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Authors: Franz Kafka

El proceso (11 page)

BOOK: El proceso
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—¿Puede causar ese látigo tanto dolor? —preguntó K, y examinó el látigo que el azotador sostenía ante él.

—Nos tendremos que desnudar —dijo Willem.

—¡Ah, ya! —dijo K, y contempló más detenidamente al azotador. Estaba bronceado como un marinero y tenía un rostro lozano y feroz.

—¿Hay alguna posibilidad de ahorrarles los azotes? —le preguntó K.

—No —dijo el azotador, sacudiendo la cabeza sonriente—. Quitaos la ropa ordenó a los vigilantes y, a continuación, le dijo a K:

—No tienes que creerte todo lo que te dicen. Su mente se ha debilitado por el miedo a los azotes. Lo que éste —y señaló a Willem— te ha contado sobre su posible carrera es completamente ridículo. Mira lo gordo que está, los primeros azotes se perderán en la grasa. ¿Sabes por qué se ha puesto tan gordo? Tiene la costumbre de comerse el desayuno de todos los detenidos. ¿Acaso no se ha comido también el tuyo? Ya lo dije. Pero un hombre con semejante estómago jamás podrá llegar a ser azotador, eso es imposible.

—Hay azotadores así —afirmó Willem, que acababa de soltarse el cinturón.

—¡No! —dijo el azotador, que le rozó el cuello con el látigo causándole un sobresalto—. No tienes que escuchar lo que decimos, sino desnudarte.

—Te recompensaría bien, si los dejaras marchar —dijo K, sin mirar al azotador— esos negocios se cierran mejor con los ojos cerrados y sacó la cartera.

—Tú quieres denunciarme también a mí —dijo el azotador—, y procurarme también unos azotes.

—No, sé razonable —dijo K—, si hubiese querido que azotasen a estos hombres, no trataría ahora de liberarlos del castigo. Simplemente cerraría la puerta, no querría ver ni oír nada y me iría a mi casa. Sin embargo, no lo hago, sino que pretendo seriamente liberarlos. Si hubiera sospechado que los iban a castigar, no hubiera mencionado sus nombres. No los considero culpables, culpable es la organización, culpables son los funcionarios superiores.

—Así es —dijeron los vigilantes y recibieron de inmediato un latigazo en sus desnudas espaldas.

—Si tuvieras a un juez a merced de tu látigo —dijo K, y bajó el látigo que ya se elevaba otra vez—, no te impediría que lo azotases, todo lo contrario, te daría dinero para motivarte.

—Lo que dices suena creíble —dijo el azotador—, pero yo no me dejo sobornar. Mi puesto es el de azotador, así que azoto.

El vigilante Franz, que se había mantenido reservado hasta ese momento, tal vez con la esperanza de que la intercesión de K tuviera éxito, se acercó ahora a K, sólo vestido con los pantalones, y se arrodilló ante él cogiéndole la mano. A continuación, musitó:

—Si no puedes lograr que nos remitan a los dos el castigo, al menos intenta liberarme a mí. Willem es mayor que yo, menos sensible en todos los sentidos, incluso recibió hace un par de años una pena de azotes, yo, sin embargo, aún no he perdido el honor, fue Willem, mi maestro tanto en lo bueno como en lo malo, quien me indujo a actuar así. Abajo, en la puerta del banco, espera mi prometida, siento tanta vergüenza —y secó su rostro lleno de lágrimas en la chaqueta de K.

—Ya no espero más —dijo el azotador, tomó el látigo con ambas manos y azotó a Franz, mientras Willem rumiaba en una esquina y miraba a hurtadillas, sin atreverse a girar la cabeza. Entonces se elevó un grito procedente de Franz, ininterrumpido e intenso; no parecía humano, más bien parecía generado por un instrumento de tortura, resonó por todo el pasillo, se tuvo que escuchar en todo el edificio.

