El profeta de Akhran (37 page)

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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El profeta de Akhran
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Reparando entonces en la presencia de un muchacho alto y delgado de unos once o doce años que los estaba mirando con atención, Khardan le indicó con un gesto que se acercara. Los ojos del muchacho, en realidad, no estaban puestos en los nómadas sino en los caballos; miraba a los magníficos animales del desierto con el hambriento amor y el anhelo de aquel que ha crecido en las retorcidas calles de la ciudad. El chico jamás había conocido la libertad de las arenas camarinas, pero podía sentirla en la belleza y la fuerza de aquellos descendientes del caballo del dios Errante. A una señal de Khardan, el muchacho salió disparado hacia ellos como si hubiese sido lanzado con una honda.

—¿Qué deseas, efendi?

Los ojos de Khardan examinaron la zona de estacionamiento con cuidado y, después, se volvieron hacia el muchacho.

—¿Puedes encontrar comida, agua y descanso para nuestros caballos y vigilarlos mientras vamos a ocuparnos de nuestros negocios?

—¡Será un honor para mí, efendi! —exclamó el muchacho, estirando temblorosamente las manos para coger las riendas.

Khardan pescó otra preciada moneda de su bolsa.

—Toma; esto bastará para comprar comida y conseguir un espacio en el establo. Habrá otra para ti si cumples bien con tu tarea.

—¡Antes dejaría que me partiesen en dos atravesando mi cuerpo con estacas de madera, efendi, que permitir que estas nobles bestias sufran daño alguno! —contestó el muchacho poniendo una mano en el cuello del corcel de Khardan.

Al sentir su suave tacto, el animal se calmó, aunque siguió mirando a su alrededor con ojos inquietos y las orejas tiesas.

—Confío en que eso no será necesario —dijo Khardan con seriedad—. Vigílalos bien y hazles compañía. No hay temor de que te los roben. No quiero ni pensar en lo que le sucedería al hombre que intentase montar estos caballos sin nuestro permiso.

El muchacho bajó la cabeza al oír esto.

—Sí, efendi —repuso con tristeza, enroscando amorosamente las crines entre sus dedos.

Sonriendo, Khardan agarró al muchacho por la cintura y, alzándolo, lo sentó sobre la grupa de su caballo. El muchacho jadeó de sorpresa y deleite y apenas podía sujetar las riendas que el nómada colocó en su ansiosa y temblequeante mano.

—Puedes montarlo, mi buen
spahi
—dijo el califa entregando al muchacho las bridas de los otros tres animales.

Una palabra al oído de su caballo y el animal se dejó llevar montado por el orgulloso muchacho que botaba inestablemente en la silla con el aire de quien ha montado a caballo desde que nació. Los otros tres caballos siguieron a su líder sin vacilación.

—Sond —murmuró Khardan al aire en un inaudible susurro—, asegúrate de que todo marcha bien con los caballos.

—Sí, sidi. ¿Pongo a Usti para que vigile?

—Por el momento. Puede que lo necesitemos más tarde.

—Sí, sidi.

El califa oyó un gañido de protesta.

—¡Me niego a ser abandonado en un establo!

Y, seguidamente, una bofetada y un resignado lloriqueo.

Ahora que los caballos estaban atendidos, Khardan miró a su alrededor con aire confuso. Su principal preocupación había sido la de lograr atravesar las puertas. Conseguido esto con una facilidad y rapidez que lo habían dejado sin aliento, el califa volvió a sentir un rebrote de inquietud acerca de ello, como si se hubiese tratado de un valioso regalo que él sabía que, en realidad, no era tal y que más tarde habría de pagar por él.

