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Authors: Mark Twain

Tags: #Cuento, Infantil y Juvenil

El príncipe y el mendigo (24 page)

BOOK: El príncipe y el mendigo
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—¡Una dádiva, una dádiva! —El grito llegaba a un oído distraído—. ¡Viva Eduardo de Inglaterra! —Parecía que la tierra se cimbraba con la explosión, pero no había respuesta del rey. Éste la oía como se oye el ruido del oleaje cuando llega al oído desde una gran distancia, porque era ahogado por otro sonido que estaba aún más próximo, en su propio pecho, en su acusadora conciencia, una voz que seguía repitiendo aquellas vergonzosas palabras: «No te conozco, mujer».

Las palabras golpeaban el alma del rey como el doblar de una campana fúnebre golpea el alma de un amigo sobreviviente cuando le recuerdan secretas traiciones hechas por su mano a aquel que se ha ido.

Nuevos encantos se revelaban a cada vuelta; nuevos prodigios, nuevas maravillas aparecían a la vista; los encerrados estruendos de las baterías eran liberados, nuevos raptos brotaban de las gargantas de las expectantes multitudes, pero el rey no daba señales de enterarse, y la voz acusadora que seguía gimiendo en su desconsolado pecho era el único sonido que escuchaba.

Pronto la alegría en los rastros del populacho cambió un poco, y mostraban algo parecido al afán o a la ansiedad; se observó también un descenso en la intensidad de los aplausos. El lord protector de inmediato reparó en estas cosas, tanto como para descubrir la causa. Apretó el paso hacia el rey, se inclinó en la silla, con la cabeza descubierta, y dijo:

—Señor, mala ocasión es ésta para soñar. El pueblo observa tu inclinada cabeza, tu nublado semblante y lo toma por mal agüero. Sé prudente; devela el sol de la realeza y deja que brille sobre esos agoreros vapores y los dispersé. Levanta la cara y sonríe al pueblo.

Diciendo esto, el duque esparció un puñado de monedas a diestra y siniestra, y luego se retiró a su sitio. El fingido rey hizo maquinalmente lo que le sugerían. Su sonrisa era forzada, pero pocos ojos estuvieron lo bastante cerca o fueron lo bastante perspicaces para descubrirlo. Los movimientos de su empenachada cabeza al saludar a sus súbditos eran llenos de gracia y gentileza; las dádivas que su mano prodigaba eran regiamente generosas; así se desvaneció la ansiedad del pueblo y las aclamaciones volvieron a estallar con la poderosa intensidad de antes.

De nuevo, sin embargo, poco antes de que acabara la procesión, el duque se vio obligado a adelantarse hacia el rey, y lo reconvino. Susurró:

—¡Oh, venerable soberano! Sacude ese humor fatal; los ojos del mundo están sobre ti. —Y añadió con vivo disgusto—: ¡Maldita sea esa loca mendiga! fue ella la que ha perturbado a Su Alteza.

La suntuosa figura volvió hacia el duque sus ojos sin brillo y exclamó con voz desmayada:

—¡Era mi madre!

—¡Dios mío! —Gimió el protector, conteniendo su caballo para volver a su puesto—. ¡El agüero estaba preñado de profecía! ¡Se ha vuelto loco de nuevo!

XXXII
El día de la coronación

Retrocedamos unas cuantas horas y situémonos en la Abadía de Westminster, a las cuatro de la mañana de este memorable Día de la Coronación. No estamos sin compañía, porque aunque aún es de noche, encontramos las galerías iluminadas con antorchas, llenas ya de gentes dispuestas a permanecer esperando siete u ocho horas hasta que llegue para ellas el momento de ver lo que no esperan ver dos veces en sus vidas: la coronación de un rey. Sí. Londres y Westminster han estado activos desde que retumbaron los cañonazos de aviso a las tres de la mañana, y ya multitud de ricos sin título, que han comprado el privilegio de buscar sitio para sentarse en las galerías, se agolpa en las entradas reservadas a su clase.