—¡No grites! —exclamó K. No se pudo contener y mientras miraba tenso en la dirección en la que deberían venir los empleados, empujó a Franz, no muy fuerte pero lo suficiente como para que cayera al suelo y allí se arrastrara, convulso, con ayuda de las manos. Pero ni aun así pudo evitar los azotes, el látigo supo encontrarle también en el suelo; mientras él se agitaba bajo los golpes, la punta del látigo bajaba y subía con perfecta regularidad. Y entonces apareció en la lejanía uno de los empleados, y dos pasos detrás, el segundo. K salió y cerró la puerta a toda prisa, se acercó a una pequeña ventana que daba al patio y la abrió. El vigilante dejó de gritar. Para no dejar que los empleados se acercaran, gritó:

—¡Soy yo!

—Buenas noches, señor gerente —le respondieron—, ¿ha ocurrido algo?

—No, no —respondió K—, es sólo un perro en el patio.

Como los empleados no se movían añadió: —Pueden seguir con su trabajo.

Para no continuar con la conversación, se inclinó por la ventana. Cuando, transcurrido un rato, miró por el pasillo, ya se habían ido. K, sin embargo, permaneció en la ventana, no se atrevía a volver al trastero y tampoco quería regresar a casa. Se limitó a contemplar el patio cuadrado que tenía ante él; alrededor había oficinas, todas las ventanas estaban oscuras, sólo las más altas recibían el reflejo de la luna. K se esforzó por discernir una de las oscuras esquinas del patio, en el que había dos carretas de mano. Le atormentaba no haber podido detener los azotes, pero no era culpa suya no haberlo logrado. Si Franz no hubiese gritado —cierto, tuvo que hacerle mucho daño, pero en determinados momentos decisivos hay que saber dominarse—, si no hubiera gritado, K habría encontrado con toda seguridad un medio para convencer al azotador. Si todos los empleados inferiores eran canallas, ¿por qué iba a constituir una excepción el azotador, que, además, ejercía el cargo más inhumano? K había observado muy bien cómo le habían brillado los ojos al ver los billetes. Posiblemente se había tomado en serio lo de los azotes para subir un poco la suma del soborno. Y K no habría ahorrado medios, realmente hubiera querido liberar a los vigilantes. Si había comenzado a combatir la corrupción de esa judicatura, era evidente que también tenía que intervenir en ese ámbito. Pero en el momento en el que Franz había comenzado a gritar, todo había acabado. K no podía permitir que los empleados, y quién sabe qué otras personas, vinieran y le sorprendieran tratando con los tipos del trastero. Nadie podía reclamar de K semejante sacrificio. Si se hubiera propuesto hacerlo, hubiera sido muy fácil, K se habría desnudado y se habría ofrecido al azotador como sustituto. Ciertamente, el azotador no hubiera admitido semejante cambio, pues sin obtener beneficio alguno habría tenido que incumplir seriamente su deber y, muy probablemente, por partida doble, pues K, mientras permaneciera sujeto al procedimiento, debía ser inviolable para todos los empleados del tribunal. Es posible, no obstante, que en ese terreno hubiera disposiciones especiales. Pero, en todo caso, K no podía haber hecho otra cosa que cerrar la puerta, aunque ni siquiera así había alejado del todo el peligro. Que al final hubiera tenido que empujar a Franz era algo lamentable y sólo se podía disculpar por su estado de excitación.

Oyó en la lejanía los pasos de los empleados. Para no llamar la atención cerró la ventana y avanzó en dirección a la escalera principal. Permaneció un rato escuchando al lado de la puerta del trastero. Silencio. El hombre podía haber matado a azotes a los vigilantes, estaban sometidos a su poder. K ya había extendido la mano para coger el picaporte, pero se arrepintió. Era tarde para ayudar a nadie y los empleados tenían que estar al llegar. No obstante, se propuso hablar del asunto e intentar que castigasen convenientemente a los culpables reales, es decir, a los funcionarios superiores, que aún no habían tenido el valor de presentarse ante él. Mientras bajaba la escalinata del banco, observó cuidadosamente a los paseantes, pero no había ninguna muchacha en las cercanías que pudiera estar esperando a alguien. La indicación de Franz, de que su prometida le estaba esperando, no era más que una mentira, si bien disculpable, cuyo único objetivo había sido despertar una mayor compasión.

