Jaló las mantas. El niño había desaparecido.
El soldado miró un momento a su alrededor sin que su asombro pudiera expresarse en palabras. Por primera vez observó que también faltaban las andrajosas ropas de su pupilo, y entonces empezó a echar juramentos y a llamar furioso al posadero.
—¡Habla, aborto de Satanás, o es llegada tu última hora! —Rugió el soldado, dando tan salvaje salto hacia el mozo, que éste perdió unos instantes el habla, de espanto y sorpresa—. ¿Dónde está el muchacho?
Con entrecortadas y temblorosas palabras dio el criado la información que sé le pedía.
—Apenas habías salido de aquí, señor, cuando llegó un mozalbete corriendo y dijo que vuestra voluntad era que el muchacho fuera a reunirse con vos en el extremo del puente, por el lado de Southwark. Yo lo traje aquí, y cuando despertó el niño y le di el recado, gruñó un poco, porque lo despertaban «tan temprano», como él dijo, pero al punto se puso sus harapos y se fue con el mozalbete, diciendo que mejor habría sido que vos hubierais venido en persona en vez de enviar a un extraño; y así…
¡Y así que eres un imbécil, un necio incapaz! ¡Maldita sea toda tu casta! Pero acaso no haya en ello nada majo. Quizá no se proponen hacerle daño. Voy en su busca. Prepara la mesa. ¡Espérate! Las ropas de la cama estaban puestas como si taparan a alguien. ¿Ha sido casualidad?
No lo sé, señor. Yo he visto que el mozalbete andaba removiéndolas; quiero decir, el que ha venido por el niño.
—¡Truenos y centellas! Lo han hecho para engañarme, está claro que se proponían ganar tiempo. Escucha. ¿Venía solo el mozalbete?
—Completamente solo, señor.
—¿Estás seguro?
—Segurísimo.
—Piénsalo bien. Haz memoria. Tómalo con calma.
Después de un momento de meditar, dijo el criado:
—Cuando llegó no venía nadie con él; pero ahora recuerdo que al salir los dos y meterse entre la muchedumbre del puente, un hombre mal encarado ha salido de un sitio cercano, y cuando se unían a ellos…
—¡Y después qué! ¡Saca fuera lo que sabes! —estalló la impaciencia de Hendon interrumpiéndole.
—En aquel momento se confundieron entre la gente y desaparecieron, y no vi más porque me llamó el amo, que estaba furioso porque se le había olvidado la carne encargada por el escribano; aunque yo tomo a todos los santos por testigos de que el reñirme por el olvido fuera como llevar a juicio un niño antes de nacer, por pecados come…
—¡Quítate de mi vista, idiota! ¡Tus sandeces me vuelven loco! ¡Espera! ¿Adónde vas? ¿No puedes aguardar un instante? ¿Se fueron hacia Southwark?
—Así es, señor. Porque, como he dicho antes respecto de esa maldita carne, el niño que no ha nacido no tiene más culpa que…
—¿Aún estás aquí? ¿Y charlando todavía? ¡Vete, si no quieres que te estrangule!
El servidor desapareció. Hendon salió tras él, pasó por su lado y bajó la escalera de dos en dos peldaños refunfuñando:
—Ha sido ese maldito villano que pretendía ser su padre. ¡Te he perdido, pobrecillo! Es un pensamiento muy amargo. ¡Tanto como había llegado ya a quererte! ¡No! ¡Por vida del infierno, no te he perdido! No te he perdido, porque registraré todo el país hasta que vuelva a encontrarte. ¡Pobre niño! Allá queda su desayuno… y el mío, pero ya no tengo hambre: así, que se lo coman los ratones. ¡Aprisa, aprisa, eso es!
Mientras rápidamente se abría paso por entre la ruidosa muchedumbre que llenaba el puente, se dijo varias veces, aferrándose a esa idea como si fuera especialmente placentera:
—Ha gruñido, pero se ha ido… Se ha ido, sí, porque ha creído que se lo pedía Miles Hendon… ¡Pobre muchacho! ¡No lo habría hecho por otro, lo sé muy bien!
