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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El profeta de Akhran (14 page)

BOOK: El profeta de Akhran
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Dándose cuenta de pronto de que ofrecía un blanco excelente apostado en la cresta de la duna, el califa soltó una maldición y, con la mano en su propia daga, retrocedió arrastrándose hasta protegerse tras el borde de la duna. Espiando con cautela por encima de éste, mantuvo al extraño al alcance de la vista.

El hombre de negro hizo un rápido y diestro movimiento. El sol destelló en un acero. Khardan se estiró de plano contra el suelo para esquivarlo, y el cuchillo cayó con un sonido sordo en la arena, empuñadura hacia arriba, a pocos centímetros por delante de su nariz.

Khardan apenas miró el arma. Continuó observando al extraño, en espera del ataque, pero el hombre se relajó sobre la silla del camello. Apoyando un brazo sobre la pierna que llevaba cruzada por delante para ayudarse a mantener el equilibrio, hizo un gesto hacia la daga arrojada. Estrechando los párpados para protegerse contra la arena levantada por el vendaval, el califa apartó la mirada del extraño para llevarla hacia el arma.

La empuñadura estaba hecha de oro con incrustaciones de plata y presentaba un diseño que él mismo había llevado en una armadura negra. Dos ojos de rubí parpadeaban a Khardan desde la cabeza de una serpiente cercenada.

Capítulo 8

Bajándose la prenda facial, Auda ibn Jad gritó por encima de la creciente tormenta:

—¡Saludos, hermano!

Khardan se dejó deslizar hasta media altura por la ladera de la duna y se detuvo a cierta distancia del Paladín Negro. Con los ojos entornados contra la acribillante arena, el califa permaneció erguido, inmóvil. Ibn Jad azuzó a los camellos hacia adelante.

—¡Para ser un hombre que esperaba la muerte, no pareces muy contento de verme! —voceó.

—Tal vez sea porque es la muerte lo que estoy viendo —respondió Khardan.

Sacando un pellejo de agua de su silla, Auda se lo ofreció al nómada.

—No necesito nada —dijo el califa sin mirar al agua.

Sus ojos estaban fijos en el Paladín Negro.

—Ah, por supuesto. Ya has saciado tu sed en los caudalosos ríos que atraviesan esta tierra.

Auda se llevó el
girba
hasta sus labios y bebió un generoso trago. El agua chorreó por las comisuras de su boca y se adentró en la corta y negra barba, cuidadosamente recortada, que cubría sus fuertes mandíbulas. Poniendo de nuevo el tapón, se restregó los labios con el dorso de la mano y dirigió una mirada hacia la tormenta de arena que se avecinaba.

—Y, en un día fresco como hoy, un hombre no tiene tanta sed como cuando…

—¿Por qué estás aquí? —interrogó Khardan—. ¿Cómo abandonaste el castillo?

Auda levantó la mirada hacia el cielo que se oscurecía con rapidez.

—Primero, sugiero que improvisemos el mejor cobijo que podamos antes de que el enemigo arremeta.

—¡Dímelo ahora, o moriremos ambos donde estamos!

Auda lo miró en silencio y, encogiéndose de hombros, se inclinó más cerca de él para que pudiese oírlo.

—Me fui como tú lo hiciste, nómada. ¡Puse mi vida en manos de mi dios y él me la devolvió! —Sus finos labios sonrieron—. La Maga Negra solicitó mi ejecución. Me acusaron de ayudar a escapar a los prisioneros y me preguntaron si tenía algo que alegar en mi defensa. Yo dije que tú y yo habíamos compartido sangre. Más unidos que los hermanos de nacimiento, nuestras vidas estaban prometidas entre sí. Yo así lo había jurado, ante el dios, Zhakrin.

—¿Y te creyeron?

