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Authors: Franz Kafka

El proceso (9 page)

BOOK: El proceso
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Los dos habían desaparecido por la escalera; K, sin embargo, aún permaneció en la puerta. Se vio obligado a aceptar que la mujer no sólo le había traicionado, sino que le había mentido al contarle que el estudiante la llevaba con el juez instructor. Éste no podía esperar sentado en el desván. La escalera de madera tampoco aclaraba nada, al menos a primera vista. Entonces K advirtió una pequeña nota al lado de la escalera, fue hacia allí y leyó las siguientes palabras escritas con letra infantil y tosca: «Subida a las oficinas del juzgado». ¿Aquí, en el desván de una casa de alquiler se encontraban las oficinas del juzgado? No era un lugar que infundiera mucho respeto; por lo demás, era tranquilizante para un acusado imaginarse la falta de medios que estaban a disposición de un juzgado que albergaba sus oficinas donde los inquilinos, pertenecientes a las clases más pobres, arrojaban todos sus trastos inútiles. No obstante, tampoco se podía excluir que dispusiera del dinero suficiente, pero que el cuerpo de funcionarios se arrojase sobre él antes de que lo destinasen a los fines judiciales. Eso era, según las últimas experiencias de K, incluso muy probable; para el acusado, sin embargo, semejante robo a la justicia, si bien resultaba algo indigno, era más tranquilizador que la pobreza real del juzgado. También le parecía comprensible que se avergonzaran de citar al encausado en el desván para el primer interrogatorio y que se prefiriera molestarle en su propia vivienda. La posición en la que K se encontraba frente al juez, sentado en el desván, se podía caracterizar del siguiente modo: K disfrutaba en el banco de un gran despacho con su antedespacho y un enorme ventanal que daba a la animada plaza. No obstante, él carecía de ingresos extraordinarios procedentes de sobornos o malversaciones y no podía hacer que el ordenanza le trajera una mujer al despacho sobre el hombro. Pero a eso K podía renunciar, al menos en esta vida.

K aún permanecía frente a la nota, cuando un hombre bajó por la escalera, miró a través de la puerta en el salón de la vivienda, desde donde también se podía ver la sala de sesiones, y finalmente preguntó a K si no había visto hacía poco a una mujer.

—Usted es el ujier del tribunal, ¿verdad? —preguntó K.

—Sí —dijo el hombre—, ah, ya, usted es el acusado K, ahora le reconozco, sea bienvenido —y extendió la mano a K, que no lo había esperado.

—Hoy no hay prevista ninguna sesión —dijo el ujier al ver que K permanecía en silencio.

—Ya sé —dijo K, y contempló la chaqueta del ujier, cuyos únicos distintivos oficiales eran, junto a un botón normal, dos botones dorados que parecían haber sido arrancados de un viejo abrigo de oficial. Hace un rato he hablado con su esposa, pero ya no está aquí. El estudiante se la ha llevado al juez instructor.

—¿Se da cuenta? —dijo el ujier—, una y otra vez se la llevan de mi lado. Hoy es domingo y no estoy obligado a trabajar, pero sólo para alejarme de aquí me mandan realizar los recados más inútiles. Por añadidura, no me mandan muy lejos, de tal modo que siempre conservo la esperanza de que, si me doy prisa, tal vez pueda regresar a tiempo. Así que corro, tanto como puedo, grito sin aliento mi mensaje a través del resquicio de la puerta en el organismo al que me han mandado, tan rápido que apenas me entienden, y regreso también corriendo, pero el estudiante se ha dado más prisa que yo, además él tiene que recorrer un camino más corto, sólo tiene que bajar las escaleras. Si no fuese tan dependiente hace tiempo que habría estampado al estudiante contra la pared. Aquí, junto a la nota. Sueño con hacerlo algún día. Le veo ahí, aplastado en el suelo, los brazos extendidos, las piernas retorcidas y todo alrededor lleno de sangre. Pero hasta ahora sólo ha sido un sueño.

