También haría amigos, naturalmente; pero, en cierto sentido, éstos serían peores que sus enemigos. Cortesanos que lo adularían,
wazires
que urdirían intrigas para él, nobles que declararían pomposamente su gran amor por él. Y todos ellos preparados para caer sobre él y abrirle la garganta al menor signo de debilidad. Sus propios hijos, tal vez, creciendo para conspirar en su caída; sus hijas, regaladas como cualquier otro objeto precioso para ganarse el favor de algún hombre poderoso.
Zohra. La veía como primera esposa de un serrallo pululante de mujeres, la mayoría de cuyos nombres no sería capaz de recordar. La veía hacerse cada vez más fuerte en su magia, y sabía que esto le aportaría también gran poder. Y después estaba Mateo: sabio consejero, siempre cerca, siempre ayudándolo y, sin embargo, sin hacerse sentir nunca como un intruso. Éstas serían dos personas cercanas a él en las que podría confiar. Probablemente las dos únicas.
Un sonido retumbante interrumpió sus ensueños. Parpadeando, levantó unos ojos que le ardían de fatiga y vio a su padre mirándolo con severidad.
—¿Y bien? —preguntó Majiid—. ¿Cabalgamos esta noche hacia Kich? ¿O vas a volver a tu cama y a tus muchachas danzarinas?
Por su maliciosa sonrisa, era evidente lo que suponía que había estado haciendo su hijo por la noche.
Khardan no respondió de inmediato. Ahora estaba viendo en su mente, no el glorioso palacio, ni los cientos de esposas ni las incalculables riquezas; estaba viendo a su hermanastro menor, vestido con la armadura de un hombre, con cara de hombre y brazo luchador de hombre, acurrucado en una calle inmersa en niebla, susurrando el nombre de su madre con una voz ahogada por las lágrimas.
No habría forma de evitarlo. Achmed había elegido su destino, lo mismo que Khardan había elegido el suyo.
—Cabalgamos hacia la batalla —dijo con dura resolución.
Una semana más tarde, el día despuntaba sobre Kich. La luz del sol no había hecho más que extender un luminoso manto de rojo sangre sobre el horizonte cuando el grito de un vigía de la torre hizo salir corriendo al capitán a comprobar por sí mismo lo que ocurría. Al instante se envió un mensajero al amir quien, habiendo ya mirado por la ventana y visto lo que se venía, no tenía necesidad de él.
Sus órdenes ya habían sido dadas.
Abajo, en la Kasbah, había un febril ajetreo: las tropas se estaban preparando. El pánico se propagó rápidamente por la ciudad, pero Qannadi tenía esto también tan controlado como podía; hombres, mujeres y muchachos jóvenes se armaban y preparaban para combatir a la horda invasora.
—Haz venir a Achmed —dijo Qannadi a Hasid, y el anciano soldado salió a llevar a cabo su recado sin la menor objeción ni comentario.
Abul Qasim Qannadi se acercó hasta la ventana, la misma tras la cual estaba sentado la noche en que murió Feisal, y dirigió su mirada hacia las bajas colinas a través de la llanura. Una línea de hombres, unos montados en rápidos e intrépidos caballos del desierto y otros en zancudos y veloces camellos, se extendía sobre las cimas de las colinas. Todavía no habían iniciado el avance; esperaban pacientemente la orden de su profeta para descender sobre la ciudad de Kich y pasar por la espada a sus habitantes. Su número era inmenso, y sus estandartes tribales, junto con los estandartes de otras tribus aliadas, formaban como, un tupido bosque.
Frotándose su barba cana, Qannadi miró escrutadoramente hacia la más alta cima. No podía verlo; no desde aquella distancia. Pero tenía la intuición de que estaba allí, y fue hacia aquella colina hacia donde dirigió sus palabras.
—Has aprendido mucho, nómada, pero no lo suficiente. Arroja tu cabeza contra este sólido muro. Únicamente terminarás con el cráneo partido a pesar de todos tus esfuerzos. Yo puedo resistir aquí durante días, un mes si es necesario. Para entonces, mis tropas del sur estarán aquí y, si es qué queda alguno de tus hombres, suponiendo que no se hayan aburrido antes de estar allí sentados intercambiando insultos y alguna flecha de vez en cuando con el enemigo apostado sobre las murallas, yo os atraparé entre esta muralla y mis tropas de avance y os aplastaré como a una almendra.
Satisfecho con sus observaciones y repasando mentalmente sus planes con rapidez, el amir se volvió hacia su mesa de trabajo. Por supuesto, siempre existía la posibilidad de que la primera batida de los nómadas cayera sobre ellos como el agua de mar al romper contra la orilla, barriendo toda defensa y arrastrando a las hordas invasoras dentro de las murallas de la ciudad, donde Qannadi y su gente serían cortados en pedazos para alimentar a los buitres. El amir había previsto también esta eventualidad.
—Me has mandado llamar, señor —dijo una voz clara.
Qannadi asintió con la cabeza, volvió a tomar asiento e hizo ademán dé meter varios pedazos de pergamino plegados y sellados en una bolsa de cuero.