Un grito de Auda salvó a Mateo de ser arrollado por dos asnos montados y devolvió a Khardan a la realidad de que se hallaban en medio de la avenida principal de Kich y corrían peligro de ser derribados o separados por la multitud. Aunque era la primera vez que Zohra veía la ciudad, miraba a su alrededor con un altivo desdén que, como Khardan ya había llegado a saber, enmascaraba asombro y desasosiego. Él sabía cómo se sentía ella, y era consciente de que su propia cara debía de haber adoptado la misma expresión. Mateo estaba tranquilo, pero muy pálido. Por encima de su velo, dos ojos verdes bien abiertos no dejaban de lanzar rápidas miradas hacia algo que había detrás de Khardan. El califa volvió la cabeza y, al ver el mercado de esclavos, comprendió.

—¿Y ahora qué, hermano? —preguntó Auda al califa Khardan.

«Eso, ¿y ahora qué?», pensó Khardan y continuó mirando a su alrededor sin saber qué hacer. Una vez el amir se había referido a los nómadas (fuera de su presencia, naturalmente) como niños ingenuos. Si Qannadi hubiese estado allí para poder ser testigo de la confusión del califa, habría podido reconocerse a sí mismo como un sabio juez de hombres. Meses atrás, en su orgullosa posición de príncipe del desierto, Khardan había entrado en el palacio y exigido audiencia con el amir, y se la habían concedido. Esta vez tenía intención de hacer exactamente lo mismo; pero entonces, reviviendo aquella audiencia de hacía meses, allí en las calles de la ciudad, se dio cuenta de pronto de que lo habían engañado. Lo habían admitido a propósito, atacado a propósito y dejado escapar a propósito. Ya había tenido una leve vislumbre de esto; el intento de asesinato de Meryem lo revelaba, pero ahora la luz de la verdad brilló con toda claridad en su mente. Por qué el amir se había tomado tantas molestias con él era lo único que todavía permanecía oscuro para Khardan, quien no sabía nada, ni probablemente sabría jamás, de los embrollos, dobles juegos y estropicios de Pukah.

El califa soltó un amargo juramento, maldiciéndose a sí mismo por estúpido. ¿Iba a querer verlo el amir ahora? ¿A un príncipe andrajoso cuyo pueblo se hallaba apresado y condenado a muerte? Qannadi acababa de regresar triunfante de la batalla. Habría cientos de personas sin duda alguna esperando para llevarle sus súplicas o parabienes al amir y posiblemente tendrían que esperar aún semanas hasta que éste se encontrara libre para volver su atención hacia ellos. Tal vez Qannadi no había siquiera regresado aún a la ciudad.

Una fanfarria de trompetas estalló de pronto como respuesta a los pensamientos de Khardan. Un sonoro trapaleo de cascos le advirtió de su peligro justo unos momentos antes de que la caballería del amir atravesara a medio galope las puertas de la ciudad. Con sus banderas agitándose detrás de ellos, los uniformes de los soldados fueron como vividas salpicaduras de color entre los pardos marrones y blancos, grises y negros que llevaban aquellos que pululaban en masa por las calles. Corriendo hacia un lado de la calzada justo unos instantes antes de que fuesen atropellados y aplastados contra el endurecido suelo de tierra, Khardan y sus compañeros vieron a los soldados cabalgar sin miramientos a través de la multitud, derribando a todos aquellos que no se apartaban a tiempo de su camino y haciendo caso omiso de las maldiciones y puños alzados que saludaban su entrada.

Aquellos hombres se aplicaban a su trabajo. Su cometido era abrir camino y eso era lo que hacían, con despiadada eficiencia. Como un hacha a través de la carne, cortaron ellos a través de las masas; los bien amaestrados caballos comprimían a la gente contra las murallas de la Kasbah, por un lado, y el mercado de esclavos y los primeros puestos del bazar por el otro. Detrás de ellos marchaban en filas soldados de a pie que se apresuraron a desplegarse para mantener a raya a la multitud, tomando posiciones a ambos lados de la calle y sosteniendo horizontalmente sus lanzas para formar una barricada viviente. Aquellos que intentaban cruzar o se precipitaban hacia adelante recibían un rápido golpe con el extremo romo del arma.

