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Authors: Mark Twain

Tags: #Cuento, Infantil y Juvenil

El príncipe y el mendigo (25 page)

BOOK: El príncipe y el mendigo
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—No tiene nada de difícil esta adivinanza.

Luego, sin un «con vuestra venia» a nadie, se volvió y dio esta orden, con el desembarazo del que está acostumbrado a tales cosas—: Milord St. John, id a mi gabinete particular en el palacio —pues nadie lo conoce mejor que vos—, y, muy cerca del piso, a la izquierda, en el rincón más distante de la puerta que da a la antecámara, hallaréis en la pared una cabeza de clavo de bronce. Oprimidlo y se abrirá un armarito de joyas, que ni siquiera vos conocéis, no, ni ningún alma en el mundo sino yo y el leal artesano que lo ideó para mí. Lo primero que veréis será el Gran Sello. Traedlo aquí.

Todos los circunstantes se pasmaron al oír sus palabras, y se maravillaron, más aún al ver al pordioserillo elegir a aquel par sin vacilación ni aparente temor de equivocarse, y llamarlo por su nombre, con el aire plácido y convincente de haberlo conocido toda la vida. El par se sorprendió casi obedeciendo. Incluso hizo un movimiento como para alejarse, pero pronto recuperó su serena actitud y confesó su disparate con un sonrojo. Tom Canty se volvió hacia él y dijo ásperamente:

—¿Por qué vacilas? ¿No has oído el mandato del rey? ¡Ve!

El lord St. John hizo una profunda reverencia —y se pudo observar que ésta fue cautelosa y evasiva, no dirigida a ninguna de los reyes, sino al territorio neutral equidistante de ambos— y se despidió.

Ahora empezó un movimiento de las brillantes partículas de aquel grupo oficial, que fue lento, apenas perceptible, y, sin embargo, tenaz y persistente; un movimiento tal como el que se observa en un calidoscopio que se hace girar lentamente, con lo cual los componentes de un espléndido grupo se disgregan y se unen con otros; un movimiento que, poco a poco, en el caso presente, disolvió el reluciente gentío que se hallaba cerca de Tom Canty, y lo agrupó de nuevo en las inmediaciones del recién llegado. Tom Canty se quedó casi solo. Ahora siguió un breve momento de profundo suspenso y espera, durante el cual incluso los pusilánimes que aún permanecían cerca de Tom Canty fueron gradualmente haciendo suficiente acopio de valor para escurrirse, uno por uno, hacia el lado de la mayoría. Así que al fin Tom Canty, con su atavío real y sus joyas, quedó completamente solo y aislado del mundo, figura conspicua ocupando un elocuente vacío.

Ahora se vio regresar al lord St. John. A medida que avanzaba por la nave central, el interés era tan intenso que el apagado murmullo de las conversaciones expiró en la gran asamblea y fue seguida por un profundo silencio, una calma expectante en la cual las pisadas del lord vibraron con un sonido sordo y distante. Todos los ojos se clavaron en él mientras avanzaba. Llegó a la plataforma, se detuvo un momento, luego se inclino ante Tom Canty con una profunda reverencia, y dijo:

—Señor, ¡el Sello no está allí!

No se aparta una turba de la presencia de un apestado con más prisa que la partida de pálidos y aterrados cortesanos se apartó del lado del andrajoso pequeño pretendiente a la corona. En un momento se quedó completamente solo, sin un amigo o partidario, blanco en el que se concentraba un fuego graneado de miradas burlonas y airadas. El lord protector gritó furioso:

—Echad al mendigo a la calle y azotadle por toda la ciudad; ¡el bribón miserable no es digno de mayor consideración!

Los oficiales de la guardia se apresuraron a obedecer, pero Tom Canty los apartó con un ademán y dijo:

—¡Atrás! ¡Aquel que lo toque arriesga su vida!

