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Authors: Franz Kafka

El proceso (4 page)

BOOK: El proceso
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—Soy el hijo del portero, señor —respondió el muchacho, se sacó la pipa de la boca y se apartó.

—¿El hijo del portero? —preguntó K, y golpeó impaciente con el bastón en el suelo.

—¿Desea algo el señor? ¿Debo traer a mi padre?

—No, no dijo K. En su voz había un tono de disculpa, como si el muchacho hubiera hecho algo malo y él le perdonara. Está bien dijo, y siguió, pero antes de subir las escaleras, se volvió una vez más.

Habría podido ir directamente a su habitación, pero como quería hablar con la señora Grubach, llamó a su puerta. Estaba sentada a una mesa cosiendo una media. Sobre la mesa aún quedaba un montón de medias viejas. K se disculpó algo confuso por haber llegado tan tarde, pero la señora Grubach era muy amable y no quiso oír ninguna disculpa: siempre tenía tiempo para hablar con él, sabía muy bien que era su mejor y más querido inquilino. K miró la habitación, había recobrado su antiguo aspecto, la vajilla del desayuno, que había estado por la mañana en la mesita junto a la ventana, ya había sido retirada. «Las manos femeninas hacen milagros en silencio pensó, él probablemente habría roto toda la vajilla, en realidad ni siquiera habría sido capaz de llevársela». Contempló a la señora Grubach con cierto agradecimiento.

—¿Por qué trabaja hasta tan tarde? —preguntó.

Ambos estaban sentados a la mesa, y K hundía de vez en cuando una de sus manos en las medias.

—Hay mucho trabajo —dijo ella—. Durante el día me debo a los inquilinos, pero si quiero mantener el orden en mis cosas sólo me quedan las noches.

—Hoy le he causado un trabajo extraordinario.

—¿Por qué? —preguntó con cierta vehemencia; el trabajo descansaba en su regazo.

—Me refiero a los hombres que estuvieron aquí esta mañana.

—¡Ah, ya! —dijo, y se volvió a tranquilizar—. Eso no me ha causado mucho trabajo.

K miró en silencio cómo emprendía de nuevo su labor. «Parece asombrarse de que le hable del asunto pensó, no considera correcto que hable de ello. Más importante es, pues, que lo haga. Sólo puedo hablar de ello con una mujer mayor».

—Algo de trabajo sí ha causado —dijo—, pero no se volverá a repetir.

—No, no se puede repetir —dijo ella confirmándolo y sonrió a K casi con tristeza.

—¿Lo cree de verdad? —preguntó K.

—Sí —dijo ella en voz baja—, pero ante todo no se lo debe tomar muy en serio. ¡Las cosas que ocurren en el mundo! Como habla conmigo con tanta confianza, señor K, le confesaré que escuché algo detrás de la puerta y que los vigilantes también me contaron algunas cosas. Se trata de su felicidad, y eso me importa mucho, más, quizá, de lo que me incumbe, pues no soy más que la casera. Bien, algo he oído, pero no puedo decir que sea especialmente malo. No. Usted, es cierto, ha sido detenido, pero no como un ladrón. Cuando se detiene a alguien como si fuera un ladrón, entonces es malo, pero esta detención…, me parece algo peculiar y complejo, perdóneme si digo alguna tontería, hay algo complejo en esto que no entiendo, pero que tampoco se debe entender.

—No ha dicho ninguna tontería, señora Grubach, yo mismo comparto algo su opinión, pero juzgo todo con más rigor que usted, y no lo tomo por algo complejo, sino por una nadería. Me han asaltado de un modo imprevisto, eso es todo. Si nada más despertarme no me hubiera dejado confundir por la ausencia de Anna, me hubiera levantado en seguida y, sin tener ninguna consideración con nadie que me saliera al paso, hubiera desayunado, por una vez, en la cocina y me hubiera traído usted el traje de mi habitación, entonces habría negociado todo breve y razonablemente, no habría pasado a mayores y no hubiera ocurrido nada de lo que pasó. Pero uno siempre está tan desprevenido. En el banco, por ejemplo, siempre estoy preparado, allí no me podría ocurrir algo similar, allí tengo a un ordenanza personal; el teléfono interno y el de mi despacho están frente a mí, en la mesa; no cesa de llegar gente, particulares o funcionarios; además, y ante todo, allí estoy siempre sumido en el trabajo, lo que me mantiene alerta, allí sería un placer para mí enfrentarme a una situación como ésa. Bien, pero ya ha pasado y tampoco quiero hablar más sobre ello, sólo quería oír su opinión, la opinión de una mujer razonable, y estoy contento de que coincidamos. Pero ahora me debe dar la mano, una coincidencia así se tiene que sellar con un apretón de manos.

«¿Me dará la mano? El vigilante no me la dio» —pensó, y miró a la mujer de un modo diferente, con cierto aire inquisitivo. Ella se levantó, porque él también se había levantado, y se mostró algo turbada, ya que no había entendido todo lo que K había dicho. A causa de esa turbación dijo algo que no quería haber dicho y que estaba completamente fuera de lugar:

—No se lo tome muy en serio, señor K —dijo con voz temblorosa y, naturalmente, olvidó darle la mano.