Khardan examinó atentamente las caras de los jinetes en busca de Achmed, pero había demasiada confusión y, con sus cascos de acero, todos los soldados se parecían entre sí. Entonces oyó a Auda gritar:

—¿Qué pasa? ¿Qué sucede?

Y seguidamente varias voces respondieron a una:

—¡El imán! ¡El imán ha venido!

El hedor, el calor y la excitación general resultaban sofocantes. Khardan sintió unos dedos clavarse en su brazo y, al volverse, vio a Mateo agarrándose a él con desesperación para no caerse con los violentos vaivenes de la turba. Khardan cogió fuertemente al joven del brazo y, sosteniéndolo cerca de sí, volvió de nuevo la mirada para ver a Auda ocuparse rápida y silenciosamente de un exaltado creyente que intentaba apartar a empujones a Zohra de su línea de visión. Un jadeo, un quejido y el fiel de Quar se desplomó al suelo donde su cuerpo inconsciente fue objeto al instante de una concienzuda limpieza por los seguidores de Benario.

Un poderoso grito se elevó de las gargantas de la gente, que empezó a presionar hacia adelante con tanta fuerza que los soldados que la contenían a los márgenes de la calle se tambaleaban y luchaban por mantenerse en pie firme. Una tras otra, las propias filas de sacerdotes-soldados del imán hicieron su entrada marchando orgullosamente a pie a lo largo de la avenida. A diferencia de los soldados del amir, estos sacerdotes-soldados no llevaban armadura, ya que se creían protegidos de todo daño por su dios. Vestidos con túnicas negras de seda y unos pantalones largos muy sueltos, cada sacerdote-soldado tenía en su haber una historia de cómo una flecha disparada a su corazón había rebotado o cómo una mano de Quar había desviado una espada dirigida con fuerza hacia su garganta. A menudo tales historias no se alejaban de la verdad, ya que los sacerdotes-soldados corrían hacia el combate en un confuso nudo, lanzando histéricos chillidos y asestando tajos a discreción, con la luz del fanatismo centelleando en sus ojos. Más de un enemigo huía ante ellos presa del pánico. Los sacerdotes-soldados desfilaban con sus espadas curvas empuñadas y, a los vítores de la multitud, las levantaron y agitaron triunfalmente por encima de sus cabezas.

Tras la llegada de los sacerdotes-soldados, ante cuyo número se quedó Khardan tan espantado como sorprendido, el clamor de la muchedumbre alcanzó un nivel verdaderamente imposible de creer. Un centenar de mamelucos vestidos con faldas doradas y coronados con blancos tocados hechos de plumas de avestruz entraron tras ellos. En sus manos llevaban cestas y arrojaban puñados de monedas sobre la alborozada masa. Khardan atrapó una y Auda otra… pura plata. Aunque no podía oírlas, el califa entendió, por la expresión del rostro de Auda, las palabras que se formaron en sus sonrientes labios.

—¡Nuestro enemigo no sólo nos abre la puerta sino que, además, nos paga por entrar!

Detrás de los mamelucos aparecieron dos enormes elefantes; el sol se reflejaba con luminosos destellos en sus tocados incrustados de rubíes y esmeraldas. Unos esclavos montaban sobre sus espaldas guiándolos a lo largo de las calles. En torno a los retumbantes pies de los elefantes brillaban unos brazaletes tachonados de piedras preciosas. Khardan sentía el cuerpo de Mateo, aprisionado contra él por el empuje de la multitud, temblar y suspirar de admiración. El joven brujo de lejanas tierras al otro lado del mar jamás había visto aquellas gigantescas y maravillosas criaturas, y contemplaba su paso con la boca abierta y los ojos desorbitados de asombro.

Los elefantes iban tirando de una gigantesca estructura construida sobre ruedas que, cuando estuvo más cerca, pudo verse que tenía la forma de una cabeza de carnero. Ingeniosamente construida de madera cubierta de pergamino, la ingente cabeza de carnero estaba pintada con tanta habilidad que podía haberse tomado por una versión mayor del verdadero altar de cabeza de carnero, que se columpiaba y balanceaba sobre la oscilante base de madera. De pie junto al altar, que había sido acarreado a lo largo de los innumerables kilómetros recorridos por el ejército conquistador del amir, estaba Feisal, el imán.