El lord protector estaba perplejo en grado sumo. Dijo a lord St. John:

—¿Habéis buscado bien? Pero de nada vale preguntarlo. Parece sumamente raro. Las cosas pequeñas, las bagatelas escapan a la vista de uno, y uno no lo considera motivo de sorpresa; pero ¿cómo una cosa tan abultada como el Sello de Inglaterra puede desaparecer sin que nadie pueda dar con su rastro? Un disco de oro macizo…

Tom Canty, con relucientes ojos, saltó hacia adelante y gritó —¡Teneos, basta ya! ¿Era redondo?, ¿y grueso?, ¿y tenía letras y lemas grabados? ¿Sí? ¡Oh!, ahora sé lo que es este Gran Sello por el que ha habido tanto apuro y alboroto. De habérmelo descrito, lo podríais haber tenido hace tres semanas. Ahora sé muy bien dónde está; pero no fui yo quien lo puso ahí por primera vez.

—¿Quién, pues, mi señor? preguntó el lord protector.

—Ese que está ahí, el legítimo rey de Inglaterra. Y él mismo habrá de decirles dónde está; entonces creeréis que lo sabe por su propio conocimiento. Haced memoria, rey mío, recordad; fue lo último, lo realmente último que hicisteis aquel día antes de salir apresuradamente de palacio, vestido con mis andrajos para castigar al soldado que me había ofendido.

Sobrevino un silencio, no perturbado por ningún movimiento o cuchicheo, y todos los ojos se clavaron en el recién llegado, que cabizbajo y con el ceño fruncido; buscaba en su memoria, entre una atestada multitud de inútiles recuerdos, por un solo hecho pequeñito y elusivo que, de ser hallado, lo sentaría en un trono, y de no serlo, lo dejaría de una vez para siempre como estaba: un mendigo y un paria. Momento tras momento transcurrió y los momentos se convirtieron en minutos, y el niño seguía luchando en silencio sin dar indicios. Mas al fin exhaló un suspiro, movió lentamente la cabeza, y dijo, con labios temblorosos y con afligida voz:

—Recuerdo la escena, toda, pero en ella no figura el Sello. —Hizo una pausa, levanto la vista y dijo con gentil dignidad—: Milores y caballeros, si queréis despojar a vuestro legítimo soberano de lo que es suyo por la falta de esta evidencia que no puede proporcionar, no os lo habré de impedir viéndome impotente. Pero…

—¡Oh desatino, oh locura, rey mío! —Gritó Tom Canty, aterrorizado—. ¡Esperad! ¡Pensad! ¡No os deis por vencido! ¡La causa no está perdida! ¡Ni lo estará! Escuchad lo que diga, seguid cada palabra, voy a recordaros lo que pasó aquella mañana, cada lance tal como sucedió. Conversamos; os conté de mis hermanas, Nan y Bet ¡ah, sí! eso lo recordáis; y de mi vieja abuela, y de los bruscos juegos de los muchachos de Offal Court; sí, también recordáis estas cosas muy bien, seguidme aún, lo recordaréis todo. Me disteis de comer y de beber, y con principesca cortesía despedisteis a los servidores, para que mi mala crianza no me avergonzara delante de ellos, oh, sí, todo esto lo recordáis.

A medida que Tom verificaba sus detalles y el otro niño asentía con la cabeza, el gran auditorio y los dignatarios abrían grandes ojos de perplejo asombro; el relato sonaba a historia verdadera; no obstante, ¿cómo había sucedido esta imposible unión entre un príncipe y un mendigo? Jamás hubo antes un grupo de personas más perplejo, más interesado y más estupefacto.

—De guasa, príncipe, cambiamos vestidos. Luego nos pusimos delante de un espejo, y éramos tan parecidos que los dos dijimos que parecía que no hubiera habido cambio ninguno; sí, recordáis eso. Luego notasteis que el soldado había herido mi mano; ¡mirad!, hela aquí; ni siquiera puedo aún escribir con ella, tan tiesos están los dedos. En esto, Vuestra Alteza dio un salto, jurando vengaros del soldado, y corristeis hacia la puerta; pasasteis junto a una mesa; eso que llamáis el Sello estaba sobre ella; lo tornasteis y mirasteis entorno afanosamente, como buscando sitio donde esconderlo; vuestra mirada lo encontró…

—¡Eso es!, ¡basta ya!, ¡gracias sean dadas al buen Dios! —Exclamó el andrajoso pretendiente, en suprema excitación—. ¡Id, mi buen St. John, que en un brazo de la armadura milanesa que cuelga de la pared encontraréis el Sello!

