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Authors: Franz Kafka

El proceso (13 page)

BOOK: El proceso
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La enfermera estaba de pie al lado de la cama, mirando al tío, y con una de sus manos, como creyó advertir K, acariciaba la mano del ahogado.

—Puedes decir lo que quieras en presencia de Leni —dijo el enfermo con un tono de súplica.

—No me concierne a mí —dijo el tío—, no es mi secreto.

Y se dio la vuelta, como si no pensara participar en más negociaciones, pero concediera un periodo de reflexión.

—Entonces, ¿a quién concierne? —preguntó el abogado con voz apagada, y volvió a echarse.

—A mi sobrino —dijo el tío—, lo he traído conmigo.

Se lo presentó:

—Gerente Josef K.

—¡Oh! —dijo el enfermo con súbita vivacidad, y le extendió la mano—, disculpe, no había advertido su presencia.

—Retírate, Leni —dijo a la enfermera, que ya no se opuso, y le dio la mano como si se despidiera por largo tiempo.

—Así que no has venido a hacer una visita a un enfermo —dijo finalmente al tío, que se había acercado ya reconciliado—, vienes por motivos profesionales.

Era como si la idea de una visita de enfermo hubiese paralizado hasta ese momento al abogado, tan fortalecido aparecía ahora. Permaneció apoyado en el codo, lo que tenía que ser bastante fatigoso, y tiró una y otra vez de un pelo de su barba.

—Parece —dijo el tío— que te has recuperado algo desde la salida de esa bruja.

Se interrumpió y musitó:

—Apuesto a que está escuchando —y saltó hacia la puerta. Pero detrás de la puerta no había nadie. El tío regresó, pero no decepcionado, sino amargado, pues creía ver en el comportamiento recto de la muchacha una mayor maldad.

—No la conoces —dijo el abogado, sin proteger más a la enfermera. Tal vez sólo quería expresar con ello que no necesitaba protección. Pero prosiguió en un tono más interesado:

—En lo que se refiere al asunto de tu señor sobrino, me consideraría feliz si mis fuerzas bastasen para una tarea tan extremadamente difícil; me temo, sin embargo, que no bastarán, pero tampoco quiero dejar de intentarlo; si no puedo, siempre será posible solicitar la ayuda de otro. Para ser sincero, el asunto me interesa demasiado como para dejarlo pasar y renunciar a toda participación. Si mi corazón no lo soporta, al menos encontrará aquí una buena ocasión para fallar del todo.

K no creyó comprender ni una sola palabra de lo que había dicho. Miró al tío para encontrar una explicación, pero éste estaba sentado en la mesilla de noche, de la que se acababa de caer sobre la alfombra un frasco de medicinas. Con la vela en la mano, el tío asentía a lo que decía el abogado, se mostraba de acuerdo en todo y miraba de vez en cuando a K como si requiriera un asenso similar. ¿Acaso había hablado ya el tío con el abogado acerca del proceso? Pero eso era imposible, todo lo acaecido hablaba en contra. Por esta causa, dijo:

—No entiendo.

—¿Acaso le he interpretado mal? —preguntó el abogado tan asombrado y confuso como K—. Tal vez me he precipitado. ¿Sobre qué quería hablar conmigo? Creía que se trataba de su proceso.

—Naturalmente —dijo el tío, que entonces preguntó a K—: Pero ¿qué te pasa?

—Sí, pero, ¿de qué me conoce y cómo sabe de mi proceso? —inquirió K.

—¡Ah, ya! —dijo el abogado sonriendo—, soy abogado, trato con miembros de los tribunales, se habla de distintos procesos, sobre todo de los más llamativos, y cuando afectan al sobrino de un amigo se quedan en la memoria. No es nada extraño.

—Pero ¿qué te pasa? —volvió a preguntarle el tío—. Estás muy nervioso.

—¿Usted tiene trato con los miembros de los tribunales? —preguntó K.

—Sí —dijo el abogado.

—Haces preguntas de niño —dijo el tío.

—¿Con quién voy a tratar si no es con gente de mi gremio? —añadió el abogado.

Sonó tan irrebatible que K fue incapaz de contestar. «Usted trabaja en las estancias del Palacio de justicia pero no en las del desván», hubiera querido decir, pero no se atrevió.

—Tiene que tener en cuenta —continuó el abogado, como si le estuviera explicando algo evidente y superfluo— que de ese trato saco muchas ventajas para mis clientes y, además, en múltiples sentidos, pero de eso no se puede hablar. Naturalmente estoy algo impedido a causa de mi enfermedad; no obstante sigo recibiendo visitas de buenos amigos de los tribunales y me entero de algunas cosas. Es posible que me entere de mucho más de lo que se pueden enterar algunos que gozan de la mejor salud y se pasan todo el día en los tribunales. Precisamente ahora tengo una visita entrañable —y señaló hacia una de las esquinas.

