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Authors: Mark Twain

Tags: #Cuento, Infantil y Juvenil

El príncipe y el mendigo (17 page)

BOOK: El príncipe y el mendigo
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—Yo soy un arcángel.

Hizo el rey un movimiento brusco, y se dijo: «¡Ojalá estuviera otra vez con los bandidos, porque ahora me veo prisionero de un loco!».

Sus temores aumentaron y se dejaron ver en su semblante. En voz baja continuó el ermitaño:

—Veo que percibes mi atmósfera. El temor se pinta en tus facciones. Nadie puede permanecer aquí sin verse afectado de ese modo, porque es el mismo cielo. Yo voy a él y vuelvo en un abrir y cerrar de ojos. En este mismo sitio me hicieron arcángel, ha cinco años, unos ángeles enviados del cielo para investirme con esa excelsa dignidad. Con su presencia llenaron este sitio de intolerable luz y se arrodillaron ante mí, ¡oh, rey! Sí, se arrodillaron ante mí, porque yo era más grande que ellos. Yo he andado por las salas del cielo y he hablado con patriarcas. Toca mi mano; no temas, tócala. Acabas de tocar una mano que ha sido estrechada por Abraham, Isaac y Jacob, porque he andado por las salas de oro y he visto frente a frente a la Divinidad.

Detúvose para dar mayor trascendencia a sus palabras, y de pronto mudó de expresión y se volvió a poner en pie, diciendo con airada energía:

—Sí; soy un arcángel, un verdadero arcángel, yo, que podría haber sido papa. Es mucha verdad; me lo dijeron en el cielo, en un sueño, hace veinte años. ¡Ah, sí! Yo tenía que ser papa; yo habría sido papa, porque el cielo lo había dicho; pero el rey disolvió mi casa religiosa, y yo, pobre viejo, oscuro y sin amigos, me vi sin hogar en el mundo y apartado de mis altos destinos.

Aquí empezó otra vez a hablar entre dientes y se golpeó la frente con inútil rabia, profiriendo a intervalos unas tremendas maldiciones, y de cuando en cuando esta patética frase:

—¡Por eso no soy más que un arcángel, yo, que debía ser papa!

Y así prosiguió por espacio de una hora, mientras el pobre rey se desesperaba, sentado en su banco. De pronto pasó el frenesí del viejo, que volvió a ser todo suavidad. Se le amansó la voz, cayó de las nubes y empezó a hablar con tanta sencillez y tan humanamente que no tardó en ganar por completo el corazón del rey. El viejo devoto hizo que el niño se acercara más al fuego para que estuviese mejor, le curó con diestra y tierna mano las contusiones y rozaduras, y se puso a preparar y a guisar una cena, todo esto sin dejar de charlar agradablemente, y acariciando de cuando en cuando la mejilla o la cabeza del niño, con tanta dulzura, que al poco rato todo el temor y la repulsión inspirados por el arcángel se habían trocado en reverencia y afecto al hombre.

Este feliz estado de cosas prosiguió mientras los dos despachaban la cena. Luego, tras una plegaria ante la hornacina, el ermitaño acostó al, niño en una pequeña habitación contigua, y lo arropó con tanto cariño como si fuera una madre; y así, con una caricia postrera, le dejó, se sentó junto al fuego y empezó a atizar los leños, distraído y sin interés. De pronto se detuvo y se golpeó varias veces la frente con la mano, como si tratara de recordar algún pensamiento que hubiera huido de su mente. No lo consiguió al parecer, y se levantó bruscamente y entró en el cuarto de su huésped, a quien dijo:

—¿Eres el rey?

—Sí —respondió el niño semidormido.

—¿Qué rey?

—El de Inglaterra.

—Entonces, ¿ha muerto Enrique?

—¡Ay! Así es. Yo soy su hijo.

El ermitaño frunció el ceño y crispó la huesuda mano con vengativa energía. Estuvo unos momentos en pie, jadeando fuerte y tragando saliva repetidas veces, y dijo con voz tétrica:

—¿Sabes que él nos dejó sin casa ni hogar en este mundo?

