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Authors: Franz Kafka

El proceso (10 page)

BOOK: El proceso
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—¿No quiere usted sentarse?

K se sentó en seguida y apoyó los codos en los brazos de la silla para mantener mejor el equilibrio.

—Está un poco mareado, ¿verdad? —le preguntó.

Su rostro estaba ahora cerca del suyo, mostraba la expresión severa que tienen algunas mujeres en lo mejor de su juventud.

—No se preocupe —dijo ella—, aquí no es nada extraordinario, casi todos padecen un ataque semejante cuando vienen por primera vez. ¿Usted viene por primera vez? Bien, no es nada extraordinario, ya le digo. El sol cae sobre el tejado y la madera caliente provoca este aire tan enrarecido. El lugar no es el más adecuado para instalar despachos, por más ventajas que ofrezca en otros sentidos. Pero en lo que concierne al aire, los días en que hay mucha gente, y eso ocurre prácticamente todos los días, se torna casi irrespirable. Si considera, además, que aquí se cuelga ropa para que se seque —es algo que no se puede prohibir a los inquilinos—, entonces no se sorprenderá de haber sufrido un ligero mareo. Pero uno llega a acostumbrarse muy bien a este aire. Si viene por segunda o tercera vez, apenas notará este ambiente opresivo. ¿Se siente ya mejor?

K no respondió, le parecía algo lamentable depender de aquellas personas a causa de esa debilidad repentina; por añadidura, al conocer los motivos de su mareo, no se sintió mejor, sino un poco peor. La muchacha lo notó en seguida y, para refrescar a K, asió un gancho que colgaba de la pared y abrió un pequeño tragaluz, situado precisamente encima de K. Pero cayó tanto hollín que la joven tuvo que cerrarlo de inmediato y limpiar la mano de K con un pañuelo, pues K estaba demasiado cansado como para ocuparse de sí mismo. Le habría gustado permanecer allí sentado hasta que hubiera recuperado las fuerzas suficientes para irse, y eso ocurriría antes si no se preocupaban de él. Pero en ese momento añadió la muchacha:

—Aquí no puede quedarse, interrumpimos el paso.

K preguntó con la mirada a quién interrumpían el paso.

—Le llevaré, si lo desea, al botiquín.

—Ayúdeme, por favor —le dijo ella al hombre de la puerta, que ya se había acercado. Pero K no quería que lo llevaran al botiquín, precisamente eso era lo que quería evitar, que lo siguieran adentrando en las oficinas; cuanto más avanzase, peor.

—Ya puedo irme —dijo por esta razón, y se levantó temblando, acostumbrado a la cómoda silla. Pero no pudo mantenerse de pie.

—No, no puedo —dijo moviendo la cabeza y volvió a sentarse con un suspiro. Se acordó del ujier, que a pesar de todo le podría conducir fácilmente hacia la salida, pero parecía haberse ido hacía tiempo. K atisbó entre la joven y el hombre, que permanecían de pie ante él, pero no pudo encontrar al ujier.

—Creo —dijo el hombre, que vestía elegantemente: sobre todo llamaba la atención un chaleco gris que terminaba en dos largas puntas—, creo que la indisposición del señor se debe a la atmósfera de estas estancias; sería lo mejor, y probablemente lo que él preferiría, que no se le llevase al botiquín, sino fuera de las oficinas.

—Así es —exclamó K, que de la alegría había interrumpido al hombre, me sentiré mucho mejor, tampoco estoy tan débil, sólo necesito un poco de apoyo, no les causaré muchas molestias, el camino no es largo, condúzcanme hasta la puerta, me sentaré un rato en los escalones y me recuperaré, nunca he padecido este tipo de mareos, yo mismo estoy sorprendido. También soy funcionario y estoy acostumbrado al aire de las oficinas, pero aquí es muy malo, usted mismo lo ha dicho. ¿Tendrían la amabilidad de acompañarme un trecho? Estoy algo mareado y me pondré peor si me levanto sin ayuda.

Levantó los hombros para facilitarles que le cogieran bajo los brazos. Pero el hombre no siguió sus indicaciones, sino que se mantuvo tranquilo, con las manos en los bolsillos y rió en voz alta.

—Ve —le dijo a la muchacha—, he acertado. Al señor no le sienta den estar aquí.

La muchacha rió también y dio un golpecito con la punta del dedo en el brazo del hombre, como si se hubiese permitido una broma pesada con K.

—Pero, ¿qué piensa? —dijo el hombre entre risas—. Yo mismo conduciré al señor hasta la salida.

