No temas, nada te pasará. Es más… quedaras libre. No te tocará nadie. ¡Da muestras de tu poder!
—¡Oh, rey y señor! No lo tengo. Se me ha acusado falsamente.
—Hablas por temor. Ten bien puesto el corazón; no sufrirás daño. Provoca una tormenta, por pequeña que sea. No quiero nada en grande ni dañoso, antes bien prefiero lo contrario. Hazlo y salvarás tu vida; quedaréis libres tú y tu hija, con el perdón del rey, y a salvo de daño o maldad de nadie del reino.
Prosternose la mujer y protestó bañada en llanto que no tenía poder para hacer el milagro, pues de tenerlo defendería de buen grado la vida de su hija solamente, contenta de perder la suya, si por su obediencia al mandato del rey pudiera alcanzar tan preciada gracia.
Insistió Tom y la mujer persistió en su declaración. Finalmente dijo el niño:
—Me parece que esa mujer ha hablado verdad. Si mi madre estuviera en este lugar y tuviera poderes del diablo, para semejantes funciones, no habría vacilado un momento en provocar la tormenta y dejar en ruinas todo el país, a cambio de obtener la salvación de mi vida a cualquier precio que fuere. Todas las madres están vaciadas en el mismo molde. Quedas libre, buena mujer… y lo mismo tu hija… porque yo te creo inocente. Ahora no tienes ya que temer, una vez perdonada… Quítate las medias, y si puedes provocar una tormenta, yo te haré rica.
La redimida criatura lanzó a voces su gratitud y se dispuso a obedecer, mientras Tom la contemplaba con avidez y algo de temor. Al propio tiempo los cortesanos manifestaron visible desasosiego e inquietud. La mujer desnudó sus piernas y las de la niña, y evidentemente hizo todo lo posible por recompensar la generosidad del rey con un terremoto, pero la prueba resultó un fracaso y un desencanto. Tom suspiró y dijo:
—Vamos, buena mujer, no te molestes más; tu poder se ha desvanecido. Vete en paz y sigue tu caminó, y si alguna vez recuperas tal poder, no me olvides y dame una tormenta.
[9]
Acercábase la hora de la comida, y, por extraño que parezca, la idea no ocasionó a Tom sino un leve desasosiego, pero sin terror alguno. Lo que le ocurrió por la mañana había fortalecido en extremo su confianza; el pobrecillo estaba ya más acostumbrado a su extraño ambiente, después de cuatro días, que lo habría estado una persona mayor al cabo de todo un mes. Nunca se vio más sorprendente ejemplo de la facilidad de un niño para amoldarse a las circunstancias.
Aprovechemos nuestro privilegio, y corramos a la gran sala del banquete para echarle un vistazo, mientras Tom se encuentra listo para una ocasión tan imponente. Es un aposento espacioso, de columnas y pilastras doradas y paredes y techos con pinturas. En la puerta se yerguen dos fornidos guardias, rígidos como estatuas, vestidos de ricos y pintorescos trajes y armados de alabardas. En una galería alta, que corre en torno de toda la sala, hay una banda de músicos y compacta concurrencia de uno y otro sexo, brillantemente ataviada. En el centro del salón, sobre la tarima, está la mesa de Tom. Dejemos ahora que hable el viejo cronista:
«Un caballero entra en el aposento con una vara, y tras él otro, que trae un mantel; después de haberse arrodillado ambos tres veces con la mayor veneración, tienden el mantel sobre la mesa, y se retiran ambos tras una nueva genuflexión. Vienen luego otros dos, uno también con vara y otro con un salero, un plato y pan. Cuando han hecho sus genuflexiones como los dos anteriores, y colocado dichos objetos sobre la mesa, se retiran con las mismas ceremonias realizadas por los primeros. Por fin, vienen dos nobles ricamente vestidos, uno de ellos con un trinchante, y después de haberse postrado tres veces de la manera más reverente, se acercan y frotan la mesa con pan y sal, dando muestras de tanto respeto como si el rey estuviera presente».
