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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El profeta de Akhran (28 page)

BOOK: El profeta de Akhran
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Su voz se apagó. Una lágrima cayó en la mano de Mateo. Levantando los ojos, vio otra gota deslizarse por la pálida mejilla de Zohra.

—Yo estoy hablando de matarlos —murmuró—. Él está hablando de salvarlos. Que Akhran me perdone.

Sin molestarse en secarse la lágrima, se desplazó rápida y silenciosamente de nuevo hasta el centro de la tienda. Cogiendo la pluma, frotó la punta en el
kohl
y, combando hacia dentro la piel de cabra para mantenerla oculta a la vista en caso de que alguien entrase en la tienda, comenzó a trazar laboriosamente las palabras arcanas que harían que la arena se convirtiese en agua.

Capítulo 5

El consejo se reunió poco después de que Majiid abandonara la tienda de Khardan; o, al menos, Mateo supuso que a eso se debía el ruidoso estallido de altas voces y vehemente discusión que llegaba claramente a través del tranquilo aire de la noche. Cuando había comenzado a trabajar en su rollo de pergamino, había temido no tener tiempo suficiente para completar la tarea. Pero poco a poco, a medida que pasaban las horas y las furiosas voces continuaban, Mateo se relajó. Por los gritos que se alzaban de vez en cuando, el joven adivinó que los jeques estaban disputando acerca de en qué lado del campamento debería celebrarse el juicio y qué jeque y qué
akasul
deberían presidirlo.

Zeid arguyó que, puesto que él no era pariente cercano de ninguna de las partes involucradas, debería ser él quien presidiese la vista. Esto desencadenó un enfrentamiento de gritos de una hora de duración acerca de si un hijo del hermano del séptimo hijo de la hermana de la madre del padre emparentado con Majiid por parte del padre podía o no considerarse pariente cercano. Para cuando esta disputa se hubo resuelto (Mateo nunca llegó a enterarse de cómo), la discusión acerca del lugar comenzó otra vez con todo un nuevo conjunto de temas involucrado.

Pero, aunque las riñas les proporcionaban tiempo, el sentimiento de tranquilidad de Mateo comenzó a esfumarse.

Los gritos y el vocerío raspaban sus nervios como la lima de un albañil royendo la veta. Cada vez encontraba más difícil concentrarse y, cuando ya había arruinado su segundo pergamino por deletrear incorrectamente una palabra que había sabido cómo deletrear desde la edad de seis años, arrojó al suelo la pluma lleno de exasperación.

—Después de todo, ¿para qué tanta prisa? —dijo con brusquedad, sobresaltando a Zohra—. ¡No van a decidir nada durante una semana! ¡No podrían ponerse de acuerdo ni sobre el número de soles que hay en el cielo! Jaafar diría que es uno, Majiid juraría que son dos y que uno de ellos es invisible, y Zeid afirmaría que ambos están equivocados y que no hay ningún sol en el cielo y le abriría la garganta a quien lo acusara de mentiroso!

—Todo se habrá decidido por la mañana —aseguró Zohra con tono suave y tranquilizador.

Luego se arrodilló en el suelo y se inclinó casi hasta doblarse para trazar las letras sobre la piel de cabra. Sus labios formaban lentamente el sonido de cada letra que dibujaba, como si esto ayudase de alguna manera a su mano a ejecutar el símbolo.

Ejecutar. Esta palabra hizo que a Mateo le temblara la mano y, rápidamente, se la cogió con la otra.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó con irritación.

—Porque ya lo tienen todo decidido en sus cabezas —respondió Zohra encogiéndose de hombros, y levantó hacia Mateo unos ojos que eran como estanques oscuros a la luz del candil—. Éste es un asunto serio. ¿Qué diría su gente si tomasen una decisión en tan sólo unas pocas horas?

