Authors: Franz Kafka
—¡Tendría que haberse quedado en su habitación! ¿Acaso no se lo ha dicho Franz?
—Sí, ¿qué quiere usted de mí? —preguntó K, que miró alternativamente al nuevo desconocido y a la persona a la que había llamado Franz, que ahora permanecía en la puerta. A través de la ventana abierta pudo ver otra vez a la anciana que, con una auténtica curiosidad senil, permanecía asomada con la firme resolución de no perderse nada.
—Quiero ver a la señora Grubach —dijo K, hizo un movimiento corno si quisiera desasirse de los dos hombres, que, sin embargo, estaban situados lejos de él, y se dispuso a irse.
—No —dijo el hombre de la ventana, arrojó el libro sobre una mesita y se levantó. No puede irse, usted está detenido.
—Así parece —dijo K—
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. ¿Y por qué? preguntó a continuación.
—No estamos autorizados a decírselo. Regrese a su habitación y espere allí. El proceso se acaba de iniciar y usted conocerá todo en el momento oportuno. Me excedo en mis funciones cuando le hablo con tanta amabilidad. Pero espero que no me oiga nadie excepto Franz, y él también se ha comportado amablemente con usted, infringiendo todos los reglamentos. Si sigue teniendo tanta suerte como la que ha tenido con el nombramiento de sus vigilantes, entonces puede ser optimista.
K se quiso sentar, pero ahora comprobó que en toda la habitación no había ni un solo sitio en el que tomar asiento, excepto el sillón junto a la ventana.
Ya verá que todo lo que le hemos dicho es verdad dijo Franz, que se acercó con el otro hombre hasta donde estaba K. El compañero de Franz le superaba en altura y le dio unas palmadas en el hombro. Ambos examinaron la camisa del pijama de K y dijeron que se pusiera otra peor, que ellos guardarían ésa, así como el resto de su ropa, y que si el asunto resultaba bien, entonces le devolverían lo que habían tomado.
—Es mejor que nos entregue todo a nosotros en vez de al depósito —dijeron—, pues en el depósito desaparecen cosas con frecuencia y, además, transcurrido cierto plazo, se vende todo, sin tener en consideración si el proceso ha terminado o no. ¡Y hay que ver lo que duran los procesos en los últimos tiempos! Naturalmente, el depósito, al final, abona un reintegro, pero éste, en primer lugar, es muy bajo, pues en la venta no decide la suma ofertada, sino la del soborno y, en segundo lugar, esos reintegros disminuyen, según la experiencia, conforme van pasando de mano en mano y van transcurriendo los años.
K apenas prestaba atención a todas esas aclaraciones. Por ahora no le interesaba el derecho de disposición sobre sus bienes, consideraba más importante obtener claridad en lo referente a su situación. Pero en presencia de aquella gente no podía reflexionar bien, uno de los vigilantes —podía tratarse, en efecto, de vigilantes—, que no paraba de hablar por encima de él con sus colegas, le propinó una serie de golpes amistosos con el estómago; no obstante, cuando alzó la vista contempló una nariz torcida y un rostro huesudo y seco que no armonizaba con un cuerpo tan grueso. ¿Qué hombres eran ésos? ¿De qué hablaban? ¿A qué organismo pertenecían? K vivía en un Estado de Derecho, en todas partes reinaba la paz, todas las leyes permanecían en vigor
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, ¿quién osaba entonces atropellarle en su habitación? Siempre intentaba tomarlo todo a la ligera, creer en lo peor sólo cuando lo peor ya había sucedido, no tomar ninguna previsión para el futuro, ni siquiera cuando existía una amenaza considerable. Aquí, sin embargo, no le parecía lo correcto. Ciertamente, todo se podía considerar una broma, si bien una broma grosera, que sus colegas del banco le gastaban por motivos desconocidos, o tal vez porque precisamente ese día cumplía treinta años
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. Era muy posible, a lo mejor sólo necesitaba reírse ante los rostros de los vigilantes para que ellos rieran con él, quizá fueran los mozos de cuerda de la esquina, su apariencia era similar, no obstante, desde la primera mirada que le había dirigido el vigilante Franz, había decidido no renunciar a la más pequeña ventaja que pudiera poseer contra esa gente
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. Por lo demás, K no infravaloraba el peligro de que más tarde se dijera que no aguantaba ninguna broma. Se acordó sin que fuera su costumbre aprender de la experiencia de un caso insignificante, en el que, a diferencia de sus amigos, se comportó, plenamente consciente, con imprudencia, sin cuidarse de las consecuencias, y fue castigado con el resultado. Eso no debía volver a ocurrir, al menos no esta vez; si era una comedia, seguiría el juego.