—¿No hay otra posibilidad? —dijo K sonriendo.

—No la conozco —dijo el ujier—. Y ahora es aún peor, antes se la llevaba a su casa, pero ahora, como yo ya presagiaba, se la lleva al juez instructor.

—¿No tiene su mujer ninguna culpa? —preguntó K. Se vio obligado a realizar esa pregunta, tanto le espoleaban los celos.

—Pues claro —dijo el ujier—, ella es incluso la que tiene más culpa. Ella se lo ha buscado. En lo que a él respecta, corre detrás de todas las mujeres. Sólo en esta casa ya le han echado de cinco viviendas en las que se había deslizado. Por lo demás, mi mujer es la más bella de toda la casa, y yo no puedo defenderme.

—Si todo es como usted lo cuenta, entonces no hay otra posibilidad —dijo K.

—¿Por qué no? —preguntó el ujier—. Cada vez que el estudiante, que, por cierto, es un cobarde, tocase a mi mujer habría que pegarle tal paliza que no se atreviera a hacerlo más. Pero no puedo, y otros tampoco me hacen el favor, pues todos temen su poder. Sólo un hombre como usted podría hacerlo.

—¿Por qué yo? —preguntó K asombrado.

—A usted le han acusado, ¿no?

—Sí —dijo K—, pero entonces debería temer con más razón que una acción así pudiera influir en el desarrollo del proceso o, al menos, en la preinstrucción.

—Sí, es verdad —dijo el ujier, como si la opinión de K fuese tan cierta como la suya—, pero aquí, por regla general, no se conducen procesos sin ninguna perspectiva de éxito.

—No soy de su opinión —dijo K—, pero eso no me impedirá que ajuste las cuentas de vez en cuando al estudiante.

—Le quedaría muy agradecido —dijo el ujier con cierta formalidad, pero no parecía creer mucho en la realización de su mayor deseo.

—Tal vez —prosiguió K— haya otros funcionarios que merezcan lo mismo.

—Sí, sí —dijo el ujier como si fuera algo evidente. Entonces miró a K con confianza, como hasta ese momento, a pesar de la amabilidad, aún no había hecho, y añadió—: Uno se rebela siempre.

Pero la conversación parecía serle ahora un poco desagradable, pues la interrumpió al decir:

—Ahora tengo que presentarme en las oficinas. ¿Quiere venir conmigo?

—No tengo nada que hacer allí —dijo K.

—Podría ver las oficinas del juzgado. Nadie se fijará en usted.

—¿Hay algo que merezca la pena? —preguntó K algo indeciso, aunque tenía ganas de ir.

—Bueno —dijo el ujier—, pensé que podría interesarle.

—Bien —dijo K—, iré —y subió las escaleras más deprisa que el ujier.

Estuvo a punto de caerse nada más entrar, pues había un escalón detrás de la puerta.

—No tienen mucha consideración con el público —dijo él.

—No tienen consideración alguna, —dijo el ujier— si no mire la sala de espera.

Era un largo corredor en el que había puertas toscamente labradas que conducían a los distintos departamentos del desván. Aunque no había ninguna entrada directa de luz, no estaba completamente oscuro, pues algunos departamentos no estaban separados del corredor por una pared, sino por unas rejas de madera que llegaban hasta el techo, a través de las cuales penetraba algo de luz y se podía ver cómo algunos funcionarios escribían o simplemente permanecían en las rejas observando a la gente que esperaba en el corredor. Había poca gente esperando, probablemente porque era domingo. Daban una pobre impresión. Todos vestían con cierto descuido, aunque la mayoría, ya fuese por la expresión de sus rostros, por su actitud, por la barba cuidada o por otros detalles, parecían pertenecer a las clases altas. Como no había perchas, habían colocado los sombreros debajo del banco, probablemente siguiendo uno el ejemplo de otro. Cuando los que estaban sentados más cerca de la puerta vieron a K y al ujier, se levantaron para saludar. Como el resto vio que se levantaban, se creyeron obligados a hacer lo mismo, así que se fueron levantando conforme pasaban los dos. Nunca permanecieron completamente rectos, las espaldas estaban encorvadas, las rodillas ligeramente flexionadas, parecían mendigos. K esperó al ujier, que venía algo retrasado, y le dijo:

—Qué humillados parecen.

