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Authors: Franz Kafka

El proceso (14 page)

BOOK: El proceso
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Siguiendo su petición, le mostró la fotografía, que ella estudió hecha un ovillo sobre sus rodillas. Era una fotografía al natural: la tomaron mientras Elsa bailaba una danza trepidante, como las que le gustaba bailar en el local donde trabajaba; su falda volaba a su alrededor agitada por sus giros y apoyaba las manos en las caderas, al mismo tiempo miraba sonriendo hacia un lado con el cuello estirado. No se podía reconocer en la foto a quién dirigía esa sonrisa.

—Se ha ceñido demasiado el corpiño —dijo Leni, y señaló el lugar donde se podía apreciar—. No me gusta, es torpe y vulgar. Tal vez sea con usted dulce y amable, eso se podría deducir de la fotografía. Mujeres tan altas y fuertes no saben a menudo otra cosa que ser dulces y amables; pero, ¿sería capaz de sacrificarse por usted?

—No —dijo K—, ni es dulce ni amable, ni tampoco se sacrificaría por mí. Aunque hasta ahora no he reclamado de ella ni lo uno ni lo otro. Y no he contemplado la fotografía con tanto detenimiento como usted.

—Entonces no tiene mucha importancia para usted —dijo Leni—, no es su amante.

—Sí lo es —dijo K—, no voy a desmentirlo ahora.

—Bueno, por mucho que sea su amante —dijo Leni—, no la echaría de menos si la perdiera o la sustituyera por otra, por ejemplo por mí.

—Cierto —dijo K sonriendo—, eso sería posible, pero ella tiene una ventaja frente a usted, no sabe nada del proceso y si supiera algo, no pensaría en convencerme para que condescendiera.

—Eso no es ninguna ventaja —dijo Leni—. Si no tiene más ventajas, no perderé la esperanza. ¿Tiene algún defecto corporal?

—¿Un defecto corporal? —preguntó K.

—Sí —dijo Leni—, yo tengo un pequeño defecto, mire.

Estiró los dedos corazón e índice de su mano derecha y una membrana llegaba prácticamente hasta la mitad del dedo más corto. La oscuridad impidió ver a K lo que quería mostrarle, así que ella llevó su mano hasta el sitio indicado para que él lo tocara.

—Qué capricho de la naturaleza —dijo K, y añadió mientras miraba toda la mano—: Qué garra tan hermosa.

Leni contempló con orgullo cómo K abría y cerraba asombrado los dos dedos hasta que, finalmente, los besó ligeramente y los soltó.

—¡Oh! —exclamó ella en seguida—. ¡Me ha besado!

Ayudándose con las rodillas, trepó por el cuerpo de K con la boca abierta; K la miró consternado, ahora que estaba tan cerca notó que despedía un olor amargo y excitante, como a pimienta; atrajo su cabeza, se inclinó sobre ella y la mordió y besó en el cuello, luego mordió su pelo.

—La ha sustituido por mí —exclamaba ella—, ve, ¡la ha sustituido por mí!

Sus rodillas resbalaron y cayó hasta casi tocar la alfombra lanzando un pequeño grito. K la abrazó para sujetarla, pero ella lo atrajo.

—Ahora me perteneces
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—dijo ella.

—Aquí tienes la llave de la casa, ven cuando quieras —fueron sus últimas palabras y un beso al azar le alcanzó en la espalda mientras se alejaba. Cuando salió de la casa comprobó que caía una fina lluvia, quería llegar a la mitad de la calle para poder ver a Leni en la ventana, pero de un automóvil, que esperaba cerca de la casa, y que K no había advertido, salió el tío, le cogió del brazo y le empujó contra la puerta de la casa, como si quisiera apuntalarle contra ella.

