El príncipe y el mendigo (21 page)

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Authors: Mark Twain

Tags: #Cuento, Infantil y Juvenil

BOOK: El príncipe y el mendigo
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—No; no os conozco.

—¡Juradlo!

La respuesta sonó en voz baja, pero clara.

—Lo, juro.

—¡Oh! ¡Esto es inconcebible!

—¡Huid! ¿Por qué perdéis un tiempo tan precioso? ¡Huid y salvaos!

En ese momento entraron los alguaciles en la estancia y comenzó una violenta lucha, pero Hendon no tardó en ser dominado y preso. Lleváronse también al rey, y ambos fueron maniatados y conducidos a la cárcel.

XXVII
En la cárcel

Como todos los calabozos estaban ocupados, los dos amigos fueron encadenados en un gran aposento, donde se custodiaba a las personas acusadas de delitos de menor cuantía. Tenían compañía, porque había allí unos veinte presos, con esposas y grilletes, de uno y otro sexo y diversas edades, que formaban un grupo obsceno y ruidoso. El rey se lamentaba amargamente de la indignidad a que se veía sometida su realeza, pero Hendon estaba sombrío y taciturno, pues se hallaba del todo aturdido. Había llegado a su hogar como un hijo pródigo, jubiloso, con la esperanza de hallar a todo el mundo enloquecido de alegría por su retorno, y en vez de ello no encontraba más que indiferencia y una cárcel. La esperanza y la realidad eran tan distintas que su contraste abrumaba a Hendon, el cual no podía decir si era trágico o grotesco. Sentíase como un hombre que hubiera danzado alegremente al aire libre en espera de un arco iris y se viera herido por el rayo.

Pero gradualmente sus confusos y trastornados pensamientos se fueron ordenando, y entonces su mente se concentró en Edita. Recapacitó sobre su proceder, y la examinó a todas luces, mas no pudo sacar nada en claro de ella. ¿Le conocía o no le conocía? Éste era un enigma insoluble, que le preocupó largo rato; mas, al fin, llegó a la convicción de que la dama le conocía y le había negado por razones interesadas. Ahora quería Hendon llenar su nombre de maldiciones; pero el nombre había sido tanto tiempo sagrado para él, que no podía inducir a su lengua a profanarlo.

Envueltos en mantas de la cárcel, sucias y hechas jirones, Hendon y el rey pasaron una noche espantosa. Un carcelero sobornado había llevado bebidas a algunos presos, y el resultado natural de ello fue que éstos cantaron canciones obscenas, riñeron, gritaron y armaron un alboroto infernal. Al fin, poco después de medianoche, un hombre agredió a una mujer y casi la mató, golpeándole la cabeza con las esposas antes de que el alcaide pudiera acudir a salvarla. El alcaide restableció la paz propinando al preso una buena paliza, y entonces cesó el escándalo y pudieron dormir todos aquellos que no hacían caso de los ayes de los dos heridos.

En la semana siguiente, días y noches fueron de monótona igualdad en cuanto a acontecimientos. Hombres cuyos semblantes recordaba Hendon más o menos distintamente, llegaban de día a mirar al
impostor
y a repudiarle e insultarle, y por la noche los alborotos y las peleas proseguían con insufrible regularidad. No obstante, al fin se ofreció un nuevo episodio. El alcaide hizo entrar a un anciano y le dijo:

—El bellaco está en esa sala. Mira en torno y a ver si puedes conocer quién es.

Hendon levantó, la vista y experimentó una sensación agradable por primera vez desde que estaba en la cárcel. «Díjose Éste es Blake Andrews, que fue toda la vida criado de la familia de mi padre. Es un alma honrada, un corazón fiel; es decir, lo era, porque ahora no hay ninguno que lo sea; todos son mentirosos. Ese hombre me conocerá… y me negará, como todos los demás».

El viejo miró en torno de la sala, escrutando uno a uno todos los semblantes, y, finalmente, dijo:

—No veo aquí más que bribones desorejados, la hez de la calle. ¿Quién es él?

