El príncipe y el mendigo (18 page)

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Authors: Mark Twain

Tags: #Cuento, Infantil y Juvenil

BOOK: El príncipe y el mendigo
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Terminó dando una sacudida, y en seguida se puso a forcejear frenéticamente con sus ligaduras, hasta lograr sacudirse la piel de cordero que le asfixiaba.

De pronto oyó abrirse la puerta y esto le heló hasta los huesos, pues ya le parecía sentir el cuchillo en su garganta. El horror le hizo cerrar los ojos; el horror le hizo abrirlos de nuevo… y vio delante a Juan Canty y a Hugo.

Habría exclamado «¡Gracias a Dios!»; si hubiera tenido libres las quijadas.

Uno o dos minutos más tarde sus miembros estaban en libertad, y sus captores, asiéndolo cada cual de un brazo, se lo llevaron a toda prisa a través del bosque.

XXII
Víctima de la traición

Una vez más, el rey Fu-fu I anduvo con los vagabundos y los forajidos como blanco de sus groseras burlas y de sus torpes ultrajes, y a veces víctima del despecho de Canty y de Hugo, cuando el jefe volvía la espalda. No le detestaban más que Hugo y Canty. Algunos de los demás le querían, y todos admiraban su valor y su ánimo. Durante dos o tres días, Hugo, a cuyo cargo y custodia se hallaba el rey, hizo tortuosamente cuanto pudo para molestar al niño, y de noche, durante las orgías acostumbradas, divirtió a los reunidos haciéndole pequeñas perrerías, siempre como por casualidad. Dos veces pisó los pies del rey; como sin querer, y el rey, según convenía a su realeza, despectivamente, fingió no darse cuenta de ello; pero a la tercera vez que Hugo se permitió la misma broma, Eduardo lo derribó al suelo de un garrotazo, con inmenso júbilo de la tribu. Hugo, lleno de ira y de vergüenza, dio un salto, tomó a su vez un garrote y se lanzó con furia contra su pequeño adversario. Al momento se formó un ruedo en torno de los gladiadores y comenzaron las apuestas y los vítores. Pero el pobre Hugo estaba de mala suerte. Su torpe e inadecuada esgrima no podía servirle de nada frente a un brazo que había sido educado por los primeros maestros de Europa con las paradas, ataques y toda clase de estocadas y cintarazos. El reyecito, alerta, pero con graciosa soltura, desviaba y paraba la espesa lluvia de golpes con tal facilidad y precisión que tenía admirados a los espectadores; y de cuando en cuando, no bien sus expertos ojos descubrían la ocasión, caía un golpe como un relámpago en la cabeza de Hugo; con lo cual la tormenta de aplausos y risas que despertaba era cosa de maravilla. Al cabo de quince minutos, Hugo, apaleado, contuso y blanco de un implacable bombardeo de burlas, abandonó el campo, y el ileso héroe de la lucha fue acogido y subido en hombros de la alegre chusma hasta el lugar de honor, al lado del jefe, donde con gran ceremonia fue coronado «Rey de los gallos de pelea», declarándose al mismo tiempo solemnemente cancelado y abolido su anterior título de menos monta, y dictándose un decreto de destierro de la cuadrilla contra todo el que en adelante lo insultase.

Habían fracasado todas las tentativas de que el rey prestara sus servicios a los truhanes, pues Eduardo se había negado reiteradas veces a obrar, y además a la continua sandez con que trataba de escaparse. El primer día de su regreso le obligaron a entrar en una cocina en la que no había nadie; pero no sólo salió de ella con las manos vacías, sino que trató de despertar a los moradores de la casa. Enviáronle con un calderero para que le ayudara en su trabajo, pero se negó, y además amenazó al hombre con su propio soldador; y, finalmente, tanto Hugo como el calderero tuvieron harto trabajo sólo con evitar que se les escapará. El niño lanzaba truenos reales sobre las cabezas de cuantos coartaban su libertad o trataban de obligarle a servir. Al cuidado de Hugo fue enviado a mendigar con una andrajosa mujer y un niño enfermo, pero el resultado fue poco satisfactorio, pues el rey se negó a hacerlo y a favorecer de ninguna manera la causa de los pordioseros.