El día siguiente K siguió pensando en los vigilantes. Como no se podía concentrar en el trabajo, decidió obligarse a permanecer más tiempo en el banco que el día anterior. Cuando pasó por el trastero para irse a casa, abrió la puerta como si fuera una costumbre. Quedó desconcertado ante la inesperada escena que se mostró ante sus ojos. Todo estaba exactamente igual que la noche anterior, cuando abrió la puerta. Los formularios y los frascos de tinta se acumulaban detrás del umbral; el azotador con el látigo; los vigilantes, completamente vestidos; la vela sobre el estante. Los vigilantes comenzaron a quejarse y gritaron:

—¡Señor!

K cerró la puerta de inmediato y la golpeó con los puños, como si sólo así pudiera quedar cerrada del todo. Al borde de las lágrimas se fue a ver a los empleados, que trabajaban tranquilamente con una multicopista y permanecían absortos en su actividad.

—¡Ordenad de una vez el trastero! —gritó—. La inmundicia nos va a llegar al cuello.

Los empleados se mostraron dispuestos a hacerlo al día siguiente. K asintió con la cabeza. No podía obligarles a realizar el trabajo tan tarde, como había previsto antes. Se sentó un rato, para tener a los empleados cerca, desordenó algunas copias, queriendo dar la impresión de que estaba examinando algo, pero comprobó que los empleados no se atreverían a salir con él, así que se fue a casa cansado y con la mente en blanco.

El tío.
Leni

Una tarde, cuando K estaba ocupado abriendo la correspondencia, el tío de K, Karl, un pequeño terrateniente de la provincia, se abrió paso entre dos empleados que llevaban algunos escritos y entró en el despacho. K se asustó menos de la llegada del tío de lo que le había asustado la simple idea de su posible visita. El tío iba a venir, de eso estaba seguro desde hacía un mes. Ya al principio había creído verlo, cómo le alcanzaba la mano derecha sobre el escritorio, algo inclinado, con su sombrero de jipijapa en la mano izquierda, mostrando una prisa desconsiderada y arrollando todo lo que se le ponía en su camino. El tío siempre tenía prisa, pues le perseguía el infeliz pensamiento de que en su estancia de un día en la ciudad tenía que tener tiempo para realizar todo lo que se había propuesto, sin perderse tampoco cualquier conversación, negocio o placer que ocasionalmente pudiera surgirle. En todo ello tenía que ayudarle K, pues había sido su tutor y estaba obligado; además le tenía que dejar dormir en su casa. K le solía llamar «el fantasma rural».

Inmediatamente después de saludarse —no tenía tiempo para seguir la invitación de K y sentarse en el sillón—, le pidió a K si podían conversar a solas.

—Es necesario —dijo, tragando con esfuerzo—, es necesario para mi tranquilidad.

K hizo salir a los empleados del despacho con instrucciones de que no dejaran pasar a nadie.

—¿Qué ha llegado a mis oídos, Josef? —exclamó el tío en cuanto se quedaron solos. A continuación, se sentó sobre la mesa y, sin verlos, puso varios papeles debajo para sentarse con más comodidad.

K no respondió: sabía lo que vendría a continuación, pero, repentinamente relajado al dejar el fatigoso trabajo, se apoderó de él una agradable lasitud, por lo que se limitó a mirar por la ventana hacia la calle de enfrente, de la que desde su sitio sólo se podía ver una pequeña esquina, la pared desnuda de una casa entre dos escaparates de tiendas.

