Una ágil figurilla se deslizaba a través del campamento. Iba envuelta en velos de seda, pero Mateo no tuvo dificultad en reconocer aquella delicada y diminuta figura y aquel grácil andar. Furtivamente, el joven brujo siguió a Meryem y no se sorprendió nada al verla deslizarse hasta la solapa cerrada de una tienda que él adivinó que debía de ser la de Khardan.
—¿Quién es? ¿Quién está ahí? —preguntó la voz del califa alerta, al parecer, al más ligero sonido.
—Soy Meryem, mi señor —respondió la mujer en un semiahogado susurro.
Manteniéndose en las más densas sombras, Mateo vio cómo la solapa se abría. La silueta de Khardan apareció recortada contra la dorada luz del candil.
—¿Qué estás haciendo aquí? No es propio…
—¡No me importa! —exclamó Meryem cogiéndose las manos y con voz temblona—. ¡He sido tan desdichada! ¡No sabes lo que he pasado! ¡Las tropas del amir me capturaron durante la batalla y me llevaron de nuevo a Kich! Yo estaba aterrorizada de que pudieran reconocerme como la hija del sultán y me llevaran a rastras ante el amir. Pero, gracias a Akhran, no fue así —y entonces comenzó a llorar—. Tu madre, Badia, cuidó de mí como si hubiese sido su propia hija. ¡Ella nunca creyó que tú estuvieses muerto, ni tampoco yo!
Khardan puso sus manos sobre los hombros de la muchacha, que se elevaban y bajaban con su angustiada respiración.
—Vamos, vamos. Todo ha pasado ahora —la tranquilizó e hizo una pequeña pausa, enredando sus dedos en el velo de seda—. Si mi madre está en prisión, ¿cómo es que tú no estás con ella, también?
La pregunta fue hecha como al descuido. Mateo captó, sin embargo, la ligera tensión en la voz y sintió un brote de esperanza recorrerlo por dentro.
—Conseguí escapar —dijo Meryem tragándose sus lágrimas y elevando una mirada de adoración hacia el califa—. Vine en tu busca lo más rápido que pude.
La respuesta pareció satisfacer a Khardan, a juzgar por su cariñosa sonrisa. Mateo apretó los dientes. «¿No puedes ver que te está mintiendo?», quiso gritar y tuvo que luchar consigo mismo para evitar salir como una furia de su escondrijo y zarandearlo hasta hacerlo entrar en razón.
—¡Seamos felices, mi amor! —continuó Meryem acercándose a él y poniendo acariciadoramente las manos en su pecho—. No quiero esperar a que estemos casados. El peligro está tan cerca… —dijo acurrucándose entre sus brazos—. ¿Quién sabe cuánto tiempo nos queda de estar juntos?
Sonriéndole, Khardan se llevó a Meryem al interior de su tienda.
Una intensa rabia oprimió la garganta de Mateo, una rabia como nunca había experimentado.
«¡Por Promenthas; yo le pediré explicaciones sobre su atentado a la vida de Zohra! ¡Que lo niegue delante de Khardan, si puede! ¡Y de paso, le refrescaré la memoria a él acerca de aquel pequeño amuleto de plata que ella le colgó del cuello!»
Sin pararse a pensar lo que podría interrumpir, Mateo corrió hasta la tienda. La solapa había sido dejada abierta; Khardan estaba tan arrebatado por la pasión que, al parecer, lo había olvidado.
Mateo entró en silencio en la tienda. Parpadeando ante la intensa luz del candil, esperó con impaciencia a que se percataran de su presencia. Ninguno de los dos lo hizo. Khardan estaba dando la espalda a Mateo y parecía concentrado en besar la suave piel. Los brazos de Meryem rodeaban el cuello del califa. Sus ojos estaban cerrados y gemía extasiada. Envueltos en su pasión, ninguno de los dos reparó en el joven.
