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Authors: Mark Twain

Tags: #Cuento, Infantil y Juvenil

El príncipe y el mendigo (23 page)

BOOK: El príncipe y el mendigo
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XXX
El proceso de Tom

Mientras el verdadero rey vagaba por la región pobremente vestido, pobremente alimentado, maltratado y burlado por vagabundos un rato, y al otro en compañía de ladrones y asesinos en una cárcel, y llamado idiota e impostor por todos, el fingido rey Tom Canty disfrutaba de una experiencia un tanto diferente.

Cuando lo vimos por última vez, la realeza justo empezaba a tener un lado brillante para él. Este lado brillante fue abrillantándose más y más cada día, y muy poco después era casi todo fulgor y deleite. Perdió sus temores; sus recelos se marchitaron y murieron; sus embarazos se disiparon, y cedieron su puesto a un porte tranquilo y confiado. Explotó la mina del «niño de azotes» en utilidades siempre crecientes.

Ordenaba la presencia de milady Isabel y milady Juana Grey cuando quería jugar o platicar, y las despedía cuando se fatigaba de ellas, con el aire del que está familiarizado con tales actos. Ya no lo confundía el que estos encumbrados personajes le besaran la mano al partir.

Llegó a disfrutar el ser conducido majestuosamente a la cama, por la noche, y que le vistieran con intrincada y solemne ceremonia por la mañana. Vino a ser un orgulloso deleite el ir a comer asistido por un brillante séquito de funcionarios de Estado y gentilhombres de armas, de tal modo que dobló la guardia de gentilhombres de armas, hasta un centenar. Le gustaba oír las trompetas resonando en los largos corredores, y las distantes voces demandando: «Paso al rey».

Incluso llegó a disfrutar de sentarse con pompa en el trono en consejo, aparentando ser algo más que el portavoz del lord protector. Le gustaba recibir a grandes embajadores con séquitos suntuosos, y escuchar los afectuosos mensajes que traían de ilustres monarcas que le llamaban «hermano». ¡Oh feliz Tom Canty, poco ha de Offal Court!

Disfrutaba sus espléndidos vestidos y encargó más; consideró que sus cuatrocientos criados eran muy pocos para su conveniente grandeza y los triplicó. La adulación de los zalameros cortesanos vino a ser dulce música para sus oídos. Siguió bondadoso y gentil, y firme y resuelto campeón de todos los oprimidos, declaró una guerra implacable a las leyes injustas; y, sin embargo, en ocasiones, al ser ofendido, se volvía hacia un conde, e incluso un duque, y le lanzaba una mirada que le hacía temblar. Una vez que su regia «hermana», la inflexible santa lady María, discutió con él la prudencia de su conducta al perdonar a tantas personas que de otra manera serían encarceladas, colgadas o quemadas, y le recordó que las prisiones de su augusto difunto padre habían tenido a veces hasta sesenta mil convictos a un tiempo, y que durante su admirable reinada había entregado setenta y dos mil rateros y ladrones a la muerte por medio del verdugo, el niño se llenó de generosa indignación, y le ordenó que fuera a su gabinete y rogara a Dios que le quitara la piedra que tenía en el pecho y que le diera un corazón humano.

¿Nunca se sintió Tom Canty preocupado por el pobre principito legítimo, que lo había tratado tan bondadosamente y que se había lanzado tan celosamente a vengarlo del insolente centinela de la puerta de palacio? Sí. Sus primeros días y noches reales estuvieron bastante salpicados de penosos recuerdos del perdido príncipe y con sinceros deseos de su regreso y feliz reintegración de sus derechos y esplendores naturales. Pero a medida que pasó el tiempo y el príncipe no venía, la mente de Tom estuvo más y más ocupada con sus nuevas y encantadoras experiencias, y poco a poco el desaparecido monarca casi se esfumó de sus pensamientos; y finalmente, cuando a ratos se inmiscuía en ellos, se había convertido ya en espectro mal recibido, porque hacía sentirse a Tom culpable y avergonzado.

La pobre madre y las hermanas de Tom corrieron la misma suerte en su memoria. Al principio desfallecía por ellas, se apenaba por ellas y anhelaba verlas, pero más tarde la idea de que un día vinieran con sus andrajos y su mugre, traicionándolo con sus besos, derribándolo de su encumbrado lugar y arrastrándolo de nuevo a la penuria, a la degradación y a los arrabales, le hacía estremecerse. Por fin cesaron de perturbar sus pensamientos casi por completo. Y él estuvo contento, incluso alegre, porque cuando quiera que sus semblantes lúgubres y acusadores se alzaban frente a él, lo hacían sentirse más despreciable que los gusanos que se arrastran.

La medianoche del diecinueve de febrero, Tom Canty se sumía en el sueño en un rico lecho, guardado por sus leales vasallos y rodeado por las pompas de la realeza; un niño feliz, porque el día siguiente era el señalado para su solemne coronación como rey de Inglaterra. Y a la misma hora, Eduardo, el verdadero rey, hambriento y sediento, sucio y lleno de tierra, rendido por el viaje y cubierta con harapos y jirones —su parte en los resultados del tumulto—, estaba apretujado entre multitud de gentes que observaban con profundo interés, ciertas presurosas cuadrillas de obreros que entraban y salían de la abadía de Westminster, laboriosas coma hormigas; estaban haciendo los últimos preparativos para la real coronación.