—No tenían otra elección. El propio dios, Zhakrin, apareció ante ellos. Se encuentra débil y su figura es poco clara y vacilante, pero ha regresado a nosotros —dijo Auda con sereno orgullo—. ¡Y la fuerza de nuestra fe aumenta diariamente su poder!

Aquella gente maligna jamás había flaqueado en su fe, ni siquiera cuando su dios parecía haberlos abandonado para siempre. Ahora, la fuerza de éste estaba aumentando. Nuestro dios, Akhran…, herido…, moribundo. Khardan se sonrojó incómodo y, estirando la mano, tomó el pellejo de agua del Paladín Negro. Bebió con moderación, pero Auda hizo un ademán con la mano hacia los camellos.

—Bebe hasta hartarte. Hay más.

—Tengo otros a mi cuidado —dijo Khardan.

Una chispa se encendió en los oscuros y sombreados ojos de Auda.

—¿De modo que han sobrevivido, los dos que estaban contigo? ¿La hermosa gata salvaje de pelo negro, tu esposa, y la dulce Flor? ¿Dónde están?

—Tendidos en el otro lado.

Cubriéndose la boca y la nariz con la tela para protegerse contra la arremolinada arena, Khardan se volvió y comenzó a lanzar voces hacia el otro lado de la duna, preguntándose por qué oír al Paladín Negro ensalzar a Zohra era como aplicar una chispa a una yesca seca.

Tirando con fuerza de la rienda del camello y voceando enérgicas órdenes, Auda arrastró a los recalcitrantes animales hasta el pie de la duna, donde podrían encontrar alguna protección contra la furia de la tormenta, y los obligo a postrarse de rodillas.

Zohra estaba despierta. Al oír las voces, había trepado cierto trecho de la duna para ir a su encuentro.

—¡Ma-teo! —gritó Khardan, indicando a Zohra con un movimiento de la mano que trajese al muchacho consigo.

Ella entendió y volvió a deslizarse duna abajo para ir en su busca. Poniéndole la mano en el hombro, lo sacudió con vehemencia. No hubo respuesta, y ella levantó los ojos con desesperación hacia Khardan.

El
'efreet
aullaba con furia, levantando un torbellino de arena en torno a ellos que hacía casi imposible ver nada. Dejándose deslizar también por la ladera de la duna, Khardan alcanzó a Zohra. Entre los dos, a fuerza de bofetadas y gritos, consiguieron por fin despertar al joven e indicarle que debía trepar la duna con ellos para escapar de la tormenta.

Aturdido y confuso, Mateo hizo lo que le decían, respondiendo a las manos que tiraban de él y a las voces que gritaban a su oído. Una vez en la cresta, se desplomó de nuevo y cayó rodando por la otra pendiente. Auda lo cogió y lo llevó a donde yacían los camellos con sus cabezas caídas. Recostando la espalda del muchacho contra el costado de un animal, al abrigo del viento azotador, Auda echó una manta por encima de él y regresó a asistir a Zohra.

Con sus negros ojos llenos de fuego, ésta se apartó de Auda antes de que él le cogiera la mano y avanzó dando traspiés sobre la arena para buscar cobijo junto a Mateo. Ni tampoco habría aceptado agua siquiera hasta que Khardan la tomó de la mano del Paladín y se la dio a ella.

Encogiéndose de hombros, Auda se recostó contra el flanco del camello que había estado montando. Khardan se dejó caer sentado junto a él.

—¡Es inútil! —gritó—. ¡No podemos luchar contra un
'efreet
.

—Ah, pero no luchamos solos —respondió Auda con calma.

Levantando la mirada hacia el cielo, Khardan vio, para su sorpresa, que los ojos de la nube tormentosa ya no lo miraban a él sino a algo que había a su mismo nivel, algo que él no podía ver. Una fuerte brisa, fresca y húmeda y con un vago olor a bruma salada, se levantó desde la dirección opuesta y sopló contra el
'efreet
. Cogida en el punto de encuentro de dos vientos contrarios, la arena giraba cegadoramente en torno a ellos en arremolinadas nubes. Los camellos aguantaban la tormenta sin perturbarse. Los humanos se refugiaban bajo sus mantas. A pesar de ello, la arena se les metía en las narices y bocas, haciéndolos sofocarse y toser y convirtiendo cada respiración en un esfuerzo.