Un repentino entrechocar de aceros hizo a Mateo ponerse casi en pie de un salto, pensando que ya iban a buscarlos. Zohra, sin embargo, continuó escribiendo y Mateo, dándose cuenta de que el sonido procedía del interior de la tienda del consejo, supuso que aquel asunto de condenar a muerte al califa y su esposa era tan serio que los jeques necesitaban derramar algo de su propia sangre primero.

«Hasta puede que se maten todos entre sí —pensó—. ¡Salvajes! ¿Para qué me molesto? ¿Qué me importan a mí estos bárbaros? ¡Ellos creen que estoy loco! Sólo son amables conmigo por miedo supersticioso. Siempre seré una especie de criatura rara y extraña para ellos, a la que jamás aceptarán. ¡Siempre estaré solo!»

Mateo no sabía que sus desesperanzados pensamientos aparecían claramente estampados sobre su cara hasta que un brazo se deslizó en torno a sus hombros.

—No temas, Ma-teo —dijo Zohra con dulzura—. ¡Tu plan es bueno! ¡Todo saldrá bien!

Mateo se aferró a ella, dejando que su contacto lo consolara hasta que se hizo consciente de que aquellos dedos que lo acariciaban ya no eran tranquilizadores sino turbadores. Rápidamente, y tragando saliva, se volvió a sentar y se quedó mirándola con una loca esperanza palpitando en su pecho. Había cariño en aquellos ojos oscuros, pero no del tipo que él anhelaba. El liso rostro de la mujer expresaba preocupación, interés, pero nada más.

Pero ¿qué más quería? ¿Cómo podía alguien estar enamorado de dos personas a la vez?

Dos personas a las que nunca podría tener…

Un quejido se escapó de los labios de Mateo.

—¿Estás enfermo otra vez?

Zohra se aproximó hasta él y Mateo, retirándose, la rechazó con una mano levantada.

—Un ligero dolor. Pasará —jadeó él.

—¿Dónde? —persistió Zohra.

—Aquí —suspiró Mateo y se apretó la mano contra el corazón—. Ya lo he tenido antes. No hay nada que puedas hacer. Nada que nadie pueda hacer.

Eso, al menos, era completamente cierto.

—Será mejor que terminemos con la magia si queremos estar listos por la mañana —añadió.

Ella parecía todavía inclinada a hablar, pero se controló y, después de observar al joven, volvió en silencio a su trabajo.

«Ella lo sabe —se dio cuenta él con desesperación—. Lo sabe pero no sabe qué decir. Tal vez me amó algún día o, mas bien, me deseó, pero eso fue al principio, cuando yo llegué y ambos estábamos asustados, débiles y perdidos. Pero ahora, ella ha encontrado lo que buscaba. Se siente segura de sí misma, fuerte en su amor por Khardan. Todavía no lo sabe, no lo admitiría. Pero el amor está ahí, como una vara de hierro en su alma, y le está dando fuerzas.

»Y Khardan también la quiere, aunque se haya acorazado contra ese amor y lo combata a cada momento.

»¿Qué puedo hacer yo, que los amo a los dos?»

—Puedes entregar el uno al otro —vino una voz suave y triste haciendo eco de su desengaño y, sin embargo, con una especie de profunda alegría que él no comprendía.

—¿Qué has dicho? —preguntó a Zohra.

—¡Nada! —respondió ella mirándolo preocupada—. No he dicho nada. ¿Estás seguro de que te encuentras bien, Mateo?

Él asintió y se frotó el pescuezo, intentando librarse de una sensación hormigueante, como de plumas rozándole la piel.

Capítulo 6

Los primeros rayos del amanecer rozaron el suelo del desierto y se deslizaron a través de los agujeros de la tienda de Majiid, trayendo el silencio consigo. Las discusiones cesaron. Zohra y Mateo se miraron el uno al otro. Los ojos de ella estaban ensombrecidos y ribeteados de rojo por la falta de reposo y la concentración que había dedicado a su trabajo. Mateo sabía que debía de ofrecer el mismo aspecto o tal vez peor.

