Read El príncipe y el mendigo Online

Authors: Mark Twain

Tags: #Cuento, Infantil y Juvenil

El príncipe y el mendigo (14 page)

BOOK: El príncipe y el mendigo
10.77Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Caía la noche; la cuadrilla terminaba de comer y comenzaba la orgía. El jarro de aguardiente pasaba de boca en boca. Se sintió un grito general.

—¡Que canten el Murciélago y Dick!

Se levantó uno de los ciegos, y se preparó quitándose el parche que le tapaba los sanos ojos y el conmovedor cartel que rezaba la causa de su calamidad. El Murciélago se desembarazó de su pata de palo y ocupó su puesto al lado de su compañero, haciendo gala a sus piernas sanas, y fuertes. Luego prorrumpieron ambos en un canto alegre, que al final de cada estancia recibía el refuerzo de toda la cuadrilla en animado coro. Cuando llegaron al fin de la canción, el entusiasmo de los semiborrachos había llegado a tal punto que todos lo compartieron y empezaron a cantar otra vez desde el principio, armando tal estruendo de voces canallescas que hizo temblar las vigas.

Siguieron hablando, y en el curso de la conversación apareció que «Juan Hobbs» no era ni con mucho nuevo recluta, sino que en tiempos pasados se había adiestrado en la cuadrilla. Refirioles su última hazaña, y cuando dijo que «por accidente» había matado a un hombre, expresaron todos su aprobación, y al añadir el bellaco que el hombre era cura, fue aplaudido por todos y con todos tuvo que beber. Conocidos antiguos le saludaban con alegría y los novatos se sentían orgullosos de estrecharle la mano. Preguntáronle por qué había permanecido apartado tantos meses, y él respondió.

—Londres es mejor que el campo y más seguro desde hace unos años, porque las leyes son muy duras y se ponen en práctica con todo rigor. Si no me hubiera ocurrido ese accidente, me habría quedado. Había resuelto no volver a aventurarme por la campiña, pero el «accidente» ha dado al traste con todo.

Preguntó cuántas personas figuraban en la cuadrilla, y el jefe de ella respondió:

—Veinticinco en números redondos. Los más de ellos están aquí, pero los otros se encaminan hacia el este durante el invierno. Nosotros vamos a ir en su seguimiento cuando amanezca.

—No veo a Wen entre los honrados hombres que me rodean. ¿Dónde estará?

—¡Pobre muchacho! Ahora se alimenta de azufre, y harto irritante por cierto para un paladar tan delicado. Lo mataron en una reyerta a mediados del verano.

—¡Cuánto lo siento! Wen era hombre de talento y valeroso.

—Cierto que lo era. Bess, la negra, su coima, es de los nuestros todavía, pero se ha ido hacia el este. Muchacha lista y de conducta ordenada. Nadie la ha visto borracha más de cuatro días por semana.

—La recuerdo muy bien aún. Era muy estricta, digna de todo encomio. Su madre fue algo más libre y menos escrupulosa. Una bruja turbulenta, fea y de mal carácter, pero adornada por un talento muy superior a lo común.

—Por lo mismo la perdimos. Su don de quiromancia y otros géneros de adivinación le granjearon al fin nombre y fama de bruja. La ley la asó viva a fuego lento. Me conmovió, y sentí como una especie de ternura, ver de qué manera tan gentil se enfrentó con su suerte, blasfemando y vituperando a toda la multitud que absorta la contemplaba, mientras las llamas subían lamiéndole la cara y le chamuscaban los pelos y chisporroteaban alrededor de su cabeza cana… ¿Blasfemando he dicho? ¡Ya lo creo que blasfemando! Si mil años vivieras, no oirías blasfemias más en su punto ¡Ay! Su arte murió con ella. Quedan ahora imitaciones inocuas y serviles, pero no blasfemias de veras.

El jefe suspiró y otro tanto hicieron sus oyentes. Por un instante cayó una losa de silencio sobre todos los reunidos, porque aun los parias tan endurecidos como aquéllos no son absolutamente negados al sentimiento, sino que experimentan una sensación fugaz de aflicción a grandes intervalos y en circunstancias particularmente favorables, verbigracia, en casos como aquél, en que el genio y el arte se fueron sin dejar heredero. Sin embargo, un interminable trago en ronda no tardó en restaurar los ánimos de los plañideros.