De pronto, al pararse a pensar en lo que estaba haciendo y en cómo reaccionaría Khardan ante aquella violación de su intimidad, Mateo se quedó paralizado. Con la cara ardiendo de vergüenza, empezó a retirarse despacio, con la intención de adentrarse en el desierto y pasar la noche rezongando de lo que él reconocía que era la rabia de los celos.
Pero, al moverse, su atención se vio atraída por las manos de Meryem; su piel resplandecía blanca a la luz del candil. En lugar de acariciar al califa, aquellas manos estaban haciendo algo muy extraño. Unos dedos delicados se cerraron sobre la piedra de un anillo que llevaba y le dieron un mañoso giro. Una aguja salió disparada, brillando por un instante y, después, desapareció en la sombra cuando, lentamente, Meryem movió el anillo hacia el desnudo cuello de Khardan.
Mateo había visto anillos de asesino antes. Sabía cómo funcionaban. Sabía que Khardan estaría muerto o moribundo en cuestión de momentos. Las armas del califa yacían sobre un baúl de madera al pie de su cama. Saltando hacia adelante, Mateo agarró la daga y, en el mismo movimiento, sin darse cuenta de que la mano de Khardan se estaba cerrando en torno a la muñeca de Meryem, el joven brujo hundió el cuchillo en la espalda de la mujer.
Un grito lastimero lo ensordeció. Sintió cómo el cuerpo de Meryem se ponía rígido. Sangre caliente goteó sobre su mano. El cuerpo se convulsionó horriblemente en su agonía mortal y se desplomó pesadamente contra él. Espantado, Mateo dio un brinco hacia atrás y Meryem cayó al suelo. Allí yació boca arriba, con las piernas torcidas en un extraño ángulo. Unos ojos azules, vidriosos, lo miraban fijamente.
—¡Dios mío! —susurró Mateo.
La daga teñida de sangre cayó de sus dedos, que se habían quedado fláccidos e insensibilizados. Una sombra entró en la tienda. Deteniéndose, miró a Mateo y luego al cadáver. Khardan se inclinó sobre Meryem, quizá buscando con desesperación un resto de vida.
—Ah, bien hecho, Flor —comentó Auda.
—¡Khardan!
Mateo se humedeció los labios con la lengua. Sintió un calor mareante ascendiendo dentro de él. El suelo comenzó a inclinarse bajo sus pies.
—Yo… yo… Ella era…
Para su gran asombro, Khardan levantó fríamente los ojos hacia Auda.
—Tenías razón —dijo apesadumbrado—. Esta es una herramienta de Benario.
Levantando la inerte mano, el califa exhibió con precaución el anillo con su mortífera aguja.
La debilidad de Mateo remitió al instante, perdida en su sorpresa…
—¿Lo sabías…?
Khardan le dirigió una mirada reprobadora.
—Naturalmente. He pensado mucho en lo que tú me dijiste. Recordé ciertas cosas que ella me había dicho y, al fin, comencé a entender. Ella fracasó en su intento de capturarme para el amir y, por eso, volvió para hacer lo único que les quedaba: asesinarme.
Mateo se balanceó sobre sus pies. Khardan se levantó rápidamente y cogió al joven en sus brazos. Acostándolo sobre la cama, el califa indicó con un gesto al Paladín Negro que trajese agua.
—¡Estoy bien! —jadeó Mateo sacudiendo la cabeza en señal de rechazo, temiendo que si bebía cualquier cosa se ahogaría.
—Auda la reconoció. La había visto en Khandar —continuó Khardan y, poniendo su brazo en torno a los hombros de Mateo, obligó al joven a tomar al menos un pequeño sorbo del tibio líquido—. Meryem no era la hija del sultán, sino la hija del emperador y de una de sus concubinas. Este se la entregó como obsequio a Qannadi y ella actuaba al servicio del amir.
—¡La he matado! —susurró Mateo con voz hueca—. Lo he sentido… el cuchillo entrando… ese grito…
Mirándose la mano, vio la sangre, húmeda y pegajosa, brillando negra a la luz de la luna; sintió escalofríos primero y, luego, se dobló sacudido por intensas arcadas.
