si es así», pensó Khardan, «yo debo de estar tocado de locura».

Khardan había visto al dios. Khardan había entregado su vida a Akhran y Akhran se la había devuelto.

En aquellos breves segundos, Khardan no sólo había visto la cara del dios sino también su mente. Todo resultaba poco claro, confuso, pero vagamente llegó a darse cuenta —ahora lo comprendía— que tal vez se había equivocado en aquellos sentimientos de vacío que había experimentado dentro de la casa. Él no era un insignificante grano de arena: era parte de un vasto plan. Todas aquellas cosas no estaban ocurriéndole por casualidad.

Mientras lanzaba rápidas miradas a uno y otro lado de la calle, reflexionó que, si esto era verdad,
hazrat
Akhran habría podido manejar las cosas con mayor eficiencia. Pero entonces se le ocurrió al califa que era probable que, en ciertas áreas, el dios dependiera de sus seguidores humanos tanto como éstos dependían de él.

«Tal vez, si yo hubiese actuado más sabiamente desde el principio, mi camino habría sido más fácil —se dijo Khardan entrando en la vivienda y encaminándose hacia la habitación de Mateo—. Mucho de lo que ha sucedido puede que no sea sino intentos, por parte de Akhran, de reparar la vasija de barro que yo imprudentemente rompí».

Él y sus compañeros habían sido llevados al castillo Zhakrin por una razón: la liberación de los dos dioses que Quar retenía cautivos. Esto sí lo veía Khardan con claridad ahora. Los dioses seguramente se unirían a Akhran en la guerra de los cielos.

Y Akhran todavía necesitaba a sus seguidores. Los había conducido a salvo desde el castillo hasta el mar de Kurdin. Después, sin embargo, las cosas habían comenzado a ir mal. Los djinn se habían ido y no habían regresado. Khardan recordaba la descripción que Pukah había hecho de Akhran: debilitado, herido, ensangrentado.

La batalla, por tanto, no estaba yendo bien. Akhran había perdido casi el control sobre ellos. Era Zhakrin quien se había ocupado de ellos y había enviado a Ibn Jad para salvarlos. Por alguna razón, los dioses habían decidido que el camino del Paladín discurriera junto al suyo.

El califa entró, reacio, a la habitación del muchacho, temeroso de lo que iría a encontrar.

Al parecer, los dioses habían dispuesto que Mateo cayese enfermo y muriese…

No, todavía no.

Khardan se quedó mirando al muchacho, asombrado. Mateo yacía en su catre, silencioso ahora, sumido en el enfermizo y atormentado sueño de la alta fiebre. Pero estaba dormido, no muerto. Khardan veía su cuerpo contraerse y oía su laboriosa respiración. Aproximándose hasta él, e inclinándose para observarlo más de cerca, el califa vio que el trozo de tela que descansaba sobre su calenturienta frente estaba fresco y húmedo. Había sido cambiado recientemente.

Pero Zohra no se veía por ninguna parte.

Intrigado por aquel misterio, Khardan echó una ojeada por toda la estancia en busca de algo que pudiera aportarle alguna explicación. Quizás el cansancio se había apoderado de Ibn Jad y éste había decidido ir a dormir antes de matar al muchacho. Esto no le parecía muy probable a Khardan, quien adivinaba que el Paladín Negro no dejaría ni a la mismísima muerte impedirle llevar a cabo sus intenciones y, mucho menos, a una debilidad humana como la necesidad de dormir. Aquello tampoco explicaba, además, lo de su mujer y su daga.

Pero, entonces, ¿dónde estaba ella?

Rebuscando entre los pocos objetos que había en la habitación, más por frustración que con esperanza real de encontrar algo que valiese la pena, Khardan observó que la escarcela mágica que Mateo llevaba en su cinturón, la bolsa de cuero que el califa había retirado con gran cuidado y recelo cuando despojaron al joven brujo de sus pesados hábitos, había sido volcada y su contenido yacía tirado en un rincón.

Khardan dio un paso hacia él y se detuvo. Si algo faltaba, no tendría idea de qué era y no tenía sentido ponerse a tocar o manejar artículos que le producían escalofríos con sólo mirarlos. Y, en aquel momento, se le ocurrió pensar que Zohra estaba tratando de realizar algo de la magia de Mateo.

Khardan se quedó helado hasta los huesos. Mateo le había estado enseñando a ella lo que sabía. El joven brujo había intentado decírselo al califa, pero éste se había negado a escuchar; no quería saber nada. Magia de mujeres. O aún peor, magia de un
kafir
de una tierra lejana…

Entonces oyó una voz. La voz de Zohra. Sonaba extraña… ¡Estaba cantando!

Si una docena de soldados del amir, armados de cimitarras, se hubiesen precipitado a través de la puerta y lo hubiesen atacado allí donde estaba, Khardan se habría enfrentado a ellos con las manos vacías y no habría tenido ningún miedo. Pero aquel misterioso canturreo lo asustaba, lo hacía sentirse débil y tembloroso como un caballo que barrunta la llegada de un terremoto.

La voz sonaba bastante cerca, elevándose desde otra parte de la casa. El centro, calculó Khardan, recordando haber visto un patio abierto con el suelo de piedra. Ahora podría encontrarla fácilmente si lograba obligar a sus pies a que lo llevasen más allá en la escalinata de entrada. Entonces le vino la inquietante idea de que aún podría ser capaz de detenerla antes de que hiciese cualquier cosa temeraria o impetuosa. Khardan no estaba seguro de qué podía ser, pero él había visto una vez a aquella horrible criatura, un demonio de alguna especie, que Mateo había hecho venir desde Sul.

Avanzando deprisa, sin preocuparle el ruido que pudiera hacer, Khardan recorrió los pasillos y descubrió que, tal como se había imaginado, el canto procedía del patio interior situado en el centro del edificio.

Se detuvo debajo de un arco de piedra. En el centro del patio había un gran estanque redondo, de más de cinco metros de circunferencia, con una pared de piedra que arrancaba desde el suelo hasta casi un metro de altura. Mucho tiempo atrás, aquel
hauz
había contenido agua para el uso doméstico, agua llevada hasta la casa, probablemente, por aquellos canales de los que Ibn Jad le había hablado. Pero aquello había sido hacía mucho tiempo. Ahora el estanque aparecía embozado de arena vertida allí por el viento en un intento, por parte del desierto, de reclamar lo que el hombre le había robado. Un gran montón de arena rebosaba por el borde del estanque formando una pequeña duna que cubría una parte del patio.

De pie, junto al reseco
hauz
, estaba Zohra, con la espalda vuelta hacia Khardan. Ella no lo veía y, por la poco natural rigidez de su postura, quizá tampoco lo habría visto aunque él se hubiera colocado en frente de ella. El califa se aproximó despacio a su esposa, esperando ver lo que estaba haciendo y hacerse una idea de cómo poner fin a ello.

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