—¿Les ha ido mal a otros de nuestros amigos? —preguntó Hobbs.

—A algunos, sí. Sobre todo a los recién llegados, tales como mendigos hambrientos y sin hogar, que vagaban por el mundo porque les quitaron las tierras para convertirlas en dehesas para ovejas. Se dedicaron a pedir limosna y fueron azotados, amarrándolos a una carreta, desnudos de la cintura arriba, hasta manarles la sangre. Luego volvieron a mendigar, los azotaron otra vez y les cortaron una oreja. Mendigaron por tercera vez —¿qué iban a hacer los pobres diablos? y fueron marcados en las mejillas con hierro candente y luego vendidos como esclavos. Se escaparon, los pescaron y los ahorcaron. La historia terminó pronto. Otros han escapado, menos mal. Venid aquí, Yokel, Bums y Hodge… enseñad vuestros adornos.

Avanzaron los aludidos, se quitaron los harapos y dejaron al descubierto las espaldas, cruzadas de antiguas costuras dejadas por el látigo. Uno se levantó el pelo y enseñó en donde antaño tuvo la oreja izquierda; otro enseñó una marca en el hombro, la letra «V», y una oreja mutilada. El tercero dijo:

Yo soy Yokel, y fui en otro tiempo un labrador próspero, con una esposa amante y chiquillos; y ahora soy algo muy distinto por mi estado y profesión. Mi mujer y mis hijos murieron. Tal vez estén en el cielo, o tal vez… en el otro sitio… Pero, ¡Dios sea loado! ya no tienen nada que ver con Inglaterra. Mi buena madre, que era de conducta intachable, trató de ganarse el pan asistiendo a los enfermos, pero uno de ellos se murió sin que el médico supiera de qué, y por lo tanto quemaron a mi madre por bruja, mientras mis niños lo contemplaron, gimiendo. ¡Ley de Inglaterra! ¡Levantad el vaso y bebamos todos juntos a la salud de las misericordiosas leyes inglesas, que la libraron del infierno de Inglaterra! ¡Gracias, camaradas, gracias a todos! Yo pedí limosna de casa en casa con mi mujer, llevando a los famélicos niños; pero como es un delito tener hambre en Inglaterra, nos desnudaron y nos llevaron por tres pueblos dándonos azotes. ¡Bebamos todos otra vez por las piadosas leyes inglesas, porque su látigo se bebió la sangre de mi María, y así llegó muy pronto su bendita libertad! Ahora duerme en la bendita tierra, a salvo de todo daño; y los niños… Los niños, mientras la ley me iba azotando de pueblo en pueblo, se murieron de hambre. ¡Bebed, muchachos, bebed, aunque no sea más que una gota, por los pobres niños que no hicieron nunca daño a nadie! Yo volví a mendigar en busca de un mendrugo, y me pusieron en la picota y perdí una oreja… Mirad, aquí está lo que de ella queda. Volví a pedir limosna, y, para que no se me olvide, aquí tenéis lo que resto de la otra. Volví otra vez, y me vendieron como esclavo. Aquí, en la mejilla, debajo de esta mancha, si me lavara, podríais ver la «S» roja que dejó la marca del hierro al rojo vivo. ¡Esclavo! ¿Comprendéis esta palabra? ¡Un esclavo inglés es el que tenéis delante! Me he escapado de mi amo, y cuando me encuentren —¡caiga la maldición del cielo sobre la tierra que lo ha ordenado!— cuando me encuentren, me ahorcarán.
[10]

Una voz vibrante se dejó oír en el enrarecido aire:

—¡Eso no sucederá! ¡Y en este día le ha llegado el fin a esa ley! Todos se volvieron y vieron la fantástica figura del rey niño, que se acercaba veloz. Cuando emergió a la luz y se reveló claramente, hubo un estallido general de preguntas.

—¿Quién es ese? ¿Qué? ¿Quién eres tú, muñeco?

