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Authors: Mark Twain

Tags: #Cuento, Infantil y Juvenil

El príncipe y el mendigo (22 page)

BOOK: El príncipe y el mendigo
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Las mujeres tenían la cabeza inclinada y con las manos se cubrían el rostro. Las amarillas llamas comenzaron a trepar por entre la crepitante leña, y unos como nimbos de humo azul subieron a disolverse en el viento. En el momento en que el clérigo alzaba las manos y empezaba sus preces, dos niñas llegaron corriendo, y lanzando agudos gritos se abalanzaron sobre las mujeres atadas a los postes. Al instante las arrancaron de allí, y a una de ellas, la sujetaron con fuerza; pero la otra logró desasirse gritando que quería morir con su madre, y antes de que pudieran detenerla volvió a echar los brazos al cuello de una de las mujeres. Al instante la arrancaron otra vez de allí con los vestidos en llamas. Dos o tres hombres la sostuvieron, y la parte de sus ropas que ardía fue rasgada y arrojada a un lado, mientras la niña pugnaba por libertarse, sin cesar de exclamar que quedaría sola en el mundo y de rogar que le dejaran morir con su madre. Ambas niñas gritaban sin cesar y luchaban por libertarse, pero de pronto este tumulto fue ahogado por una serie de desgarradores gritos de mortal agonía. El rey miró a las frenéticas niñas y a los postes, y luego apartó la vista y ocultó el rostro lívido contra la pared, para no ver más.

—Lo que he visto en este breve momento —se dijo— no desaparecerá de mi memoria, en la que vivirá siempre. Lo veré todos los días y soñaré con ello todas las noches hasta que muera. ¡Ojalá hubiera sido ciego!

Hendon, que no cesaba de observar al rey, se dijo satisfecho:

—Su locura mejora. Ha cambiado, y su carácter es más dulce. Si hubiera seguido su manía, habría llenado de injurias a esos lacayos, diciendo que era el rey y ordenándoles que dejaran libres a las mujeres. Pronto su ilusión se desvanecerá y quedará olvidada y su pobre caletre sano otra vez. ¡Quiera Dios apresurar ese momento!

Aquel mismo día entraron varios presos para pasar la noche; eran conducidos, con su custodia, a diversos lugares del reino para cumplir el castigo de crímenes cometidos. El rey habló con ellos, pues desde el principio se había propuesto enterarse y aprender para su regio oficio, interrogando a los presos cada vez que se le presentaba una oportunidad. La relación de sus desgracias desgarró el corazón del niño. Había allí una pobre mujer, medio demente, que, en castigo por haber robado una o dos varas de paño a un tejedor, iba a ser ahorcada. Un hombre, acusado de robar un caballo, dijo a Eduardo que la prueba había sido negativa y ya se imaginaba estar libre del verdugo; pero no. Apenas estuvo en la calle, cuando fue preso otra vez por haber matado un ciervo en el parque del rey. Se le probó el hecho, y estaba condenado a galeras. Había también un aprendiz de comerciante cuyo caso afectó en lo vivo a Eduardo. Díjole aquel mozo que cierta noche había encontrado un halcón, escapado de las manos de su dueño, y se lo llevó a su casa, imaginándose con derecho a él; pero el tribunal le declaró convicto de haberlo robado y lo sentenció a muerte.

El rey estaba furioso con esta falta de humanidad y compasión, y quería que Hendon se escapara de la cárcel y huyera con él a Westminster, para poder subir a su trono y blandir su cetro, movido por la compasión hacia aquellos desdichados, para salvar su vida.

—¡Pobre niño! —Suspiró Hendon—. Estos terribles acontecimientos han hecho que se recrudezca su locura: ¡Ay! A no ser por ese desdichado suceso, se habría puesto bueno en poco tiempo.

Entre los presos había un hombre de leyes, viejo, de rostro severo e intrépido. Tres años atrás había escrito un libelo contra el lord canciller, acusándole de prevaricación, y por él le habían castigado con la pérdida de ambas orejas en la picota, y degradación del foro, y además multa de tres mil libras. Más tarde reincidió en el mismo delito, y por ello estaba ahora condenado a perder lo que le quedaba de las orejas, a pagar una multa de cinco mil libras, a ser marcado por el hierro en ambas mejillas, y a permanecer para siempre en las cárceles.