Al romper el alba aquella misma mañana, Tom Canty se estremeció al salir de un profundo sueño y abrió los ojos en la oscuridad. Permaneció en silencio unos instantes, tratando de analizar sus confusos pensamientos e impresiones, y de ponerlos en orden; de pronto estalló con voz arrebatada, pero sofocada:
—Lo veo claro, lo veo claro. Loado sea Dios, que por fin estoy despierto. ¡Ven, alegría! ¡Huye, pesar! ¡Hola, Nan! ¡Bet! Sacudid la paja y venid a mi lado para que haga penetrar en vuestros incrédulos oídos el sueño más insólito que han evocado jamás los espíritus de la noche para dejar pasmada el alma de un hombre. ¡Hola, Nan! ¡Digo! ¡Bet!
Una vaga forma apareció a su lado y una voz le dijo:
—¿Te dignas darme tus órdenes?
—¡Mis órdenes! ¡Ah, Dios mío! Conozco tu voz. Habla. ¿Quién soy yo?
—¿Tú? A fe mía que anoche eras el Príncipe de Gales; hoy eres su graciosa Majestad, el rey Eduardo de Inglaterra.
Tom enterró la cabeza en la almohada y dijo con voz plañidera:
—¡Ay de mí! No era un sueño. Ve a descansar, buen señor, y déjame con mis penas.
Durmióse Tom de nuevo, y al cabo de un rato tuvo este agradable sueño. Soñó que era verano y que estaba jugando en la hermosa pradera llamada Goodman's Fields, cuando un enano de sólo un pie de estatura, con largas barbas rojas y enorme joroba, se le apareció de pronto y le dijo: —Cava junto a este tronco—. Hízolo así y se encontró doce peniques nuevos y relucientes, una riqueza asombrosa. Pero no fue esto lo mejor, porque el enano le dijo:
—Te conozco. Eres un muchacho bueno y todo lo mereces. Terminaron tus desazones, porque ha llegado la hora de tu recompensa. Cava aquí cada siete días y siempre encontrarás el mismo tesoro: doce peniques nuevos y brillantes. No se lo digas a nadie y guarda el secreto.
Cuando desapareció el enano, Tom voló a Offal Court con su premio, diciéndose: —Cada noche daré un penique a mi padre. Él creerá que me lo han dado de limosna, se alegrará su corazón y no me pegará más. Cada semana daré un penique al buen sacerdote que me enseñó cuanto sé; y para mi madre, Bet y Nan, serán los otras cuatro. Se acabaron el hambre y los harapos, se acabaron los temores, los apuros y los malos tratos.
En sueños llegó a su sórdido hogar, respirando apenas, pero con los ojos brillantes de agradecido entusiasmo. Echó cuatro peniques en el regazo de su madre y exclamó:
—Son para ti todos ellos. Para ti y para Nan y Bet. Y lo he ganado honradamente, no mendigando ni robando.
La dichosa y asombrada madre lo estrechó contra su corazón y exclamó:
—Se hace tarde. ¿Le placerá a Vuestra Majestad levantarse?
¡Ah! No era ésta la respuesta que Tom esperaba.
Estaba despierto. Abrió los ojos y vio arrodillado junto a su lecho al primer lord de la cámara, ricamente vestido. La belleza del sueño desvaneciose y el pobre muchacho conoció que era cautivo y rey. La estancia estaba llena de cortesanos con capas de púrpura —el color de luto— y de nobles servidores del monarca. Tom se sentó en la cama, y por entre las gruesas cortinas de seda miró tan selecta compañía.