El silencio de la mañana se vio repentinamente roto por el ruido de unos pies que crujían sobre la arena. Entonces oyeron a los guardias, afuera, ponerse en pie con cierta torpeza; el ruido de pasos se hizo más cercano. Tanto Mateo como Zohra estaban preparados; llevaban ya listos desde hacía más de una hora, desde la primerísima luz del alba. Zohra iba vestida con las ropas de mujer que Mateo había traído para ella. No era la fina seda que estaba acostumbrada a llevar sino sólo un sencillo
chador
blanco de algodón que había pertenecido a la segunda esposa de un hombre pobre. Su sencillez, sin embargo, la favorecía, realzando la recién descubierta gravedad de su porte. Una modesta toquilla blanca le cubría la cara, cabeza, hombros y manos. Sujetos con firmeza en las manos, ocultos tras los pliegues de su velo, había varios pedazos de piel de cabra cuidadosamente enrollados. Mateo iba vestido con los hábitos negros que había conseguido en el castillo Zhakrin. Como él era libre de ir y venir a voluntad, había abandonado la tienda en medio de la noche y buscado por todo el campamento en la oscuridad, iluminada tan sólo por la luz de la luna, hasta que había encontrado los camellos que habían montado. La carga había sido retirada de las bestias y arrojada al suelo, y la habían dejado tirada sobre la arena como si estuviese maldita. Mateo habría deseado que los hábitos, recuperados por Auda de su campamento a orillas del mar de Kurdin, estuviesen más limpios y adecuados para llevar, pero esperaba que incluso manchados y arrugados impresionasen todavía a aquella gente que jamás había visto un atuendo de mago.

Volviendo con sigilo a la tienda una vez que se hubo cambiado de ropas, Mateo reparó en la figura del Paladín Negro sentada inmóvil ante la tienda de Khardan. La blanca y esbelta mano, resplandeciente a la luz de la luna como si poseyera alguna especie de luz propia, le hizo una seña. Mateo vaciló, lanzando una mirada a los alertas centinelas. Auda volvió a hacerle señas, esta vez con más intensidad, y Mateo, con reticencia, se aproximó a él.

—No te preocupes, Flor —dijo el hombre con tranquilidad—. No nos van a impedir que hablemos. Después de todo, yo soy un invitado y tú eres un demente.

—¿Qué quieres? —susurró Mateo, estremeciéndose bajo el escrutinio de aquellos ojos inexpresivos y desapasionados.

La mano de Auda agarró el dobladillo de los negros hábitos de Mateo, frotando el terciopelo entre sus dedos.

—Estás planeando algo.

—Sí —repuso Mateo, con otra inquieta mirada a los guardias.

—Eso está bien, Flor —dijo Auda en voz baja mientras retorcía lentamente la tela negra—. Eres un joven ingenioso y sagaz. Es obvio que tu vida ha sido salvada con un propósito. Yo estaré a la expectativa. Puedes contar conmigo.

Soltó la tela, sonrió y volvió a sentarse cómodamente. Mateo se alejó en dirección a la tienda de Zohra, sin saber si sentirse aliviado o más preocupado todavía.

Los ojos de los guardias se abrieron de par en par cuando Mateo, vestido con sus hábitos negros, emergió de la tienda a la primera luz del día. El joven brujo se había peinado y cepillado su largo pelo rojo hasta lograr que refulgiera como una llama a la luz del sol. Los signos cabalísticos, grabados en el terciopelo de tal manera que no podían verse salvo bajo una luz directa, recogían los rayos del sol y parecían saltar de improviso del negro tejido, asombrando a todos los observadores.