No recibió respuesta. El viejo se inclinó para escudriñar el sereno semblante del niño y escuchar su calmada respiración. —Duerme; duerme profundamente —dijo—. Y el ceño desapareció de su frente, cediendo a una expresión de satisfacción malvada. El rostro del dormido niño se iluminaba con una sonrisa. El ermitaño refunfuñó: —Su corazón es feliz—. Y se alejó. Furtivamente empezó a dar vueltas, buscando algo por todas partes, deteniéndose a veces a escuchar, y a veces volteando a su alrededor para echar una mirada rápida a la cama, y hablando sin cesar entre dientes. Por fin encontró, lo que necesitaba: un enorme cuchillo mohoso y una piedra de afilar. Se acuclilló junto al fuego y empezó a afilar el cuchillo suavemente sin dejar de musitar, refunfuñar y rezongar…

Suspiraba el viento en torno del solitario paraje, y las misteriosas voces de la noche flotaban a distancia. Los vivarachos ojos de osados ratones contemplaban al viejo desde sus nidos, pero el ermitaño proseguía su obra, abstraído, absorto y sin darse cuenta de nada. A largos intervalos deslizaba el pulgar por el filo del cuchillo, y movía la cabeza con aire de satisfacción.

—Se va afilando —dijo—; se va afilando.

Sin cuidarse del pasar del tiempo, seguía afilando tranquilamente, enfrascado en sus pensamientos, que se traducían a veces en ordenada oración.

—Su padre nos hizo daño, nos destruyó y ha descendido al fuego eterno. Sí, al fuego eterno. Se libró de nosotros, pero fue la voluntad de Dios; sí, fue la voluntad de Dios, no debemos lamentarnos. Pero no se ha librado del fuego eterno. No se ha librado de ese fuego abrasador, implacable y en donde no caben remordimientos; y el fuego es eterno y perdurable.

Y así continuó, afilando y afilando sin cesar, y refunfuñando, conteniendo a veces una risa sardónica, y a veces profiriendo palabras.

—Su padre fue el que lo hizo todo. Yo no soy más que un arcángel; a no ser por él, hubiera sido papa.

El rey se agitó un momento, y el ermitaño acercose sin hacer ruido al lado de su lecho y se arrodilló, inclinándose sobre el cuerpo del niño con el cuchillo levantado. Eduardo volvió a moverse y sus ojos se abrieron un instante, pero dormidos, sin ver nada. Y al momento su respiración acompasada mostró que su sueño volvía a ser profundo.

El ermitaño observó y escuchó un instante, sin cambiar de postura y sin respirar apenas. Por fin bajó lentamente el brazo y se alejó diciendo:

—Ha pasado ya la medianoche. No vaya a ser que grite, si por acaso pasa alguien.

Volvió a su aposento, recogió aquí un andrajo, allá unas tenazas y allá otro harapo, y después regreso, y con el mayor cuidado se las arregló para atar los tobillos del rey sin despertarlo. Intento luego ligarle las muñecas e hizo varias tentativas para cruzarlas, pero el niño apartaba siempre una u otra en el momento en que se disponía a atarlas con la cuerda; al fin, cuando el arcángel estaba próximo a la desesperación, el rey cruzó las manos por sí mismo y un instante después estuvieron atadas. El ermitaño le pasó luego una venda bajo la barbilla y por encima de la cabeza, donde la ató fuerte y con tanta delicadeza, tan despacio y haciendo los nudos tan diestramente, que el niño siguió durmiendo tranquilamente durante toda la maniobra, sin dar señales de vida.

XXI
Hendon, el salvador

El anciano se apartó, agachado, cautelosamente, como un gato, y acercó el banco. Se sentó en él, con medio cuerpo expuesto a la débil y vacilante luz, y el otro medio en las sombras; y así, con la mirada clavada en el dormido niño, prosiguió su paciente vela, sin cuidarse del paso del tiempo y sin cesar de afilar suavemente el cuchillo, en tanto que no paraba de refunfuñar y hacer gestos. Por su aspecto y su actitud no parecía sino una araña horrible y misteriosa, que se ensañara sobre un desdichado insecto preso en su tela e indefenso.