Las horas pasan lentas, tediosamente. Toda agitación ha cesado por un rato porque hace mucho que las galerías están ya atestadas. Ahora podemos sentarnos, y mirar y pensar a nuestro gusto. Aquí, allá y acullá, en la vaga media luz de la catedral, podemos divisar parte de muchas galerías y balcones, porque el resto nos lo ocultan a la vista las columnas y salientes arquitectónicos que se interponen. Tenemos a la vista todo el gran crucero, vacío, esperando a los privilegiados de Inglaterra. Vemos también el área amplia de la plataforma, cubierta de rica alfombra, en que se alza el trono. El trono ocupa el centro de la plataforma, y se levanta de ella sobre cuatro escalones. En el asiento del trono está encajada una piedra plana y tosca, la Piedra de Scone, en que muchas generaciones de reyes escoceses se han sentado para ser coronados, por lo cual con el tiempo llegó a ser lo bastante sagrada para servir al mismo fin a los monarcas ingleses. Tanto el trono como su escabel están cubiertos con brocado de oro.

La quietud reina, las antorchas parpadean lánguidamente, el tiempo pasa con pesadez. Mas al fin se afirma la retrasada luz del día, se extinguen las antorchas y un resplandor suave baña los grandes espacios. Ahora se distinguen todos los perfiles del noble edificio, pero dulces y como en sueños, porque el sol está ligeramente velado con nubes.

A las siete sobreviene la primera interrupción de la amodorrada monotonía, porque, al dar la hora, la primera dama noble entra al crucero, vestida con tanto esplendor como Salomón, y es conducida a su lugar correspondiente por un oficial vestido de raso y terciopelo, en tanto que otro como él recoge la larga cola del vestido de la dama, la sigue y, cuando la dama se ha sentado, se la arregla sobre el regazo. Luego coloca el escabel conforme a los deseos de ella, después de lo cual pone su corona al alcance de su mano, para cuando llegue la ocasión de la coronación simultánea de los nobles.

Ya en esto las damas están fluyendo en reluciente manantial, y los oficiales revolotean y destellan por dondequiera, sentándolas e instalándolas cómodamente. La escena está ya bastante animada. Hay movimiento y vida, y colores cambiantes por todas partes. Al cabo de un rato, vuelve a reinar la calma, porque todas las damas han llegado y están en sus sitios, como un gran ramillete de flores resplandecientes, de colores abigarrados, y escarchadas de diamantes como una Vía Láctea. Hay aquí todas las edades: viudas arrugadas y canosas, que pueden retroceder más y más en el tiempo y recordar la coronación de Ricardo III, y los turbulentos días de aquella inolvidable época; y hay hermosas damas de mediana edad, y matronas lindas y graciosas, y doncellas gentiles y bellas, de radiantes ojos y tez fresca, que muy probablemente se pondrán torpemente su enjoyada corona cuando llegue el momento solemne, porque el lance será nuevo para ellas y su agitación será un grave obstáculo. Sin embargo, esto puede no ocurrir, porque el pelo de todas estas damas está arreglado con especial atención a la colocación rápida y airosa de la corona cuando llegue la señal.

Hemos visto que este conjunto de damas está sembrado de diamantes, y vemos también que constituye un maravilloso espectáculo, pero… ahora estamos a punto de asombrarnos de verdad. Cerca de las nueve, de pronto se rasgan las nubes y una saeta de luz de sol hiende la tibia atmósfera y recorre lentamente las filas de damas, y cada fila que toca se enciende con un deslumbrante esplendor de fuegos multicolores, y a nosotros nos hormiguean hasta las puntas de los dedos con el estremecimiento eléctrico que nos atraviesa por la sorpresa y la belleza del espectáculo. Ahora un enviado especial de algún lejano rincón del Oriente entra con el cuerpo de embajadores extranjeros; cruza aquella barra de luz de sol, y nosotros retenemos el aliento, tan subyugante es el fulgor que irradia y centellea a su alrededor, pues está cubierto de piedras preciosas de pies a cabeza, y al más ligero movimiento derrama en torno suyo una radiante danza de luces.