El
'efreet
retrocedió de improviso. Los vientos dejaron de aullar y la arena abandonó su misterioso lamento. Khardan se movió y, desplazando un montón de arena que lo cubría, levantó la cabeza.

—O bien el
'efreet
cree que estamos muertos o ha preferido marcharse y dejar que el sol termine con nosotros —declaró escupiendo, arena de su boca—. La criatura se ha ido.

Auda no respondió. Los ojos del Paladín estaban cerrados y el califa oyó un leve murmullo que procedía de detrás de los pliegues de su
haik
.

«Está rezando», se dijo Khardan.

—Así que fue tu dios quien te dejó marchar —dijo con brusquedad cuando Ibn Jad abrió los ojos y estiró la mano hacia el
girba
.

—El honor me obliga a mantener mi promesa —respondió Auda enjuagándose la boca con agua y escupiéndola—. Zhakrin ordenó que se me dejase libre. Libre… para cumplir otra promesa hecha por otro hermano.

—Creo que sé algo de esa promesa.

Khardan aceptó el
girba
y, llevado por la costumbre, bebió con moderación.

—Te hablaron de ello aquella noche…

La primera noche en el castillo Zhakrin. El califa había estado presente, como prisionero, en una reunión de los Paladines Negros y había oído la historia que Auda estaba repitiendo ahora.

—Mientras moría a los pies del maldito sacerdote de Quar, por las heridas infligidas por su propia mano para que los
kafir
no se proclamasen dueños de su vida ni su dios de su alma, Catalus, mi hermano en Zhakrin, derramó la maldición de la sangre sobre el imán. Yo he sido designado para cumplir aquella maldición.

La mirada de Khardan se fue del impasible rostro del hombre a la empuñadura de oro y plata que podía verse sobresaliendo de su fajín.

—¿Una daga de asesino?

—Sí. Benario, dios de lo Furtivo, la ha bendecido.

—Debes de estar loco —gruñó Khardan.

Y, dicho esto, se arrellanó más cómodamente contra el camello y cerró los ojos.

Auda sonrió de oreja a oreja.

—Si es así, estoy viajando con una partida de locos. ¿Cómo crees que os encontré aquí? ¿Por qué crees que he traído tres camellos conmigo y agua suficiente para tres personas más?

Khardan se encogió de hombros.

—Eso es fácil. Seguiste nuestras huellas marcadas en la arena. En cuanto a lo de traer los camellos contigo, ¡tal vez te guste su compañía!

Auda se rió; su risa sonó como un resquebrajamiento de rocas. Por la tersa tirantez de su rostro y la fría crueldad de sus ojos, daba la impresión de que no se reía con frecuencia. Su alegría pronto terminó, como rocas que se precipitaran por la ladera de un acantilado y desaparecieran en una sima de oscuridad. Recostado a su lado, Auda agarró con firmeza el brazo del califa hundiendo profundamente los dedos en su carne.

—¡Zhakrin me ha guiado! —susurró, y Khardan sintió el aliento caliente sobre su mejilla—. ¡Zhakrin me ha enviado detrás de vosotros, y Zhakrin ha sido el que ha ahuyentado al
'efreet
de Quar! Una vez más, te he salvado la vida, nómada. He mantenido mi promesa contigo.

»¡Ahora tú mantendrás la tuya conmigo!

Capítulo 9

Durmieron reparadoramente durante todo el día, cobijados del calcinante calor en una pequeña tienda que Auda llevaba en su
djemel
, camello de carea. Se despertaron con la puesta del sol, comieron un insípido pan ázimo también aportado por el Paladín Negro, bebieron de su agua y, después, se prepararon para partir. Pocas palabras se dijeron.

