Era evidente que su regreso había sido esperado, ya que enseguida vieron a un grupo de jinetes destacarse desde el campamento y precipitarse enloquecidamente hacia la duna. En sus manos llevaban
bairaq
y no armas. Khardan descendió junto con los jeques para encontrarse con ellos en el suelo del desierto, mientras su gente en la duna observaba y hacía conjeturas.
—Buscamos a alguien conocido como el profeta de Akhran —gritó un hombre vestido con uniforme de soldado de algún ejército desconocido.
—Me llaman el profeta de Akhran —repuso Khardan, cabalgando hacia adelante con el rostro severo y una mirada furiosa—. ¿Quién eres tú, y quiénes son aquellos que acampan en torno al pozo de los akares?
—Todos ellos han venido para rendirte honores, profeta —explicó el soldado, inclinando su bandera hacia el suelo tal como hicieron los que cabalgaban con él—. ¡Venimos a cabalgar junto a ti hacia la batalla contra el amir de Kich!
—Pero ¿de dónde venís? —inquirió Khardan, tan asombrado que no se habría sorprendido en absoluto si aquel hombre le hubiese contestado sencillamente que habían caído de la luna.
—De Bastine y Meda, de Ravenchai y de las Grandes Estepas; de todas las partes donde el emperador ha puesto el tacón de su bota en el cuello de los hombres.
Viendo una cara familiar, Khardan gesticuló a un anciano sentado sobre un viejo caballo; ambos, hombre y bestia, habían sobrevivido a varias generaciones de descendencia.
—Abdullah, ven aquí.
El
aksakal
, uno de los ancianos de la tribu akar, montó su viejo animal hasta la línea de los jeques. Consciente de dónde estaba y de a quién llevaba encima, el caballo mantuvo su cuello orgullosamente arqueado y levantó sus reumáticas patas lo más alto posible.
—¿Qué es esto, Abdullah? —preguntó Khardan al anciano, con severidad—. Tú estabas a cargo del lugar durante nuestra ausencia. ¿Por qué has permitido esto?
—Es tal como dice el hombre, oh profeta de nuestro señor —respondió el
aksakal
, hablando con dignidad—. Empezaron a llegar casi el mismo día que marchaste, y ha habido una continua inundación de ellos desde entonces. Al principio tuve buen cuidado de rechazarlos, pero aquella noche cayó una tormenta tal como nunca la había visto en esta época del año. El agua chorreaba de los cielos a mares. Llovió durante cuatro días y cuatro noches, y ahora el pozo está lleno, las charcas son profundas y frescas, el desierto florece, y aquí hay un ejército a mano. ¿Habría yo de estar tan loco como para rechazar las bendiciones de
hazrat
Akhran en su propia casa?
—No —repuso Khardan, preguntándose por qué su corazón estaba apesadumbrado cuando todas sus cargas deberían haber estado aligerándose—. No, hiciste bien, anciano, y te estamos agradecidos.
—¡Salve, profeta de Akhran! —gritó el soldado, y el desierto resonó con los vítores que salieron de las gargantas de la multitud.
Ayudaron a Khardan a bajar de su caballo y lo llevaron a hombros con alborozada ceremonia hasta la tienda más grande y lujosa del campamento. Zohra no fue menos honrada, aunque hubiera preferido salir huyendo. Nada menos que sobre un burro de color blanco puro fue conducida a su propia tienda, difícilmente menos magnífica que la de Khardan. Allí fue recibida por una mujer que llevaba costosas sedas y joyas, y que la agasajó con comidas y dulces. Usti se hallaba en estado de éxtasis y se negaba a ser apartado de su «querida profetisa», por más que ésta profiriera por lo bajo las más terribles amenazas.
También a Mateo le fue asignada una tienda, aunque nadie se ofreció a llevarlo hasta ella ni se atrevió a tocarlo en absoluto, pero se quedaron mirándolo con respetuoso asombro mientras pasaba en silencio. Los jeques recibieron los mismos honores que sus hijos, y hasta Jaafar sorprendió a todos mostrándose contento por primera vez, tal como todos, incluida su anciana y enferma madre, podían atestiguar. Zeid recordó de repente que era tío de ambos, profeta y profetisa, aunque nadie comprendía cómo podía ser esto. Pero todos buscaban complacidos cualquier excusa para honrar a quienquiera que fuese, y el redondo jeque también recibió su parte en los honores.
Tan pronto como Khardan se hubo instalado en su tienda y, fatigado, se disponía a acostarse, la gente empezó a formar filas fuera de ella solicitando una audiencia con su profeta. Khardan no pudo rehusar y, uno por uno, le presentaron sus problemas, sus necesidades, sus deseos, sus peticiones, sus sugerencias, sus regalos, sus ofrendas, sus hijas, sus buenos deseos y sus oraciones.
Mientras tanto, en otra tienda, los jeques y los djinn, llenos de regocijo, planeaban la guerra.