Estas son cicatrices honrosas le dijo, apartando el pelo cano y mostrándole los mutilados restos de lo que habían sido sus orejas.

Los ojos del rey ardieron de cólera.

—Nadie cree en mí —dijo—, ni tú creerás tampoco; pero no me importa. Dentro del término de un mes estarás libre. Las leyes que te han deshonrado y han deshonrado el nombre de Inglaterra desaparecerán del libro de los Estatutos. El mundo está mal constituido. Los reyes tienen que ir a la escuela de sus propias leyes para adquirir el sentimiento de la caridad.
[12]

XXVIII
El sacrificio

Entretanto, Miles se iba cansando bastante del confinamiento y de la inacción. Mas llegó su juicio, para gran satisfacción suya, y pensó que daría la bienvenida a cualquier sentencia, siempre que una nueva prisión no fuera parte de ella. Pero se equivocaba en esto. Se enfureció cuando se encontró con que lo describían como un «vagabundo tenaz», y que era sentenciado a dos horas de cepo por este cargo y por haber agredido al señor de Hendon Hall. Sus alegatos de que era hermano de su perseguidor, y heredero legítimo de los honores y patrimonio de Hendon, se desdeñaron sin prestarles atención ninguna, pues ni siquiera fueron dignos de examen.

Bramaba y amenazaba en su camino al castigo, pero de nada le valió. Fue violentamente arrastrado por los oficiales, y en ocasiones recibía un bofetón por su conducta irreverente.

El rey no pudo abrirse paso entre la chusma que bullía detrás, y así fue obligado a seguir a la zaga, lejos de su buen amigo y servidor. Por poco se veía el rey condenado él mismo al cepo por estar en tan mala compañía, pero había salido libre con un sermón y una advertencia, debido a su corta edad. Cuando al fin la multitud hizo alto, voló febrilmente de un lado a otro alrededor de sus orillas, cazando un lugar para atravesarla, y al fin, después de muchas dificultades y tardanza, lo logró. Allí estaba su pobre criado, en el degradante cepo, hazmerreír y diversión de una sucia muchedumbre, él, ¡el servidor personal del rey de Inglaterra! Eduardo había oído dictar la sentencia, pero no se había dado cuenta ni por asomo de lo que significaba. Su ira comenzó a crecer a medida que el sentido de esta nueva indignidad que le infligían lo hirió en lo vivo; llegó a su paroxismo un momento después, cuando vio un huevo cruzar el aire y estrellarse en la mejilla de Hendon, y que la multitud rugía de júbilo por el episodio. Cruzó de un salto el círculo abierto, e hizo frente al alguacil de guardia gritando:

—¡Qué vergüenza! ¡Éste es mi criado; déjalo libre! ¡Yo soy el…!

—¡Oh, calla! —exclamó Hendon, aterrorizado—. ¡Te perderás! No le hagáis caso, oficial, está loco.

—No temas que le haga caso, buen hombre, no tengo intención de hacérselo; pero a enseñarle algo sí que me siento inclinado. —Volviose a un subordinado y le dijo—: Dale al tontito una o dos probadas de látigo, para enmendar sus modales.

—Media docena le bastarán —sugirió sir Hugo, que había llegado un momento antes a caballo para de pasada echar un vistazo a lo que ocurría.

Prendieron al rey. No se resistió siquiera, tan paralizado estaba ante la mera idea del monstruoso ultraje que se proponían infligir a su sagrada persona. La historia ya había sido manchada con la marca de un rey inglés azotado con látigo, y era reflexión intolerable el que él hubiera de proporcionar la copia de aquella vergonzosa página. Estaba en la red, no había remedio, o aceptaba el castigo o rogaba que se le perdonara. ¡Duro dilema! Escogería los azotes, un rey lo haría, pero un rey no podía suplicar.

Mas, entretanto, Miles Hendon estaba resolviendo la dificultad. ¡Dejad ir al niño —dijo—, perros desalmados! ¿No veis cuán joven y frágil es? Dejadle ir, yo me llevaré sus azotes.

