Deslizándose en silencio por las calles, con un ojo avizor en los soldados del amir, Khardan cogió a Auda de un brazo y señaló con el dedo.
—Mira, no todo el mundo en palacio asiste a la celebración.
En lo alto de una torre muy elevada brillaba una sola luz. Allí, aunque los dos observadores de abajo no pudiesen verlo, se sentaba Qannadi. Solo en su habitación, rodeado de sus mapas y sus despachos, leía cada uno de éstos con atención, concentrándose en él y haciendo anotaciones con una mano firme y segura. Y, sin embargo, a medida que escuchaba aquel silencio que era contenido y tenso, el amir se sentía balanceándose sobre el filo de una daga. Había puesto en movimiento fuerzas sobre las que no poseía control y, si había sido para bien o para mal, sólo Sul lo sabía.
Auda se encogió de hombros. La luz estaba lejos de ellos y no presentaba ninguna amenaza. Moviéndose con sigilo, él y Khardan avanzaron hasta el lugar donde se sentaba el invidente mendigo con su espalda contra el muro de la Kasbah. Pero, aunque sus pies descalzos no habían hecho ningún ruido que ellos pudiesen oír, no se habían movido con el suficiente sigilo. Los ojos lechosos se abrieron de par en par y la cabeza se volvió hacia ellos.
—Sacerdotes-soldados —dijo extendiendo su cesta—, en nombre de Quar, tened piedad.
—Son nuestras ropas lo que hueles, no los hombres que las llevan —respondió Auda en voz baja dejando caer varias monedas en la cesta y haciendo un ademán a Khardan para que hiciese lo mismo.
El califa entregó su bolsa, que contenía hasta la última moneda que poseía su tribu.
El mendigo arrugó la nariz.
—Tienes razón. Apestáis a incienso, pero conozco esa voz. ¿Qué es lo que quieres, tú, que conoces la consigna de Benario pero que, sin embargo, no perteneces a nuestra Hermandad?
Auda pareció desconcertado por esto y el mendigo ciego sonrió de oreja a oreja, mostrando su desdentada boca como un oscuro agujero abierto en la tenue claridad de las llamas que llegaba hasta aquel rincón. Estirando una mano, agarró el brazo de Khardan, sujetándolo con una fuerza que resultaba sorprendente en alguien de aspecto tan débil y enfermizo.
—Decidme qué vas a hacer, hombre que huele a caballo —y su otra mano agarró a Auda— y hombre con olor a muerte.
—Muerte es mi misión, anciano —contestó Auda con dureza—, y cuanto menos sepas de ello mejor.
—Muerte es tu misión —repitió el mendigo—. Y, sin embargo, no venías a matar al amir, ya que podríais haberlo hecho hoy. Os he oído hablar; mis oídos son muy buenos, como habéis podido comprobar. Lo que Benario te quita, a veces te lo suple en doble medida. Estoy pensando que tal vez os interese saber cómo encontrar el túnel que conduce hasta el templo por debajo de la calle.
—Tal información podría, en efecto, ser de interés —repuso Auda con tono indiferente—. Si no para esta noche, para alguna otra.
El mendigo se rió con voz cascada y soltó los brazos de ambos. Tan fuertemente los había tenido cogidos, sin embargo, que Khardan continuó sintiendo, durante un rato, la caliente presión de aquellos nudosos dedos sobre su carne.
—No tenemos más dinero —dijo el califa, pensando que esto era tras lo que andaba el anciano.
El mendigo hizo un gesto como de mandar el dinero a los profundos reinos de Sul.
—No quiero tu dinero. Pero tú tienes algo que sí
puedes
darme a cambio de mi ayuda.
—¿Qué es? —preguntó Khardan de mala gana, teniendo la inquietante impresión de que aquellos ojos ciegos podían ver dentro de él.
—El nombre de la mujer que se detuvo hoy a ayudar a un pobre mendigo cuando su hombre lo habría pasado de largo.