—Sí —dijo el ujier—, son acusados, todos los que usted ve aquí son acusados.

—¿Sí? —dijo K—. Entonces son mis colegas.

Se dirigió al más próximo, un hombre alto y delgado, con el pelo canoso.

—¿Qué está esperando aquí? —preguntó K con cortesía.

La inesperada pregunta le dejó confuso, y su actitud se volvió más penosa por el hecho de parecer un hombre de mundo, que en otro lugar, sin duda, hubiera sabido dominarse y al que le costaba renunciar a la superioridad que había adquirido sobre los demás. Allí, sin embargo, no sabía responder a una pregunta tan simple, y se limitaba a mirar a los demás como si estuvieran obligados a ayudarle o como si nadie pudiese reclamar una respuesta sin dicha ayuda. Entonces intervino el ujier para tranquilizar y animar al hombre:

—Este señor sólo le pregunta a qué está esperando. Responda.

La voz familiar del ujier tuvo mejor efecto.

—Espero… —comenzó, pero no pudo seguir. Era probable que hubiese elegido ese inicio para responder con toda exactitud a la pregunta, pero ahora no sabía continuar.

Algunos de los que esperaban se habían aproximado y rodeaban al grupo. El ujier se dirigió a ellos:

—Vamos, vamos, dejen el corredor libre.

Retrocedieron un poco, pero no hasta sus sitios. Mientras tanto, el hombre al que le habían preguntado se había serenado y respondió incluso con una sonrisa:

—Hace un mes que presenté unas solicitudes de prueba para mi causa y espero a que se concluya su tramitación.

—Parece tomarse muchas molestias —dijo K.

—Sí —dijo el hombre—, se trata de mi causa.

—No todos piensan como usted —dijo K—. Yo, por ejemplo, también soy un acusado, pero, por más que desee una absolución, no he presentado una solicitud de prueba ni he emprendido nada similar. ¿Cree usted que eso es necesario?

—No lo sé con seguridad —dijo el hombre completamente indeciso. Probablemente creía que K le estaba gastando una broma, por eso le hubiera gustado repetir, por miedo a cometer un nuevo error, su primera respuesta, pero ante la mirada impaciente de K se limitó a decir:

—En lo que a mí concierne, he presentado solicitudes de prueba.

—Usted no se cree que yo sea un acusado —dijo K.

—Oh, por favor, claro que sí —dijo el hombre, y se echó a un lado, pero en la respuesta no había convicción, sino miedo.

—¿Entonces no me cree? —preguntó K, y le cogió del brazo, impulsado inconscientemente por la actitud humillada del hombre, como si quisiera obligarle a que le creyese. Aunque no quería causarle daño alguno, en cuanto le tocó ligeramente, el hombre gritó como si K en vez de con dos dedos le hubiese agarrado con unas tenazas ardiendo. Ese grito ridículo terminó por hartar a K. Si no se creía que era un acusado, mucho mejor. Quizá le tomaba por un juez. Y para despedirse lo cogió con más fuerza, lo empujó hacia el banco y siguió adelante.

—La mayoría de los acusados son muy sensibles —dijo el ujier.

Detrás de ellos, todos los que habían estado esperando se arremolinaron alrededor del hombre, que ya había dejado de gritar, y parecían preguntarle detalladamente sobre el incidente. Al encuentro de K vino ahora un vigilante; al que identificó por el sable, cuya vaina, al menos por el color, parecía hecha de aluminio. K se quedó asombrado y quiso tocarla con la mano. El vigilante, que había venido por el ruido, preguntó acerca de lo ocurrido. El ujier trató de tranquilizarlo con algunas palabras, pero el vigilante declaró que prefería comprobarlo personalmente, así que saludó y siguió adelante con pasos rápidos pero cortos, posiblemente por culpa de la gota.