—¡Justo, mi rey, justo! —gritó Tom Canty—, ahora el cetro de Inglaterra es vuestro. ¡Y hubiera sido mejor para aquel que os lo disputase el haber nacida mudo! ¡Id, milord St. John, poned alas a vuestros pies!

Toda la asamblea estaba ya de pie y casi fuera de sus cabales por la inquietud, la aprensión, el temor y la devoradora excitación. En el piso y en la plataforma estalló un zumbido ensordecedor de conversaciones frenéticas, y durante algún rato nadie supo ni oyó nada, ni se interesaba por nada sino por lo que su vecino le gritaba al oído, o por lo que gritaba al oído de su vecino. El tiempo pasó rápidamente, desatendido e inadvertido, nadie supo cuánto, sin que se percataran de ello. Finalmente un repentino silencio reinó en el recinto, y en el mismo momento St. John apareció en la plataforma, con el Gran Sello enarbolado. Entonces se elevó este grito:

—¡Viva el verdadero rey! —Durante cinco minutos la atmósfera se estremeció con los gritos y con el estrépito de los instrumentos musicales y se tomó blanca con una tormenta de pañuelos ondeantes; y en medio de todo aquello un muchacho andrajoso, la figura más conspicua de Inglaterra, permanecía emocionado y dichoso y orgulloso en el centro de la espaciosa plataforma, con los grandes vasallos del reino arrodillados a su alrededor.

Luego se levantaron todos y Tom Canty exclamó:

—Ahora, ¡oh, rey!, recobrad estas regias prendas, y dad al pobre Tom, vuestro criado, sus andrajos y jirones.

El lord protector habló:

—Que el canallita sea desnudado y encerrado en la Torre.

Pero el nuevo rey, el verdadero rey, dijo:

—No lo permitiré. A no ser por él no tendría de nuevo mi corona; nadie le pondrá la mano encima; y en cuanto a ti, mi buen tío, mi lord protector, esa conducta tuya no muestra agradecimiento hacia este pobre muchacho, porque he oído que te hizo duque (el protector se ruborizó), y eso que no era todavía rey; por consiguiente, ¿de qué vale ahora tu encumbrado título? Mañana me pedirás a mí, por mediación de él, la confirmación, de lo contrario, no como duque, sino como simple conde permanecerás.

Ante esta reprimenda, Su Gracia el duque de Somerset se retiró un poco de la primera línea durante algunos instantes.

El rey se volvió hacia Tom y le dijo amablemente:

—Mi pobrecito niño, ¿cómo fue que pudiste recordar dónde escondí el Sello, cuando no podía recordarlo yo mismo?

—¡Ay, rey mío!; eso fue fácil, puesto que lo he usado varios días.

—¿Lo has usado y no podías explicar dónde estaba?

—No sabía que era eso lo que querían. No lo describieron, Majestad.

—¿Entonces para qué lo usaste? La roja sangre empezó a subir a las mejillas de Tom, quien bajó los ojos y guardó silencio.

—Habla, buen muchacho, y no temas nada —dijo el rey—. ¿Para qué usaste el Gran Sello de Inglaterra?

Tom balbució un momento, con patética confusión, y al fin pudo sacarlo:

—¡Para cascar nueces!

¡Pobre niño! El aluvión de risas que acogió esto casi lo levantó en vilo. Pero si en algún ánimo quedaba la duda de que Tom Canty no fuera el verdadero rey de Inglaterra, familiarizado con los augustos incidentes de la realeza, esta respuesta la disipó por completo.