Así terminan los solemnes preliminares. Luego, a lo lejos se oyeron en los corredores el estruendo de las trompetas, y el confuso grito de «¡Paso al rey, paso a la majestad del rey!». Estas voces se repiten una y otra vez, acercándose más y más, y de pronto, casi en nuestras barbas, suena la nota marcial y la voz de «¡Paso al rey!», y aparece el brillante cortejo, que cierra filas a la puerta, con acompasada marcha. Dejemos hablar otra vez al cronista:
«Vienen primero barones, condes y caballeros de la Jarretera, todos ricamente vestidos y con la cabeza descubierta. Sigue después el canciller, entre otros dos personajes, uno de los cuales lleva el cetro real y el otro la espada de Estado en su vaina roja, cubierta de flores de lis y oro y con la punta hacia arriba. Luego viene el mismo rey, a quien al aparecer saludan doce trompetas y muchos tambores, con gran estruendo de las salvas, mientras en las galerías se levantan todos de sus asientos: —¡Dios salve al rey!— Vienen luego los nobles de su corte, y a su derecha e izquierda marcha su guardia de honor, sus cincuenta caballeros pensionarios, con doradas hachas de combate».
Todo era hermoso y agradable. Tom sentía que le latía con más fuerza el corazón, y a sus ojos asomaba una luz de alegría. Avanzaba con la mayor gracia, tanto más cuanto que estaba ausente de ella, pues su espíritu estaba deleitado y absorto en el alegre espectáculo y los sones que le rodeaban; y además nadie puede verse feo con ropas ricas y bien portadas, una vez que se ha acostumbrado un poco a ellas, especialmente en el momento en que no se da cuenta de que las lleva. Tom recordó sus instrucciones y respondió a los saludos con una leve inclinación de su cabeza emplumada y un cortés: «Gracias, mi buen pueblo».
Sentóse a la mesa sin quitarse su gorro, y lo hizo sin el menor embarazo, porque el comer con el gorro puesto era la única costumbre regia en que los reyes y los Canty se hallaban en terreno conocido, ya que ninguno de ellos aventajaba a los otros en esa familiaridad con el gorro. Rompió filas el cortejo, se agrupó pintorescamente y todos permanecieron con las cabezas descubiertas.
Al son de alegre música entraron luego los alabarderos de palacio, los hombres más altos y más fuertes de Inglaterra, que eran cuidadosamente escogidos al efecto; mas dejaremos que el cronista nos lo siga contando:
«Entraron los alabarderos de palacio, desnuda la cabeza, vestidos de escarlata con rosas de oro en la espalda, y éstos fueron y vinieron trayendo cada vez una serie de manjares, servidos en vajilla de plata. Estos manjares eran recibidos por un caballero, en el mismo orden en que los traían, y colocados sobre la mesa, en tanto que el catador daba a comer a cada guardia un bocado del plato que había traído, por temor al veneno».
Hizo Tom una buena comida, aunque se daba cuenta de que centenares de ojos seguían cada bocado hasta sus labios y le miraban mientras lo comía, con un interés que no habría sido más intenso si se hubiera tratado de un mortífero explosivo y hubieran esperado que volara el rey lanzando sus miembros por el recinto. Cuidaba Tom de no apresurarse y también cuidaba de no hacer nada por sí mismo, sino de esperar a que el funcionario competente se arrodillara ante él y lo hiciera. Salió del paso sin un error: ¡impecable y preciado triunfo!
Cuando al fin terminó el yantar y salió Tom en medio de su brillante séquito, con los oídos ensordecidos por el clamor de las trompetas, de los tambores y miles de aclamaciones, se dijo que, si ya había pasado lo peor, que era comer en público, sería una experiencia que sin inconveniente soportaría varias veces cada día, si con ello podía liberarse de algunos de los más terribles requerimientos de su oficio regio.