El alcaide rompió a reír.

—Ahí —dijo—. Mira a esa sabandija y dame tu razón.

Acercose el viejo y miró de arriba abajo a Hendon; luego movió gravemente la cabeza y dijo.

—Éste no es Hendon, ni lo ha sido nunca.

—Cierto. Tus viejos ojos son buenos todavía. Si yo fuera sir Hugo, agarraría a ese perillán y…

El alcaide acabó poniéndose de puntillas como si le levantase una cuerda imaginaria, y haciendo al mismo tiempo un ruido gutural, que remedaba al ahorcado. El viejo exclamó con rencoroso acento:

—Ya podrá bendecir a Dios si no le espera algo peor. Si yo tuviera que ajustarle cuentas, se vería tostado, a fe mía.

Estalló el alcaide en una carcajada de hiena y dijo:

—Puedes entendértelas con él, viejo, como hacen todos. Ya verás cómo te diviertes.

Salió el alcaide de la sala y desapareció. Entonces el anciano cayó de rodillas y cuchicheo:

—¡Loado sea Dios, que por fin habéis venido! ¡He estado siete años creyendo que habíais muerto, y ahora os veo vivo! Os he conocido en el momento de miraros, y mucho trabajo me ha costado conservarme impasible y fingir no ver aquí más que a un bribón de siete suelas y basura de la calle. Soy viejo y pobre, sir Miles, pero decid una palabra y saldré a proclamar la verdad, aunque me ahorquen por ello.

—No —contestó Hendon—, no lo harás. Te perderás tú y de poco servirías a mi causa. Pero te doy las gracias, porque me has devuelto mi perdida fe en el género humano.

El viejo criado resultó ser de gran provecho para Hendon y el rey, porque se presentaba varias veces al día para «insultar» al primero, y siempre metía de contrabando algunos manjares delicados, para compensar el rancho de la cárcel. También trajo las noticias que corrían por el lugar. Hendon reservó los manjares para el rey, pues sin ellos Su Majestad no habría sobrevivido, porque no le era posible comer la grosera, asquerosa comida repartida por el alcaide. Andrews tenía que circunscribirse a visitas cortas, para disipar las sospe-chas, pero en cada una de ellas se las arregló para dar hartos informes, en voz baja, entremezclados de adjetivos insultantes que decía en voz alta para que los demás los oyeran.

Así, poco a poco, supo Hendon la historia de su familia. Hacia unos seis años que Arturo había muerto. Esta pérdida, unida a la falta de noticias de Hendon, empeoró la salud del padre, el cual creyó que iba a entregar el alma y quiso ver a Hugo y Edita casados antes de su tránsito; pero Edita suplicó con todas sus fuerzas una demora, para esperar el regreso de Miles. De pronto llegó la carta con la noticia de la muerte del soldado. El golpe postró en cama a sir Ricardo, quien creyó que se acercaba su fin, y él y Hugo insistieron en el matrimonio. Edita suplicó y obtuvo un mes de respiro, y luego otro, y finalmente un tercero; mas por fin el matrimonio se celebró junto al lecho de muerte de sir Ricardo. No fue feliz. Decíase en la comarca que poco después de celebradas las nupcias la esposa halló entre los papeles de su marido varios bosquejos burdos e incompletos de la carta fatal, y le acusó de haber precipitado el matrimonio y al mismo tiempo la muerte de sir Ricardo con una villana falsificación. Todo el mundo decía de los pormenores de la crueldad del esposo para con Edita y las criados, pues desde la muerte de su padre, sir Hugo arrojó de sí todo disfraz de blandura, y se convirtió en un amo implacable para todos aquellos cuya vida, en cualquier modo, dependía de él y de sus dominios.

Una buena parte de las revelaciones de Andrews las escuchó el rey con vivo interés.

—Se dice que el rey está loco; pero por Dios no digas que te lo he confiado, porque aseguran que el hablar de ello se castiga con la muerte.