No sabía que se lo tomaba tan en serio dijo K, repentinamente agotado al comprobar la inutilidad de todos los beneplácitos de aquella mujer.

Ya desde la puerta preguntó:

—¿Está en casa la señorita Bürstner?

—No —dijo la señora Grubach, y sonrió con simpatía al dar esa breve y seca información. Está en el teatro. ¿Desea algo de ella? ¿Quiere que le dé algún recado?

—Sólo quería conversar un poco con ella.

—Lamentablemente no sé cuándo regresará; cuando va al teatro suele llegar tarde.

—Da igual —dijo K, e inclinó la cabeza hacia la puerta para irse—, sólo quería disculparme por haber sido el causante de que ocuparan su habitación esta mañana.

—Eso no es necesario, señor K, usted es demasiado considerado, la señorita no sabe nada de nada, había abandonado la casa muy temprano, ya está todo ordenado, usted mismo lo puede comprobar.

Abrió la puerta de la habitación de la señorita Bürstner.

—Gracias, lo creo —dijo K, pero fue hacia la puerta abierta. La luna iluminaba la oscura habitación. Lo que pudo ver parecía en orden, ni siquiera la blusa colgaba en el picaporte de la ventana. Los almohadones de la cama alcanzaban una altura llamativa: sobre ellos caía la luz de la luna.

—La señorita viene con frecuencia muy tarde por la noche dijo K, y contempló a la señora Grubach como si fuera responsable de esa costumbre.

—¡Ah, la gente joven! —dijo la señora Grubach con un tono de disculpa.

—Cierto, cierto —dijo K—, pero no se deben extremar las cosas. —No, claro que no —dijo la señora Grubach—. Tiene mucha razón, señor K. Tal vez también en este caso. No quiero criticar a la señorita Bürstner, ella es una muchacha buena y amable, ordenada, puntual, trabajadora, yo aprecio todo eso, pero algo es verdad: debería ser más prudente y discreta. Este mes ya la he visto dos veces con un hombre diferente en calles apartadas. Para mí resulta muy desagradable; esto, pongo a Dios por testigo, sólo se lo cuento a usted, pero es inevitable, tendré que hablar sobre ello con la señorita. Y no es lo único en ella que considero sospechoso.

—Está equivocada —dijo K furioso e incapaz de ocultarlo—, usted ha interpretado mal el comentario que he hecho sobre la señorita, no quería decir eso. Es más, le advierto sinceramente que no le diga nada, usted está completamente equivocada, conozco muy bien a la señorita, nada de lo que usted ha dicho es verdad. Por lo demás, tal vez he ido demasiado lejos, no le quiero impedir que haga nada, dígale lo que quiera. Buenas noches.

—Señor K… —dijo la señora Grubach suplicante, y se apresuró a ir detrás de K hasta la puerta, que él ya había abierto, por el momento no quiero hablar con la señorita, naturalmente que antes quiero observarla, sólo a usted le he confiado lo que sabía. Al fin y al cabo intento mantener decente la pensión en beneficio de todos los inquilinos, ése es mi único afán.

—¡Decencia! —gritó K a través de la rendija de la puerta, si quiere que la pensión continúe siendo decente, debería echarme a mí primero.

A continuación, cerró la puerta de golpe e ignoró un suave golpeteo posterior.

Puesto que no tenía ganas de dormir, decidió permanecer despierto y comprobar a qué hora regresaba la señorita Bürstner. Tal vez fuera aún posible, por muy improcedente que resultara, intercambiar con ella algunas palabras. Cuando estaba en la ventana y se frotaba los ojos cansados llegó a pensar en castigar a la señora Grubach y en convencer a la señorita Bürstner para que ambos rescindieran el contrato de alquiler. Pero poco después todo le pareció terriblemente exagerado e, incluso, alimentó la sospecha contra él mismo de que quería irse de la vivienda por el incidente de la mañana. Nada podría haber sido más absurdo y, ante todo, más inútil y más despreciable
[14]
.

Cuando se cansó de mirar por la ventana, y después de haber abierto un poco la puerta que daba al recibidor para poder ver a todo el que entraba, se echó en el canapé. Permaneció tranquilo, fumando un cigarrillo, hasta las once. Pero a partir de esa hora ya no lo resistió más, así que se fue al recibidor, como si al hacerlo pudiese acelerar la llegada de la señorita Bürstner. No es que deseara especialmente verla, en realidad ni siquiera se acordaba de su aspecto, pero ahora quería hablar con ella y le irritaba que su tardanza le procurase intranquilidad y desconcierto al final del día. También la hacía responsable de no haber ido a cenar y de haber suprimido la visita prevista a Elsa. No obstante, aún se podía arreglar, pues podía ir a la taberna en la que Elsa trabajaba. Decidió hacerlo después de la conversación con la señorita Bürstner
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.