Después de largo tiempo, el viejo, que seguía aún mirando, aunque sin ver, pues su mente había caído en una abstracción soñolienta, observó de pronto que los ojos del niño estaban abiertos, y se fijaban con helado terror en el cuchillo. Una sonrisa de diablo satisfecho asomó al rostro del ermitaño, que dijo sin cambiar de actitud ni de ocupación:

—Hijo de Enrique VIII, ¿has, rezado?

El niño luchó impotente contra sus ligaduras y al propio tiempo profirió por entre las cerradas mandíbulas un sonido ahogado, que el ermitaño quiso interpretar, como contestación afirmativa a su pregunta.

—Entonces reza otra vez; reza la oración de los moribundos.

Estremeciose el cuerpo de Eduardo, cuya faz palideció. Intentó otra vez libertarse, retorciéndose a un lado y a otro y tirando con frenesí, desesperadamente, pero en vano, para romper sus ligaduras; y entre tanto el viejo ogro no dejaba de sonreírle moviendo la cabeza y afilando plácidamente el cuchillo. De cuando en cuando refunfuñaba.

—Los momentos son preciosos; son pocos y preciosos. Reza la oración de los moribundos.

Lanzó el niño un gemido de desesperación, y jadeante cesó en sus forcejeos; luego asomaron a sus ojos las lágrimas, que cayeron una tras otra por su rostro. Pero esta lastimera escena no logró aplacar al feroz anciano.

Acercábase ya el alba. Al darse cuenta el ermitaño habló bruscamente, con un aire de temor nervioso en la voz:

—No debo permitir más tiempo este éxtasis. La noche ha pasado ya. No tengo más que un momento, sólo un momento… ¡Ojalá hubiera durado un año! Semilla del despojador de la Iglesia, cierra esos ojos que van a morir. Si temes levantar la vista…

Lo demás se perdió en palabras inarticuladas.

El viejo cayó de rodillas, cuchillo en mano, y se inclinó sobre el gemebundo niño.

Silencio. Se oyó ruido de voces cerca de la choza y el cuchillo cayó de las manos del ermitaño, el cual arrojo una piel de cordero sobre Eduardo y se levantó tembloroso. Aumentaron los ruidos, y pronto las voces sonaron bruscas y coléricas. Sobrevinieron luego golpes y gritos de socorro, y por fin el rumor de pasos rápidos que se retiraban. Inmediatamente se sintió una sucesión de golpes atronadores en la puerta de la choza, seguida de estas palabras:

—¡Hola! ¡Abrid! ¡Despertad, en nombre de todos los diablos!

¡Oh! Este fue el sonido más grato que cuantas músicas sonaron jamás en los oídos del rey, porque era la voz de Miles Hendon.

El ermitaño, rechinando los dientes con impotente rabia, salió vivamente del cuarto, cerrando la puerta tras sí, y al instante oyó el rey una conversación parecida a ésta:

—Mi homenaje y mi saludo, reverendo señor. ¿Dónde está el muchacho… mi muchacho?

—¿Qué muchacho, amigo?

—¿Qué muchacho? Dejaos de mentiras, señor ermitaño, y no tratéis de engañarme, que no estoy de humor para sufrirlo. Cerca de aquí he apresado a los bellacos que me lo robaron, y les he hecho confesar. Me han dicho que se había escapado otra vez y que le habían seguido hasta la puerta de esta choza. Me enseñaron sus mismas huellas. No os detengáis más, porque os aseguro que si no me lo entregáis… ¿Dónde está?

—¡Oh, mi buen señor! ¿Acaso os, referís al andrajoso vagabundo que llegó aquí anoche? Ya que un hombre como vos se interesa por un arrapiezo como él, sabed que ha ido a hacer un mandado. No tardará en venir.