Aún estaba en libertad.
—Permítanme —dijo—, y pasó rápidamente entre los vigilantes para dirigirse a su habitación.
—Parece que es razonable —oyó que decían detrás de él.
En cuanto llegó a su habitación se dedicó a sacar los cajones del escritorio, todo en su interior estaba muy ordenado, pero, a causa de la excitación, no podía encontrar precisamente los documentos de identidad que buscaba. Finalmente encontró los papeles para poder circular en bicicleta, ya quería ir a enseñárselos a los vigilantes cuando pensó que esos papeles eran insignificantes, por lo que siguió buscando hasta que encontró su partida de nacimiento. Cuando regresó a la habitación contigua, se abrió la puerta de enfrente y apareció la señora Grubach. Sólo se vieron un instante, pues en cuanto reconoció a K pareció confusa, pidió disculpas y desapareció cerrando cuidadosamente la puerta.
—Pero entre —es lo único que K tuvo tiempo de decir.
Ahora se encontraba en el centro de la habitación, con los papeles en la mano. Continuó mirando hacia la puerta, que no se volvió a abrir, y le asustó la llamada de los vigilantes, quienes permanecían sentados frente a una mesita al lado de la ventana abierta. Como K pudo comprobar, se estaban comiendo su desayuno.
—¿Por qué no ha entrado la señora Grubach? —preguntó K.
—No puede —dijo el vigilante más alto—. Usted está detenido. —Pero ¿cómo puedo estar detenido, y de esta manera?
—Ya empieza usted de nuevo —dijo el vigilante, e introdujo un trozo de pan en el tarro de la miel—. No respondemos a ese tipo de preguntas.
—Pues deberán responderlas. Aquí están mis documentos de identidad, muéstrenme ahora los suyos y, ante todo, la orden de detención.
—¡Cielo santo! —dijo el vigilante—. Que no se pueda adaptar a su situación actual, y que parezca querer dedicarse a irritarnos inútilmente, a nosotros, que probablemente somos los que ahora estamos más próximos a usted entre todos los hombres.
Así es, créalo —dijo Franz, que no se llevó la taza a los labios, sino que dirigió a K una larga mirada, probablemente sin importancia, pero incomprensible. K incurrió sin quererlo en un intercambio de miradas con Franz, pero agitó sus papeles y dijo:
Aquí están mis documentos de identidad.
—¿Y qué nos importan a nosotros? —gritó ahora el vigilante más alto—. Se está comportando como un niño. ¿Qué quiere usted? ¿Acaso pretende al hablar con nosotros sobre documentos de identidad y sobre órdenes de detención que su maldito proceso acabe pronto? Somos empleados subalternos, apenas comprendemos algo sobre papeles de identidad, no tenemos nada que ver con su asunto, excepto nuestra tarea de vigilarle diez horas todos los días, y por eso nos pagan. Eso es todo lo que somos. No obstante, somos capaces de comprender que las instancias superiores, a cuyo servicio estamos, antes de disponer una detención como ésta se han informado a fondo sobre los motivos de la detención y sobre la persona del detenido. No hay ningún error. El organismo para el que trabajamos, por lo que conozco de él, y sólo conozco los rangos más inferiores, no se dedica a buscar la culpa en la población, sino que, como está establecido en la ley, se ve atraído por la culpa y nos envía a nosotros, a los vigilantes. Eso es ley. ¿Dónde puede cometerse aquí un error?