Khardan parpadeó sorprendido.
—¿Su nombre?
El califa miró dudoso a Auda, quien se encogió de hombros e indicó con un gesto impaciente que necesitaban darse prisa.
—Zohra —respondió Khardan, pronunciándolo despacio y con cierta reticencia, como sintiendo que había algo muy especial en él que, de alguna manera, no deseaba compartir.
—Zohra —susurró el mendigo ciego—. La flor. Es apropiado para ella. Lo tengo en mi corazón ahora —sus ojos vacíos se estrecharon— y me protegerá. Cuando atraveséis el muro, dad cuatro pasos hacia adelante y llegaréis a un sendero de losas. Seguidlo, contando cuarenta pasos, y llegaréis a otro muro con una puerta de madera. En esa puerta veréis colocada la marca de la cabeza del carnero dorada. No tiene llave ni candado, aunque apostaría a que Qannadi a menudo habría deseado que lo tuviera —se rió el anciano—. El imán y sus sacerdotes gozan de completa libertad para andar por el palacio estos días. Seguid el túnel y os conducirá hasta otra puerta que
sí
tiene candado; pero tú, hombre de la muerte, no deberías tener problema en abrirla. Esa puerta os llevará hasta la misma sala del altar.
Y, diciendo esto, el mendigo se llevó la mano detrás de la espalda. Se oyó un «clic» y el muro se abrió. Auda entró como una flecha y Khardan estaba a punto de seguirlo cuando se detuvo un instante y puso su mano en el huesudo hombro del anciano.
—La bendición de Akhran sea contigo, abuelo.
—Tengo el nombre de la mujer —repuso el hombre con viveza—. Eso es todo lo que necesito esta noche.
Desconcertado, sin comprender pero pensando que era probablemente que el anciano estuviera tocado de la cabeza, Khardan lo dejó y, por segunda vez aquel día, se coló furtivamente en el prohibido jardín de recreo del palacio del amir.
No encontraron dificultad alguna en seguir las instrucciones del mendigo. Fue una suerte que éste se las hubiese dado en pasos contados, ya que la oscuridad debajo de los árboles era densa e impenetrable. Avanzaban tan a ciegas como podía haberlo hecho el mendigo. Khardan se vio obligado a agarrarse del brazo de Auda para evitar que ambos se separasen. Avanzaron con cautela, protegiéndose con los brazos de las ramas que colgaban bajas; pero, aparte de esto, encontraron el camino libre de piedras o rastrojos y fácil de seguir. Auda contaba los pasos con voz casi inaudible mientras se deslizaban bajo los árboles perfumados y pasaban por delante de fuentes danzarinas. Los cuarenta pasos los llevaron a una parte del jardín que contenía menos vegetación que el resto. Saliendo de entre los árboles, alcanzaron a distinguir la puerta que buscaban gracias al resplandor encarnado del cielo.
La cabeza dorada de carnero brillaba misteriosamente sobre la madera. Khardan tuvo la inquietante impresión de que los ojos lo estaban vigilando, y avanzó decidido a abrir la puerta y entrar en el túnel, pero Auda lo detuvo.
—Un momento —dijo el Paladín.
—¿Qué ocurre? Tú eras el que estaba impaciente por llegar aquí —contestó Khardan, nervioso.
—Espera —fue todo lo que Ibn Jad dijo.
Para gran asombro de Khardan, el Paladín Negro se hincó de rodillas ante la cabeza de carnero cuyos ojos parecieron centellear con más intensidad que nunca. Luego sacó algo de entre sus ropas y lo sostuvo en alto en su mano derecha. Khardan vio que se trataba de un medallón negro con la imagen de una serpiente cercenada grabada sobre él en plata brillante.
—Desde este momento —dijo Auda ibn Jad con claridad—, mi vida está en tus manos, Zhakrin. Yo sigo adelante para cumplir la maldición de sangre lanzada por el difunto Catalus contra ese hombre llamado Feisal, quien no sólo ha intentado acabar con las vidas y la libertad de nuestra gente sino también arrebatar nuestras almas inmortales.