—Entonces está bien —dijo la muchacha inclinando un instante su bonita cabeza—. No le dé mucha importancia a la risa —dijo la joven a K, que se había vuelto a entristecer, miraba fijamente ante sí y no parecía necesitar ninguna explicación; este señor, ¿puedo presentarle? —el hombre dio su permiso con un gesto—, este señor es el informante. Él da a las partes que esperan toda la información que necesitan y, como nuestra justicia no es muy conocida entre la población, se reclama mucha información. Conoce la respuesta a todas las preguntas. Si alguna tiene ganas, puede probar. Pero no sólo posee ese mérito, otra de sus virtudes es su elegante forma de vestir. Nosotros, es decir los funcionarios, opinamos que el informante, como es el primero en tratar con las partes, debe vestir con elegancia para dar una impresión digna. Los demás, como puede comprobar conmigo, nos vestimos muy mal y pasados de moda. No tiene sentido gastar mucho en vestir, ya que estamos casi todo el tiempo en las oficinas, incluso dormimos aquí. Pero como he dicho, creemos que el informante tiene que vestir bien. Como no había dinero disponible para ropa elegante en nuestra administración, que en este sentido es algo peculiar, hicimos una colecta —en la que también participaron los acusados— y le compramos ese bonito traje y otros. Ahora está preparado para dar una buena impresión, pero lo estropea todo con su risa y asusta a la gente.

—Así es —dijo el hombre con tono burlón—, pero no entiendo, señorita, por qué le cuenta a este señor todas nuestras intimidades, o mejor, le obliga a oírlas, pues no creo que tenga ganas de conocerlas. Mire si no cómo permanece ahí sentado ocupado en sus propios asuntos.

K no tenía ganas de contradecirle. La intención de la muchacha podía ser buena, tal vez pretendía distraerle para darle la posibilidad de recuperarse, pero el medio elegido era inadecuado.

—Quería aclararle el motivo de su risa —dijo la muchacha—, era insultante.

—Creo que me perdonaría peores ofensas a cambio de que le condujera a la salida.

K no dijo nada, ni siquiera miró, dejó que ambos hablaran sobre él como si fuese un objeto, incluso lo prefería así. Pero de repente sintió la mano del informante en uno de sus brazos y la de la joven en el otro.

Arriba, hombre débil —dijo el informante.

—Se lo agradezco mucho a los dos —dijo alegremente sorprendido, se levantó lentamente y llevó él mismo las manos ajenas a las zonas en que más necesitaba su apoyo.

—Parece —musitó la joven al oído de K, mientras se acercaban al corredor— como si fuera muy importante para mí hablar bien del informante, pero sólo quiero decir la verdad. No tiene un corazón duro. No está obligado a conducir hasta la salida a las partes que se ponen enfermas y, sin embargo, lo hace, como puede ver. Ninguno de nosotros es duro de corazón, sólo queremos ayudar, pero como funcionarios judiciales damos la impresión de ser duros de corazón y de no querer ayudar a nadie. Yo sufro por eso.

—¿Quiere sentarse aquí un poco? —preguntó el informante: ya se encontraban en el corredor, precisamente ante el acusado con el que K había hablado anteriormente. K se avergonzó ante él, se había mantenido tan recto en su presencia y ahora se tenía que apoyar en dos personas, con la cabeza descubierta, pues el informante balanceaba su sombrero con los dedos, despeinado y con la frente bañada de sudor. Pero el acusado no pareció notar nada, permanecía humillado ante el informante, que ni siquiera lo miró, como si quisiera pedir perdón por su mera presencia.

—Ya sé —se atrevió a decir el acusado—, que hoy no puedo recibir los resultados de mis solicitudes. No obstante, aquí estoy, he pensado que podía esperar, es domingo, tengo tiempo y no estorbo.

—No debe disculparse —dijo el informante—, su esmero es digno de elogio; aunque está ocupando inútilmente un sitio, no le impediré seguir el transcurso de su proceso mientras no moleste. Cuando se ha visto gente que ha descuidado vergonzosamente su deber, se aprende a tener paciencia con personas como usted. Siéntese.

—Cómo sabe hablar con los acusados —susurró la muchacha a K. Éste asintió, pero se sobresaltó cuando el informante le preguntó de nuevo:

—¿No quiere sentarse aquí?

—No —dijo K, no quiero descansar.

Lo dijo con decisión, pero en realidad le habría venido muy bien sentarse. Se sentía mareado, como si estuviera en un barco en plena tormenta. Le parecía oír cómo el agua del mar golpeaba las paredes de madera, como si del fondo del corredor llegase el bramido de una catarata, y luego sintió que el corredor se balanceaba y le dio la impresión de que los acusados subían y bajaban. La tranquilidad de la muchacha y del hombre que le acompañaban le parecía, en esa situación, completamente incomprensible. Dependía de ellos: si le dejaban, caería al suelo como una tabla. Lanzaban miradas penetrantes a un lado y a otro, K sentía sus pasos regulares, pero no los podía imitar, pues prácticamente le llevaban en vilo. Finalmente, notó que le hablaban, pero no entendía lo que decían, sólo escuchaba un ruido que lo abarcaba todo, a través del cual se podía distinguir lo que podría ser el sonido de una sirena.

—Hablen más alto —musitó con la cabeza inclinada, aunque sabía que habían hablado con voz lo suficientemente alta. De repente, como si se hubiese derrumbado la pared ante él, sintió una corriente de aire fresco y oyó que decían a su lado:

Al principio quería salir, luego se le repite mil veces que ésta es la salida y no se mueve.