Entretanto el suntuoso manto de gala había pasado de los hombros de Tom a los del rey, cuyos andrajos quedaron de hecho ocultos a la vista debajo de él. Luego se reanudó el ceremonial de la coronación; el verdadero rey fue ungido y la corona colocada sobre su cabeza, mientras los cañonazos retumbaban la noticia a la ciudad, y todo Londres parecía bambolearse por la aclamación.

XXXIII
Eduardo como Rey

Miles Hendon ya era bastante pintoresco antes de meterse en el motín del Puente de Londres, pero lo era mucho más cuando salió de él. Tenía poco dinero al entrar, pero nada en absoluto al salir. Los raterillos lo habían despojado hasta de su último ardite.

Pero no importaba, con tal de que encontrara a su niño. Siendo soldado, no se dio a la tarea de manera improvisada, sino que empezó antes que nada por disponer su plan de campaña.

¿Qué haría el niño instintivamente? ¿Adónde se dirigiría primero? Bueno —argüía Miles—, iría instintivamente a sus primeras guaridas, porque tal es el instinto de los espíritus perturbados, cuando se ven sin hogar y desamparados, lo mismo que de los espíritus cuerdos. ¿Dónde estaban sus primitivas guaridas? Sus andrajos y el villano que parecía conocerlo, y que incluso pretendía ser su padre, indicaban que su hogar estaba en uno u otro de los distritos más pobres y más viles de Londres. ¿Sería difícil o larga la búsqueda? No, más parecía breve y fácil. No se daría a la caza del muchacho; se daría a la caza de una muchedumbre, en el centro de una muchedumbre, pequeña, o grande, tarde o temprano hallaría seguramente a su pobre amiguito; y la sarnosa turba se entretendría injuriando y agraviando al niño, que, como de costumbre, se estaría proclamando rey. Entonces Miles Hendon tulliría a algunas de estas gentes y se llevaría a su protegido, y lo confortaría y alegraría con palabras cariñosas, y los dos no volverían a separarse nunca más.

Así que Miles comenzó su pesquisa. Hora tras hora caminó a través de callejones y calles escuálidas buscando grupos y muchedumbres, y las halló infinitas pero sin el menor rastro del niño. Esto lo sorprendió mucho pero no lo desalentó. A su entender esto no afectaba su plan de campaña; lo único mal calculado era que la campaña iba resultando larga, siendo así que él había esperado que fuese corta. Cuando al fin llegó la luz del día, había hecho muchas millas y examinado muchos grupos, pero el único resultado de ello era que estaba tolerablemente cansado, bastante hambriento y con mucho sueño. Deseaba desayunar algo, pero no había modo de conseguirlo. No se le ocurrió mendigar; en cuanto a empeñar su espada, más pronto habría pensado en despojarse de su honor; podía prescindir de algunas de sus ropas, pero más fácil era hallar un cliente para una enfermedad que para ropas tales.

Al mediodía estaba aún deambulando, ahora entre la turba que seguía al regio cortejo, porque arguyó que este regio despliegue atraería poderosamente a su pequeño lunático. Siguió a la procesión en todos sus rodeos tortuosos por Londres y en todo el camino hasta Westminster y la Abadía. Iba a la ventura de acá para allá, entre las multitudes que se apiñaban en las inmediaciones, durante largas y tediosas horas, chasqueado y perplejo, hasta que al fin, se alejó pensando y tratando de idear la manera de mejorar su plan de campaña. Luego, cuando volvió en sí de sus meditaciones, descubrió que la ciudad quedaba muy atrás y que iba declinando el día. Hallábase cerca del río, y en el campo; era una zona de hermosas fincas rústicas, no la clase de distrito que habría de dar la bienvenida a un hombre con indumentaria tal.

No hacía frío en absoluto, así que se tendió en el suelo, al socaire de un seto, para descansar y pensar. El sueño no tardó en invadir sus sentidos; el atronar desmayado y lejano de los cañones llegó a sus oídos, se dijo: —Están coronando al nuevo rey —e inmediatamente se quedó dormido. Llevaba más de treinta horas sin dormir ni descansar. No se despertó hasta cerca del mediodía.

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