Cambiemos el tiempo del verbo por comodidad. El tiempo transcurrió —una hora, dos horas, dos horas y media—, luego el intenso estruendo de la artillería anunció que el rey y su gran cortejo al fin habían llegado; por lo que la muchedumbre que esperaba se regocijó. Todos sabían que aún habría de demorar, porque el rey debería ser preparado y ataviado para la solemne ceremonia, pero esta demora se llenaría agradablemente por la reunión de los pares del reino con sus trajes de gala. Éstos fueron conducidos ceremoniosamente a sus asientos, y sus coronas colocadas al alcance de la mano; entretanto el gentío de las galerías avivaba su interés, porque la mayor parte veía por vez primera a duques, condes y barones cuyos nombres eran históricos desde hacía quinientos años. Cuando finalmente se sentaron todos, el espectáculo desde las galerías y desde cualquier posición ventajosa era completo; magnífico para ser contemplado y recordado.

Los jerarcas de la Iglesia, con mantos y mitras, y sus asistentes, se alinearon sobre la plataforma y tomaron los lugares a ellos asignados; fueron seguidos; por el lord protector y otros grandes dignatarios, y éstos, a su vez, por un destacamento de la guardia, vistiendo armaduras de acero.

Hubo una pausa de espera; luego, a una señal, estalló un estruendo de música triunfal, y Tom Canty, vestido con largo manto de brocado de oro, apareció en la puerta y subió a la plataforma. Levantose toda la multitud, y empezó la ceremonia del Reconocimiento.

Luego un espléndido himno barrió la Abadía con sus olas de sonido, y de esta manera anunciado y recibido, Tom Canty fue conducido al trono. Hiciéronse las antiguas ceremonias con impresionante solemnidad, mientras el auditorio las contemplaba; y mientras más se acercaban a su fin, Tom Canty palidecía más y más, y una profunda angustia y melancolía, que crecía progresivamente, se posesionó de su ánimo y de su corazón lleno de remordimientos.

Por fin llegó el acto final. El arzobispo de Canterbury levantó de su cojín la corona de Inglaterra y la suspendió sobre la cabeza temblorosa del fingido rey. En el mismo instante un resplandor de arco iris fulguró en el amplio crucero, porque, en un movimiento simultáneo, cada individuo del gran concurso de nobles levantó la corona y la suspendió sobre su cabeza y la detuvo en esa postura. Un profundo silencio reinó en la Abadía. En este impresionante momento una pasmosa aparición de pronto se hizo presente, avanzando por la gran nave central. Era un niño, con la cabeza descubierta, mal calzado y vestido con burdas prendas plebeyas que se caían a jirones. Levantó su mano, con una solemnidad que no concordaba con su lastimoso sucio aspecto, y pronunció esta advertencia:

—Os prohíbo poner la corona de Inglaterra en esa cabeza perdida. Yo soy el rey.

Al instante varias manos indignadas cayeron sobre el niño, pero en el mismo instante Tom Canty, con sus regias vestiduras, avanzó vivamente un paso y gritó con sonora voz:

—¡Soltadle y conteneos! ¡Él es el rey!

Una especie de pánico asombrado privó en la asamblea; se levantaron parcialmente de sus asientos y se miraron aturdidos unos a otros, y a las principales figuras de aquella escena, como personas que se preguntaran si estaban despiertas y en su juicio o dormidas y soñando. El lord protector estaba tan asombrado como los demás, pero se repuso pronto y exclamó con autoritaria voz:

—No hagáis caso a Su Majestad; su dolencia le ha vuelto a atacar. ¡Prended al vagabundo!

Habría sido obedecido, pero el fingido rey golpeó el suelo con el pie y exclamo:

—¡Os lo prevengo! ¡No lo toquéis, es el rey!