XXXI
La procesión del reconocimiento

Cuando Tom Canty despertó a la mañana siguiente el ambiente vibraba con un murmullo atronador, que se extendía en todas direcciones. Esto era música para él, porque significaba que el mundo inglés salía pujante a dar leal bienvenida al gran día.

Pronto Tom se encontró a sí mismo convertido una vez más en la figura principal de una maravillosa procesión flotante en el Támesis, porque por antigua costumbre «la procesión del reconocimiento» al través de Londres debía empezar en la Torre; y hacia allá se encaminaba él.

Cuando llego allí, los muros de la venerable fortaleza parecieron abrirse de pronto en mil lugares, y por cada abertura asomó una roja lengua de fuego y una voluta blanca de humo; siguió una explosión ensordecedora, que sofoco los gritos de la multitud e hizo temblar la tierra. Los fogonazos, el humo y las explosiones se repitieron de nuevo una y otra vez con maravillosa celeridad, de manera que en pocos momentos la vieja Torre desapareció en la extensa niebla de su propio humo, menos la punta del elevado pináculo llamado la Torre Blanca; ésta, con sus banderas, se erguía sobre el denso dique de vapor, como el pico de una montaña se destaca sobre las nubes.

Tom Canty, espléndidamente ataviado, montó en un corcel de guerra, cuyas ricas gualdrapas casi alcanzaban el suelo. Su «tío», el lord protector Somerset, análogamente montado, se colocó detrás; la guardia del rey se formó en hileras sencillas a ambos lados, vistiendo sus bruñidas armaduras. Después del protector seguía una procesión, al parecer interminable, de nobles resplandecientes, asistidos por sus vasallos; tras éstos; el lord alcalde y el cuerpo de regidores, con sus togas de terciopelo carmesí y con sus cadenas de oro cruzando el pecho; después de éstos los oficiales y miembros de todos los gremios de Londres, con lujosa indumentaria y portando las vistosas banderas de las varias corporaciones. Además en la procesión, como guardia de honor especial a través de la ciudad, estaba la Antigua y Honorable Compañía de Artilleros —organización que ya tenía trescientos años de antigüedad en aquel entonces— y el único cuerpo militar de Inglaterra poseedor del privilegio (que aun posee en nuestros días) de tener independencia de los mandatos del Parlamento. Era un brillante espectáculo, y fue acogido con aclamaciones a lo largo del recorrido, a medida que siguió su majestuoso camino por entre la compacta multitud de ciudadanos. Dice el cronista:

«El rey, al entrar en la ciudad, fue recibido por el pueblo con plegarias, bienvenidas, gritos y palabras de ternura, y con todas las señales que indican un fervoroso amor de los súbditos a su soberano; y el rey, ofreciendo su alegre semblante para todos los que se hallaban muy distantes, y las más tiernas palabras para aquellos que estaban cerca de Su Gracia, se mostró no menos agradecido de recibir los buenos deseos del pueblo que este de ofrecérselos. A todos los que le deseaban bien, les daba las gracias; a los que decían: “Dios salve a Su Gracia”, les contestaba “Dios os salve a todos”, y añadía que “Se los agradecía con todo su corazón”. La gente estaba maravillosamente transportada con las amorosas respuestas y ademanes de su rey».

En la calle Fenchurch, un «niño rubio, suntuosamente ataviado», estaba de pie en una tarima para dar a Su Majestad la bienvenida a la ciudad. La última estrofa de su saludo decía las siguientes palabras:

¡Bienvenido, oh rey
!

cuanto los corazones pueden juzgar
;

Bienvenido de nuevo
,

cuanto la lengua puede expresar
;

Bienvenido a jubilosas lenguas

y corazones que no han de temblar
;

Dios os guarde, le imploramos
,

y os deseamos para siempre bienestar
.

El pueblo prorrumpió en un grito de júbilo repitiendo a una voz lo que había dicho el niño. Tom Canty miró a lo lejos sobre el agitado mar de ansiosos semblantes y su corazón se inflamó de regocijó; sintió que la única cosa por la cual valía la pena vivir en este mundo era el ser rey, e ídolo de una nación. De pronto divisó, a lo lejos, a un par de sus andrajosos camaradas de Offal Court; uno de ellos, el lord gran almirante de su antigua fingida corte, y el otro el primer lord de la alcoba de la misma presuntuosa ficción; y su orgullo creció más que nunca. ¡Oh, si tan sólo pudieran reconocerlo ahora! ¡Qué indecible gloria sería si le reconocieran y se dieran cuenta de que el escarnecido rey de mentiritas de los arrabales se había convertido en un rey verdadero, con ilustres duques y príncipes por humildes sirvientes y con el mundo inglés a sus pies! Pero tenía que negarse a sí mismo y ahogar su deseo, porque semejante reconocimiento podría costarle más de lo que valía; así que volvió la cabeza y dejó que los dos sucios muchachos continuaran con sus gritos y alegres adulaciones, sin sospechar a quién era que se las estaban prodigando. De cuando en cuando se alzaba el grito de «¡una dádiva, una dádiva!», y Tom respondía lanzando al azar un puñado de relucientes monedas nuevas para que la multitud se las disputara.

