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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (67 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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—¿Has estado viéndote con alguno?

Livia Drusa dejó de mover la cabeza y alzó la vista, ofendida.

—¿Yo? ¿Cómo voy a conocer a nadie, encerrada en esta casa toda mi vida? ¡Los únicos hombres que he visto son los que traes tú, y ni siquiera tengo ocasión de hablar con ellos! ¡Si los invitas a cenar y a mí no me dejas sentarme a la mesa... Sólo en las ocasiones en que viene a cenar ese horrible Quinto Servilio hijo!

—¡Cómo te atreves! —replicó él montando en cólera; no le cabía en la cabeza que alguien juzgase a su mejor amigo de forma distinta a la suya.

—¡No me casaré con él! —gritó ella—. ¡Antes la muerte!

—Ve a tu habitación —dijo él, impertérrito.

Ella se puso en pie y se dirigió a la puerta que daba a la columnata.

—No a tu sala de estar, Livia Drusa; a tu dormitorio. Y no salgas hasta que entres en razón.

Ella le dirigió una mirada de ira, pero dio media vuelta y salió por la puerta del atrium.

Druso permaneció junto a la silla en la que había estado sentada su hermana, procurando dominar su indignación. ¡Qué absurdo! ¡Cómo se atrevía a rebelarse!

Al cabo de un rato logró dominar su genio y coger por los cuernos aquella irritación, aunque sin saber qué hacer con ella. En toda su vida nadie le había llevado la contraria; nadie le había puesto en una situación en la cual le resultara imposible ver una salida lógica. Acostumbrado a que le obedeciesen y a ser tratado con una deferencia y un respeto poco frecuentes para una persona tan joven como él, no sabía qué hacer. De haber conocido mejor a su hermana —y no tenía más remedio que admitir que no la conocía en absoluto—, si viviera su padre... si su madre... ¡Vaya apuro! ¿Qué haría?

Doblegarla un poco, se dijo. Y mandó venir al mayordomo.

—La señora Livia Drusa me ha ofendido —dijo con admirable calma y sin mostrar ira—, y le he ordenado que no salga de su dormitorio. Hasta que puedas ponerle cerrojo, ten a alguien de guardia constante en la puerta. Envíale una mujer a quien no conozca para que la atienda y bajo ningún concepto la dejes salir del cuarto. ¿Está claro?

—Perfectamente, Marco Livio —respondió el mayordomo, impasible.

 

Y así comenzó la pugna. Livia Drusa quedó confinada en una prisión más reducida de lo que ella estaba acostumbrada, aunque no tan oscura y sin ventilación como la mayoría de las celdas de dormir, porque estaba pared por medio del porche y tenía una reja cerca del techo. Pero no dejaba de ser una sombría prisión. Cuando pidió libros para leer y papel para escribir, descubrió lo siniestra que era porque se lo negaron. Cuatro paredes que configuraban un espacio cuadrado de dos metros y medio de lado, con una cama, un orinal y comidas monótonas e insípidas que le traía en una bandeja una mujer desconocida: ésa fue la suerte de Livia Drusa.

Mientras tanto, Druso no tuvo más remedio que ocultar a su mejor amigo la actitud de su hermana y no perder un solo minuto. Después de ordenar el encierro de su hermana, volvió a revestirse de la toga y se dirigió a la cercana casa de Cepio hijo.

—¡Ah, bien! —dijo Cepio hijo, sonriendo como un bendito.

—He creído conveniente volver a hablar contigo —dijo Druso, sin mostrar intención de sentarse y sin tener idea de lo que iba a hablar con él.

—Bien, antes ve a ver a mi hermana, Marco Livio, ¿te parece? Está deseando verte.

Al menos eso era buena señal; habría recibido la noticia del compromiso, si no con alegría, sí con ecuanimidad, pensó el desilusionado Druso.

Estaba en la sala de estar, y no cabía duda de que había aceptado bien la propuesta, porque se puso en pie de un salto nada más entrar él y se le echó al pecho, para su gran disgusto.

—¡Oh, Marco Livio! —exclamó, alzando los ojos hacia él con ávida adoración.

¿Por qué no le habría mirado Aurelia así? Pero desechó resueltamente aquella reflexión y dirigió una sonrisa a la estremecida Servilia Cepionis. No era una beldad y tenía las piernas cortas de su familia, pero al menos se había librado de la congénita tendencia a los granos —igual que su hermana Livia— y tenía unos ojos preciosos, de dulce y tierna expresión, bastante grandes, oscuros y brillantes. Aunque no la amaba, pensaba que con el tiempo llegaría a quererla, y siempre le había gustado.

Le dio, pues, un beso en la boca, al que, para su sorpresa, ella correspondió cumplidamente, y estuvo un rato charlando con ella.

—¿Y vuestra hermana, Livia Drusa, está contenta? —preguntó Servilia Cepionis cuando él se disponía a dejarla.

—Muy contenta —respondió Druso, hierático—. Desgraciadamente no se encuentra bien en este momento —añadió.

