El príncipe y el mendigo (8 page)

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Authors: Mark Twain

Tags: #Cuento, Infantil y Juvenil

BOOK: El príncipe y el mendigo
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Instantáneamente, a impulsos de esta feliz idea, una mano cayó sobre el príncipe; tan instantáneamente, la larga espada del desconocido estaba fuera, y el mediador cayó al suelo gracias a un sonoro golpe de plano. Al momento gritaron docenas de voces: «¡Matad al perro, matadlo, matadlo!», y la turba se cerró sobre el guerrero, que arrimó la espalda contra una pared y empezó a golpear a ciegas con su larga arma como un loco. Sus víctimas caían acá y allá, pero la chusma pasaba sobre los derribados y se abalanzaba con indeclinable furia contra el campeón. Los momentos de éste parecían contados, su desgracia cierta, cuando, de pronto, sonó una trompeta, una voz gritó: «¡Paso al mensajero del rey!», y una tropa de jinetes llegó cargando sobre la multitud, que se apartó del peligro tan rápidamente como se lo permitieron las piernas. El valiente desconocido cargó al príncipe en sus brazos y pronto estuvo alejado del peligro y de la multitud.

Volvamos al interior del Ayuntamiento. De pronto, por encima de la alegre algazara de la fiesta, se dejó oír el repique de un clarín. Al instante se hizo el silencio; luego se alzó una sola voz —la del mensajero del palacio—, el cual empezó a correr una proclama, toda la multitud en pie, atenta. Las últimas palabras, solemnemente pronunciadas, fueron:

—¡El rey ha muerto!

Todos en la gran reunión doblaron da cabeza sobre el pecho de consuno; permanecieron así unos momentos, en profundo silencio; luego cayeron a la vez de rodillas, tendieron sus manos hacia Tom, y resonó un poderoso grito que pareció cimbrar el edificio:

—¡Viva el rey!

Los asombrados ojos del pobre Tom vagaron sobre este pasmoso espectáculo, y finalmente se posaron un momento, como en sueños, sobre las arrodilladas princesas que tenía a su lado, y luego sobre el conde de Hertford. Una resolución súbita se mostró en su rostro. Dijo, en voz baja, al oído de lord Hertford:

—Respóndeme en verdad, por tu fe y por tu honor. Si yo aquí diera una orden, la cual nadie sino un rey tuviera el privilegio y la prerrogativa de dar, ¿sería obedecido tal mandato, y ninguno habría que pudiera decirme que no?

—Ninguno, mi señor, en todos estos dominios. En tu persona reside la majestad de Inglaterra. Tú eres el rey; tu palabra es ley.

Tom respondió en voz alta y gravemente, con gran animación:

—Entonces sea la ley del rey, ley de misericordia desde este día, y nunca más sea ley de sangre. Levantaos y marchad. ¡A la Torre, y decid que el rey decreta que el duque de Norfolk no debe morir!
[7]

Estas palabras fueron alcanzadas y corrieron diligentemente de boca en boca a lo largo y ancho del salón, y cuando Hertford se apresuraba a salir resonó otro prodigioso grito:

—¡El reinado de la sangre ha terminado! ¡Viva Eduardo, rey de Inglaterra!

XII
El príncipe y su salvador

Tan pronto Miles Hendon y el príncipe niño se vieron lejos de la turba, se encaminaron hacia el río por callejuelas y veredas angostas. No hallaron obstáculo en su camino hasta que llegaron cerca del Puente de Londres; pero entonces se toparon de nuevo con la muchedumbre, sin haber soltado aún Hendon la muñeca del príncipe, es decir, del rey. Ya había trascendido la terrible noticia, que Eduardo supo a un tiempo por miles de voces: «El rey ha muerto». Esta nueva estremeció el corazón del pobre niño abandonado y le hizo temblar de pies a cabeza. Comprendiendo la enormidad de su pérdida, se sintió invadido por amargo dolor, porque el inflexible tirano que tanto terror ocasionaba a los demás había sido siempre dulce con él. Asomaron las lágrimas a sus ojos y le borraron la visión de todos los objetos. Por un instante se sintió la más infeliz, abandonada y desamparada de las criaturas de Dios. Después otro grito estremeció la noche en muchas millas a la redonda: «¡Viva el rey Eduardo VI!», y esto hizo centellear los ojos del niño y le estremeció de orgullo hasta las yemas de los dedos.