Auda metió la mano en sus ropas y sacó un objeto que Khardan reconoció con facilidad: la daga con empuñadura en forma de serpiente cercenada. El Paladín la alzó con su mano izquierda a la altura del medallón.
—La mano que sostiene esta daga ya no es mi mano, sino tuya, Zhakrin. Guíala con infalible rapidez hasta el corazón de nuestro enemigo.
El rostro de Auda, vuelto hacia la luz, estaba pálido y frío como el mármol, helado por una calma ultraterrena, y sus crueles ojos oscuros, más vacíos que las cegadas órbitas del mendigo. Un viento helado se levantó de pronto y sopló a través del jardín. Una ola de maldad sacudió a Khardan con tal fuerza que apenas pudo sostenerse en pie, y lo dejó débil y tembloroso; de no ser así, se habría vuelto y habría huido de aquel lugar que él sabía estaba maldito.
«¿Qué estoy haciendo aquí? —se preguntó el príncipe nómada horrorizado—. ¿Has sido tú quien me ha enviado, Akhran, o he sido engañado? ¿He sido ligado a este hombre malvado por engaño y voy a terminar cayendo en el oscuro Pozo de Sul y perdiendo para siempre mi alma? ¿Qué diferencia hay entre Auda y ese Feisal? ¿Qué diferencia entre Quar y Zhakrin? ¡Seguro que Zhakrin trataría de convertirse en el Único y Verdadero Dios si pudiera! ¿Qué se está cociendo en los cielos que me ha conducido a mí hasta este camino en la tierra? Yo tomaría la vida de ese malvado sacerdote en combate, pero no quiero parte alguna en arrancársela de él en la oscuridad. Y, sin embargo, él no se enfrentaría a mí en combate, y ¿cómo puedo salvar a mi gente si no es acabando con él? ¡Ayúdame, Akhran! ¡Ayúdame!»
Y entonces Auda habló, y había cierta dulzura y humor pervertido en su voz.
—Una última plegaria, Zhakrin. Absuelve a este hombre, Khardan, de su juramento, lo mismo que yo lo absuelvo de él. Cuando yo esté muerto, él ya no tendrá necesidad de vengar mi muerte. Si mi sangre lo toca, será sólo una bendición y no una maldición. Te pido esto, Zhakrin, como alguien que sigue adelante con la expectativa de hallarse pronto contigo.
Auda inclinó la cabeza, levantando la daga y el medallón hacia la noche.
Khardan se recostó contra el muro, sintiendo escalofríos y, al mismo tiempo, comprendiendo que había recibido su respuesta, aunque sólo fuese para entender que era libre de actuar por su propia voluntad. Toda obligación, si realmente había habido alguna, quedaba levantada.
Auda se inclinó hasta tocar el suelo y después se puso en pie. Besó la daga y volvió a esconderla entre los pliegues de su túnica de sacerdote robada. Seguidamente, besó el medallón y se lo colgó del cuello.
—Ahí lo verán —dijo Khardan.
—Quiero que se vea —respondió el Paladín.
—En cuanto pongan sus ojos en él, te reconocerán por lo que eres y te destruirán.
—Es muy probable. Viviré lo bastante como para conseguir mi objetivo; mi dios se encargará de eso. Y, después, ya no importa.
Auda abrió la puerta, pero Khardan le cortó el paso.
—Quiero ver y oír hablar a ese hombre —dijo el califa con hosquedad—. Quiero darle una última oportunidad de rescindir su orden en lo que respecta a mi gente. ¿Me prometes eso antes de atacar?
—Yo no soy el único al que destruirán —respondió Auda con una fugaz sombra de sonrisa.
—¡Júralo por tu dios!
Auda se encogió de hombros.
—Muy bien, pero sólo porque podrías resultar una útil distracción. Lo juro.
