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Authors: Franz Kafka

El proceso

BOOK: El proceso
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Franz Kafka

El proceso

ePUB v1.6

MayenCM
09.05.12

 

Una mañana cualquiera, Josef K., joven empleado de un banco, se despierta en la pensión donde reside con la extraña visita de unos hombres que le comunican que está detenido —aunque por el momento seguirá libre—. Le informan de que se ha iniciado un proceso contra él, y le aseguran que conocerá los cargos a su debido tiempo. Así comienza una de las más memorables y enigmáticas pesadillas jamás escritas. Para el protagonista, Josef K., el proceso laberíntico en el que inesperadamente se ve inmerso supone una toma de conciencia de sí mismo, un despertar que le obliga a reflexionar sobre su propia existencia, sobre la pérdida de la inocencia y la aparición de la muerte. La lectura de
El proceso
produce cierto «horror vacui» pues nos sumerge en una existencia absurda, en el filo de la navaja entre la vida y la nada.

El proceso
[1]

Título original alemán:
Der Prozess

Novela inacabada de Franz Kafka

Publicada de manera póstuma en 1925 por Max Brod, basándose en el manuscrito inconcluso de Kafka.

Traducción y notas: Miguel Vedda

Prólogo: José Saramago

Editor original: MayenCM (v1.0 a v1.6)

Corrección de erratas: Verdugol

ePub base v1.0

Prólogo

Toda esta escritura no es otra
cosa que la bandera de Robinson
en el punto más alto de la isla.

FRANZ KAFKA

Mijail Bajtin escribió en su
Estética y Teoría de la Novela
: «El objeto principal del género novelístico, ése que lo especifica, ése que crea su originalidad estilística, es el hombre que habla y su palabra». Difícilmente una aserción de ámbito general como es ésta podría encontrar una expresión tan exacta como la que se aprecia en el caso humano y literario de Franz Kafka. Contrariando a ciertos teóricos que, no exentos de razón, se sublevan contra la tendencia «romántica» de buscar en la existencia de un escritor las señales de paso de lo vivido sobre lo escrito, lo que, supuestamente, sería la explicación definitiva de la obra, Kafka no esconde en ningún momento (y parece empeñarse en que se note) el cuadro de factores que determinaron su dramática vida de hombre y, consecuentemente, su trabajo de escritor: el conflicto con el padre, la falta de entendimiento con la comunidad judaica, la imposibilidad de dejar la vida de celibato por el matrimonio, la enfermedad. La obligada brevedad de este prólogo no me permite el análisis (que, ay de mí, sería siempre menos que sumario) de los tres últimos elementos y de su relación directa o indirecta con
El proceso
. Pienso, con todo, que el primer factor, es decir, el antagonismo nunca superado que opuso padre a hijo e hijo a padre, es lo que constituye la viga maestra de toda la obra kafkiana, derivando de ella como las ramas de un árbol derivan del tronco principal, el profundo desasosiego íntimo que lo condujo a la deriva metafísica, la visión de un mundo agonizando por el absurdo, la mistificación de la conciencia.