Las conversaciones y celebraciones duraron hasta muy entrada la noche. El ruido de gritos, risas de embriaguez y bailes rugía en un febril barullo que empujó a Mateo a buscar el silencio y la soledad de su tienda. Mientras caminaba a través del atestado campamento con el estruendo retumbando en sus oídos, se sorprendió echando de menos los sonidos de la noche en el desierto, la incesante y misteriosa canción del viento; los gruñidos guturales de los animales nocturnos en sus quehaceres; las inquietas murmuraciones entre los caballos al olfatear la proximidad de un león; las tranquilizadoras promesas de aquellos que guardaban los rebaños; el crujido de las copas de las palmeras.
¿Cuántas noches, se preguntó, había yacido en su tienda escuchando aquellos ruidos con terror y soledad, y los había odiado? Ahora anhelaba escucharlos de nuevo en lugar de aquel alboroto humano.
De camino hacia la suya, pasó por la tienda de Zohra y decidió entrar y hablar con ella. La mujer había estado muy callada y preocupada a lo largo del viaje, y él también había estado absorto en sus propios pensamientos y divagaciones. No habían hablado más de un puñado de palabras desde aquella noche espantosa y triunfante en Kich. Asomándose al interior de la tienda abierta, vio a Zohra rodeada de mujeres, charlando, riendo y profiriendo exclamaciones sobre los recientes regalos que seguían llegando: perfumes, joyas, prendas de seda y lana, pétalos de rosa azucarados, esclavos y lámparas de bronce suficientes para iluminar un palacio. Usti, con su gorda cara irradiando tanto calor que parecía posible apagar las lámparas y depender por completo del djinn, revoloteaba alrededor de la profetisa, aceptando los regalos con untuoso agradecimiento, lanzándoles valorativas miradas y casi haciendo enloquecer a su ama susurrándole al oído cuánto valía realmente cada uno.
Mateo se quedó observando sin ser visto. La princesa Zohra que él conocía habría huido de aquella prisión perfumada, habría cogido su caballo y galopado lejos de allí, por entre las dunas movedizas. El joven mago esperó a ver si esto ocurría. Como tocada por sus pensamientos, Zohra levantó sus oscuros ojos y se encontró con los suyos, y él vio en ellos ese mismo deseo. Pero también vio resignación, paciencia impuesta, una rara autodisciplina. Su asombro debió de resultar visible, pues un rubor intensificó el color rosado de las mejillas de Zohra. Entonces esbozó una triste sonrisa y se encogió ligeramente de hombros como diciendo: «¿Qué más puedo hacer? Soy profetisa de Akhran».
Mateo sonrió a su vez, se inclinó ante la profetisa y se fue. Y, del mismo modo que añoraba el viento y su canción y el rugido del león, añoró también a la impetuosa e imprevisible princesa.
Fatigado por la larga cabalgada, Mateo se tumbó agradecido entre sus cojines. Estaba justamente pensando si valdría la pena apagar su
chirac
y esperar a que el sueño le llegara, cuando la solapa de la tienda se abrió de improviso. Una oscura figura, con el rostro oculto por el
haik
, se precipitó dentro de ella y, evitando la luz de la lámpara, se sumió en las sombras. Recordando irracionalmente al Paladín Negro, Mateo se incorporó sobresaltado. Pero la figura alzó una mano y, retirándose el paño de la cara, descubrió sus facciones.
—Soy sólo yo, Khardan —dijo una voz fatigada.
—Sólo el profeta —respondió Mateo con una sonrisa suave y burlona.
Khardan gruñó y se dejó caer entre los cojines. Su hermoso rostro tenía una expresión preocupada y pensativa; podían verse oscuras sombras bajo sus ojos, y la sonrisa de Mateo dio paso a una verdadera inquietud.
—¿Estás bien? ¿Te duele algo? ¿Tu herida quizás?
—La herida está cicatrizada —repuso Khardan—. Hice que me la atendieran nada más llegar al campamento. ¿Hace cuánto tiempo de eso? ¿Una semana? ¡Parece que ha sido un año, mil años! —Con un suspiro se recostó y cerró los ojos—. Mi tienda está repleta de cuentistas y bebedores de té, de portadores de regalos y supuestos consejeros, soldados y bailarinas, ¡todos mirándome embobados como si fuera un guiso en el cual cada uno pudiera meter los dedos y llevarse un trozo! Habría ordenado a Sond que los ahuyentara, pero el djinn se ha desvanecido, desaparecido otra vez. Entonces imploré la llamada de la naturaleza; me he echado encima estas viejas ropas y me he venido aquí.
Una voz llamó desde fuera.
—¿El profeta? ¿Habéis visto al profeta?
Khardan se tapó la cara mientras la voz, ahora justo a la puerta de la tienda de Mateo, pedía permiso para entrar.
—Disculpa,
marabout
, por perturbar tu descanso. ¿Has visto al profeta?
—Iba andando en aquella dirección —respondió Mateo, señalando directamente a Khardan.
El nómada le dio las gracias profusamente y cerró la solapa de la tienda. Pudieron oír sus pies corriendo hacia el oasis.
—Gracias, Ma-teo —dijo Khardan empezando a levantarse—. Ese hombre acaba de recordarme que tú te retirabas ya a descansar. Estamos en la mitad de la noche, y te estoy molestando.