—¡Pero cómo has podido hacerlo! —gritó—. Has dañado gravemente tu causa cuando ya iba por el buen camino. Te ocultas con esa cosa sucia que, además, es la amante del abogado y permaneces ausente durante horas. Ni siquiera buscas una excusa, no, ni disimulas, sino que abiertamente corres hacia ella y te quedas con ella. Y mientras tanto nosotros permanecemos allí sentados, tu tío, que se esfuerza por ti, el abogado, al que hay que ganarse para que te defienda y, sobre todo, el jefe de departamento, ese gran señor, que domina tu caso en su estado actual. Queríamos hablar sobre cómo se te podía ayudar, yo tenía que hablar cuidadosamente con el abogado y luego éste con el jefe de departamento y al menos tendrías que haberme apoyado. En vez de eso permaneces ausente. Al final ya no se puede ocultar, son hombres educados, no hablan de ello, me guardan consideración, pero llega un momento en que ya no lo pueden tolerar, y como no pueden hablar del caso, enmudecen. Hemos permanecido allí sentados minutos y minutos sin decir una palabra, escuchando si venías o no. Todo en vano. Finalmente, el jefe de departamento, que ha permanecido más tiempo del que quería, se ha levantado y se ha despedido de mí, compadeciéndome y sin poder ayudarme. Luego esperó amablemente un tiempo en la puerta y se fue. Naturalmente, yo estaba feliz de que se hubiera ido, ya no podía ni respirar. Al abogado le ha sentado mucho peor, el pobre hombre no podía hablar cuando me despedí de él. Probablemente has contribuido a que sufriese una recaída y así aceleras la muerte del hombre del que dependes. Y me dejas a mí, a tu tío, aquí, bajo la lluvia, mira, estoy empapado, he esperado horas
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.

El abogado.
El fabricante.
El pintor

Una mañana de invierno —fuera caía la nieve y la luz era mortecina—, K estaba sentado en su despacho, exhausto a pesar de encontrarse en las primeras horas de la mañana. Para protegerse de los funcionarios inferiores, había encargado a su ordenanza que no dejase pasar a nadie; puso como excusa que estaba muy ocupado. Pero en vez de trabajar, giraba en su sillón, desplazaba lentamente distintos objetos sobre el escritorio y, sin ser muy consciente de lo que hacía, terminó por extender el brazo sobre la mesa y permanecer inmóvil con la cabeza inclinada.