—¡Justo! ¡Buena idea!, y gracias por ella —dijo sir Hugo, su rostro relampagueando de sardónica satisfacción—. Dejad ir al mendiguillo, y dadle a este tipo una docena de azotes; en su lugar, una docena justa, y bien puestos.

El rey iba a iniciar una furiosa protesta, pero sir Hugo lo hizo callar con esta eficaz advertencia:

—Sí; habla, hazlo y desahógate; pero advierte que por cada palabra que pronuncies él se llevará seis golpes más.

Quitaron a Hendon del cepo y le desnudaron la espalda, y mientras le daban con el látigo, el pobre reyecito volteó la cara, y dejó que por sus mejillas corrieran libres lágrimas poco regias.

—¡Ah, buen corazón valeroso! —Se dijo—: Este acto de lealtad no perecerá en mi memoria, no lo he de olvidar, ¡pero ellos tampoco! —agregó con ardor.

Mientras meditaba, su aprecio de la magnánima conducta de Hendon fue adquiriendo dimensiones más y más grandes en su mente, lo mismo que su agradecimiento. De pronto se dijo:

—El que salva a su príncipe de heridas y de una muerte probable —y esto ha hecho él por mí—, realiza un alto servicio; pero es poco, ¡es nada, oh, menos que nada; comparado con la acción de aquél que salva a su príncipe de la vergüenza!

Hendon no gritó al ser azotado, sino que soportó los fuertes golpes con ánimo marcial. Esto, más haber librado al niño sufriendo los azotes en su lugar, forzó al respeto aun a aquella chusma infeliz y degradada allí reunida; sus mofas y gritería terminaron, y no quedó otro sonido que el sonido del caer de los golpes. La quietud que invadió el lugar cuando Hendon se encontró de nuevo en el cepo, contrastaba fuertemente con el clamor insultante que había reinado muy poco antes. El rey se acercó lentamente a Hendon y le susurró al oído:

—Los reyes no pueden ennoblecerte, ¡tú, alma buena y generosa!, porque Aquel que está por encima de los reyes lo ha hecho ya; pero un rey puede confirmar tu nobleza ante los hombres. —Recogió el látigo del suelo, tocó levemente con él los sangrantes hombros de Hendon, y susurró—: Eduardo de Inglaterra te hace conde.

Hendon se conmovió. Las lágrimas fluyeron a sus ojos, pero, al mismo tiempo, la comicidad terrible de la situación, y de las circunstancias minó a tal grado su seriedad, que hizo lo que pudo para no mostrar ningún signo de su regocijo interno. Verse de pronto, desnudo y manando sangre, elevado desde el cepo villano hasta la gran altura y esplendor de un condado, le parecía la última probabilidad en el terreno de lo grotesco.

—Primoroso oropel el mío, por cierto —se dijo—. El caballero espectral del Reino de los Sueños y de las Sombras me ha convertido en un conde espectral. —¡Vertiginoso vuelo para alas inexpertas!— De seguir así pronto me colgarán adornado lo mismo que un mayo, con objetos fantásticos y lauros de mentirillas. Pero sabré valorarlos, tan sin valor como son, por el amor que los otorga. Mejores son estas pobres ficticias dignidades mías, que vienen sin pedirlas de mano limpia y espíritu recto, que las verdaderas, compradas por el servilismo al poder envidioso e interesado.

El temible sir Hugo hizo dar vuelta a su caballo, y, al apretar el paso, el muro viviente se dividió silenciosamente para abrirle paso, y tan silenciosamente se juntó de nuevo. Y así permaneció; ninguno llegó tan lejos como para aventurar una observación en favor del prisionero ni en alabanza suya; mas no importaba: la ausencia de insultos era de por sí suficiente homenaje. Un recién llegado que no estaba al tanto de las circunstancias y que lanzó una burla al «impostor», y estaba a punto de continuarla arrojándole un gato muerto, fue inmediatamente derribado y echado a puntapiés, sin palabra alguna, y luego el profundo silencio reinó de nuevo.