«¡Ah! —pensó—. ¡Qué grande y qué extraño parece! ¡Soy rey!». Nuestros dos amigos se abrieron lentamente camino por entre la muchedumbre que llenaba el puente. Esta construcción, que tenía más de seiscientos años de vida sin haber dejado de ser un lugar bullicioso y muy poblado, era curiosísima, por que una hilera completa de tiendas y almacenes, con habitaciones para familias encima, se extendía a ambos lados y de una a otra orilla del río. El puente era en sí mismo una especie de ciudad, que tenía sus posadas, cervecerías, panaderías, mercados, industrias manufactureras y hasta su iglesia. Miraba a los dos vecinos que ponía en comunicación —Londres y Southwark—, considerándolos buenos como suburbios, pero por lo demás sin particular importancia. Era una comunidad cerrada, por decirlo así, una ciudad estrecha con una sola calle de un quinto de milla de largo, y su población no era sino la población de una aldea. Todo el mundo en ella conocía íntimamente a sus vecinos, como había tenido antes conocimiento de sus padres y de sus madres, y conocía además todos sus pequeños asuntos familiares. Contaba con una aristocracia, por supuesto, con sus distinguidas y viejas familias de carniceros, de panaderos y otros por el estilo, que venían ocupando las mismas tiendas desde hacía quinientos o seiscientos años, y sabían la gran historia del puente desde el principio al fin, con todas sus misteriosas leyendas. Eran familias que hablaban siempre en lenguaje del puente, tenían ideas propias del puente, mentían a boca llena y sin titubear, de una manera emanada de su vida en el puente. Era aquella una clase de población que había de ser por fuerza mezquina, ignorante y engreída. Los niños nacían en el puente, eran educados en él, en él llegaban a viejos y, finalmente, en él morían sin haber puesto los pies en otra parte del mundo que no fuera el Puente de Londres. Aquella gente tenía que pensar, por razón natural, que la copiosa e interminable procesión que circulaba por su calle noche y día, con su confusa algarabía de voces y gritos, sus relinchos, sus balidos y su ahogado patear, era la casa más extraordinaria del mundo, y ellos mismos, en cierto modo, los propietarios de todo aquello. Y tales eran, en efecto —o por lo menos como tales podían considerarse desde sus ventanas, y así lo hacían mediante su alquiler—, cada vez que un rey o un héroe que volvía, daba ocasión a algunos festejos, porque no había sitio como aquél para poder contemplar sin interrupción las columnas en marcha.

Los hombres nacidos y educados en el puente encontraban la vida de un tedio insoportable en cualquier otro sitio. La historia nos dice de uno de estos hombres que abandonó el puente a los sesenta y un años y se retiró al campo; pero no fue más que para ponerse nervioso y dar vueltas en la cama; no podía conciliar el sueño, pues la profunda calma rústica era penosa, horrible y opresiva. Cuando por fin se hartó de ella, volvió corriendo a su antiguo lar, hecho un espectro, demacrado y huraño, y se dio sosegadamente al descanso y a los sueños agradables bajo la adormecedora música de las agitadas aguas y el estrépito y el bullicio y la algazara del Puente de Londres.

En el tiempo al cual nos referimos, el puente suministraba a sus hijos «lecciones de cosas» en la historia inglesa, a saber, unas lívidas y medio corrompidas cabezas de hombres famosos, clavadas en picas de hierro en el centro del antepecho del puente. Mas dejémonos de digresiones.