El proceso ya no abandonaba sus pensamientos. Con frecuencia había considerado la posibilidad de redactar un escrito de defensa y Presentarlo al tribunal. En él incluiría una corta descripción de su vida y aclararía, respecto a cada acontecimiento importante, por qué motivos había actuado así, si esa forma de actuar, según su juicio actual, era reprochable o no, y las justificaciones que se podían aducir en uno u otro caso. Las ventajas de un escrito de defensa con un contenido similar, en comparación con la simple defensa a través del abogado, por lo demás tampoco libre de objeciones, eran indudables. K no sabía lo que el abogado emprendía; en todo caso no era mucho, hacía un mes que no le llamaba y en ninguna de las visitas previas tuvo la impresión de que ese hombre pudiera alcanzar algo. Ni siquiera le había preguntado apenas nada. Y, sin embargo, había tanto que preguntar. Preguntar era, sin duda, lo principal. K tenía la sensación de que él mismo podía plantear todas las preguntas necesarias del caso. El abogado, por el contrario, en vez de preguntarle, contaba cosas él mismo o permanecía en silencio, inclinándose sobre el escritorio —tal vez por su dureza de oído—, tirándose de un pelo de la barba y mirando fijamente la alfombra, es posible que hacia el lugar en el que habían yacido K y Leni. De vez en cuando le hacía alguna vacía advertencia, como se hace con los niños
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. Palabras tan inútiles como aburridas, que K no pensaba pagar ni con un céntimo cuando le enviara la cuenta final. Una vez que el abogado creía haberle humillado lo suficiente, comenzaba, como de costumbre, a infundirle un poco de ánimo. Según le contaba, él había ganado ya total o parcialmente muchos procesos similares, procesos que, si bien no habían sido tan difíciles como el suyo, al menos se habían presentado igual de desesperanzados. Tenía una lista con esos procesos en su cajón —al decirlo golpeteaba en uno de los laterales de la mesa—, pero por desgracia no podía mostrar el material, pues se trataba de un secreto oficial. Naturalmente, decía, toda su experiencia revertía en favor de K. Había comenzado a trabajar de inmediato y el primer escrito judicial ya casi estaba redactado. Su importancia consistía en que al ser la primera impresión que daba la defensa, a menudo determinaba esencialmente el posterior desarrollo del procedimiento. No obstante, por desgracia, se veía obligado a advertirle que a veces ocurría que los primeros escritos presentados al tribunal no se leían. Simplemente se agregaban a las actas y se estimaba que provisionalmente era más importante el interrogatorio y la observación del acusado que todas las alegaciones realizadas por escrito. Si el solicitante mostraba apremio, se aducía que antes de la sentencia definitiva se reuniría todo el material, incluidas las actas respectivas, y se examinarían también los primeros escritos. Lamentablemente, esto no ocurría siempre así, el primer escrito se solía traspapelar o simplemente se extraviaba y, aunque se conservase hasta el final —esto lo había sabido el abogado sólo por rumores—, apenas se leía. Todo eso era lamentable, pero no carecía de justificación. K no debía sacar la falsa conclusión de que el procedimiento no era público, podía ser público, si el tribunal lo consideraba necesario, pero la ley no prescribía su publicidad. Como consecuencia de esto, los escritos judiciales, ante todo el escrito de acusación, eran inaccesibles para el acusado y la defensa, por consiguiente no se sabía con exactitud a qué se debía referir, en concreto, el primer escrito, así que éste sólo podía contener por casualidad algo que fuera importante para la causa. Datos exactos y aptos para servir de prueba se podían elaborar con posterioridad, cuando los interrogatorios del acusado hicieran aparecer con más claridad los cargos que se le imputaban o permitieran deducirlos con mayor precisión. Naturalmente, bajo estas condiciones, la defensa se encontraba en una situación muy desfavorable y difícil. Pero también esto era deliberado. En realidad, la ley no permitía una defensa, sólo la toleraba, no obstante, incluso respecto al sexto legal del que se podía deducir una tolerancia, existía una fuerte disensión doctrinal. Por consiguiente, estrictamente hablando, no podía haber ningún abogado reconocido por los tribunales, todos los abogados que comparecían ante ese tribunal eran abogados intrusos. El gremio consideraba esta situación indignante y si K, en su próxima visita a los juzgados, se fijaba en el despacho de los abogados, lo comprobaría. Probablemente quedaría horrorizado al ver en qué condiciones se reunía allí la gente. Ya la estancia estrecha mostraba el desprecio que la justicia tenía por ese gremio. La luz sólo penetraba por una claraboya, situada a tal altura que si alguien quería mirar por ella tenía que buscar a un colega para subirse a sus espaldas. Por añadidura, el humo de una chimenea cercana le entraría por la nariz y le dejaría la cara negra. En el suelo de esa estancia —sólo para añadir un ejemplo más del estado en que se encontraba aquello—, había, desde hacía más ele un año, un agujero, no tan grande como para que un hombre pudiese caer por él, pero sí lo suficiente como para poder meter una pierna. El despacho de los abogados estaba en el segundo piso, si alguien se hundía, la pierna