Miró Su Majestad al anciano y dijo:

—El rey no está loco, buen hombre, y te ha de ser provechoso pensar y hablar cosas que te conciernan más de cerca que esa charla sediciosa.

—¿Qué quiere decir ese chico? —preguntó Andrews, sorprendido ante aquel vivo ataque inesperado.

Hendon le hizo una señal y el viejo no prosiguió su pregunta, sino que continuó con sus noticias.

—El difunto rey será enterrado en Windsor dentro de uno o dos días, el dieciséis de este mes, y el nuevo rey será coronado en Westminster el veinte.

—Me parece que primero necesitarán encontrarlo —dijo Su Majestad entre dientes, y añadió confiado—: Pero ya cuidarán de ello… y también cuidaré yo.

—En nombre de… —pero el viejo dejó de hablar, pues le contuvo un gesto admonitorio de Hendon, reanudando de esta suerte el hilo de sus informes—: Sir Hugo va a la coronación, y con grandes esperanzas, pues, piensa volver hecho todo un par, ya que goza de gran favor con el lord protector.

—¿Qué lord protector? —preguntó Su Majestad.

—Su gracia el duque de Somerset.

—¿Qué duque de Somerset?

—No hay más que uno, a fe mía… Seymour, conde de Hertford.

El rey preguntó con enojo:

—¿Desde cuándo es duque y lord protector?

—Desde el último de enero.

—¿Y quién lo ha nombrado tal?

—Él mismo y el gran Consejo… con el beneplácito del rey.

—¿Del rey? —Exclamó Su Majestad sobresaltándose vivamente—. ¿Qué rey?

—¿Qué rey, pregunta? (Dios santo, ¿qué tendrá este muchacho?) Puesto que no tenemos más que uno, no es difícil responder: Su sacratísima Majestad el rey Eduardo VI, que Dios guarde. Si, y que es un muchachillo muy hermoso y muy gracioso. Tanto si está loco como si no y dicen que va mejorando de día en día, a todo el mundo se le oyen alabanzas de él, y todos lo bendicen, y rezan todos porque reine mucho tiempo en Inglaterra, porque ha empezado humanamente, salvando la vida del viejo duque de Norfolk, y ahora se propone abolir las leyes más crueles que ofenden y oprimen al pueblo.

Esta noticia dejó a Su Majestad mudo de asombro y le sumió en una meditación tan profunda y triste que no oyó nada más de la charla del viejo. Preguntábase si el hermoso muchachito sería el mendigo a quien dejó en palacio vestido con sus propias ropas. No le parecía esto posible, porque muy pronto sus maneras y su modo de hablar le harían traición si pretendía ser el Príncipe de Gales, y en seguida le echarían de palacio para buscar al verdadero príncipe. ¿Sería posible que la corte hubiera puesto en su lugar a un retoño de la nobleza? No, porque su tío no lo habría consentido. Su tío era omnipotente, y podría y querría ahogar semejante movimiento. Sus pensamientos no le sirvieron de nada, pues cuanto más trataba de adivinar el misterio, más perplejo se sentía, más le dolía la cabeza y más intranquilo era su sueño. Su impaciencia por llegar a Londres aumentaba de hora en hora, y su cautiverio se le hizo casi insoportable.

Las artes de Hendon fracasaron con el rey, que no dejábase consolar; mas lo consiguieron mejor dos mujeres que estaban encadenadas cerca de él, con cuyas tiernas palabras y solicitud halló Eduardo sosiego, dándole un tanto de paciencia. Sentíase muy agradecido y llegó a quererlas mucho y a deleitarse con el suave y dulce influjo de su presencia. Preguntoles por qué estaban en la cárcel, y cuando le dijeron que por anabaptistas, el rey sonrió y preguntó:

—¿Es ése un delito para que le encierren a uno en la cárcel? Ahora me da dolor saber que voy a perderos, porque no os tendrán encerradas mucho tiempo por una cosa tan leve.