Respirando con mayor facilidad, Khardan retiró su brazo y entró en el túnel caminando al lado de Auda.
La puerta se cerró silenciosamente tras ellos.
—Bueno, aquí se acabó —dijo Sond mirando con aprensión la puerta del túnel por la que su amo acababa de desaparecer—. No podemos entrar en el lugar sagrado de otro dios.
—Podríamos quedarnos aquí y proteger su regreso —sugirió Fedj.
—¡Bah! ¿Hay alguien acaso contra quien protegerlos? —respondió Sond con acritud—. Todo el mundo está reunido para la ceremonia. Sólo los guardias personales del amir están por aquí, y no hay muchos. Por lo que he podido saber, Qannadi los ha enviado a reforzar el cuerpo responsable de controlar a la multitud.
—Podríamos ir a las cocinas del amir y ver lo que han preparado para cenar —sugirió Usti frotándose sus carnosas manos.
—¿No he oído a tu ama que te llamaba…? —dijo Sond frunciendo el entrecejo.
—Ya me has jugado ese truco demasiadas veces, Sond —repuso Usti con altiva dignidad—. La hora de cenar ya hace rato ha pasado y sólo falta una hora o así para que sea medianoche. Ya no hay nada más que podamos hacer aquí y yo no creo que hagamos ningún daño a nadie si visitamos la cocí…
—¡Usti!
Era, con toda seguridad, una voz femenina.
—¡En el nombre de Akhran! —gimió Usti, poniéndose tan pálido como la barriga de un pez muerto.
—¡Silencio! —ordenó Sond escuchando con atención—. Ésa no es una lengua mortal…
—¡Usti! ¡Sond! ¡Fedj! ¿Dónde estáis?
Los nombres fueron pronunciados con urgencia aunque con cierta renuencia, como si el hablante luchara consigo mismo dentro de sí.
—¡Ya sé! ¡Es ese ángel de Pukah! —dijo Sond con gesto sorprendido y no del todo complacido—. ¿Qué estará haciendo…?
—Te olvidas del loco —interrumpió Fedj—. Ella es su guardián, después de todo.
—Tienes razón. Se me había pasado —contestó el djinn, algo irritado—. Pero no debería andar gritando de esa manera. Alertará a todos los inmortales de Quar de esta ciudad.
—Iré a buscarla —se ofreció Raja, y desapareció de repente sólo para volver al cabo de unos instantes con el ángel.
Esta, con su hábito blanco y su cabello plateado, se veía pequeña, frágil y delicada al lado del poderoso djinn.
—¡Gracias a Promenthas que os he encontrado! —exclamó Asrial cogiéndose las manos—. Quiero decir… —se ruborizó confusa— gracias a Akhran…
—¿Qué podemos hacer por ti, señora? —preguntó con impaciencia Sond.
—Primero —interpuso Fedj con una mirada reprobadora a su compañero—, queremos expresarte nuestra condolencia por tu desdicha.
—¿Mi desdicha?
Asrial pareció incómoda, sin saber cómo responder.
—Excúsanos, pero no hemos podido dejar de notar que nuestro compañero Pukah se había ganado, aunque no sé muy bien cómo, un lugar muy especial y venerado en tu corazón.
—Es… estúpido de mi parte sentir de ese modo, me temo —dijo tímidamente Asrial—. No está bien que nosotros, los inmortales, tengamos esta clase de sentimientos entre nosotros.
—¿No está bien? —Tocado por la tristeza del ángel, Sond le cogió la mano y la apretó consoladoramente—. ¿Cómo puedes decir que no está bien cuando fue tu amor por él lo que sacó a la luz las mejores cualidades de Pukah y le dio fuerza para sacrificarse por la causa común?
—¿De verdad lo crees así? —preguntó Asrial levantando una mirada escrutadora hacia los ojos del djinn.
—De verdad, señora, con todo mi corazón —contestó Sond.
—Y yo también lo creo —retumbó Raja.