Habían pasado de las once y media cuando oyó pasos en la escalera. K, que se había quedado ensimismado en sus pensamientos y paseaba haciendo ruido por el recibidor, como si estuviera en su propia habitación, se escondió detrás de la puerta. Era la señorita Bürstner, que acababa de llegar. Después de cerrar la puerta de entrada se echó, temblorosa, un chal de seda sobre sus esbeltos hombros. A continuación, se dirigió a su habitación, en la que K, como era medianoche, ya no podría entrar. Por consiguiente, tenía que dirigirle la palabra ahora; por desgracia, había olvidado encender la luz de su habitación, por lo que su aparición desde la oscuridad tomaría la apariencia de un asalto y se vería obligado a asustarla. En esa situación comprometida, y como no podía perder más tiempo, susurró a través de la rendija de la puerta:

—Señorita Bürstner.

Sonó como una súplica, no como una llamada.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó la señorita Bürstner, y miró a su alrededor con los ojos muy abiertos.

—Soy yo —dijo K abriendo la puerta.

—¡Ah, señor K! —dijo la señorita Bürstner sonriendo—. Buenas noches y le tendió la mano.

—Quisiera hablar con usted un momento, ¿me lo permite?

—¿Ahora? —preguntó la señorita Bürstner—. ¿Tiene que ser ahora? Es un poco extraño, ¿no?

—La estoy esperando desde las nueve.

—¡Ah!, bueno
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, he estado en el teatro, usted no me había dicho nada.

—El motivo por el que quiero hablar con usted es algo que ha sucedido esta mañana.

—Bien, no tengo nada en contra, excepto que estoy agotada. Venga un par de minutos a mi habitación, aquí no podemos conversar, despertaremos a todos y eso sería muy desagradable para mí, y no por las molestias causadas a los demás, sino por nosotros. Espere aquí hasta que haya encendido la luz en mi habitación y entonces apague la suya.

Así lo hizo K, luego esperó hasta que la señorita Bürstner le invitó en voz baja a entrar en su habitación.

—Siéntese —dijo, y señaló una otomana; ella permaneció de pie al lado de la cama a pesar del cansancio del que había hablado. Ni siquiera se quitó su pequeño sombrero, adornado con un ramillete de flores.

—Bueno, ¿qué desea usted? Tengo curiosidad por saberlo —dijo, y cruzó ligeramente las piernas.

—Tal vez le parezca —comenzó K— que el asunto no era tan urgente como para tener que hablarlo ahora, pero…

—Siempre ignoro las introducciones —dijo la señorita Bürstner.

—Bien, eso me facilita las cosas —dijo K—. Su habitación ha sido esta mañana, en cierto modo por mi culpa, un poco desordenada. Lo hicieron unos extraños contra mi voluntad y, como he dicho, también por mi culpa. Por eso quisiera pedirle perdón.

—¿Mi habitación? —preguntó la señorita Bürstner, y en vez de mirar la habitación dirigió a K una mirada inquisitiva.

—Así ha sido —dijo K, y por primera vez se miraron a los ojos—. La manera en que ha ocurrido no merece la pena contarla.

—Pero es precisamente lo interesante —dijo la señorita Bürstner.

—No —dijo K.

—Bueno, tampoco quiero inmiscuirme en los asuntos de los demás, si usted insiste en que no es interesante, no objetaré nada. Acepto sus disculpas, sobre todo porque no encuentro ninguna huella de desorden.

Dio un paseo por la habitación con las manos en las caderas. Se paró frente a las fotografías.

—Mire —exclamó—, han movido mis fotografías. Eso es algo de mal gusto. Así que alguien ha entrado en mi habitación sin mi permiso.

K asintió y maldijo en silencio al funcionario Kaminer, que no podía dominar su absurda e inculta vivacidad.

—Es extraño —dijo la señorita Bürstner—, me veo obligada a prohibirle algo que usted mismo se debería prohibir: entrar en mi habitación cuando me hallo ausente.

—Yo le aseguro, señorita Bürstner —dijo K, acercándose a las fotografías—, que yo no he sido el que las ha tocado. Pero como no me cree, debo reconocer que la comisión investigadora ha traído a tres funcionarios del banco, de los cuales uno, al que cuando se me presente la primera oportunidad despediré del banco, probablemente tomó las fotografías en la mano. Sí añadió K, ya que la señorita le había lanzado una mirada interrogativa, esta mañana hubo aquí una comisión investigadora.

—¿Por usted? —preguntó la señorita.

—Sí —respondió K.

—No —exclamó ella, y rió.

—Sí, sí —dijo K—, ¿cree que soy inocente?

—Bueno, inocente… —dijo la señorita—. No quiero emitir ahora un juicio trascendente, tampoco le conozco, en todo caso debe de ser un delito grave para mandar inmediatamente a una comisión investigadora. Pero como está en libertad —deduzco por su tranquilidad que no se ha escapado de la cárcel—, no ha podido cometer un delito semejante.

—Sí —dijo K, pero la comisión investigadora puede haber comprobado que soy inocente o no tan culpable como habían supuesto.

—Cierto, puede ser —dijo ella muy atenta.

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