—¡Y te dedicas a mirar por la ventana! —exclamó el tío alzando los brazos. ¡Por amor al Cielo, Josef ¡Respóndeme! ¿Es verdad? ¿Puede ser verdad?

—Querido tío —dijo K, y salió de su ensimismamiento—, no sé qué quieres de mí.

—Josef —dijo el tío advirtiéndole—, siempre has dicho la verdad, por lo que sé. ¿Acaso tengo que tomar tus últimas palabras como un mal signo?

—Supongo lo que quieres —dijo K sumiso—. Probablemente has oído hablar de mi proceso.

Así es —respondió el tío, asintiendo con la cabeza lentamente—, he tenido noticia de tu proceso.

—¿Quién te lo ha dicho? —preguntó K.

—Ema
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me lo ha escrito —dijo el tío—. No tiene ningún trato contigo, por desgracia no te preocupas mucho de ella, sin embargo se ha enterado. Hoy he recibido la carta y he venido de inmediato. Por ningún otro motivo, pues me parece motivo suficiente. Te puedo leer la parte de la carta que se refiere a ti.

Sacó la carta del bolsillo.

—Aquí está. Escribe: «Hace tiempo que no veo a Josef, hace una semana estuve en el banco, pero Josef estaba tan ocupado que no me dejaron verle. Estuve esperando casi una hora, pero tuve que irme a casa porque tenía la lección de piano. Me hubiera gustado hablar con él, es posible que se presente otra oportunidad. Para mi cumpleaños me envió una gran caja de bombones de chocolate, fue muy atento y cariñoso. Se me olvidó escribíroslo, pero ahora que me preguntáis, lo recuerdo. Los bombones no duran mucho en la pensión, apenas tiene uno conciencia de que le han regalado bombones, cuando ya se han acabado. En lo que concierne a Josef os quería decir algo más. Como os he mencionado, en el banco no me dejaron entrar a verle porque en ese momento estaba tratando algo importante con un hombre. Después de esperar tranquilamente durante un buen rato, pregunté a un empleado si la reunión duraría mucho más. Él contestó que podría ser, pues probablemente tenía que ver con el proceso que se había incoado contra el gerente. Pregunté qué proceso y si no se equivocaba y me respondió que no se equivocaba, que era un proceso y, además, grave, pero que no sabía más. A él mismo le gustaría ayudar al gerente, pues le consideraba un hombre bueno y justo, pero que no sabría cómo empezar, sólo deseaba que personas influyentes lo apoyaran. Era muy probable que esto ocurriera, y todo terminaría bien, pero por ahora, como se, desprendía del mal humor del señor gerente, las cosas no iban nada bien. Por supuesto, no di mucha importancia a esta información, intenté tranquilizar al sencillo empleado, le aconsejé que no hablase de ello con otros y lo tuve todo por rumores infundados. Sin embargo, tal vez fuera conveniente que tú, querido padre, le visitaras la próxima vez que vinieras, a ti te será fácil averiguar algo y, si realmente fuera necesario, podrías intervenir con algunos de tus influyentes amigos. Y si no resulta necesario, que será lo más probable, al menos le darás a tu hija la oportunidad de abrazarte, lo que le alegrará mucho».

—Una niña encantadora —dijo el tío al terminar de leer la carta y se secó algunas lágrimas que brotaban de sus ojos.

K asintió. A causa de todos los problemas que había tenido en los últimos tiempos, había olvidado por completo a Ema, incluso se había olvidado de su cumpleaños y la historia de los bombones había sido sólo una fábula para protegerle frente a sus tíos. Era algo enternecedor, Y ni siquiera se lo podría pagar con las entradas para el teatro que, a partir de ahora, pensaba enviarle con regularidad, pero no se sentía con berzas para visitarla en la pensión, ni tampoco para sostener una conversación con una niña de diecisiete años que aún acudía al instituto.

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