aparecía en el primer piso, precisamente en el corredor donde esperan los acusados. No exageraba al decir que en los círculos de abogados esa situación se consideraba vergonzosa. Las quejas a la Administración de Justicia no habían tenido el más mínimo éxito, lo único que se había conseguido era que se prohibiera severamente que los abogados cambiasen algo en la habitación asumiendo ellos mismos los costes. Pero también esta forma de tratar a los abogados tenía un fundamento. Se quería impedir la defensa y se pretendía que todo recayese sobre el acusado. No era un mal criterio, pero sería un error deducir que en esa justicia los abogados no servían para nada. Todo lo contrario, en ningún lugar eran tan necesarios. El procedimiento no sólo no era público, sino que también permanecía secreto para el acusado. Naturalmente, todo lo secreto que era posible, pero era posible en su mayor parte. El acusado tampoco tenía acceso a los escritos judiciales y deducir de los interrogatorios el contenido de ellos era muy difícil, sobre todo para el acusado, confuso y lleno de preocupaciones. Aquí es cuando debía actuar la defensa. Por regla general, la defensa no podía estar presente durante los interrogatorios, así que se veía obligada a preguntar al acusado, si era posible en la misma puerta del despacho del juez instructor, acerca del interrogatorio e intentar deducir de esos informes, la mayoría de las veces muy vagos, la información conveniente. Pero esto no era lo más importante, pues así no se podía averiguar mucho, aunque, si bien era cierto, una persona competente averiguaría más que otra que no lo era. Lo más importante eran las relaciones personales del abogado, en ellas consistía la calidad de la defensa. K ya había sabido por propia experiencia que los rangos inferiores de esa organización judicial no eran del todo perfectos, que en ellos abundaban los empleados corruptos y aquellos que olvidaban fácilmente el cumplimiento del deber, por lo que la severa configuración judicial mostraba algunas lagunas. Aquí es donde la gran masa de abogados encontraba su campo de actuación, aquí se sobornaba y se espiaba, no hacía mucho tiempo, incluso, se produjeron robos de actas. No se podía dudar que de esa manera se podían conseguir resultados sorprendentemente favorables para el acusado, aunque sólo momentáneos. Los pequeños abogados los aprovechaban para hacerse publicidad y vanagloriarse, pero para el posterior transcurso del proceso no significaba nada o nada bueno. Lo que a fin de cuentas poseía más valor eran las buenas y sinceras relaciones personales y, además, con los funcionarios superiores, con lo que sólo se hacía referencia a los funcionarios superiores de los grados inferiores. Gracias a estas relaciones se podía influir en el desarrollo del proceso, al principio de una vera inapreciable, más tarde con mayor claridad. Esto lo conseguían muy pocos abogados, y aquí la elección de K se mostraba muy acertada. Tal vez sólo uno o dos abogados podían poseer unas relaciones similares a las suyas. Estos abogados, sin embargo, no se ocupaban de los clientes presentes en el despacho de abogados y no tenían nada que ver con ellos. Y precisamente esa circunstancia era la que fortalecía vínculo con los funcionarios judiciales. Ni siquiera era necesario que el Dr. Huld acudiera a los tribunales, que esperase allí a la casual aparición del juez instructor y que consiguiese algún éxito, dependiendo del humor del magistrado, o ni siquiera eso. No, K ya lo había podido ver, los funcionarios, y, entre ellos, algunos superiores, se presentaban por su propia voluntad, ofrecían espontáneamente alguna información, clara o fácilmente interpretable, hablaban sobre el posterior desarrollo del proceso, sí, incluso había casos en que se dejaban convencer y adoptaban encantados los puntos de vista ajenos. No obstante, tampoco se podía confiar mucho en ellos en este último aspecto. Por muy positiva que fuese su opinión para la defensa, nada impedía que regresasen a su despacho y al día siguiente emitiesen una sentencia completamente contraria y mucho más severa para el acusado que la pensada en un primer momento, de la que, sin embargo, afirmaban estar convencidos del todo. Contra esto no hay defensa posible, pues lo que han dicho en confianza sólo se ha dicho en confianza y no admite ninguna consecuencia pública, ni siquiera en el caso de que la defensa no se esforzara en mantener el favor de los señores. Por otra parte, resultaba cierto que estos señores no se ponían en contacto con la defensa, naturalmente con una defensa especializada, por amor al género humano o por sentimientos de amistad, también ellos, en cierta manera, dependían de ella. Aquí salía a la luz uno de los defectos de una organización judicial que establecía la confidencialidad del tribunal. A los funcionarios les faltaba el contacto con la población, para los procesos habituales estaban bien dotados, un proceso así prácticamente avanzaba por sí mismo y sólo necesitaba un pequeño empujón de vez en cuando, pero en los casos más simples o en los más difíciles se mostraban con frecuencia perplejos. Como estaban sumidos noche y día en la ley, carecían del sentido para las relaciones humanas y en algunos casos lo echaban de menos. Entonces acudían a los abogados para tomar consejo y detrás de ellos venía un empleado con esas actas que, en realidad, se