Así pasaron varios días, y todas las miserias de aquella vida errante y toda la fatiga y sordidez y toda la mezquindad y vulgaridad de ella, llegaron a ser poco a poco tan intolerables para el cautivo, que éste empezó a decirse que el haberse librado del cuchillo del ermitaño no era al fin y al cabo sino, cuando mas, un respiro temporal concedido por la muerte.

Pero por la noche, en sueños, lo olvidaba todo y volvía a verse en su trono y gobernando. Esto, por supuesto, intensificaba los sufrimientos del despertar, y así la mortificación de cada nueva mañana, de las pocas que transcurrieron entre su vuelta a la esclavitud y la pelea con Hugo, fue siempre más y más amarga y más y más dura de sobrellevar.

En la mañana que siguió a aquel combate, Hugo se levantó con el corazón lleno de deseos de venganza contra el rey. En especial tenía dos planes. Uno de ellos consistía en infligir una humillación singular al altivo espíritu y a la «imaginaria» realeza de aquel muchacho; y, de no lograrlo, su otro plan era imputar al rey un crimen de cualquier género, y entregarlo a las implacables garras de la justicia. Prosiguiendo su primer plan, pensó poner un
clima
en la pierna del rey, juzgando, con razón, que le mortificaría en alto grado, y en cuanto el
clima
surtiera su efecto, se proponía conseguir la ayuda de Canty y obligar al rey a exponer la pierna en un camino y pedir limosna.
Clima
era la palabra usada por los ladrones para designar una fingida llaga. Para producirla, se hacía una pasta o cataplasma de cal viva, jabón y orín de hierro viejo y se extendía sobre un pedazo de cuero, que después se sujetaba fuertemente a la pierna. Esto desprendía muy pronto la piel y dejaba la carne viva y muy irritada. Luego frotaban sangre sobre el sitio, la cual, al secarse, tomaba un color oscuro y repulsivo, y por último ponían un vendaje de trapos manchados, con mucho ingenio para que asomara la repugnante úlcera, y despertar la compasión de los transeúntes.

Consiguió Hugo el auxilio del calderero, a quien el rey había amenazado con el soldador. Llevaron al muchacho a una excursión en busca de trabajo, y en cuanto no pudieron verlos desde el campamento, lo derribaron al suelo y el calderero lo sostuvo mientras Hugo le ponía el
clima
en la pierna.

El rey se enfureció y los insultó, con promesa de ahorcar a los dos en cuanto volviera a tener el cetro en sus manos; pero ellos lo sujetaron con fuerza, divirtiéndose con su impotente cólera y burlándose de sus amenazas. Así siguieron hasta que empezó a obrar la cataplasma, y al poco tiempo aquello se habría perfeccionado de no haber sobrevenido interrupción; mas la hubo, porque el «esclavo» que había hablado denunciando las leyes inglesas, apareció en escena y puso fin a la maquinación, arrancando los vendajes y la cataplasma.

—Quiso el rey agarrar el garrote de su libertador y calentar las costillas en el acto a los dos bribones, pero el hombre le disuadió, alegando que eso traería disgustos y que era mejor dejar el asunto hasta la noche, pues entonces, reunida toda la tribu; la gente extraña no se arriesgaría a interponerse ni a interrumpirlos. Volvióse la partida al campamento, y el libertador del rey contó el asunto al jefe, quien escucho, reflexionó y decidió al fin que no dedicaran más al rey a mendigar, puesto que evidentemente era digno de algo mejor y más elevado, por lo cual al momento, le licenció de las filas de los mendigos, y le señaló para hurtar.