K notó que se hallaba en la puerta de salida, que la muchacha acababa de abrir. Le pareció como si le regresaran todas las fuerzas de una vez. Para sentir un anticipo de la libertad, bajó uno de los escalones y se despidió desde allí de sus acompañantes, que en ese instante se inclinaban sobre él.

—Muchas gracias —repitió, estrechó las manos de ambos y las dejó cuando creyó ver que ellos, acostumbrados al aire de las oficinas, difícilmente soportaban el aire fresco que subía por la escalera. Apenas pudieron responder, y la muchacha tal vez se hubiera caído si K no hubiese cerrado la puerta a toda prisa. K permaneció un momento en silencio, se atusó el pelo con ayuda de un espejo de bolsillo, se puso el sombrero, que habían dejado en el siguiente escalón —el informante lo había arrojado al suelo— y bajó las escaleras tan fresco y con pasos tan largos que casi tuvo miedo del cambio repentino que acababa de experimentar. Su estado de salud, por otro lado siempre bastante bueno, jamás le había procurado una sorpresa semejante. ¿Acaso pretendía su cuerpo hacer una revolución e incoarle un nuevo proceso, ya que soportaba el otro con tanto esfuerzo? No descartó del todo la idea de ver a un médico, pero lo que sí se afianzó en su mente fue el firme propósito —en esto él mismo se podía aconsejar— de emplear mejor las mañanas de los domingos.

El azotador
[22]

Cuando K, una de las noches siguientes, pasó por el pasillo que separaba su despacho de las escaleras —esta vez se iba a casa uno de los últimos, sólo en el departamento de expedición quedaban dos empleados en el pequeño radio luminoso de una bombilla—, oyó detrás de una puerta, que siempre había creído que daba a un trastero, aunque nunca lo había constatado con sus propios ojos, una serie de quejidos. Se detuvo asombrado y escuchó detenidamente para comprobar si se había equivocado. Durante un rato todo quedó en silencio, pero los suspiros comenzaron de nuevo. Al principio pensó en traer a uno de los empleados —tal vez necesitara un testigo—, pero le invadió una curiosidad tan indomable que él mismo abrió la puerta. Se trataba, como había supuesto, de un trastero. Detrás del umbral se acumulaban formularios inservibles y frascos de tinta vacíos. Pero también había tres hombres inclinados en un espacio de escasa altura. Una vela situada en un estante les iluminaba.

—¿Qué hacen aquí? —preguntó K, precipitándose por la excitación, pero no en voz alta. Uno de los hombres, que parecía dominar a los otros y que fue el primero que atrajo su atención, estaba embutido en una suerte de traje oscuro, que dejaba al aire el cuello hasta el pecho y todo el brazo. No respondió. Pero los otros dos gritaron:

—¡Señor! Nos tienen que azotar porque te has quejado de nosotros ante el juez instructor.

Y ahora comprobó K que, en efecto, se trataba de los vigilantes Franz y Willem. El tercero sostenía un látigo para azotarlos.

—Bueno— dijo K, y los miró fijamente—, no me he quejado, sólo he dicho lo que ocurrió en mi habitación. Y desde luego no os comportasteis de una manera irreprochable.

—Señor —dijo Willem, mientras Franz intentaba protegerse del tercero detrás de él—, si usted supiera lo mal que nos pagan, nos juzgaría mejor. Yo tengo que alimentar a una familia y Franz quiere casarse; uno intenta ganar dinero como puede, sólo con el trabajo no es posible, ni siquiera con el más fatigoso: a mí me tentó su fina ropa blanca. Por supuesto que está prohibido que los vigilantes actúen así, es injusto, pero es tradición que la ropa blanca pertenezca a los vigilantes, así ha sido siempre, créame. Además, es muy comprensible, pues ¿qué significan esas cosas para una persona tan desgraciada como para ser detenida? No obstante, si el detenido habla de ello públicamente, la consecuencia es el castigo.

—No sabía lo que me estáis diciendo. Tampoco he reclamado ningún castigo para vosotros; para mí es una cuestión de principios.

—Franz —se dirigió Willem al otro vigilante—, ¿no te dije que el señor no había reclamado que nos castigasen? Ya has oído que ni siquiera sabía que nos tenían que castigar.

—No te dejes conmover por esos discursos —dijo el tercero a K—, el castigo es tan justo como inevitable.

—No le escuches —dijo Willem, y se calló sólo para llevar rápidamente la mano, que acababa de recibir un azote, a la boca—, nos castigan sólo porque tú nos has denunciado, en otro caso no nos hubiera pasado nada, incluso si se hubiera sabido lo que habíamos hecho. ¿Se puede llamar a esto justicia? Nosotros dos, y sobre todo yo, somos vigilantes desde hace mucho tiempo. Tú mismo reconocerás que, mirado desde la perspectiva del organismo que representamos, hemos vigilado bien. Habríamos tenido posibilidades de ascender, con toda seguridad en poco tiempo habríamos llegado a ser azotadores, como éste, que tuvo la suerte de no ser denunciado por nadie, pues una denuncia semejante es muy rara. Y ahora, señor, todo está perdido, tendremos que trabajar en puestos aún más subordinados que el del servicio de vigilancia y, además, recibiremos unos espantosos y dolorosos azotes.

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