—Su vida estaba sentenciada —dijo tranquilamente Auda, de pie al lado de la cama y mirando desde arriba a Mateo con cierto aire de diversión en sus ojos oscuros—. Ella ya había asesinado antes, de eso no hay duda. Los seguidores de Benario deben hacerlo, ¿sabes? Lo llaman «actos de sangre». Sólo alguien que ocupa un alto nivel en el favor del dios y es bastante conocedor de sus maneras puede haber obtenido un anillo como éste.
—¡Khardan! ¿Estás bien? ¡Hemos oído un grito! —Se oyó un clamor de voces fuera de la tienda.
Indicando con un gesto al califa que permaneciese donde estaba, Auda levantó el cuerpo de Meryem en sus brazos y la llevó fuera.
—¡Una asesina —gritó a la murmurante multitud que se iba congregando— enviada por Quar para dar muerte a vuestro califa! ¡Por fortuna, pude detenerla a tiempo!
Mateo levantó los ojos hacia Khardan.
—Ibn Jad tiene razón, Khardan. Ella intentó matar a Zohra —dijo con un susurro de su destemplada garganta que más pareció un graznido.
Y, en frases entrecortadas, le contó todo el episodio al califa, quien escuchó atentamente el relato con el rostro grave.
—Debisteis habérmelo dicho.
—¿Nos habrías creído? —preguntó Mateo con voz queda.
—No —dijo Khardan sentándose sobre sus talones—. No, tienes razón. Yo era entonces, como tú pensabas que aún seguía siéndolo, un estúpido ciego.
Mateo se ruborizó al oír sus más íntimos pensamientos expresados en voz alta.
—Yo no… —empezó a decir, turbado.
Khardan descansó sus manos sobre los hombros del joven brujo.
—Una vez más, Mateo, me has salvado la vida.
—No —repuso Mateo con tono desdichado—. Tú ya sabías bastante acerca de ella. Conocías sus intenciones y estabas preparado para ello.
—Tal vez no. Todo lo que tenía que hacer era pincharme una vez en la carne y… —Khardan se encogió de hombros y, entonces, sus ojos abandonaron al joven y se quedaron mirando hacia la noche, como si esperasen, tal vez, volver a ver la grácil figura entrando en la tienda—. Créeme, Mateo —agregó con melancolía—. Me he enfrentado con la muerte de muchas formas pero, cuando he visto ese anillo en su dedo, cuando he sentido sus manos tocando mi piel, ¡me he sentido invadido por un horror que ha convertido en agua mis entrañas y me ha sorbido la fuerza del cuerpo! —Khardan sintió un escalofrío y se volvió hacia Mateo—. Ha sido providencial que vinieras. Akhran te ha guiado.
—¡He quitado una vida humana! —exclamó Mateo en voz baja, apretando su mano teñida de carmesí.
—Hacemos lo que debemos —repuso Khardan con brusquedad—. Vamos, muchacho —añadió con cierta impaciencia cuando Mateo sacudió la cabeza no dejándose consolar—, ¿habrías preferido dejarla que me matara?
—¡No, oh no! —Mateo levantó rápidamente la mirada—. Es sólo que…
¿Cómo podría explicarle a aquel guerrero las enseñanzas de sus padres, que incluso en tiempo de guerra su gente se negaba a luchar insistiendo en que toda vida era sagrada? Y, sin embargo, pensó confundido Mateo, jamás había tenido que sufrir la desgracia de ver la santidad de su hogar destrozada y a sus niños buscando entre gritos los brazos de sus madres.
—Estás cansado —dijo Khardan, dándole unas palmaditas en el hombro y ayudándolo a levantarse de los cojines—. Vete a dormir y te sentirás mucho mejor por la mañana. Tenemos mucho de que hablar mañana.
«Sí, estoy cansado —se dijo Mateo—. Pero ¿podré dormir? ¿Podré volver a dormir alguna vez? ¿O sentiré la sangre y oiré siempre ese horrible grito de muerte?»