K ya no se preocupó de él, ni de la gente, sobre todo porque una vez que había llegado a la mitad del corredor, vio la posibilidad de doblar a la derecha, a través de un umbral sin puerta. Habló con el ujier para comprobar si ése era el camino correcto y éste asintió, por lo que torció. Le resultaba molesto tener que ir dos pasos por delante del ujier, podía despertar la impresión de que era conducido como un detenido. Por esta razón, esperaba con frecuencia al ujier, pero éste siempre se quedaba atrás. Finalmente, K, para terminar con esa sensación desagradable, le dijo:

—Bien, ya he visto cómo es esto; ahora quisiera irme.

—Pero aún no lo ha visto todo —dijo el ujier con naturalidad.

—Tampoco lo quiero ver todo —dijo K, que realmente se sentía cansado—. Quiero irme, ¿cómo se llega a la salida?

—¿No se habrá perdido? —dijo el ujier asombrado—. Vaya hasta la esquina, luego tuerza a la derecha, atraviese el corredor y encontrará la puerta.

—Venga conmigo —dijo K—. Muéstreme el camino, si no me perderé, aquí hay tantos pasillos…

—Sólo hay un camino —dijo el ujier ahora lleno de reproches—. No puedo regresar con usted; tengo que llevar un recado y ya he perdido mucho tiempo por su culpa.

—¡Acompáñeme! —repitió K, esta vez con un tono más cortante, como si hubiera descubierto al ujier en una mentira.

—No grite así —susurró el ujier—, todo esto está lleno de despachos. Si no quiere regresar solo, acompáñeme un trecho o espéreme aquí hasta que haya cumplido mi encargo, entonces le acompañaré encantado.

—No, no —dijo K—, no esperaré aquí, y usted vendrá ahora conmigo.

K no había mirado en torno suyo para comprobar dónde se hallaba, sólo ahora, cuando una de las muchas puertas que le rodeaban se abrió, miró a su alrededor. Una muchacha, que había salido al oír el tono elevado de K, le preguntó:

—¿Qué desea el señor?

Detrás, en la lejanía, se podía ver en la semioscuridad a un hombre que se aproximaba. K miró al ujier. Éste había dicho que nadie se fijaría en K y ahora venían dos personas, poco más se necesitaba para que todos los funcionarios se fijasen en él y pidieran una explicación de su presencia. La única explicación comprensible y aceptable era hacer valer su condición de acusado: podía aducir que quería conocer la fecha de su próximo interrogatorio, pero ésa era precisamente la explicación que no quería dar, sobre todo porque no era toda la verdad, pues sólo había venido por pura curiosidad o, lo que era imposible de aducir como explicación, para comprobar que el interior de esa justicia era tan repugnante como el exterior. Y parecía que con esa suposición tenía razón, no quería adentrarse más, ya se había deprimido lo suficientemente con lo que había visto. Ahora no estaba en condiciones de encontrarse con un funcionario superior, como el que podía surgir detrás cada puerta; quería irse y, además, con el ujier, o solo si no había gira manera.

Pero quedarse allí mudo sería llamativo y, en realidad, la muchacha y el ujier ya le miraban cómo si se estuviera produciendo en él una extraña metamorfosis que no querían perderse de ningún modo. Y en la puerta estaba el hombre que K había visto en la lejanía: se mantenía aferrado a la parte de arriba del umbral y se balanceaba ligeramente sobre las puntas de los pies, como un espectador impaciente. La muchacha, sin embargo, fue la primera en reconocer que el comportamiento de K tenía como causa un ligero malestar, así que trajo una silla y le preguntó:

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