El niño permaneció imperturbable en medio de aquellos sorprendidos e interrogadores rostros, y respondió con majestuosa dignidad:

—Soy Eduardo, rey de Inglaterra. —Siguió a esto una explosión de carcajadas, en parte de mofa y en parte de júbilo, por la excelencia del chiste.

Eduardo se sintió ofendido y dijo con aspereza:

—¿Así agradecéis la regia merced que os he prometido, vagabundos desorejados?

Dijo más, con colérica voz y excitados ademanes, pero todo se perdió en el torbellino de carcajadas y de expresiones de mofa. «Juan Hobbs» hizo varios intentos de ser oído por encima de aquel barullo, y al fin lo consiguió diciendo:

—Camaradas, es mi hijo, un soñador, un loco, loco perdido. No le hagáis caso. Se cree el rey.

—Soy el rey —dijo Eduardo, volviéndose hacia él—, y lo sabrás a su tiempo y a tu costa. Has confesado un asesinato y por él te ahorcaran.

—¿Tú me harás traición? ¿Tú? Si te pongo la mano encima…

—¡Alto, alto! —Dijo él vigoroso jefe de la cuadrilla, interponiéndose a tiempo de salvar al rey, y recalcando esta ayuda con unos puñetazos que derribaron a Hobbs por tierra—. ¿No tienes respeto ni a los reyes ni a los que usan puños de encajes? Si vuelves a ofender mi presencia, te estrangularé con mis propias manos. —Y agregó dirigiéndose a Su Majestad—: Haces mal en dirigir amenazas a tus camaradas, muchacho, y debes guardar la lengua para hablar mal de ellos en parte alguna. Sé rey enhorabuena, si eso satisface tu locura, pero que no sea ello un mal para nadie. No vuelvas a decir lo que has dicho, esto es traición. Seremos malos en cosas de poca monta, pero no tanto que hagamos traición a nuestro rey. En esto somos corazones amantes y leales. Repara si digo la verdad. Ahora, todos juntos: «¡Tenga larga vida Eduardo, rey de Inglaterra!».

—«¡Tenga larga vida Eduardo, rey de Inglaterra!».

La respuesta de la heterogénea chusma fue proferida con tan estentóreas voces que hizo que el destartalado edificio vibrara todo. El rostro de Eduardo resplandeció de placer un instante, e inclinó su cabeza al tiempo que decía con grave simplicidad:

—Gracias, mi buen pueblo. —Esta inesperada ocurrencia ocasionó a todos convulsiones de regocijo. Cuando volvió de nuevo algo parecido a la calma, dijo el jefe con firmeza, pero con acento bonachón:

—Déjate de tonterías, niño, que eso no es prudente ni está bien. Como broma puede pasar, pero escoge cualquier otro título.

Un calderero expresó a voces una idea.

—Fu-fu I, rey de los tontos.

El título hizo fortuna al instante, y todos respondieron con un tremendo aullido:

—¡Viva Fu-fu I, rey de los tontos!

A lo cual siguieron vociferaciones, maullidos y carcajadas.

—¡Subidle sobre el pavés y coronadle!

—¡Ponedle el manto real!

—¡Dadle el cetro!

—¡Entronizadle!

Estos y otros mil gritos estallaron a un tiempo, y, casi antes de que la pobre victima pudiera tomar aliento, viose coronada con una jofaina de peltre, envuelta en una manta en jirones, entronizada sobre un tonel y provista, a guisa de cetro, del soldador del calderero. Luego todos se hincaron en torno de él y prorrumpieron en un coro de sarcásticos gemidos y de burlonas súplicas, mientras se enjugaban los ojos con las mangas o con los delantales mugrientos y andrajosos.

—¡Sé benigno para nosotros, oh dulce rey!

—¡No pisotees a estos gusanos que te imploran, oh noble majestad!

—¡Compadécete de tus esclavos y consuélalos con un puntapié regio!

—¡Alégranos y caliéntanos con tus benignos rayos, oh flamante sol de la soberanía!

—¡Santifica la tierra con la pisada de tu pie, para que podamos comer el polvo y ennoblecernos!