—¡Oh, qué lástima! Bien, decidle que cuando se encuentre en condiciones de recibir visitas pasaré a verla. Vamos a ser doblemente cuñadas, pero prefiero que seamos amigas.

—Gracias —contestó él con una sonrisa.

Cepio hijo aguardaba impaciente en el despacho de su padre, que él utilizaba ahora que su progenitor se hallaba ausente.

—Estoy encantado —dijo Druso, tomando asiento—. A tu hermana le complace la unión.

—Ya te dije que le gustabas —replicó Cepio hijo—. ¿Y cómo ha recibido Livia Drusa la noticia?

—Encantada —contestó Druso, decidido ya a mentir descaradamente—. Desgraciadamente la he encontrado en cama con fiebre. Ya había venido el médico y está algo preocupado. Parece ser que hay complicaciones y teme que pueda ser algo contagioso.

—¡Por los dioses! —exclamó Cepio hijo, palideciendo.

—Ya veremos —dijo Druso para tranquilizarle—. ¿Te gusta mucho mi hermana, verdad, Quinto Servilio?

—Mi padre dice que es el mejor partido a que puedo aspirar, que he tenido muy buen gusto. ¿Tú le has dicho a ella que me gusta?

—Sí —siguió mintiendo Druso—. Es una cosa evidente desde hace ya un par de años.

—Hoy ha habido carta de mi padre; ya estaba en casa cuando yo volví. Dice que Livia Drusa es tan rica como noble y que a él también le complace —dijo Cepio hijo.

—Bien, en cuanto se encuentre mejor, cenaremos juntos y hablaremos de la boda. A primeros de mayo, ¿no? Antes de la época de mala suerte —dijo Druso poniéndose en pie—. No puedo quedarme, Quinto Servilio; tengo que volver a casa a ver cómo sigue mi hermana.

Tanto Cepio hijo como Druso habían sido elegidos tribunos militares y tenían que ir a la Galia Ulterior con Cneo Malio Máximo, pero la alcurnia, la riqueza y la influencia política mandaban, y mientras que el relativamente modesto Sexto César ni siquiera conseguía permiso de sus tareas de reclutamiento para asistir a la boda de su hermano, a Cepio y a Druso aún no los habían obligado a incorporarse a su destino. Evidentemente, Druso no preveía dificultad alguna en organizar un doble enlace para primeros de mayo, pese a que por entonces los dos novios habrian debido estar cumpliendo sus deberes militares, y aun cuando el ejército estuviera camino de la Galia, siempre podían alcanzarlo.

Dictó órdenes a toda la servidumbre para el caso de que viniesen Cepio hijo o su hermana preguntando por el estado de Livia, y redujo la dieta de ésta a pan ácimo y agua. Durante cinco días la dejó totalmente sola y luego mandó traerla al despacho.

Livia Drusa entró parpadeando por la falta de costumbre a la luz, con paso inseguro y mal peinada. Se le notaba en los ojos que no había dormido, pero su hermano no vio en ellos signos de haber llorado. Le temblaban las manos y la boca y tenía el labio inferior en carne viva.

—Siéntate —dijo Druso, muy escueto.

La muchacha se sentó.

—¿Qué piensas respecto a casarte con Quinto Servilio?

Todo su cuerpo comenzó a temblar y el poco color que animaba su tez desapareció.

—No quiero —respondió. Su hermano se inclinó hacia adelante, juntando las manos.

—Livia Drusa, soy el cabeza de familia y tengo dominio absoluto sobre tu vida. Incluso, derecho absoluto sobre tu muerte. Pero sucede que te quiero mucho, y no me gusta hacerte daño, y me apena verte sufrir. Y ahora tú sufres y yo estoy apenado. Pero somos romanos y eso para mí lo es todo. Para mí significa más de lo que tú significas. ¡Más de lo que significa nadie! Lamento muchísimo que no te guste mi amigo Quinto Servilio, ¡pero vas a casarte con él! Es tu deber como romana obedecerme, como bien sabes. Quinto Servilio es el esposo que tenía pensado nuestro padre para ti, del mismo modo que su padre tenía previsto que Servilia Cepionis fuese mi esposa. Hubo una época en que pensé en elegir yo mismo esposa, pero los acontecimientos han venido a demostrar que mi padre, su espíritu se halle en paz, era más prudente que yo. Aparte de eso, tenemos el inconveniente de una madre que no supo responder al ideal de mujer romana. Gracias a ella, la responsabilidad que te incumbe es mucho mayor. Nada de lo que digas o hagas debe dar lugar a que nadie piense que tú también arrastras esa tara.

Livia Drusa lanzó un profundo suspiro y, más temblorosa aún, volvió a decir:

—¡No quiero!