Corrió Miles Hendon hacia el final del puente por el lado de Southwark, con los ojos muy vivos en busca de las personas que perseguía, con la esperanza de alcanzarlas de un momento a otro; pero en esto se llevó un chasco. A fuerza de preguntar, pudo seguir sus huellas parte del camino al través de Southwark, pero allí cesaba toda traza, y el soldado quedó perplejo en cuanto a lo que debía de hacer. No obstante, continuó lo mejor que pudo sus esfuerzos durante el resto del día. Al caer la noche se encontró rendido de piernas, medio muerto de hambre y con su deseo más lejos que nunca de verse realizado. Así pues, cenó en la posada del Tabardo y se fue a la cama, resuelto a salir muy de mañana y registrar de arriba abajo la ciudad. Cuando estaba acostado pensando y planeando, comenzó de pronto a razonar de la siguiente manera:
—¿Escapará el niño del lado del rufián, su supuesto padre, si le es posible? ¿Volverá a Londres en busca de sus antiguos parajes? No. No lo hará, porque querrá evitar que lo atrapen de nuevo. ¿Pues entonces, que hará? No habiendo tenido amigos ni protectores en el mundo hasta que se encontró a Miles Hendon, tratará, claro, de hallarme otra vez, siempre que estos trabajos no le obliguen a acercarse a Londres y al peligro. Se encaminará a Hendon Hall. Eso es lo que hará, porque sabe que yo me propongo dirigirme a mi casa, y en ella esperará hallarme.
Sí, para Hendon, el caso era clarísimo. No debía perder más tiempo en Southwark, sino moverse en seguida a través de Kent en dirección a Monk's Holm, registrando el bosque e inquiriendo durante su marcha.
Volvamos ahora al desaparecido reyecito.
El rufián a quien él mozo de la posada del puente había visto «a punto de alcanzar» al mozalbete y al rey, no se unió precisamente a ellos, sino que se quedó atrás y siguió sus pasos. Nada dijo. Llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo, y tenía el ojo del mismo lado cubierto por un gran parche verde. Cojeaba un tanto, y usaba para apoyarse, un palo de roble. El mozalbete condujo al rey en un tortuoso rodeo a través de Southwark y no tardó en dar en la carretera real, más allá del pueblo. Eduardo, que estaba ya incomodado, dijo que se detendría allí, pues a Hendon le correspondía ir a él y no a él ir a Hendon. No soportaría semejante insolencia y se pararía allí mismo. El mozalbete dijo:
—¿Quieres quedarte aquí, cuando tu amigo yace herido en aquel bosque? Sea, pues.
El rey cambió de actitud al instante y exclamó:
—¿Herido? ¿Y quién se ha atrevido a herirlo? Pero ésa es otra cuestión. ¡Sigamos, sigamos! ¡Más de prisa! ¿Tienes plomo en los pies? ¿Está herido? ¡Aunque quien lo hirió sea el hijo de un duque, se arrepentirá dé ello!
Quedaba todavía un trecho hasta el bosque, pero lo cruzaron rápidamente. El mozalbete miró en torno, vio una rama hincada en el suelo con un andrajo atado y siguió el camino al interior del bosque, buscando ramas similares y hallándolas a trechos. Evidentemente eran guías para el lugar a que se encaminaba. De pronto llegó a un claro, donde se veían los ruinosos restos de una casa de labor y cerca de allí un granero que empezaba a desmoronarse. Por ningún lado había señales de vida y un profundo silencio reinaba en el lugar. El muchacho entró en el granero, seguido muy de cerca por el ansioso rey. Nadie allí. Eduardo lanzó al mozo una mirada de sorpresa y recelo, y preguntó:
—¿Dónde está?
Respondiole una burlona carcajada: Al instante el niño montó en cólera, agarró un leño, y se disponía a atacar al mozo cuando llegó a sus oídas otra carcajada sardónica, proferida por el mismo rufián cojo que los había seguido a distancia. Volvióse el rey y preguntó colérico:
—¿Quién eres tú? ¿Qué haces por aquí?
—Déjate de tonterías y tranquilízate. No es tan bueno mi disfraz que pretendas no conocer a tu padre.
—Tú no eres mi padre. No te conozco. Soy el rey. Si has escondido a mi criado, búscamelo en seguida o te costará caro lo que has hecho.