Aunque llena de curiosidad acerca de Auda y su llegada salvadora, Zohra no podía preguntar a Khardan sobre él, y el califa, silencioso y con el rostro sombrío y severo, no se mostró voluntario a dar ninguna información. No estaba bien visto que una mujer interrogara a su marido y, aunque por lo general a Zohra le importaban bastante poco los convencionalismos, sentía una extraña reticencia a saltárselos delante del Paladín Negro. Mantuvo los ojos bajados, como era propio, mientras se ocupaba de las pequeñas tareas requeridas para la preparación y el servicio de sus frugales comidas; pero, mirando a Ibn Jad por debajo del borde de sus pestañas, no dejaba en ningún momento de notar los ojos de éste vigilándola. De haber habido lujuria o deseo en aquellos ojos negros, o incluso furia exasperada como estaba acostumbrada a ver en los ojos de Khardan, Zohra lo habría tratado con desprecio burlón. Pero la inexpresiva mirada del Paladín, que no reflejaba emoción alguna del tipo que fuere, no dejaba de desconcertarla. Así, se encontró a sí misma dirigiéndole furtivas miradas con más frecuencia de la que se proponía, esperando captar algún vago destello de luz interior en sus ojos, hacerse alguna idea de sus pensamientos e intenciones. Y cada vez que lo hacía, descubría perpleja que él la estaba mirando.

Podría haber susurrado sus dudas y temores a Mateo, de no ser porque el joven se estaba comportando del modo más extraño. Tras un lento despertar, empezó a moverse perezosamente y a mirar a su alrededor de una manera tan aturdida que la presencia de Auda ibn Jad no le provocó sorpresa ni comentario alguno. Bebió tanto como le permitieron pero rechazó la comida y permaneció acostado mientras los demás comían. Sólo cuando Ibn Jad le sacudió el hombro para despertarlo porque había llegado el momento de marcharse, reaccionó Mateo ante el hombre como si de pronto lo reconociese, retrayéndose ante su contacto y mirándolo con ojos frenéticos y exaltados. Pero siguió mansamente a Ibn Jad cuando éste le pidió que se levantase y saliera de la tienda. Obediente y sin hacer preguntas, montó en el camello y dejó que los dos hombres lo acomodasen en su silla.

Zohra observaba el extraño comportamiento de Mateo con preocupación y, de haber estado solos, también habría llamado la atención de Khardan sobre esto. Una o dos veces intentó atraer la atención del califa, pero éste la evitó deliberadamente y, con los ojos de Ibn Jad siempre encima de ella, incluso cuando aquél parecía estar mirando a cualquier otro lugar, Zohra guardó silencio.

—Llegaremos a Serinda antes del amanecer —anunció Auda mientras cabalgaban en el aire frío de la noche—. Es una suerte que yo haya venido, hermano. Pues, aunque hubieseis logrado atravesar el Yunque del Sol y llegar a Serinda, sin duda allí habríais perecido. No hay agua en Serinda.

—¿Cómo es eso? —preguntó Khardan, incrédulo; eran las primeras palabras que pronunciaba aparte de las órdenes o instrucciones relativas a la partida—. Deben de haber cavado sus pozos bien profundos para abastecer de agua a tanta gente. ¿Cómo podrían secarse nunca los pozos de Serinda?

—¿Cavado?

Volviéndose sobre su silla, Auda miró a Khardan, que cabalgaba junto a él, con cierto aire divertido.

—No cavaron ningún pozo, nómada. La gente de Serinda utilizaba máquinas para sacar el agua del mar de Kurdin. El agua fluía a lo largo de grandes canales que se elevaban a gran altura en el aire y vertían en diversos
hauz
para el uso de la ciudad. He oído decir que en ocasiones podía hacerse que dichos canales llevasen el agua directamente hasta la vivienda de un hombre.

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