—Quiero, Achmed, que partas con estos despachos para Khandar. Son para el emperador y el comandante en jefe. Sin duda encontrarás a ambos en el palacio, haciendo planes para atacar Tirish Aranth. Aquí tienes un pase. Será mejor que salgas ahora, antes de que los nómadas corten las carreteras.
El amir hablaba con voz tranquila y uniforme, y no levantó los ojos de su trabajo hasta que todo estuvo preparado. Entonces se dispuso a entregar el paquete a Achmed.
El rostro del joven estaba pálido y sus ojos marrones habían adquirido un color gris ceniciento a la tenue luz del alba.
—¿Por qué me mandas lejos ahora? —preguntó Achmed a través de unos labios rígidos y exangües—. ¿Temes acaso que pueda traicionarte?
—¡Querido muchacho! —exclamó Qannadi poniéndose en pie y, soltando el paquete sobre la mesa, agarró la temblorosa mano con blancos nudillos que se aferraba a la empuñadura de su espada—. ¿Cómo puedes preguntarme una cosa así?
—¿Cómo puedes
tú
pedirme semejante cosa a mí? —respondió Achmed—. ¡Enviarme lejos como a un niño cuando amenaza el peligro!
—La lucha es contra tu propia gente, hijo mío —contestó Qannadi en voz baja—. Dicen que Sul envía demonios contra quienes derraman la sangre de sus allegados. Yo no sé si eso es verdad, pero he conocido a hombres que mataron a aquellos que amaban y, bien que los demonios procediesen de fuera o bien de dentro de sí mismos, los vi atormentados hasta el día de su muerte. El único propósito de mi mente era eximirte de esto. ¡Piénsalo bien, hijo mío! ¡Es a tu padre y a tu hermano a quienes te enfrentarás en combate el día de hoy!
Achmed cogió la mano del amir y la agarró, con fuerza.
—Es al lado de mi padre donde yo voy a cabalgar hacia la batalla en este mismo día —declaró con firmeza—. El único padre que conozco y he conocido jamás.
Qannadi sonrió y, por un momento, se quedó sin habla. Su mano acarició el oscuro y rizado pelo del muchacho hasta que, por fin, recobró la voz.
—Si estás decidido a ello…
—Lo estoy —interrumpió rotundamente Achmed.
—… entonces pongo a tu cargo el mando de la caballería. Tú conoces a tu hermano, sabes cómo piensa él y cómo lucha tu gente. Mi joven general —dijo el amir con un tono de burla cariñosa, mirando a Achmed con embelesado orgullo—, anoche tuve un extraño sueño. ¿Quieres que te lo cuente?
El joven asintió. Ambos hombres permanecían alertas a los sonidos del exterior, sonidos que les advertirían del avance del enemigo. Pero, hasta el momento, no se oía nada. Khardan debía de estar esperando a que el sol se elevara bien alto y luminoso.
—He soñado que encontraba un halcón joven y a medio crecer que había quedado atrapado en un cepo. Yo lo liberaba y amaestraba, y él se convertía en el ave más valiosa de mi posesión. Su valor sobrepasaba toda medida y yo estaba más orgulloso de él que de ciertos otros halcones que había criado desde la infancia. Una y otra vez, este halcón volaba desde mi muñeca y se elevaba a gran altura por el cielo; y, sin embargo, siempre regresaba a mí, y yo me sentía orgulloso de darle la bienvenida. Pero llegó un día en que el halcón regresó y la muñeca que conocía estaba rígida y fría…
Achmed asió la mano de Qannadi e hizo intención de hablar, pero el amir le ordenó silencio y continuó resueltamente con su relato.
—El halcón extendió sus alas y se elevó por los aires. Voló más y más alto cada vez, alcanzando alturas que jamás había imaginado. Yo miré hacia arriba y vi el halo dorado del sol tocando su cabeza, y, contento, cerré los ojos. Me gustaría mucho poder ver tu futuro, mi halcón —prosiguió Qannadi con dulzura—, pero algo me dice que no va a poder ser. Si no es esta batalla, otra me reclamará pronto.
«O la daga del asesino», pensó Qannadi. Entre el sacerdocio de Quar los había quienes, por no mencionar a Yamina, su propia esposa, lo culpaban por la muerte de Feisal. Pero todo esto se lo guardó cuidadosamente para sí.
—Recuerda siempre que estoy orgulloso de ti y, desde este mismo momento, te nombro mi hijo y heredero.
Achmed lo miró boquiabierto y, sacudiendo la cabeza, balbuceó alguna incoherente protesta.
—Mi decisión es firme —dijo Qannadi, y señaló la cartera de cuero—. Todo está ahí, mi voluntad y testamento, firmados según la forma de rigor, todo legal y correcto. Naturalmente —añadió con una irónica sonrisa—, los encantadores hijos de mi propia carne, o al menos eso es lo que mis esposas aseguran que son, se sentarán sobre sus patas traseras y aullarán, y después harán todo lo que puedan por hincarte los dientes. ¡No dejes que eso te detenga! Con el imán fuera de tu camino, creo que podrás manejarlos bien a ellos y a sus madres. ¡Mantenlos a raya y recuerda siempre que tienes mi bendición, muchacho!