—¿Cuánto tardará, cuánto tardará? No perdáis el tiempo. ¿No puedo ya alcanzarle? ¿Cuánto tardara en volver?

—No necesitáis molestaros. Volverá pronto.

—Sea, pues. Trataré de esperar. Pero… un momento. ¿Decís que ha ido a un mandado? ¿Vos lo habéis enviado? Mentís; porque él no habría ido. Os habría tirado de esas viejas barbas si hubierais osado semejante insolencia. Has mentido, amigo, seguramente has mentido. No iría ni por ti ni por otro hombre alguno.

—Por otro hombre, no; por fortuna, no. Pero yo no soy un hombre.

—¿Qué? Entonces, en nombre de Dios, ¿qué eres?

—Es un secreto… Cuidad de no revelarlo. Yo soy un arcángel.

Soltó Miles Hendon un juramento tremendo, seguido de estas palabras:

—Eso explica muy bien su complacencia. Harto sabía yo que no movería pie ni mano en servicio de ningún mortal; pero hasta un rey debe obedecer cuando un arcángel se lo manda. ¡Silencio! ¿Qué ruido es ése?

Entretanto, el reyecito, en el otro aposento, no paraba de temblar tanto de terror como de esperanza, y ponía en sus gemidos de angustia toda la fuerza que podía, esperando siempre que llegaran a oídos de Hendon, y dándose cuenta con amargura de que no llegaban, o por lo menos de que no causaban efecto. Así esta última observación de Hendon llegó a sus oídos como llegaría a un moribundo un aliento vivificante desde una fresca campiña. Hizo un nuevo esfuerzo con la mayor energía, en el mismo momento que el ermitaño decía:

—¿Ruido? No he oído más que el viento.

—El viento sería tal vez. Es indudable: era el viento. Yo lo he estado oyendo débilmente mientras… ¿Otra vez? No es el viento. Qué sonido tan raro. Vamos a ver qué es.

La alegría del rey era casi insoportable. Sus fatigados pulmones hicieron un terrible esfuerzo con la mayor fe, pero las atadas quijadas y la piel de cordero que le ahogaba, consiguieron frustrarlo. El corazón del pobre niño dio un vuelco al oír decir al ermitaño:

¡Ah! Ha venido de fuera… creo que de ese bosquecillo. Venid, que yo os guiaré.

El rey oyó que ambos salían hablando y que sus pisadas expiraban muy pronto, y se quedó solo en un terrible silencio de mal agüero. Parecióle un siglo el tiempo que pasó hasta que se acercaron de nuevo los pasos y las voces, y esta vez oyó además otro ruido, al parecer el de los cascos de un caballo. Luego oyó decir a Hendon:

—No espero más, no espero más. Se habrá perdido en este espeso bosque. ¿Qué dirección ha tomado? ¡Pronto! Indicádmelo.

—¡Oh! Esperad; iré yo con vos.

—Bueno, bueno. La verdad es que eres mejor de lo que pareces. Pienso que no hay otro arcángel con tan buen corazón como el tuyo. ¿Quieres montar? Puedes subir en el asno que traigo para el muchacho, o ceñir con tus santas piernas los lomos de esta maldita mula que me he conseguido. Y en verdad que me habrían engañado con ella, aunque me hubiera costado menos de un penique.

—No. Subíos en vuestra mula y conducid el asno. Yo voy más seguro andando.

—Entonces haz el favor de cuidar el animalillo mientras yo arriesgo la vida en mi intento de montar en el animal grande.

Siguió una confusión de coces, pateos y corbetas, acompañados de una atronadora mezcla de maldiciones y juramentos, y, finalmente, de una amarga invectiva a la mula, que debió de dejarla sin ánimo; porque en aquel mismo momento parecieron cesar las hostilidades.

Con inenarrable dolor oyó el atado rey que las voces y los pasos se alejaban y morían. Por un momento abandonó toda esperanza, y una desesperación sombría invadió su corazón.

—Han engañado a mi único amigo para librarse de él. Volverá el ermitaño y…

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