—¿Dónde? —preguntó K de un modo algo grosero por la sorpresa. Miró a su alrededor con inseguridad, la luz de la vela no llegaba hasta la pared opuesta. Y realmente algo comenzó a moverse en la esquina. A la luz de la vela, que ahora el tío sostenía en alto, se podía ver a un señor bastante mayor sentado frente a una mesita. Era como si todo ese tiempo hubiera aguantado la respiración para permanecer inadvertido. Ahora se levantó algo molesto, insatisfecho por haber acaparado la atención. Era como si quisiera evitar, moviendo las manos como pequeñas alas, cualquier presentación o saludo, como si no quisiera molestar a los demás con su presencia y como si suplicase que le dejaran de nuevo en la oscuridad y en el olvido. Pero ya no se lo podían consentir.

—Nos habéis sorprendido —dijo el abogado como explicación e hizo una seña al señor para animarle a que se aproximara, lo que éste hizo lentamente, dudando, mirando alrededor y con cierta dignidad.

—El señor jefe de departamento judicial…, ¡ah!, perdón, no les he presentado. Aquí mi amigo Albert K, aquí su sobrino, el gerente Josef K, y aquí el señor jefe de departamento. Bien, pues el señor jefe de departamento ha sido tan amable de hacerme una visita. El valor de una visita así sólo puede ser apreciado por alguien que sepa lo cargado de trabajo que está el señor jefe de departamento. No obstante ha venido, y conversábamos tranquilamente, tanto como lo permitía mi debilidad. No habíamos prohibido a Leni que dejara entrar a visitantes, pues no esperábamos a ninguno, pero opinábamos que debíamos permanecer solos; entonces se oyeron tus golpes, Albert, y el señor jefe de departamento se retiró con su sillón a una esquina, pero ahora parece que tenemos un asunto para discutir en común y puede volver con nosotros. Señor jefe de departamento dijo con una inclinación y una sonrisa sumisa, señalando una silla en la cercanía de la cama.

—Por desgracia sólo podré permanecer unos minutos —dijo amablemente el jefe de departamento, se sentó cómodamente en la silla y miró el reloj—, pues el trabajo me llama. Pero tampoco quiero perder la oportunidad de conocer a un amigo de mi amigo.

Inclinó ligeramente la cabeza hacia el tío, quien parecía muy satisfecho por su nuevo conocido, satisfacción que, sin embargo, no supo manifestar, ya que, por su naturaleza, era incapaz de mostrar ningún sentimiento de sumisión, limitándose a acompañar las palabras del jefe de departamento con una risa confusa. ¡Una visión horrible! K podía contemplarlo todo tranquilamente, pues nadie se preocupaba de él. El jefe de departamento, como parecía que era su costumbre, tomó la palabra. El abogado, por su parte, cuya debilidad inicial parecía que sólo había servido para expulsar a la nueva visita, escuchaba con atención, con la mano en el oído; el tío, que mantenía la vela —la balanceaba sobre su muslo y el abogado le miraba frecuentemente con preocupación— había superado su confusión previa y seguía encantado la manera de hablar del jefe de departamento y los movimientos ondulados de manos con que éste acompañaba a sus palabras. K, que se apoyaba en la pata de la cama, era completamente ignorado por el jefe de departamento, probablemente con toda intención, y permaneció como mero oyente. Además, no sabía de qué estaban hablando y se dedicó a pensar en la enfermera, en el trato tan malo que había recibido del tío y llegó a considerar si no había visto ya al jefe de departamento, tal vez en la asamblea durante su primera comparecencia. Si se equivocaba, el jefe de departamento habría armonizado perfectamente con los participantes de las primeras filas, aquellos ancianos con sus barbas ralas.

En ese preciso momento todos se quedaron escuchando pues se había producido un ruido como el que hace la porcelana al romperse.

—Voy a ver qué ha podido ocurrir —dijo K, y salió lentamente, como si quisiera dar la oportunidad de que le detuvieran. Apenas había entrado en el vestíbulo e intentaba orientarse en la oscuridad, cuando una mano pequeña, mucho más pequeña que la de K, se posó sobre la suya, aún en el picaporte, y cerró suavemente la puerta. Era la enfermera, que había estado esperando allí.

—No ha ocurrido nada —susurró ella—, he arrojado un plato contra la pared para sacarle de la habitación.

K dijo algo confuso:

—También yo he pensado en usted.

—Mucho mejor —dijo la enfermera. Venga.

Llegaron a una puerta con un cristal opaco. La enfermera la abrió.

—Entre —dijo ella.

Era el despacho del señor abogado. Por lo que se podía apreciar a la luz de la luna, que sólo alumbraba con intensidad un espacio rectangular del suelo bajo dos grandes ventanas, los muebles eran antiguos y pesados.

—Venga aquí —dijo la enfermera, y señaló un oscuro arcón con forma de asiento provisto de un respaldo de madera labrada.

Cuando K se sentó, miró a su alrededor: era una habitación amplia y elevada, la clientela del abogado de los pobres se debía de sentir perdida
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. K creyó apreciar los pequeños pasos con los que los visitantes se acercaban al poderoso escritorio. Pero poco después lo olvidó y sólo tuvo ojos para la enfermera, que estaba sentada junto a él y casi le presionaba contra uno de los brazos del arcón.