La guarida de Hendon estaba en la pequeña posada del puente. Al acercarse el caballero a la entrada con su amiguito, dijo una voz bronca:

—¡Ah! ¿Has aparecido ya? ¡No volverás a escaparte, yo te lo aseguro! Como el machacarte los huesos hasta hacértelos papilla pueda enseñarte algo, no nos harás esperar otra vez.

Al decir esto, Juan Canty alargó la mano para agarrar al muchacho, mas Miles Hendon se interpuso, diciendo:

—No tan aprisa, amigo. Eres, a fe mía, demasiado brusco. ¿Qué tienes que ver con este muchacho?

—Por si tu negocio es entrometerte en los ajenos, he de decirte que es mi hijo.

—¡Eso es mentira! —exclamó furioso el reyecito.

—Bien dices, y te creo, hijo mío, tanto si tienes la cabeza sana como si estás loco. Pero sea o no tu padre este rufián despreciable, da lo mismo, no ha de tenerte para pegarte y abusar, como ha amenazado, si prefieres permanecer conmigo.

—¡Sí, sí! No lo conozco. Lo aborrezco, y moriré antes de irme con él.

—Entonces está decidido, no hay más que decir.

—¡Eso ya lo veremos! —exclamó Juan Canty, tratando de pasar por el lado de Hendon para agarrar al niño—. Por fuerza…

—Si te atreves a tocarlo, piltrafa con vida, te ensarto como a un pato —dijo Hendon cerrándole el paso y llevando la mano al puño de la espada.

A esto retrocedió Canty, y Hendon siguió:

—Te prevengo que he tomado bajo mi protección a este muchacho cuando una chusma de tu calaña quería maltratarlo y acaso lo habría matado. ¿Imaginas que lo voy a entregar ahora a un destino peor? Porque tanto si eres su padre como si no —y a fe mía creo que mientes—, una muerte con decoro y rápida sería mucho mejor para él que la vida en unas manos tan rudas como las tuyas. Sigue, pues, tu camino, y luego, porque no me gusta decir palabras de balde, ya que no me es natural ser paciente con exceso.

Juan Canty se apartó murmurando amenazas y maldiciones, y desapareció de la vista, tragado por la multitud. Handon subió tres tramos de escalera hasta su cuarto en compañía del niño, después de ordenar que les sirvieran de comer. Era una pobre pieza, con una destartalada cama y algunos muebles viejos, y alumbrada vagamente por dos moribundas velas. El rey niño se arrastró hasta la cama y se tendió en ella, casi exhausto de hambre y de fatiga. Había estado en pie gran parte del día y de la noche (entonces eran las dos o tres de la mañana), y no había comido nada. Soñoliento, balbució:

—Ruégote que me llames cuando esté puesta la mesa. —Y cayó inmediatamente en profundo sueño.

Vagó una sonrisa por los ojos de Hendon, que dijo para sí:

—Por Dios que este arrapiezo se le mete a uno en casa y le usurpa la cama con gracia y soltura tan naturales como si fuera el dueño, sin pedir permiso ni ofrecer excusas ni nada que se le parezca. En sus arrebatos de locura se ha llamado Príncipe de Gales, y lo cierto es que sostiene bravamente su carácter. ¡Pobre ratoncillo sin amigos! Sin duda su mente se ha desequilibrado por los malos tratos. Bien; pues yo seré su amigo. Yo lo he salvado, y algo en él me atrae con harta fuerza. Siento ya cariño por este rapaz que sabe hablar tan bien. ¡Con qué marcial actitud ha hecho frente a la sórdida ralea y le ha dirigido su reto! ¡Y qué cara tan linda, tan dulce y tan gentil tiene, ahora que el sueño ha conjurado sus desazones y sus pesares! Yo le enseñaré, curando su enfermedad. Sí; seré, su hermano mayor, y cuidaré de él y por él velaré. Y los que quieran mancillarle o maltratarle ya pueden encargar la mortaja, porque la habrán menester, aunque por ello me quemen vivo.