Las manos de Mateo, sosteniendo sus propios rollos, iban ocultas en las largas y holgadas mangas. El joven avanzó sin decir una palabra ni mirar a nadie, con la mirada derecha hacia adelante. Vio a Khardan salir de su tienda, y también vio la desconcertada mirada que éste le lanzó, pero no se atrevió a responder por no romper el espectáculo de misterio que estaba urdiendo en torno a sí.

A su mente vino lo que el archimago habría dicho si hubiese visto a su discípulo en aquel momento, y una ligerísima sonrisa casi destrozó la ilusión: «¡Pantomimas baratas! ¡Dignas de aquellos que usan la magia para embaucar a los ingenuos!». Podía oír a su viejo maestro despotricar, como solía hacerlo una vez al año al comienzo del primer trimestre: «¡El verdadero mago no necesita hábitos negros ni sombrero cónico! ¡Podría practicar la magia desnudo en medio de la naturaleza…» —como nadie osaba reírse en presencia del archimago, esta afirmación ocasionaba siempre repentinos ataques de tos entre los estudiantes y era más tarde fuente de inspiración de toda una serie de chistes susurrados durante un buen número de noches sucesivas— «… practicar la magia desnudo en medio de la naturaleza con sólo tener el conocimiento de su oficio y a Sul en su corazón!».

Desnudo en medio de la naturaleza. Mateo suspiró. El archimago estaba muerto ahora, asesinado por los
goums
de Auda. El joven brujo esperaba que el anciano entendiese y perdonase lo que su discípulo estaba a punto de hacer.

Sin mirar ni a derecha ni a izquierda, Mateo avanzó a través del campamento, pasó ante los estupefactos nómadas y caminó directamente hacia el Tel. Parecía avanzar a ciegas (aunque en realidad se estaba fijando por dónde iba y evitaba con cuidado grandes obstáculos), tropezando de vez en cuando del modo más convincente en pequeñas piedras y otros escombros que le salían al paso.

Tras él podía oír a los hombres siguiéndolo, a los jeques preguntando a todo el mundo que estaba ocurriendo y a los nómadas dando confusas respuestas.

—¡Esto es ridículo! —dijo Zeid, irritado—. ¿Por qué nadie lo detiene?

—Está loco —murmuró Majiid con hosquedad.

—Detenlo

—sugirió Jaafar.

—¡Muy bien, lo haré! —refunfuñó Zeid.

El bajito y gordinflón jeque de los aranes, con las manos levantadas y la boca abierta, se plantó delante de Mateo. El brujo, siempre con la mirada fija hacia adelante, siguió caminando y habría atropellado a Zeid si éste no se hubiera apartado con vacilación de su camino en el último momento.

—¡Ni siquiera me ha visto! —jadeó el jeque.

—¡El dios lo está guiando! —exclamó Jaafar con voz sobrecogida.

—¡El dios lo está guiando! —se propagó la afirmación por toda la multitud como una llama en aceite, y Mateo bendijo al anciano con todo su corazón.

Esperando que todo el mundo, incluido Khardan, lo estuviera siguiendo, pero sin atreverse a mirar atrás, Mateo llegó al pie del Tel y comenzó a ascender por la ladera, resbalando y tambaleándose entre las rocas y la escuálida y descarnada Rosa del Profeta. Cuando se hallaba a media altura de la colina, se volvió y extendió ampliamente sus brazos, manteniendo los rollos de piel de cabra ocultos en las palmas, que tenía vueltas hacia sí.

—¡Gente de los akares, los hranas y los aranes, escuchad mis palabras! —gritó con una voz tan potente como pudo conseguir.

Al pie de la colina, directamente debajo de él, estaba Zohra. Sujetado por sus guardias, Khardan miraba con expresión sombría a Mateo, tal vez convencido de que el joven había terminado por volverse loco de verdad. Cerca de él, Auda, con la cara cubierta por el
haik
, observaba con una sombra de sonrisa en sus oscuros ojos y la mano junto a su daga. Su presencia ponía nervioso a Mateo, quien se apresuró a desviar la mirada.

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