Al menos, observó con alivio cuando abandonó la tienda, no tendría que hablar con nadie. Podría tambalearse hasta su tienda solo e inadvertido. Los hombres que se habían congregado con la excitación inicial no le prestaron ninguna atención. Hubo una asombrada reacción general cuando Auda contó su historia, y Mateo bendijo para sus adentros al Paladín por atribuirse la muerte de Meryem y dejarlo a él fuera de toda responsabilidad. Los hombres conversaban con locuacidad; unos cuantos hranas aseguraban que ellos habían desconfiado de la mujer desde que la habían visto por primera vez. Como esto implicaba una crítica al califa, ahora profeta, los autores de dichas afirmaciones fueron masivamente abucheados. Los akares hablaban en voz bien alta de cómo todo el mundo se había dejado engañar por la belleza, inocencia y encanto de Meryem.
—¡Arrojadla a los chacales! —gritó alguien.
Acompañado de una procesión de nómadas, Auda llevó el cadáver hasta las afueras del campamento. El cuerpo colgaba flojamente de los brazos del Paladín. Un blanco brazo enredado con un pañuelo de seda se desplomó de repente por un lado y quedó colgando y balanceándose en una parodia de seducción, como si ella estuviese intentando, por última vez, evitar su destino. Pero, cuando mirasen a aquel nubil cuerpo, los chacales no verían más que carne.
Estremeciéndose, otra vez invadido por el mareo y las náuseas, Mateo se alejó.
Entonces sintió unos ojos fijos en él y, volviendo la mirada hacia un lado, vio a Zohra de pie en la entrada de su tienda. Ella no dijo nada y él no pudo leer sus ojos. Tampoco hizo ninguna seña y él no fue hacia ella. Zohra había oído hablar a Auda, por supuesto, y Mateo adivinaba que ella conocía la verdad.
El joven siguió caminando a ciegas. Cuando alcanzó su tienda, más por accidente que por designio consciente, se dispuso a entrar, pero la idea de meterse en la sofocante oscuridad —aquella oscuridad que, no importa lo que él hiciese para aligerarla, siempre olía fuertemente a cabra— le producía asfixia. Mateo retiró la mano de la solapa de entrada.
Inhaló el fresco aire de la noche y echó una mirada a las tiendas que había esparcidas en torno a él. Muchas noches había hecho lo mismo: salir de la tienda para mirar desesperanzado a la luna y las estrellas, imaginándolas brillando sobre su tierra natal, reflejándose en el agua de incontables arroyos, ríos, lagos y charcas.
Aquella noche Mateo vio una nueva luna, una diminuta brizna de luna, haciendo equilibrio sobre su punta en el horizonte como si se estuviese probando a sí misma antes de iniciar su ascenso. Por primera vez, Mateo vio la luna brillar, no sobre las murallas del castillo de su añoranza, sino sobre el desierto. La árida y severa belleza atravesó su corazón.
«El desierto es solitario —reflexionó Mateo— pero, al fin y al cabo, todos nosotros lo somos, envueltos en nuestras frágiles coberturas de piel. Es silencioso, inmenso y vacío, y borra con una mano desconsiderada todas las marcas que el hombre deja en su arena. Es eterno, perpetuo y, sin embargo, cambia constantemente: las dunas se desplazan con el viento, lluvias repentinas hacen brotar vida donde antes no había más que muerte y el sol vuelve a quemarlo todo una vez más».
«Durante los últimos meses, he estado viviendo sólo porque tenía miedo de morir». De pronto se vio a sí mismo como el escuchimizado cactus marrón, la Rosa del Profeta, aferrándose a una absurda existencia entre las rocas. Auda había dicho:
«Es obvio que tu vida ha sido salvada con un propósito»
, y todo cuanto él podía hacer con aquella vida, al parecer, era arrastrarse de aquí para allá gimoteando y quejándose de que aquello no era lo que él quería.
Flor
, lo llamaba Auda. Él podía bien marchitarse y pudrirse o bien florecer y dar sentido no sólo a su vida, sino también a su muerte.