La primera referencia a
El proceso
se encuentra en los
Diarios,
fue escrita el 29 de junio de 1914 (el día anterior se desencadenó la guerra) y comienza con las siguientes palabras: «Una noche, Josef K., hijo de un rico comerciante, después de una gran pelea que había mantenido con su padre…». Sabemos que no es así como comenzará la novela, pero el nombre del personaje principal —Josef K.— ya quedó anunciado, así como en tres rápidas líneas del cuento
La metamorfosis
, escrito casi dos años antes, ya se anunciaba lo que vendría a ser el núcleo temático central de
El proceso
. Cuando, transformado de la noche a la mañana, sin ninguna explicación del narrador, en un bicharraco repugnante, mezcla de escarabajo y cucaracha, se queja de los sufrimientos inmerecidos que recaen sobre el viajante de comercio en general y sobre él mismo en particular, Gregorio Samsa se expresa de una manera que no deja margen a la duda: «… muchas veces es víctima de una simple murmuración, de una casualidad, de una reclamación gratuita, y le es absolutamente imposible defenderse, puesto que ni siquiera sabe de qué le acusan». Todo
El proceso
está contenido en estas palabras. Es cierto que el «padre, rico comerciante», desapareció de la historia, que la madre sólo es mencionada en dos de los capítulos inacabados, y aun así fugazmente y sin caridad filial, pero no me parece un exceso temerario, salvo si estoy demasiado equivocado sobre las intenciones del autor Kafka, imaginar que la omnipotente y amenazadora autoridad paterna habrá sido, en la estrategia de la ficción, transferida hacia las alturas inaccesibles de la Ley Última, ésa que, sin necesidad de enunciar una culpa concreta y tipificada en los códigos, será siempre implacable en la aplicación del castigo. El angustiante y al mismo tiempo grotesco episodio de la agresión ejecutada por el padre de Gregorio Samsa para expulsar al hijo de la sala familiar, tirándole manzanas hasta que una se le incrusta en el caparazón, describe una agonía sin nombre, la muerte de cualquier esperanza de comunicación. Pocas páginas antes, el escarabajo Gregorio Samsa había articulado penosamente las últimas palabras que su boca de insecto todavía fue capaz de pronunciar: «Madre, madre». Después, como una primera muerte, entró en la mudez de un silencio voluntario si no obligado por su irremediable animalidad, como quien ha tenido que resignarse definitivamente a no tener padre, madre y hermana en el mundo de las cucarachas. Cuando por fin la sirvienta barre la carcasa reseca a que Gregorio Samsa acabará reducido, su ausencia, de ahí en adelante, sólo servirá para confirmar el olvido a que los suyos ya lo habían relegado. En una carta del 28 de agosto de 1913, Kafka escribirá: «Vivo en medio de mi familia, entre las mejores y amorosas personas que se puede imaginar, como alguien más extraño que un extraño. Con mi madre, en los últimos años, no he hablado, de media, más que veinte palabras por día, con mi padre jamás intercambié otras palabras que las de saludo». Será necesario estar muy desatento a la lectura para no percibir la dolorosa y amarga ironía contenida en las propias palabras («entre las mejores y más amorosas personas que se puede imaginar»), que parecen estar negándola. Desatención igual, creo, sería no atribuir importancia especial al hecho de que Kafka propusiera a su editor, el 4 de abril de 1913, que los relatos El fogonero
(primer capítulo de la novela
América
),
La metamorfosis
y
La condena
fuesen reunidos en único volumen con el título de
Los hijos
(lo que sólo muy recientemente, en 1989, vendría a suceder). En
El fogonero
«el hijo» es expulsado por los padres por haber ofendido la honra de la familia al dejar embarazada a una sirvienta, en
La condena
«el hijo» es sentenciado por el padre a morir ahogado, en
La metamorfosis
«el hijo» dejó simplemente de existir, su lugar fue ocupado por un insecto.

Más que la
Carta al padre
, escrita en noviembre de 1919, que nunca sería entregada al destinatario, son estos relatos, según entiendo, y en particular
La condena
y
La metamorfosis
, que precisamente por ser transposiciones literarias donde el juego de mostrar y de esconder funciona como un espejo de ambigüedades y reversos, lo que nos ofrecen con más precisión la dimensión de la herida incurable que el conflicto con el padre abrió en el espíritu de Franz Kafka.
La Carta
asume, por decirlo así, la forma y el tono de un libelo acusatorio, se propone como un ajuste de cuentas final, es un balance entre el debe y el haber de dos existencias enfrentadas, de dos mutuas repugnancias, por eso no se puede rechazar la posibilidad de que se encuentren en ella exageraciones y deformaciones de los hechos reales, sobre todo cuando Kafka, al final de la carta, pasa súbitamente a usar la voz del padre para acusarse a sí mismo… En
El proceso,
Kafka pudo deshacerse por fin de la figura paterna, objetivamente considerada, pero no de su ley. Y tal como en
La condena
el hijo se suicida porque así lo había determinado la ley del padre, en
El proceso
es el propio acusado Josef K. quien acabará conduciendo a sus verdugos al lugar donde será asesinado y quien, en los últimos instantes, cuando la sombra de la muerte se aproxima, todavía tendrá tiempo para pensar, como un último remordimiento, que no había sabido desempeñar su papel hasta el fin, que no había conseguido ahorrar trabajo a las autoridades… Es decir, al Padre.