Comenzó el grave asunto del vestirse, y un cortesano tras otro fueron arrodillándose para rendir homenaje y, ofrecer al niño rey su pésame por la irreparable pérdida, mientras seguían vistiéndole. Al principio él primer escudero del servicio tomó una camisa, que pasó al primer lord de las jaurías, quien la pasó al guarda mayor del bosque de Windsor, quien la pasó al tercer lacayo de la Estola, quien la pasó al canciller real del ducado de Lancaster, quien la pasó al jefe del guardarropa, quien la pasó a uno de los heraldos, quien la pasó al condestable de la Torre, quien la pasó al mayordomo jefe de servicio, quien la pasó al gran mantelero hereditario, quien la pasó al lord gran almirante de Inglaterra, quien la pasó al arzobispo de Canterbury, quien la pasó al primer lord de la cámara, el cual tomó lo que quedaba de ella y se lo puso a Tom. ¡Pobre muchachito! la escena le recordó la cuerda de cubos en un incendio.
Cada prenda a su turno tuvo que pasar por este lento y solemne camino, y, consecuentemente, Tom se aburrió de lo lindo con la ceremonia. Tanto se aburrió, que experimentó casi un sentimiento de gratitud cuando al fin vio que sus largas medias de seda comenzaban a llegar a lo largo de aquella fila, y se dijo, que se aproximaba el fin de este ceremonial. Pero se alegró demasiado, pronto. El primer lord de la cámara recibió las medias y se disponía a cubrir con ellas las piernas de Tom, cuando asomó a su rostro un rubor repentino y apresuradamente las devolvió a las manos del arzobispo de Canterbury, con expresión de asombro, y susurró: —Mirad, milord —señalando algo relacionado con las medias. El arzobispo palideció, se puso colorado y pasó las medias al lord gran almirante, cuchicheando—: Vea, milord—. Las medias volvieron a recorrer toda la fila, pasando por el primer mayordomo del servicio, el condestable de la Torre, uno de los tres heraldos, el jefe del guardarropa, el canciller real del ducado de Lancaster, el tercer lacayo de la Estola, el guarda mayor del bosque de Windsor, el segundo caballero de cámara, el primer lord de las jaurías —siempre con el acompañamiento de la frase de asombro y susto—: Ved, milord—, hasta que finalmente llegaron a manos del primer escudero del servicio, quien miró un momento con desencajado semblante lo que había dado origen al incidente y susurró con bronca voz: —¡Por mi vida! ¡Se ha escapado un punto! ¡A la Torre con el custodio mayor de las medias del rey! —Después de lo cual se apoyó en el hombro del primer lord de las jaurías para recobrar las perdidas fuerzas, mientras traían otras medias nuevas sin carrera ninguna.
Pero todas estas cosas habían de tener un fin, y así, con el tiempo, Tom Canty se halló en estado de saltar de la cama. El funcionario destinado al efecto echó el agua, el funcionario destinado al efecto dirigió la operación, el elevado funcionario destinado al efecto apercibió una toalla, y al cabo Tom pasó sin detrimento por la etapa purificadora y quedó listo para recibir los servicios del peluquero real. Cuando, por fin, salió de las manos de este maestro, ofrecía una graciosa figura, tan linda como la de una doncella, con su capa y su trusa de raso púrpura y su gorra con pluma del mismo color. Se dirigió con toda pompa al aposento del desayuno, pasando en medió de su séquito de cortesanos, y a su tránsito éstos retrocedían abriendo calle y doblaban la rodilla.
Después del desayuno fue conducido con regia pompa y acompañado de los grandes dignatarios y de su guardia de cincuenta caballeros pensionistas, que llevaban hachas de combate doradas, al salón del trono, donde comenzó a despachar los negocios de Estado. Su «tío» lord Hertford, se puso junto al trono para ayudar con buenos consejos a la mente regia. Comparecieron el cuerpo de los ilustres próceres nombrados albaceas por el fenecido rey, para pedir la aprobación de Tom a ciertos actos, más bien por ceremonia, si bien no lo era enteramente, puesto que aún no existía Protector. El arzobispo de Canterbury dio cuenta del decreto del consejo de albaceas referente a las exequias de su difunta majestad y terminó por leer las firmas de los albaceas, a saber: el arzobispo de Canterbury, el lord canciller de Inglaterra, Guillermo lord St. John, Juan lord Russell, Eduardo conde de Hertford, Juan vizconde de Lisle, Cuthbert, obispo de Durham…
Tom no prestaba atención, pues una de las primeras cláusulas del documento le tenía perplejo. En este punto, dijo en voz baja a lord Hertford:
—¿Qué día han dicho que fijaban para el entierro?