El cronista dice: «En el extremo superior de la calle Gracechurch, ante el emblema del Águila, la ciudad había erigido un monumental arco, bajo el cual estaba una tarima que se extendía de un lado al otro de la calle. Era un espectáculo histórico que representaba a los inmediatos progenitores del rey. Allí estaba Isabel de York, sentada en medio de una inmensa rosa blanca, cuyos pétalos formaban elaborados volantes alrededor de ella; a su lado estaba Enrique VII, saliendo de una enorme rosa roja, dispuesta de la misma manera; las manos de la pareja real estaban entrelazadas, y ostentosamente exhibido el anillo de boda. De las rosas rojas y blancas salía un tallo que llegaba hasta una segunda tarima, ocupada por Enrique VIII, saliendo de una rosa roja y blanca, con la efigie de la madre del nuevo rey, Juana Seymour, representada a su lado. Salía una rama de aquella pareja, que ascendía hasta una tercera tarima, donde se veía la efigie del mismo Eduardo VI, sentado en su trono con regia majestad, y todo el espectáculo estaba enmarcado con guirnaldas de rosas rojas y blancas».

Este primoroso y llamativo espectáculo entusiasmó tanto al regocijado pueblo, que las aclamaciones ahogaron por completo la vocecita del niño cuya misión era explicar la cosa en runas laudatorias. Pero Tom Canty no lo lamentó, porque aquel leal alboroto era para él música más dulce que cualquier poesía, no importa de qué calidad fuera. Cundo quiera que Tom volvía su joven y feliz semblante, el pueblo reconocía la exactitud del parecido de su efigie con él mismo, la contraparte de carne y hueso, y estallaban nuevos torbellinos de aplausos.

La gran procesión siguió adelante, más y más, dejando atrás arcos triunfales, uno tras de otro, y pasando ante una pasmosa sucesión de tablados espectaculares y simbólicos, cada uno de los cuales tipificaba y exaltaba alguna virtud o talento o mérito del reyecito. «En todo Cheapside, de cada cobertizo y de cada ventana pendían banderas y gallardetes, y los más ricos tapetes, paños y brocados de oro tapizaban las calles, muestras de la gran riqueza de las tiendas cercanas, y el esplendor de esta calle era igualado en otras, y en algunas incluso sobrepasado».

—¡Y todos estos prodigios y estas maravillas son para recibirme a mí, a mí! —murmuraba Tom Canty.

Las mejillas del fingido rey estaban rojas de excitación, sus ojos centelleaban, sus sentidos hormigueaban en un delirio de placer. En aquel punto, justo cuando alzaba su mano para arrojar otra dádiva generosa, vio una cara pálida, asombrada, que se estiraba hacia adelante en la segunda fila de la muchedumbre, sus intensos ojos clavados en él. Una espantosa consternación lo traspasó. ¡Reconoció a su madre! Y sus manos volaron hacia arriba, con las palmas hacia afuera, a cubrirse los ojos —ese ademán involuntario nacido de un episodio olvidado y perpetuado por la costumbre—. Un instante más y ella se había desprendido de la muchedumbre, pasó por entre los guardias y estaba a su lado. Abrazó la pierna del niño, la cubrió de besos, gritó: «¡Oh, mi niño, vida mía!», alzando hacia él un rostro transfigurado de alegría y de amor. En el mismo instante un oficial de la guardia real la arranco de allí con una maldición, y la envió tambaleándose al lugar de donde vino, con un vigoroso impulso de su fuerte brazo. Las palabras «¡No te conozco, mujer!» caían de los labios de Tom Canty cuando este lastimoso incidente ocurrió, pero le hirió hasta el corazón verla tratada así, y cuando ella se volvió para mirarle por última vez, mientras la muchedumbre la apartaba de su vista, la mujer se veía tan herida, tan descorazonada, que la vergüenza que lo cubrió consumió su orgullo hasta las cenizas y marchitó su usurpada realeza. Sus grandezas se le descubrieron; parecían sin valor desprenderse de él como harapos podridos.

La procesión siguió adelante y adelante, entre esplendores en aumento y crecientes tempestades de bienvenidas, pero para Tom Canty eran como si no existieran. Él ni veía ni oía. La realeza había perdido su gracia y su dulzura; sus pompas se habían convertido en reproche. El remordimiento estaba corroyendo su corazón. Dijo: —¡Pluguiera a Dios que yo estuviese libre de mi cautiverio!

Inconscientemente había vuelto a la fraseología de los primeros días de su obligatoria grandeza.

La brillante procesión cívica siguió su rodeo, como una radiante serpiente interminable por las torcidas callejuelas de la curiosa vieja ciudad y por entre la multitud que lo vitoreaba; pero el rey aún cabalgaba con la cabeza baja y la mirada perdida viendo sólo el rostro de su madre, y esa expresión herida en él.

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