Inclinose sobre el muchacho, y tras contemplarlo con bondadoso y compasivo interés, le dio unos tiernos golpecitos en la mejilla y le alisó los enmarañados rizos con la enorme y atezada mano. Un escalofrío recorrió el cuerpo del niño, y Hendon dijo entre dientes:

—Ha sido una tontería dejarlo descansar ahí sin taparlo, y que su cuerpo vaya a padecer dolores reumáticos. ¿Qué haré ahora? Si lo levanto y lo meto dentro de la cama, se despertará; y tiene mucha necesidad de reposo.

Miró en torno en busca de algo con qué cubrirlo; pero, no hallando nada, se quitó el jubón y envolvió en él al muchacho, diciendo:

—Como estoy acostumbrado a los arañazos del viento y al poco abrigo, no me importará el frío.

Y se puso a dar paseos por el aposento para mantener en circulación la sangre, monologando como siempre:

—Su trastornada mente le persuade de que es el Príncipe de Gales. Será cosa rara tener con nosotros a un Príncipe de Gales ahora que el que era príncipe ya no es príncipe, sino rey. Porque su pobre espíritu tiene un tema solo, y no comprenderá que ahora debe dejar de ser príncipe y llamarse rey… Si mi padre vive aún, después de estos siete años en que no he sabido nada de mi casa, en mi calabozo en tierra extraña, acogerá bien al pobre niño y por mi amor le concederá generoso albergué. Lo mismo hará mi buen hermano mayor, Arturo. Mi otro hermano, Hugo… Pero le romperé la crisma si se interpone, el muy zorro y desalmado. Sí. Hacia allá nos iremos y sin tampoco perder momento.

Entró un criado con humeante comida, que dejó sobre la mesita de pino, arrimó las sillas y partió, dejando que unos huéspedes tan modestos se sirvieran a sí mismos. Cerrose la puerta, tras él, y el ruido del portazo despertó al niño, que de un salto se sentó en la cama y lanzó una alegre mirada en torno. Luego a su rostro asomó una expresión ofendida y sus labios musitaron con un profundo suspiro:

—¡Ay, mísero de mí! ¡No era más que un sueño!

Luego reparó en el jubón de Miles Hendon, miró al dueño de la prenda, comprendió el sacrificio que había hecho por él, y le dijo gentilmente:

—Eres bueno conmigo. Sí, muy bueno conmigo. Toma esto y póntelo; yo no lo necesitaré más.

Levantóse luego y se acercó al aguamanil del rincón, donde se quedó esperando. Hendon le dijo con alegre acento:

—Ahora vamos a tomar una reconfortante sopa y un buen bocado, porque todo es sabroso y está a punto. Entre eso y el sueño que has echado, volverás a ser otra vez un hombrecito, ya verás.

El niño no contestó, sino que lanzó una mirada llena de grave sorpresa y con cierto aire de impaciencia al imponente caballero de la espada. Hendon se quedó perplejo y dijo:

—¿Qué pasa?

—Buen señor, quisiera lavarme.

—¡Ah! ¿Nada más eso? No pidas permiso a Miles Hendon para nada de lo que desees. Puedes servirte a tus anchas de cuanto le pertenece, con entera libertad.

El niño siguió quieto. Es más, una o dos veces dio con el pie unos golpecitos de impaciencia. Hendon se sintió del todo perplejo. Por fin dijo:

—Pero ¿a qué esperas?

—Te ruego que eches el agua y no gastes tantas palabras.

Hendon, reprimiendo una carcajada y diciéndose: «¡Por todos los diablos, esto es admirable!», avanzó con viveza y cumplió la orden del pequeño insolente. Luego se apartó con una especie de estupefacción, hasta que lo despertó de ella una orden: «¡Pronto! ¡La toalla!». Cogió la toalla bajo las mismas narices del niño y se la entregó sin más. Después procedió a reconfortarse con un lavatorio, y, mientras lo hacía, su hijo adoptivo se sentó a la mesa y se preparó para comer. Vivamente acabó Hendon con sus abluciones, cogió la otra silla y se disponía a sentarse también, cuando el niño le dijo indignado.

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