—Lo haré, señor —murmuró Achmed medio aturdido, sin llegar a comprender completamente el privilegio que le estaba siendo otorgado.
—Enviaremos a Hasid a depositar mi voluntad en el templo de Khandar. Él es el único a quien puedo confiar esto…, mi vida. Por supuesto, se mantendrá en secreto. Mi fortuna es considerable y vale la pena el costo de una vasija de vino envenenado. Ya sé que a ti no te importan nada el oro y las tierras ahora. Pero te importarán. Algún día encontrarás una utilidad en todo ello.
Levantándose de su mesa, Qannadi recogió su yelmo y la cartera de cuero. Achmed lo ayudó a ponerse el talabarte. Con el brazo en torno a los hombros del joven soldado, el amir caminó con él hacia la puerta.
—Y ahora será mejor que nos preparemos para enfrentarnos a ese que se hace llamar profeta de un dios Errante y Andrajoso. Debo admitir, hijo, que algunas veces echo en falta al imán. Podría ser muy instructivo saber qué es lo que se está cociendo en el cielo en este momento.
Las cosas no iban del todo bien en el cielo.
Una vez más los Uno y Veinte habían sido convocados. Una vez más se reunieron en la cima de la montaña, en el fondo del mundo. Una vez más, cada uno de ellos se irguió firmemente sobre su propia faceta de la Gema de Sul mirando a los otros desde la seguridad y suficiencia de su propio y familiar entorno.
Promenthas se erguía en su gran catedral con sus ángeles y arcángeles, querubines y serafines congregados en torno a él. El dios tenía un aspecto particularmente feroz, con las cejas erguidas y los labios tan estirados que su habitual sonrisa se perdía en la nívea barba que caía sobre su sotana. Los ángeles estaban tensos, murmurando y susurrando entre sí, excepto un ángel guardián que se sentaba solo en la galería del coro. Parecía nervioso y abstraído y no dejaba de tirar de las plumas de sus alas como si, aun sabiendo que debía estar allí, ansiara volar a alguna otra parte. Se rumoreaba entre los serafines, y después fue confirmado por los querubines, que el protegido de este joven ángel se hallaba envuelto en el gran conflicto que estaba teniendo lugar entre los humanos y cuyo resultado quedaría probablemente determinado por aquel encuentro entre los dioses.
Uevin se hallaba presente, al parecer sin temor ya a abandonar su maravilloso palacio. Evren y Zhakrin llegaron también y se irguieron en extremos opuestos de la Gema, mirándose el uno al otro con recelo y, aunque de mala gana, con respeto mutuo.
Reunidos los dioses, se iniciaron las conversaciones, y sus palabras fueron palabras de preocupación y desasosiego, pues la Gema estaba todavía desequilibrada, balanceándose caóticamente a través del universo; y, aunque el equilibrio se había ladeado en otra dirección, la balanza seguía hallándose en un estado peligroso e insano. Sin embargo, los dioses no sabían muy bien cómo corregirla.
Cuando llegó Quar, casi todos estaban reunidos; la excepción, como de costumbre, era Akhran el Errante y muchos vieron en dicha excepción un siniestro presagio. El dios Quar siempre había parecido frágil y delicado. Muchos notaron ahora que aquella delicadeza se había convertido en macilenta delgadez; su piel aceitunada tenía una palidez enfermiza entre amarilla y cetrina, y sus ojos de almendra se movían rápidamente de aquí para allá con mal escondido temor.
Esta vez, Quar no se apareció a sus colegas en su jardín de recreo, sino que entró con servil mansedumbre y humildad en las moradas de los otros dioses. Aquellos que habían vislumbrado la residencia del dios vieron que el exuberante follaje de su jardín parecía haber sufrido una sequía. Las hojas de los naranjos se estaban secando, las fragantes gardenias, excepto algunas de las más fuertes, se marchitaban y morían. No manaba agua de las fuentes y los estanques estaban cubiertos de espuma. Las gacelas vagaban sin rumbo por alrededor, jadeando de sed. Aquí y allá se escondía un famélico inmortal espiando desde los resecos árboles y temblando de miedo cada vez que alguien pronunciaba el temible nombre de Pukah (como lo hacía Quar, con una maldición, alrededor de veinte veces por día inmortal).
—¡Promenthas, mi querido amigo y aliado —dijo Quar con tono afectuoso avanzando hacia el dios por el pasillo de la catedral y, al mismo tiempo, dirigiendo algunas palabras a cada uno de los demás dioses—, a ti vengo en estos días de extremo peligro! ¡El Cielo está completamente trastocado! ¡El mundo, allá abajo, se tambalea al borde del desastre! Ya va siendo hora de echar a un lado pequeñas diferencias y unirse contra la amenaza que se nos viene encima.
Era tan interesante e inusitado el espectáculo de ver a Quar entrando con adulaciones y agasajos en el dominio de cada dios que Benario vaciló unos instantes antes de tratar de apoderarse de una esmeralda de la diosa Hurishta y perdió para siempre su oportunidad. Kharmani, por unos momentos, dejó de contar su dinero y levantó una lánguida mirada.