—No conozco esa ley —dijo K.
—Pues peor para usted —dijo el vigilante.
—Sólo existe en sus cabezas —dijo K, que quería penetrar en los pensamientos de los vigilantes, de algún modo inclinarlos a su favor o ir ganando terreno. Pero el vigilante se limitó a decir:
—Ya sentirá sus efectos.
Franz se inmiscuyó en la conversación y dijo:
—Mira, Willem, admite que no conoce la ley y, al mismo tiempo, afirma que es inocente.
—Tienes razón, pero no se puede conseguir que comprenda nada —dijo el otro.
K ya no respondió. «¿Acaso —pensó— debo dejarme confundir por la cháchara de estos empleados subalternos, como ellos mismos reconocen serlo? Hablan de cosas que no entienden en absoluto. Su seguridad sólo se basa en su necedad. Un par de palabras que intercambie con una persona de mi nivel y todo quedará incomparablemente más claro que en una conversación larga con éstos». Paseó de un lado a otro de la habitación, seguía viendo enfrente a la anciana, que ahora había arrastrado hasta allí a una persona aún más anciana, a la que mantenía abrazada. K tenía que poner punto final a ese espectáculo.
—Condúzcanme hasta su superior —dijo K.
—Cuando él lo diga, no antes —dijo el vigilante llamado Willem—. Y ahora le aconsejo —añadió— que vaya a su habitación, se comporte con tranquilidad y espere hasta que se disponga algo sobre su situación. Le aconsejamos que no se pierda en pensamientos inútiles, sino que se concentre, pues tendrá que hacer frente a grandes exigencias. No nos ha tratado con la benevolencia que merecemos. Ha olvidado que nosotros, quienes quiera que seamos, al menos frente a usted somos hombres libres, y esa diferencia no es ninguna nimiedad. A pesar de todo, estamos dispuestos, si tiene dinero, a subirle un pequeño desayuno de la cafetería.
K no respondió a la oferta y permaneció un rato en silencio. Tal vez no le impidieran que abriera la puerta de la habitación contigua o la del recibidor, tal vez ésa fuera la solución más simple, llevarlo todo al extremo. Pero también era posible que se echaran sobre él y, una vez en el suelo, habría perdido toda la superioridad que, en cierta medida, aún mantenía sobre ellos. Por esta razón, prefirió a esa solución la seguridad que traería consigo el desarrollo natural de los acontecimientos, y regresó a su habitación, sin que ni él ni los vigilantes pronunciaran una palabra más.
Se arrojó sobre la cama y tomó de la mesilla de noche una hermosa manzana que había reservado la noche anterior para su desayuno. Ahora era su único desayuno y, como comprobó al darle el primer mordisco, resultaba, sin duda, mucho mejor que el desayuno que le hubiera podido subir el vigilante de la sucia cafetería. Se sentía bien y confiado. Cierto, estaba descuidando sus deberes matutinos en el banco, pero como su puesto era relativamente elevado podría disculparse con facilidad. ¿Debería decir las verdaderas razones? Pensó en hacerlo. Si no le creían, lo que sería comprensible en su caso, podría presentar a la señora Grubach como testigo o a los dos ancianos de enfrente, que ahora mismo se encontraban en camino hacia la ventana de la habitación opuesta. A K le sorprendió, al adoptar la perspectiva de los vigilantes, que le hubieran confinado en la habitación y le hubieran dejado solo, pues allí tenía múltiples posibilidades de quitarse la vida. Al mismo tiempo, sin embargo, se preguntó, esta vez desde su perspectiva, qué motivo podría tener para hacerlo. ¿Acaso porque esos dos de al lado estaban allí sentados y se habían apoderado de su desayuno? Habría sido tan absurdo quitarse la vida, que él, aun cuando hubiese querido hacerlo, hubiera desistido por encontrarlo absurdo. Si la limitación intelectual de los vigilantes no hubiese sido tan manifiesta, se hubiera podido aceptar que tampoco ellos, como consecuencia del mismo convencimiento, consideraban peligroso dejarlo solo. Que vieran ahora, si querían, cómo se acercaba a un armario, en el que guardaba un buen aguardiente, cómo se tomaba un vaso como sustituto del desayuno y cómo destinaba otro para darse valor, pero este último sólo como precaución para el caso improbable de que fuera necesario.