supone, son tan secretas. En esa ventana había visto a algunos señores, de los que jamás se hubiera podido esperar una actitud así, mirando hacia la calle desconsolados, mientras el abogado estudiaba las actas para darle un buen consejo. Por lo demás, en esas situaciones se podía comprobar la enorme seriedad con que esos señores se tomaban su trabajo y cómo se desesperaban cuando topaban con impedimentos que, por su naturaleza, no podían superar. Su posición tampoco era fácil, se les haría una injusticia si se pensase que su posición era fácil. La estructura jerárquica de la organización judicial era infinita y ni siquiera era abarcable para el especialista. El procedimiento en los distintos juzgados era, por regla general, también secreto para los funcionarios inferiores, por consiguiente jamás podrían seguir los asuntos que trataban en las fases subsiguientes; las causas judiciales entraban en su ámbito de competencias sin que supieran de dónde venían y luego seguían su camino sin que supieran adónde iban. Así pues, estos funcionarios no podían sacar ninguna enseñanza del estudio de las distintas fases procesales, de las decisiones y fundamentos de las mismas. Sólo podían ocuparse de aquella parte del proceso que la ley les atribuía y del resultado de su trabajo sabían con frecuencia menos que la defensa, que, por regla general, permanecía en contacto con el acusado hasta el final del proceso. También a este respecto podían conocer a través de la defensa alguna información valiosa. Si K todavía se asombraba, teniendo en cuenta todo lo dicho, de la irascibilidad de los funcionarios —todos tenían la misma experiencia—, que con frecuencia se dirigían a las partes de un modo insultante, debía considerar que todos los funcionarios estaban irritados, incluso cuando parecían tranquilos. Era natural que los abogados sufrieran mucho por esa circunstancia. Se contaba, por ejemplo, una historia, que, según todos los indicios, podía ser verdadera: Un viejo funcionario, un señor bueno y silencioso, había estudiado una noche y un día, sin interrupción —estos funcionarios eran más diligentes que nadie—, un asunto judicial bastante difícil, especialmente complicado debido a los datos confusos aportados por el abogado. Por la mañana, después de un trabajo de veinticuatro horas, probablemente no muy fecundo, se fue hacia la puerta de entrada, permaneció allí emboscado y arrojó por las escaleras a todos los abogados que pretendían entrar. Los abogados se reunieron al pie de las escaleras y discutieron qué podían hacer. Por una parte, no tenían ningún derecho a entrar, así que no podían emprender acción judicial alguna contra el funcionario y, además, tenían que cuidarse mucho de poner al cuerpo de funcionarios en su contra. Por otra parte, como no hay día perdido en el juzgado, tenían la necesidad de entrar realmente, se pusieron de acuerdo en intentar cansar al funcionario. Una y otra vez mandaron a un abogado que volvía a ser arrojado escaleras abajo al ofrecer una resistencia meramente pasiva. Todo esto duró alrededor de una hora; entonces el hombre, ya viejo, debilitado por el trabajo nocturno, realmente fatigado, regresó a su despacho. Los de abajo no se lo querían creer, así que enviaron a uno para que mirase detrás de la puerta y comprobara que ya no estaba. Sólo entonces entraron, pero no se atrevieron ni a rechistar. Pues los abogados —y hasta el más ínfimo de ellos podía abarcar, al menos en parte, las circunstancias que allí prevalecían— no pretendían introducir ni imponer ninguna mejora en el funcionamiento de los tribunales, mientras que casi todos los acusados —y esto era lo significativo—, incluso gente muy simple, empezaban a pensar nada más entrar en proposiciones de mejora y así desperdiciaban el tiempo y las energías, que podrían emplear mucho mejor de otra manera. Lo correcto era adaptarse a las circunstancias. Aun en el supuesto de que a alguien le fuera posible mejorar algunos detalles —aunque sólo se trataba de una superstición absurda—, lo único que habría conseguido, en el mejor de los casos, sería mejorar algo para asuntos futuros, pero se habría dañado extraordinariamente a sí mismo, pues habría llamado la atención del cuerpo de funcionarios, siempre vengativo. ¡Jamás había que llamar la atención! Había que esforzarse por comprender que ese gran organismo judicial en cierta manera estaba suspendido, como si flotara, y si alguien cambiaba algo en su esfera particular podía perder el suelo bajo los pies y precipitarse, mientras que el gran organismo, para paliar esa pequeña distorsión, encontrar fácilmente un repuesto en otro lugar —todo está conectado— y permanecería así invariable o, lo que era aún más probable, todavía más cerrado, más atento, más severo, más perverso. Así que lo mejor era ceder el trabajo a los abogados en vez de molestarlos. Los reproches no servían de nada, sobre todo cuando no se podían comprender los motivos que los generaban, y no se podía negar que K, con su actitud frente al jefe de departamento, había dañado mucho su causa. A ese hombre tan influyente, que pertenecía a aquellos que pueden hacer algo por él, ya había que tacharlo de la lista. Desoía incluso las menciones más fugaces del proceso y, además, intencionadamente. En algunas cosas los funcionarios se comportaban como niños.

BOOK: El proceso
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