A su llegada, los vítores ascendieron hasta alcanzar una intensidad frenética y, después, descendieron de pronto sumiéndose en un silencio sobrecogedor que resonaba en los oídos con más fuerza que los gritos. Muchos, entre la multitud, se dejaron caer de rodillas y se postraron sobre la tierra. Aquellos que no podían moverse debido a la presión de la masa extendieron sus brazos implorando en silencio la bendición del sacerdote. Feisal la impartía, volviéndose primero hacia un lado y después hacia el otro, desde su elevada posición en el gran carruaje con ruedas. Varios altos sacerdotes se erguían con gesto orgulloso a sus flancos. Una horda de sacerdotes-soldados marchaba en torno a las ruedas de la carroza mirando con ferocidad y recelo a la venerante multitud.

Volviendo la mirada hacia Auda, Khardan vio que su rostro, habitualmente impasible, estaba grave y pensativo, y adivinó que el Paladín estaría imaginando la mejor manera de penetrar aquel cerco de acero y fanatismo. Sin embargo, no parecía perturbado ni amedrentado por lo que veía; sólo pensativo.

«Probablemente habría que dejar todos los detalles mundanos, tales como esquivar un millar de espadas, en manos de su dios», pensó con amargura Khardan y volvió de nuevo los ojos hacia el imán justo al tiempo que éste volvía los suyos hacia él.

Khardan se estremeció de la cabeza a los pies. No es que hubiese sido reconocido. Eso debía de ser imposible con miles de rostros rodeando al imán. No, el escalofrío lo causó la mirada de aquellos ojos, la mirada de alguien poseído en cuerpo y alma por una pasión devoradora, la mirada de alguien que ha sacrificado su razón y su cordura a la llama consumidora del fervor sagrado. Era la mirada de un hombre demente que está demasiado cuerdo, e infundió terror en su corazón, pues Khardan comprendió que su gente estaba condenada. Aquel hombre vertería su sangre en un cáliz de oro y se lo ofrecería a su dios sin el menor escrúpulo, creyendo firmemente que estaba haciendo un favor a los inocentes masacrados.

El imán pasó de largo y el terror se desvaneció de la mente de Khardan, sólo para dar paso a la desesperación. La multitud comenzó a volverse y seguir a la procesión, que al parecer se proponía serpentear por las calles de la ciudad antes de devolver al imán a su templo. Los soldados del amir se retiraron cuando el sacerdote hubo pasado a salvo ante la muchedumbre. Khardan y sus compañeros fueron arrastrados tras él por las masas.

—¡Tenemos que salir de aquí! —voceó Khardan a Auda, quien asintió con la cabeza.

Enlazando sus brazos, el Paladín y el califa juntaron sus hombros entre sí formando un escudo con sus cuerpos en torno a Zohra y Mateo. Se defendieron de los empujones a golpes y patadas y lucharon con denuedo por abrirse camino hacia una tranquila calle lateral o uno de los rincones de las murallas de la Kasbah.

El pesimismo descendía sobre Khardan como una enorme ave de presa, desgarrando su corazón y cegándolo con sus negras alas. Aunque repetidamente se había dicho a sí mismo que venían sin esperanzas, ahora se daba cuenta de que, en realidad, había sido arrastrado por la fuerte ola de la más obstinada de todas las emociones humanas. Ahora la esperanza lo estaba abandonando de verdad, sin dejar más que vacío dentro de él. Los brazos le dolían, la cabeza le latía con el ruido, y el hedor le estaba empezando a producir náuseas. El único deseo de su corazón era dejarse caer al suelo y que la multitud lo pisoteara hasta el olvido; sólo su preocupación por quienes dependían de él y el firme aferramiento de Auda contra su hombro lo hicieron seguir adelante.

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