XXIX
A Londres

Al terminar el castigo de Hendon en el cepo, fue puesto en libertad y se le ordenó salir de la comarca y no volver más. Le fue devuelta su espada, y también su mula y su asno. Montó y cabalgó, seguido por el rey, la muchedumbre hendiéndose con silencioso respeto para abrirles paso, y luego dispersándose cuando se hubieron ido.

Pronto estuvo Hendon absorto en sus pensamientos. Había preguntas de gran importancia que esperaban respuesta. ¿Qué haría? ¿A dónde iría? Tendría que hallar ayuda poderosa en alguna parte, o de otra manera renunciar a su herencia y permanecer, además, bajo el cargo de ser un impostor. ¿Dónde podría hallar esta poderosa ayuda? ¿Dónde en verdad? Era difícil la pregunta. Pronto se le ocurrió una idea que apuntaba a una posibilidad, la más débil de las débiles posibilidades, ciertamente, pero sin embargo digna de considerarse, a falta, en absoluto, de cualquier otra que prometiera algo. Recordó lo que el viejo Andrews había dicho acerca de la bondad del joven rey y de su generosa defensa de los agraviados y desdichados. ¿Por qué no ir e intentar hablarle e implorarle justicia? ¡Ah, sí! ¿Pero podría un pobre tan grotesco lograr que le admitieran ante la augusta presencia de un monarca? Pero, eso no importaba: Ya se vería; era un puente que necesitaría ser cruzado hasta que llegara a él. Él era veterano de guerra, acostumbrado a inventar subterfugios y expedientes; sin duda podría encontrar un camino. Marcharía hacia la capital. Tal vez el viejo amigo de su padre, sir Humphrey Marlow, le ayudaría; el buen sir Humphrey, teniente jefe de la cocina del difunto rey, o de las cuadras, o de algo: Miles no podía recordar qué o de qué.

Ahora que tenía ya algo a qué dedicar sus energías, un objeto definido que cumplir, la niebla de humillación y depresión que envolvía su espíritu se elevó, y disipó, y él alzó la cabeza y miró a su alrededor. Se sorprendió al ver cuán lejos había llegado; la aldea había quedado muy atrás. El rey iba trotando tras él, con la cabeza inclinada, porque también iba sumido en sus pensamientos y planes. Un triste recelo nubló la recién nacida alegría de Hendon: ¿querría el niño volver a una ciudad en la que, durante su breve vida, no había conocido más que malos tratos y punzantes necesidades? Pero la pregunta tenía que ser respondida, no era posible de evitar; por lo cual Hendon frenó la cabalgadura y gritó:

—Había olvidado preguntar a dónde nos dirigimos. ¿Tus órdenes, mi señor?

—¡A Londres!

Hendon avanzó de nuevo, contentísimo con la respuesta, pero también asombrado con ella.

Hicieron todo el viaje sin aventura ninguna de importancia. Pero terminó con una. Cerca de las diez de la noche del diecinueve de febrero llegaron al Puente de Londres, en medio de una serpenteante, agitada muchedumbre de gente ululando y vitoreando, cuyos rostros, alegrados por la cerveza, se destacaban intensamente a la luz de numerosas antorchas… y en ese instante la cabeza podrida de un ex duque u otro grande cayó entre ellos, golpeando a Hendon en el codo y rebotando entre la precipitada confusión de pies. ¡Tan evanescentes e inestables son las obras humanas en este mundo! El buen rey difunto lleva apenas tres semanas de muerto, y tres días en la tumba, y ya caen los adornos de gente principal que con tanta solicitud había elegido para su noble puente. Un ciudadano tropezó con la cabeza y dio con la suya en la espalda de alguien que tenía delante, el cual se volvió y derribó de un golpe a la primera persona que tuvo a mano, y pronto él mismo fue abatido por el amigo de esta persona. Era la mejor hora para una lucha libre, porque las festividades del día siguiente —Día de la Coronación— estaban empezando ya; todos estaban llenos de bebidas fuertes y de patriotismo; a los cinco minutos la batalla campal ocupaba gran espacio de terreno; a los diez o doce cubría más o menos un acre y se había convertido en motín. Para entonces, Hendon y el rey fueron separados irremediablemente, se perdieron en el tropel y alboroto de las rugientes masas humanas. Así los dejaremos.

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