—¡No, por favor! —exclamó Mateo cogiendo el brazo de Khardan—. No podía dormir, con todo ese ruido. Por favor quédate.
No hizo falta mucha persuasión para convencer al califa de que volviera a sus cojines, aunque esta vez se tumbó de lado sobre ellos, apoyado sobre un codo. Sus oscuros ojos, brillantes a la luz del candil, observaron a Mateo.
—¿Harás algo por mí… si no estás demasiado cansado? —preguntó Khardan de pronto.
—Naturalmente, profeta —contestó Mateo.
Khardan hizo una pausa, frunciendo el entrecejo. Era obvio que iba a pedirle algo difícil, y estaba todavía rumiándolo en su mente, inseguro todavía sobre si proceder o no. Con el corazón cantando de alegría, Mateo permaneció en silencio, temiendo que la canción pudiera aflorar a sus labios. Por fin Khardan asintió una vez, para sí mismo. Parecía que había tomado su decisión.
—¿Puedes usar tu magia para… —carraspeó para despejarse la garganta— ver el futuro?
—Sí, profeta.
—¡Llámame Khardan, por favor! ¡Me canso de ese título!
Mateo hizo un gesto de asentimiento.
—Entonces, ¿puedes hacerlo ahora mismo? —prosiguió Khardan.
—Sí, por supuesto. Con gusto, pro… Khardan.
A su llegada, Mateo había desempacado con cuidado y escondido en un sitio seguro los preciosos objetos mágicos que había ido adquiriendo a lo largo de sus viajes. Uno de esos objetos era un cuenco de madera pulida que había descubierto en el campamento de los hranas al pie de las montañas. Aunque Mateo se había ofrecido a cambiarlo por una pieza de joyería, el dueño se había sentido más que contento de entregárselo como regalo, siguiendo la costumbre nómada de ofrecer al huésped alguna cosa que éste haya admirado en su morada. (Lo cual llevaba a uno a ser muy prudente con lo que admiraba).
Mateo sacó el cuenco de su sitio, debajo de la almohada, manejándolo amorosamente y deleitándose con el suave tacto de la madera que era algo insólito en el desierto. Lo posó sobre el suelo de la tienda entre él y Khardan, fingiendo no ver el movimiento involuntario del califa apartándose de él ni la tensión de su cuerpo mientras se forzaba a permanecer donde estaba.
Alcanzando el
girba
que colgaba fuera de la tienda para conservar fresca el agua de beber, Mateo llenó el cuenco. Del exterior llegó una voz que cantaba alabanzas al profeta, recitando todos sus actos heroicos. Mateo bajó la cabeza, simulando mirar dentro del agua. Pero, a través de sus pestañas, lanzó una mirada a Khardan, quien estaba escuchando con cierto placer y al mismo tiempo, sin embargo, con una irritación casi desvalida.
Mateo empezó a hablar.
—Las visiones que veo en el cuenco no son necesariamente lo que va a pasar. —Esperando que las ondas del agua se desvanecieran, el mago hizo la advertencia habitual tal como venía prescrito en sus textos—. Indicarán sólo lo que puede ocurrir si continúas por el camino por el que andas ahora. Puede que sea sabio volverse y probar otro camino. Puede que sea sabio permanecer en el que uno está. Sul no da respuestas. En muchos casos, Sul sólo proporciona más preguntas. Por tu cuenta corre el reflexionar sobre la visión y tomar una decisión.
Mirando fijamente el agua, casi hipnotizado, Khardan asintió en silencio. Su rostro se había suavizado con el asombro, el temor y el ansia. Para ambos, los sonidos de fuera habían desaparecido. Mateo, podía oír su propia respiración y el latido demasiado rápido de su corazón. Arrancando su mirada de Khardan, la enfocó sobre el agua y, obligándose a sí mismo a concentrarse, inició su canto. Tras repetirlo tres veces, las imágenes comenzaron a aparecer sobre la lisa superficie del líquido.
—Veo dos halcones, casi idénticos en apariencia. Cada halcón vuela a la cabeza de una inmensa bandada de aves belicosas. Las bandadas se encuentran y chocan. Hay una lucha feroz y muchas de las aves caen heridas o muertas.
Mateo se quedó en silencio un momento, observando.
—Cuando la batalla termina, uno de los dos halcones está muerto. El otro se eleva más y más alto en el cielo hasta que es coronado con oro. Lleva una cadena dorada en el cuello, y muchas son las aves que llegan y vuelan bajo su mando.
Sentado sobre sus talones, el joven brujo levantó la cabeza y miró a Khardan.
—Así es la visión de Sul.
El califa frunció el entrecejo y gesticuló con disgusto hacia el cuenco de agua.
—¿De qué sirve esto? —preguntó sin rodeos—. ¡Eso lo podía haber visto por mí mismo observando una taza de
qumiz
! ¡Habrá una batalla; un lado vencerá, y el otro perderá!
Suspiró pesadamente, y luego, pensando que podía haber herido los sentimientos de Mateo, le lanzó una mirada de disculpa.