—El 16 del mes que viene, majestad.
—¡Qué locura! ¿Se conservará?
¡Pobre muchacho! Aún era novato en las costumbres de la realeza y estaba acostumbrado a ver que a las pobres muertos de Offal Court los enterraban con una prisa muy distinta. Sin embargo, lord Hertford lo tranquilizó con unas palabras.
Un secretario de Estado presentó una orden del consejo señalando el día siguiente a las once de la mañana para la recepción de los embajadores extranjeros, y solicitó el asentimiento del rey.
Tom dirigió una mirada interrogadora a Hertford, quien murmuró:
—Vuestra Majestad debe dar su consentimiento. Vienen a manifestar el dolor de sus reales amos por la gran desgracia que ha caído sobre Vuestra Majestad y sobre el reino de Inglaterra.
Hizo Tom lo que le pedían.
Otro secretario de atado empezó a leer un preámbulo concerniente a los gastos de la casa del difunto rey, que habían ascendido a veintiocho mil libras durante los seis meses anteriores; cantidad tan grande que dejó a Tom estupefacto; y aún más cuando se enteró de que veinte mil libras estaban aún pendientes de pago, y lo mismo fue cuando apareció que las arcas del rey estaban a punto de quedarse vacías y sus mil doscientos criados en apuros por la falta de pago de los salarios que les debían. Tom dijo con vivo temor:
—Es evidente que iremos a la miseria. Es necesario y pertinente que tomemos una casa más pequeña y despidamos a los criados, ya que no sirven más que para ocasionar retrasos y para molestarle a uno con memoriales que conturban el espíritu y avergüenzan el alma, pues sólo son a propósito para una muñeca sin cabeza ni manos, o que no sepa servirse de ellas. Ahora me acuerdo de una casita que hay frente a la pescadería en Billingsgate…
Una fuerte presión en el brazo de Tom interrumpió sus palabras y le hizo sonrojarse, pero ninguno de los presentes dio muestras de haberse fijado en el extraño discurso del monarca.
Un secretario dio cuenta de que en atención a que el difunto rey había dispuesto en su testamento que se otorgara el título de duque al conde de Hertford y se elevara a su hermano, sir Thomas Seymour, a la dignidad de par, y al hijo de Hertford a un condado, junto con parecidas mercedes a otros grandes servidores de la corona, el consejo había resuelto celebrar sesión el 16 de febrero para la entrega y confirmación de tales honores, y que entretanto, no habiendo designado el difunto rey por escrito sumas convenientes para el sostenimiento de tales dignidades, el Consejo, que conocía sus deseos particulares a este respecto, había creído conveniente otorgar a Seymour «quinientas libras de tierra», al hijo de Hertford «ochocientos libras de tierra», con más de «trescientas libras de tierras del primer obispado que quedara vacante», si a ello accedía Su Majestad reinante.
Iba Tom a decir algo referente a la conveniencia de empezar por el pago de las deudas del difunto rey antes de despilfarrar todo aquel dinero, pero un oportuno apretón del previsor Hertford en su brazo le evitó tal locura; y el niño dio su asenso real sin comentario alguno, mas no sin cierto disgusto que mostró su rostro. Mientras reflexionaba sobre la facilidad con que estaba haciendo milagros extraños y sorprendentes, cruzó por su cabeza una idea feliz. Porque no hacer a su madre duquesa de Offal Court y darle Estado. Pero al momento borró esta idea un triste pensamiento. Él no era más que, rey de nombre, pues aquellos graves veteranos grandes nobles eran sus amos. Como para ellos su madre no era sino creación de una mente enferma, no harían más que escuchar su proyecto con incredulidad y en seguida mandarían por el médico.