José Saramago

La detención

Alguien tenía que haber calumniado a Josef K
[2]
, pues fue detenido una mañana sin haber hecho nada malo
[3]
. La cocinera de la señora Grubach, su casera, que le llevaba todos los días a eso de las ocho de la mañana el desayuno a su habitación, no había aparecido. Era la primera vez que ocurría algo semejante. K esperó un rato más. Apoyado en la almohada, se quedó mirando a la anciana que vivía frente a su casa y que le observaba con una curiosidad inusitada. Poco después, extrañado y hambriento, tocó el timbre. Nada más hacerlo, se oyó cómo llamaban a la puerta y un hombre al que no había visto nunca entró en su habitación. Era delgado, aunque fuerte de constitución, llevaba un traje negro ajustado, que, como cierta indumentaria de viaje, disponía de varios pliegues, bolsillos, hebillas, botones, y de un cinturón; todo parecía muy práctico, aunque no se supiese muy bien para qué podía servir.

—¿Quién es usted? —preguntó Josef K, y se sentó de inmediato en la cama.

El hombre, sin embargo, ignoró la pregunta, como si se tuviera que aceptar tácitamente su presencia, y se limitó a decir:

—¿Ha llamado?
[4]

Anna me tiene que traer el desayuno dijo K, e intentó averiguar en silencio, concentrándose y reflexionando, quién podría ser realmente aquel hombre. Pero éste no se expuso por mucho tiempo a sus miradas, sino que se dirigió a la puerta, la abrió un poco y le dijo a alguien que presumiblemente se hallaba detrás:

Quiere que Anna le traiga el desayuno.

Se escuchó una risa en la habitación contigua, aunque por el tono no se podía decir si la risa provenía de una o de varias personas. Aunque el desconocido no podía haberse enterado de nada que no supiera con anterioridad, le dijo a K con una entonación oficial:

—Es imposible.

—¡Es lo que faltaba! —dijo K, que saltó de la cama y se puso los pantalones con rapidez—. Quiero saber qué personas hay en la habitación contigua y cómo la señora Grubach me explica este atropello.

Al decir esto, se dio cuenta de que no debería haberlo dicho en voz alta, y de que, al mismo tiempo, en cierta medida, había reconocido el derecho a vigilarle que se arrogaba el desconocido, pero en ese momento no le pareció importante. En todo caso, así lo entendió el desconocido, pues dijo:

—¿No prefiere quedarse aquí?

—Ni quiero quedarme aquí, ni deseo que usted me siga hablando mientras no se haya presentado.

—Se lo he dicho con buena intención dijo el desconocido, y abrió voluntariamente la puerta.

La habitación contigua, en la que K entró más despacio de lo que hubiera deseado, ofrecía, al menos a primera vista, un aspecto muy parecido al de la noche anterior. Era la sala de estar de la señora Grubach. Tal vez esa habitación repleta de muebles, alfombras, objetos de porcelana y fotografías aparentaba esa mañana tener un poco más de espacio libre que de costumbre, aunque era algo que no se advertía al principio, como el cambio principal, que consistía en la presencia de un hombre sentado al lado de la ventana con un libro en las manos, del que, al entrar K, apartó la mirada.

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