Las manos se apartaron; una parálisis asaltó la sala; nadie se movió, nadie habló. Nadie sabía, en verdad, cómo actuar o que decir en tan extraño y sorpresivo aprieto. Mientras todos los ánimos intentaban serenarse, el niño avanzó aún más, resueltamente, con arrogante porte y confiado semblante; no había vacilado desde el principio, y mientras los confundidos ánimos luchaban aún inútilmente, él subió a la plataforma y el fingido rey corrió a su encuentro con el rostro alegre y cayó de rodillas ante él y dijo:

—¡Oh, mi señor rey! dejad que el pobre Tom Canty sea el primero que os jure fidelidad y os diga: «Poneos la corona y recobrad lo que es vuestro».

La mirada del lord protector se clavó severamente en el rostro del recién llegado, pero instantáneamente la severidad se esfumó y dio paso a una expresión de admirada sorpresa. Esto mismo les ocurrió a los demás grandes dignatarios. Se miraron unos a otros y retrocedieron un paso, por un impulso general e inconsciente. La idea en cada mente era la misma: «¡Qué extraño parecido!».

El lord protector reflexionó perplejo unos breves momentos; luego dijo, con grave respeto:

—Con vuestro permiso, señor, deseo haceros ciertas preguntas que…

—Yo las responderé, milord.

El duque le hizo muchas preguntas acerca de la corte, del difunto rey, del príncipe, de las princesas. El niño las respondió acertadamente y sin vacilar. Describió las habitaciones de gala del palacio, los aposentos del difunto rey y los del Príncipe de Gales.

Era extraño, era maravilloso, sí, era inexplicable, así dijeron todos cuantos lo oyeron. La corriente comenzaba a variar y las esperanzas de Tom Canty a crecer, cuando el lord protector meneó la cabeza y dijo:

—Cierto que es maravilloso en extremo, pero no es más de lo que puede hacer nuestro señor el rey.

Esta observación y esta referencia a sí mismo como rey todavía entristecieron a Tom Canty, y sintió que se derrumbaban sus esperanzas.

—Éstas no son pruebas —añadió el protector.

La corriente variaba ahora muy rápido, en verdad muy rápido, pero en la dirección contraria, y estaba dejando al pobre Tom Canty varado en el trono, y arrastrando al otro hacia el mar. El lord protector consultó consigo mismo —meneó la cabeza— el pensamiento que se le imponía: «Es peligroso para el Estado y para todos nosotros que continúe un enigma tan funesto coma éste; podría dividir a la nación y minar el trono». Se volvió y dijo: —Sir Tomás, arrestad a este… ¡No, deteneos! —Su rostro se iluminó e hizo frente al desarrapado candidato con esta pregunta:

—¿Dónde está el Gran Sello? Contestadme esto sinceramente y el enigma quedará descifrado, porque sólo el que fuera Príncipe de Gales puede responderlo. ¡De una cosa tan trivial penden un trono y una dinastía!

Fue una idea afortunada, una idea feliz. Que así lo consideraron también los grandes dignatarios se manifestó en el silencioso aplauso que brotó de sus ojos en forma de brillantes miradas de aprobación. Sí, nadie sino el verdadero príncipe podría disipar el persistente misterio del Gran Sello desaparecido —a este infeliz impostorcillo le habían enseñado bien su lección, pero aquí sus enseñanzas debían fracasar, porque su mismo maestro no podría contestar esa pregunta—; ¡ah, muy bien, muy bien en verdad: ahora pronto nos libraremos de este enojoso y peligroso asunto! Y asintieron con la cabeza de modo imperceptible y sonrieron internamente con satisfacción y voltearon a ver a aquel muchacho atacado por la parálisis de la confusión culpable. ¡Cómo se sorprendieron entonces de ver que nada semejante sucedió! ¡Cómo se maravillaron al escucharlo contestar de inmediato, con voz segura y tranquila!

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