Hugo no cabía en sí de gozo. Ya había tratado de hacer que Eduardo robara, sin conseguirlo, pero ahora ya quedaba todo arreglado, porque, como es natural, no se atrevería el rey ni por sueños a desobedecer una orden terminante emanada del jefe. Así planeó una incursión para aquella misma noche, con el propósito de hacer caer al niño en las garras de la ley, y, de lograrlo, con tan ingeniosa estratagema, que pareciese cosa accidental y no intencionada, porque el «Rey de los gallos de pelea» era ya popular, y la partida no habría de tratar con excesiva dulzura a un individuo antipático que les hiciese tan grave traición como la de entregarlo al enemigo común, que era la justicia.

A su debido tiempo salió Hugo con su víctima en dirección a un pueblo vecino, y los dos fueron lentamente de calle en calle, uno de ellos esperando un momento seguro de conseguir su malhadado propósito, y el otro esperando con no menos ansia la coyuntura de escapar, y de librarse para siempre de su infame cautiverio.

Ambos desperdiciaron algunas ocasiones que prometían bastante, porque en su interior estaban resueltos a proceder sobre seguro aquella vez, y a no permitir a sus febriles deseos que incurrieran en más aventuras de incierto resultado.

Fue a Hugo a quien se le presentó la primera oportunidad, porque al fin se acercó una mujer que llevaba en un cesto cierto envoltorio grueso. Los ojos de Hugo relucieron de perverso placer al decirse:

—¡Por mi vida! Si puedo imputarle eso al «Rey de los gallos de pelea», estará perdido.

Esperó y acechó pacientemente, al parecer, pero por dentro consumido por los nervios, hasta que hubo pasado la mujer y la ocasión estuvo en su punto. Entonces dijo en voz baja:

Espera que vuelva.

Y cautelosamente se lanzó tras su víctima.

Llenose de alegría el corazón del rey, que podía ya escaparse si la empresa de Hugo le llevara algo lejos; pero no había de tener semejante suerte. Hugo se deslizó detrás de la mujer, le arrebató el lío y volvió corriendo y envolviéndole en un pedazo de manta vieja que llevaba al brazo. La mujer prorrumpió en gritos no bien sintió la pérdida por la disminución de peso, aunque no se había dado cuenta del hurto Hugo, sin detenerse, puso el lío en las manos del rey, diciéndole:

—Ahora corre detrás de mí gritando: «¡Al ladrón, al ladrón!», pero ten cuidado de despistarlos.

Un momento después volvió Hugo una esquina y se precipitó por un callejón, y en seguida volvió a aparecer a la vista como un ser indiferente e inofensivo y se colocó detrás de un poste para ver los resultados de su maquinación.

El ofendido rey arrojó el envoltorio al suelo y la manta se le cayó en el momento de llegar la mujer, seguida de una tumultuosa muchedumbre. La mujer agarro con una mano la muñeca de Eduardo, asió el envoltorio con la otra y empezó a insultar al niño, que luchaba sin éxito por desasirse de sus manos. Hugo había visto lo suficiente. Su enemigo había sido capturado y la ley se las entendería con él. Por esta razón se escabulló jubiloso y sonriente y se dirigió hacia el campamento, fraguando por el camino una versión aceptable del caso para contársela al jefe.

Continuó el rey forcejeando por soltarse de la mujer, y exclamando mortificadísimo:

—¡Suéltame, necia criatura! No he sido yo el que te ha despojado de tus mezquinos bienes.

La muchedumbre se agrupó en torno, amenazando al rey y lanzándole insultos. Un herrero fornido, con mandil de cuero y mangas arremangadas hasta los codos, quiso lanzarse sobre él, diciendo que iba a darle una paliza como lección, más en aquel instante centelló una espada en el aire cayó de plano con convincente fuerza sobre el brazo del hombre, en tanto que su estrambótico dueño decía, como quien no quiere la cosa:

—Vamos a ver, buenas almas; procedamos con suavidad y no con mala sangre ni palabras anticristianas. Éste es un asunto para que lo examine la justicia, no para que se trate privadamente. Suelta al muchacho, buena mujer.