Las mujeres no contestaron, pero algo en sus rostros inquietó al rey, y preguntoles con vehemencia:

—¿No habláis? Sed buenas conmigo y decidme: ¿No habrá otro castigo, verdad? Decidme si no existe algún temor de eso.

Trataron de cambiar de conversación las mujeres, pero los temores del rey se habían despertado, obligándole a seguir:

—¿Os azotarán? No, no serán tan crueles. Decid que no. ¿No os azotarán, verdad?

Las mujeres revelaron entre compasión y pena; pero como no había manera de esquivar la respuesta, dijo una de ellas, con voz desgarrada por la emoción:

—¡Oh! Nos destrozas el corazón, alma cándida. Dios nos ayudará a soportar nuestro…

—¡Es una confesión! Entonces os van a azotar los crueles verdugos. ¡Oh! Pero no lloren, que no puedo sufrirlo. Conserven el valor. Yo recobraré mi calidad a tiempo de salvarlas de tan amargo paso, y no duden que he de hacerlo.

Cuando despertó el rey a la mañana siguiente las mujeres habían desaparecido.

—Se han salvado —exclamó alegremente; pero añadió con tristeza—: Mas, ¡ay de mí!, ellas eran las que me consolaban.

Cada una de las mujeres presas había dejado un pedazo de cinta prendida de las ropas de Eduardo, señal de recuerdo. El niño se dijo que las conservaría siempre, y que no tardaría en buscar a aquellas buenas amigas para tomarlas bajo su protección.

En aquel momento volvió el alcaide con algunos de sus subalternos, y ordenó que los presos fueran conducidos al patio de la cárcel. El rey se puso muy alegre, porque era una cosa magnífica volver a ver el azul del cielo y respirar una vez más el aire fresco. Se impacientó y refunfuñó por la lentitud de los funcionarios, pero al fin le llegó la vez y se vio liberado de sus cadenas, con la orden de seguir a Hendon y a los otros presos.

El patio, descubierto, era un cuadrado pavimentado de piedra. Los presos entraron en él por una maciza arcada de mampostería, y fueron colocados en fila, en pie y de espalda a la pared. Tendieron una cuerda delante de ellos, y además los custodiaban los carceleros. Era una mañana fría y desapacible, y un poco de nieve, que había caído durante la noche, blanqueaba el gran recinto vacío y aumentaba la tristeza general de su aspecto. De cuando en cuando un viento invernal soplaba y hacía girar pequeños remolinos de nieve.

En el centro del patio se hallaban dos mujeres atadas a sendos postes. Una mirada bastó al rey para ver que eran sus buenas amigas. Eduardo se estremeció y se dijo:

¡Ay! No han sido libertadas, como yo creía. ¡Pensar que unas mujeres como ésas conozcan el látigo en Inglaterra! Ésa es la mayor vergüenza; que no sea en país de paganos, sino en la cristiana Inglaterra. Las azotarán, y yo, a quien han consolado y tratado con bondad, tendré que presenciar cómo se les infiere tamaña ofensa. Es extraño que yo, que soy la misma fuente del poder en este extenso reino, me vea impotente para protegerlas, pero bien pueden ahora recrearse esos sayones, porque día vendrá en que yo les pida estrecha cuenta de este proceder. Por cada golpe que den ahora recibirán después ciento.

Abriose una gran verja y entró una muchedumbre, que se agrupó en torno de las dos mujeres, ocultándolas a la vista del rey. Entró un clérigo y cruzó por entre la muchedumbre hasta perderse de vista. Eduardo oyó después preguntas y respuestas, mas no pudo comprender qué es lo que se decía. Luego hubo mucho alboroto de preparativos y de idas y venidas de los funcionarios por la parte de la muchedumbre que se hallaba al otro lado de donde estaban las mujeres, y mientras tanto un prolongado siseo imponiendo silencio a la gente. De pronto, a una orden, la multitud se separó a ambos lados y el rey vio un espectáculo que le heló la sangre en las venas. Habían apilado haces de leña en torno de las dos mujeres, y unos hombres arrodillados los estaban encendiendo.

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