—¡Dígnate escucharnos, oh señor, para que los hijos de nuestros hijos puedan hablar de tu regia condescendencia, y sentirse felices y orgullosos para, siempre!

Pero el chusco calderero hizo la mofa mejor de la noche y se llevó los debidos honores. Arrodillado, fingió besar los pies del rey; rechazado con indignación, empezó a pedir a todos un andrajo para pegárselo en la cara, en donde fue tocado por los pies, diciendo que debía preservarlo del contacto del aire vulgar y que haría su fortuna saliendo al camino real y exponiéndolo a la vista mediante cien chelines por mostrarlo; se puso tan dicharachero, que fue la envidia y la admiración de toda aquella sarnosa ralea.

A los ojo del pequeño monarca asomaron lágrimas de vergüenza y de indignación. Y en el fondo de su corazón pensaba:

—Si les hubiera inferido el más tremendo agravio, no podrían ser más crueles. Y, sin embargo, no he hecho más que ofrecerles mi bondad… y así me tratan por ello.

XVIII
El príncipe y los vagabundos

Despertóse al romper el alba la tropa de vagabundos y prosiguió su marcha. Las nubes estaban muy bajas, cenagoso el suelo y el cierzo invernal cortaba. Toda la alegría había desaparecido. Algunos de ellos, hoscos y silenciosos, otros irritables y petulantes, y ninguno de buen humor. Todos estaban sedientos.

El jefe puso a «Jack» al cuidado de Hugo, con algunas instrucciones y órdenes a Juan Canty para que se mantuviera alejado del niño y lo dejara en paz.

Y así previno a Hugo que no se tratara con demasiada rudeza al muchacho.

A poco, el tiempo mejoró y las nubes se fueron en parte. Ceso la cuadrilla de tiritar y se suavizó el humor de todos. Fuéronse poniendo más y más alegres, y, finalmente, empezaron a embromarse uno a otros, y a insultar a los viandantes que encontraban por el camino. Esto denunciaba que despertaban una vez más a la apreciación de la vida y sus alegrías. El temor que todo el mundo les tenía se mostraba en que todos los viandantes les cedían el paso y tomaban a bien sus groseras insolencias. Una de sus maldades consistía en arrancar la ropa tendida en los setos, a la vista de sus dueños, quienes no decían esta boca es mía, pues al parecer se mostraban agradecidos de que no se llevaran también los setos.

No tardaron en invadir una pequeña casa de labor donde se instalaron a sus anchas, mientras el tembloroso labriego y su gente vaciaban la despensa para darles desayuno. Acariciaban por debajo del mentón a la mujer y a las hijas, mientras recibían el condumio de sus manos, y hacían bromas vulgares acerca de ellas, acompañadas de epítetos insultantes y de zafias carcajadas. Arrojaban los huesos y las verduras al aldeano y a sus hijos, a quienes tenían sin cesar haciendo de criados, y aplaudían tumultuosamente cuando se decía un chiste gracioso. Acabaron por golpear en la cabeza a una de las hijas, ofendida por alguna de sus familiaridades. Cuando se despidieron, amenazaron con volver para quemar la casa sobre las mismas cabezas de la familia si llegaba a oídos de la justicia alguna noticia de sus fechorías.

A eso del mediodía, después de una caminata larga y tediosa, se detuvo el grupo detrás de un seto en las afueras de un pueblo grande. Diose una hora para descansar, y todos se dispersaron para entrar al pueblo por diferentes puntos, y dedicarse a sus diversas profesiones. «Jack» fue enviado con Hugo, y ambos anduvieron de acá para allá algún tiempo. Hugo, en busca de una ocasión para hacer «un negocio», pero sin encontrar ninguna, por lo que acabó diciendo:

BOOK: El príncipe y el mendigo
10.77Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Secondhand Purses by Butts, Elizabeth
The Spanish Bride by Georgette Heyer
Time After Time by Tamara Ireland Stone
The Human Age by Diane Ackerman
T*Witches: Destiny's Twins by Randi Reisfeld, H.B. Gilmour
Kingdom Come by Jane Jensen