—Pensé —dijo ella— que vendría conmigo sin necesidad de llamarle. Ha sido muy extraño. Primero me estuvo mirando al entrar casi ininterrumpidamente y luego me dejó esperando. Por lo demás, llámeme Leni añadió rápida e inesperadamente, como si no quisiera desperdiciar ni un segundo de esa conversación.

—Encantado —dijo K—. Pero en lo que concierne a su extrañeza, Leni, se puede explicar fácilmente. En primer lugar, tenía que escuchar la cháchara de los dos ancianos y no podía salir sin motivo alguno; en segundo lugar, soy más bien tímido, y usted, Leni, no tenía el aspecto de poder ser conquistada en un instante.

—No ha sido eso —dijo Leni, que apoyó el brazo en el respaldo y contempló a K—, lo que pasa es que no le gusté al principio y probablemente tampoco le gusto ahora.

—«Gustar» no expresaría bien lo que siento —dijo K, eludiendo una respuesta directa.

—¡Oh! —exclamó ella sonriendo, y ganó gracias a las últimas palabras de K cierta superioridad. Por esta causa, K permaneció un rato en silencio. Como ya se había acostumbrado a la oscuridad de la habitación, pudo distinguir algunos objetos. En concreto, le llamó la atención un gran cuadro que colgaba a la derecha de la puerta. Se inclinó para verlo mejor. En él estaba retratado un hombre con la toga de juez, sentado en un sitial, cuyos adornos dorados destacaban intensamente. Lo insólito era que ese juez no estaba sentado en una actitud digna y reposada, sino que presionaba con fuerza el brazo izquierdo contra el respaldo y contra el brazo del sitial, mientras mantenía libre el brazo derecho, cuya mano se aferraba al otro brazo del asiento como si en el instante siguiente fuera a saltar con un giro violento para decir algo decisivo o pronunciar una sentencia
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. Se suponía que el acusado estaba al inicio de una escalera, de la cual sólo se podían ver los peldaños superiores, cubiertos con una alfombra amarilla.

—Tal vez sea éste mi juez —dijo K, y señaló el cuadro con el dedo.

—Yo le conozco —dijo Leni, que también miró el cuadro—, viene a menudo de visita. El retrato lo pintaron cuando era joven, pero jamás ha podido parecerse al del cuadro, pues es muy bajito. Sin embargo, se hizo retratar con esa estatura porque es muy vanidoso, como todos los de aquí. Pero yo también soy vanidosa y estoy muy insatisfecha por no gustarle a usted.

K sólo respondió a este último comentario atrayendo a Leni hacia él y abrazándola: ella reclinó en silencio la cabeza en su hombro. A continuación, K le preguntó:

—¿Qué rango tiene?

—Es juez de instrucción —dijo ella, tomó la mano de K, con la que él la abrazaba y jugó con sus dedos.

—Otra vez sólo un juez instructor —dijo K decepcionado—, los funcionarios superiores se esconden, pero él está sentado en un sitial.

—Eso es todo un invento —dijo Leni, poniendo el rostro en la Mano de K, en realidad está sentado en una silla de cocina, cubierta una vieja manta para caballerías. Pero ¿tiene que pensar siempre en el proceso? añadió lentamente.

—No, no, en absoluto —dijo K—, incluso creo que pienso demasiado poco en él.

—Ése no es el error que está cometiendo —dijo Leni—. Usted es demasiado inflexible, al menos eso es lo que he oído.

—¿Quién ha dicho eso? —preguntó K. Sintió su cuerpo en su pecho y contempló su mata de pelo oscuro.

—Revelaría demasiado si se lo dijera —respondió Leni—. Por favor, no pregunte nombres, pero rectifique su error, no sea tan inflexible. No hay defensa posible contra esta judicatura, hay que confesar. Haga la confesión en la próxima oportunidad que se le presente. Sólo así tendrá la posibilidad de escapar, sólo así. No obstante, le será imposible sin ayuda. No tema por esa ayuda, yo se la prestaré.

—Usted sabe mucho de esta justicia y de todas las trampas necesarias para moverse en ella —dijo K, y, como se apretaba mucho a él, decidió sentarla sobre sus rodillas.

—Así estoy bien —dijo ella, y se acomodó un poco la falda y la camisa. Luego puso las manos en torno a su cuello, se inclinó un poco hacia atrás y lo contempló durante un rato.

Y si no confieso, ¿no me podrá ayudar? —preguntó K de prueba. Reúno ayudantes femeninos —pensó con asombro—, primero la señorita Bürstner, luego la esposa del ujier y por último esta pequeña enfermera, que parece sentir una incomprensible atracción hacia mí. ¡Se sienta en mis rodillas como si fuese su lugar preferido!»

—No —respondió Leni y sacudió lentamente la cabeza—. En ese caso no podría ayudarle. Pero está claro que usted no quiere mi ayuda usted es obstinado y no se deja convencer. ¿Tiene una amante? —preguntó después de un rato de silencio.

—No —dijo K.

—¡Oh, sí! —dijo ella.

—Sí, claro que sí —dijo K—. La he negado y, no obstante, llevo una fotografía suya.

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