En ese instante le asustó tanto una llamada de la habitación contigua que mordió el cristal del vaso.
—El supervisor le llama —dijeron.
Sólo había sido el grito lo que le había asustado, ese grito corto, seco, militar, del que jamás hubiera creído capaz a Franz. La orden fue bienvenida.
—¡Por fin! —exclamó, cerró el armario y se apresuró a entrar en la habitación contigua. Allí estaban los dos vigilantes que le conminaron a que volviera a su habitación, como si fuera algo natural.
—¿Pero cómo se le ocurre? —gritaron—. ¿Cómo pretende presentarse ante el supervisor en mangas de camisa? ¡Le dará una paliza y a nosotros también!
—¡Al diablo con todo! —gritó K, que ya había sido empujado hasta el armario ropero—. Cuando se me asalta en la cama no se puede esperar encontrarme en traje de etiqueta.
—No le servirá de nada resistirse —dijeron los vigilantes, quienes, siempre que K gritaba, permanecían tranquilos, con cierto aire de tristeza, lo que le confundía y, en cierta medida, le hacía entrar en razón.
—¡Ceremonias ridículas! —gruñó aún, pero cogió una chaqueta de la silla y la mantuvo un rato entre las manos, como si la sometiera al juicio de los vigilantes. Ellos negaron con la cabeza.
—Tiene que ser una chaqueta negra —dijeron.
K arrojó la chaqueta al suelo y dijo:
—Aún no se puede tratar de la vista oral.
Los vigilantes sonrieron, pero no cambiaron de opinión: —Tiene que ser una chaqueta negra.
—Si eso contribuye a acelerar el asunto, me parece bien —dijo K, que abrió el armario, buscó un buen rato entre los trajes y por fin sacó su mejor traje negro, un chaqué que por su elegancia había causado impresión entre sus amigos. A continuación, sacó también una camisa y comenzó a vestirse cuidadosamente. Creyó haber logrado un adelanto al comprobar que los vigilantes habían olvidado que se aseara en el baño. Los observaba para ver si se acordaban, pero naturalmente no se les ocurrió; sin embargo, Willem no olvidó enviar a Franz al supervisor con la noticia de que K se estaba vistiendo
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Una vez vestido tuvo que atravesar, pocos pasos por delante de Willem, la habitación contigua, ya vacía, y entrar en la siguiente, cuya puerta, de dos hojas, estaba abierta. Esta habitación, como muy bien sabía K, había sido ocupada hacía poco tiempo por una mecanógrafa que solía salir muy temprano a trabajar y llegaba tarde por las noches, y con la que K apenas había cruzado algunas palabras de saludo. Ahora la mesilla de noche había sido desplazada desde la cama hasta el centro de la habitación para servir de mesa de interrogatorio, y el supervisor se sentaba detrás de ella. Tenía las piernas cruzadas y apoyaba un brazo en el respaldo de la silla. En una de las esquinas
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de la habitación había tres jóvenes que contemplaban las fotografías de la señorita Bürstner, colgadas de la pared. Del picaporte de la ventana, que permanecía abierta, colgaba una blusa blanca. En la ventana de enfrente se encontraban de nuevo los dos ancianos, pero la reunión había aumentado, pues detrás de ellos destacaba un hombre con la camisa abierta, mostrando el pecho, que no paraba de retorcer y presionar con los dedos su perilla pelirroja.