El herrero midió con la mirada al membrudo soldado y se alejó refunfuñando y frotándose el brazo. La mujer soltó a regañadientes la muñeca del niño y la muchedumbre miró al desconocido con poca simpatía, pero prudentemente cerró la boca. El reyecito saltó al lado de su salvador, con las mejillas arreboladas y los ojos relucientes, y exclamó:

—Mucho te has tardado, pero ahora vienes muy a tiempo, sir Miles. Hazme pedazos a toda esa canallada.

XXIII
El príncipe prisionero

Hendon sonrió a su pesar, mientras se inclinaba y cuchicheaba al oído del rey:

—Calma, calma; príncipe. Habla con cautela… aunque mejor será que no hables. Confía en mí, que todo saldrá bien al final. —Y añadió para sí—: «¡Sir Miles! ¡Anda! ¡Si ya me había olvidado de que era un caballero! ¡Cuán maravilloso es comprobar cómo se aferra su memoria a sus peregrinas locuras!». Mi título es fantástico y necio y, sin embargo, es una cosa que he merecido, porque a mi ver es más honor que le tengan a uno por digno de ser espectro de un caballero en este Reino de los Sueños y de las Sombras, que ser considerado lo bastante rastrero para ser conde en algunos de los reinos de veras de este mundo.

La muchedumbre se apartó para dar paso a un alguacil, quien se aprestaba a poner manos en el hombro del rey, cuando le dijo Hendon:

—Despacio, buen amigo. Retira la mano, porque él irá pacíficamente. Yo te respondo de ello. Ve por delante, que te seguimos.

Echó a andar el alguacil con la mujer y su envoltorio, y Miles y el rey fueron detrás de ellos, seguidos por la turbamulta. El rey se mostraba propenso a rebelarse, pero Hendon le dijo en voz baja:

—Reflexiona, señor, que tus leyes son la saludable emanación de tu propia realeza. Si el que las dicta se resiste, ¿cómo podría obligar a los demás a respetarlas? En apariencia se ha infringido una de esas leyes.

—Cuando el rey vuelva a estar en su trono, ¿podrá humillarle recordar que, cuando era un simple particular, al parecer, desapareció lealmente ante el ciudadano, y se sometió a la autoridad de las leyes?

—Tienes razón; no digas más. Ya verás cómo cualquier sufrimiento que pueda imponer el rey de Inglaterra a un súbdito, con arreglo a la ley, lo padecerá él mismo mientras ocupa el sitio de un vasallo.

Cuando llamaron a la mujer a declarar ante el juez de paz, juró que el preso que se hallaba en la barra era la persona que había cometido el hurto. Como nadie podía demostrar lo contrario, el rey quedó convicto. Se deshizo el envoltorio, y cuando su contenido resultó ser un cerdito aderezado, el juez se mostró perplejo, mientras Hendon palidecía y sentía pasar por su cuerpo una corriente eléctrica de pavor, mas el rey permaneció impertérrito en la ignorancia. Meditó el juez durante una pausa siniestra, y luego se volvió a la mujer, preguntándole:

—¿Cuánto crees que vale eso?

—Tres chelines y seis peniques, señor —contestó la mujer haciendo una cortesía—. No podría rebajar su valor un penique para decirlo honradamente.
[11]

El juez miró con cierto desasosiego a la multitud, y luego hizo una seña al alguacil, ordenando:

—Despejad la sala y cerrad las puertas.

Así se hizo, sin que quedaran dentro más que el juez y el alguacil, el acusado, la acusadora y Miles Hendon. Este último estaba tieso y pálido y de su frente brotaban gotas de sudor que caían por si rostro. El juez se volvió de nuevo a la mujer y dijo con voz compasiva:

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