Con fuerte y mesurada voz replicó Juan Canty:
—Es evidente que estás loco, y me repugna castigarte; pero si me provocas, lo haré. Tus palabras no pueden hacernos daño aquí, donde no hay oídos que escuchen tus locuras; sin embargo, bueno será que tu lengua se ejercite en hablar con cautela, para que no pueda perjudicamos cuándo cambiemos de paraje. He cometido un asesinato y no puedo permanecer en casa, ni tú tampoco, porque necesito tus servicios. Mi nombre ha cambiado por prudentes razones. Ahora es Hobbs, Juan Hobbs. Tú te llamas Jack. Procura conservarlo en la memoria. Dime, ¿dónde está tu madre? ¿Dónde tus hermanas? No han acudido al lugar donde las habíamos citado. ¿Sabes dónde han ido?
El rey respondió de mal temple:
—No me perturbes con esos acertijos. Mi madre ha muerto. Mis hermanas están en palacio.
El mozo estalló en una carcajada de mofa y Eduardo lo habría atacado si Canty —o Hobbs, como ahora se llamaba— no lo hubiera impedido, diciendo:
—Déjalo, Hugo, no lo molestes. Su mente desvaría y tus cosas le irritan. Siéntate, Jack, y estate en paz, que pronto tendrás un bocado que comer.
Pusiéronse Hobbs y Hugo a hablar en voz baja y el rey se apartó cuanto pudo de su desagradable compañía. Retirose a la penumbra del rincón más lejano del granero, donde encontró que el suelo estaba cubierto con un montón de paja. Allí se tendió, cubriéndose con la paja a guisa de manta, y no tardó en quedar absorto en sus pensamientos. Muchos pesares tenía, mas los pormenores quedaban casi olvidados por el supremo de ellos, la pérdida de su padre. A todo el mundo el nombre de Enrique VIII le producía escalofríos y le sugería la idea de un ogro, cuyas fauces respiraban destrucciones y cuyas manos repartían azotes y muerte; pero para aquel niño el nombre no evocaba más que sensaciones de placer. La figura que invocaba tenía un semblante todo bondad y afecto. Trajo el niño a la memoria una larga serie de escenas de cariño entre su padre y él, y meditó complacido en ellas mientras fluían sin amargura sus lágrimas, testimonio de cuán honda y verdadera era la pena de su corazón. Conforme pasó la tarde, Eduardo, abrumado por sus pesadumbres, cayó poco a poco en un sueño tranquilo y reparador.
Al cabo de mucho tiempo —no podía decir cuánto— pugnaron sus sentidos por volver a la realidad; y mientras con los ojos aún cerrados se preguntaba vagamente dónde estaba y qué le había sucedido, notó un murmullo, el repentino caer de la lluvia en el techo. Invadió su cuerpo una sensación de placidez, que al poco rato fue rudamente interrumpida por un coro de risas chillonas y de sarcásticas carcajadas. Sobresaltó al niño desagradablemente y le hizo asomar la cabeza para ver de dónde procedía la interrupción. Sus ojos vieron un cuadro repugnante y espantable. En el suelo, al otro extremo del granero, ardía una alegre fogata y en torno de ella, fantásticamente iluminados por los rojizos resplandores, se desperezaban o se tendían en el suelo los más abigarrados grupos de bellacos harapientos y rufianes de uno u otro sexo que el niño hubiera podido soñar o conocer en sus lecturas. Eran hombres recios y fornidos, atezados por la intemperie, de pelo largo y cubiertos de caprichosos andrajos. Había mozos de mediana estatura y rostros horribles vestidos de la misma manera; había mendigos ciegos con los ojos tapados o vendados, lisiados con piernas de palo o muletas, enfermos con purulentas llagas mal cubiertas por vendas; había un buhonero de vil traza con sus baratijas, un afilador, un calderero y un barbero cirujano con las herramientas de su oficio. Algunas de las mujeres eran niñas apenas adolescentes, otras se hallaban en la edad primaveral, otras eran brujas viejas y arrugadas; pero todas ellas gritonas, morenas y deslenguadas, todas desaliñadas y sucias. Había tres niños esmirriados y un par de perros hambrientos con cuerdas al cuello, cuyo oficio era guiar a los ciegos.