—Querer no viene aquí al caso —replicó Druso, imperturbable—. ¿Quién te crees que eres, Livia Drusa, para anteponer tus querencias personales al honor y a la posición de tu familia? Tienes que hacerte a la idea de que te casarás con Quinto Servilio y con nadie más. Si insistes en esta rebeldía, no te casarás con nadie. De hecho, no volverás a salir de tu dormitorio en el resto de tus días. Allí estarás, día tras día, sin compañía ni asueto, para siempre —añadió mirando impasible a su hermana con dos ojos cual negras piedras—. Y lo digo en serio, hermana. Ni libros, ni papel, sólo pan y agua, nada de baño, ni espejo ni criadas; nada de ropa limpia, ni ropa de cama, ni brasero en invierno, ni mantas de más, ni zapatos, ni chanclas, ni cinturones, ni ceñidores, ni cintas de ninguna clase, ni tijeras para cortarte las uñas y el pelo, ni cuchillos para suicidarte; y si intentas morir de hambre, haré que te hagan tragar la comida a la fuerza.

Dio un chasquido con los dedos, que hizo entrar al mayordomo con una presteza tal que daba a entender que había estado escuchando tras la puerta.

—Lleva a mi hermana a su dormitorio, y traémela mañana al amanecer, antes de que entren los clientes.

El mayordomo tuvo que ayudarla a ponerse en pie tomándola del brazo para sacarla del despacho.

—Mañana espero la contestación —añadió Druso.

El mayordomo no dijo palabra mientras la conducía a través del atrium; con firmeza, pero sin brusquedad, la hizo entrar en el dormitorio, cerró la puerta y echó el cerrojo que Druso le había ordenado poner.

Estaba oscureciendo; Livia Drusa sabía que no quedaban más de dos horas para que se hiciera totalmente de noche y la negrura más absoluta la envolviera durante la larga noche invernal. Hasta entonces no había llorado. Un fuerte sentimiento de tener la razón se unía a la profunda indignación que la había mantenido firme durante los tres primeros días con sus noches; después se había consolado pensando en la desgracia de las heroínas que conocía por sus lecturas: Penélope, con su espera de veinte años, era la primera de la lista, por supuesto, pero también a Dánae la había encerrado su padre en el dormitorio y a Ariadna la había abandónado Teseo en la playa de Naxos... En todos los casos había sido para bien: Odiseo había regresado a casa, había nacido Perseo y a Ariadna la había rescatado un dios...

Pero con las palabras de su hermano aún retumbándole en los oídos, Livia Drusa comenzó a comprender la diferencia entre la literatura y la vida real. La buena literatura nunca había tenido por objeto ser un ejemplo o un eco de la vida real, sino que estaba hecha para abstraer al lector momentáneamente de la vida, liberando su mente de consideraciones para posibilitar su solaz con el glorioso lenguaje de vívidas composiciones de palabras en forma de ideas imaginarias o fantasiosas. Al menos Penélope había gozado de la libertad de su palacio y de la compañía de su hijo; Dánae había recibido deslumbrada la lluvia de oro y Ariadna lo único que había sufrido era el alfilerazo del rechazo de Teseo antes de que la esposase alguien mucho más grande que él. Pero en la vida real, a Penélope la habrian violado, obligándola a casarse por la fuerza y asesinando a su hijo, y Odiseo nunca habría regresado a casa; Dánae y su hijo habrian flotado en el arcón hasta que el mar se lo hubiera tragado y Ariadna se habría quedado encinta de Teseo, muriendo, abandonada, de sobreparto...

¿Se aparecería Zeus en una lluvia de oro para librar de su prisión a una Livia Drusa en la Roma moderna? ¿O cruzaría por aquel cuartucho oscuro Dionisos en su carro tirado por leopardos? ¿Tensaría Odiseo su enorme arco y mataría a su hermano y a Cepio hijo con la misma flecha? ¡No! ¡Claro que no! Todos aquellos personajes habían vivido hacía más de mil años... si es que habían existido fuera de las inmortales palabras de los poetas.

¿Era ése el sentido de la inmortalidad, cobrar vida en unas líneas indelebles del poeta en vez de animar para siempre a la carne?

Se había aferrado de algún modo a la idea de que su héroe pelirrojo del balcón de Ahenobarbo, diez metros más abajo, se enteraría de su aflicción, rompería la reja de su celda y la llevaría a vivir a una isla encantada en medio de un mar oscuro como el vino. Y lo había soñado mentalmente en las horribles horas tan alto como Odiseo, inteligente, ingenioso, fantásticamente valiente. ¡Qué despreciable obstáculo sería para él la casa de Marco Livio Druso cuando supiera que allí estaba ella cautiva!

Pero aquella noche era distinto. Aquella noche era el principio real de una prisión que no tenía final feliz ni liberación milagrosa. ¿Quién sabía que estaba encerrada, salvo su hermano y los criados? ¿Y quién de los criados iba a osar contravenir las órdenes de su hermano o apiadarse de ella enfrentándose a su furor? No es que fuese un hombre cruel, bien lo sabía, pero estaba acostumbrado a que le obedeciesen y, ella, su hermana, era tan suya como el último de los esclavos o los perros que tenía en el pabellón de caza de Umbría. Su palabra era ley y sus deseos órdenes. Lo que ella quisiera no tenía validez y, por lo tanto, no existía más que en su propia imaginación.

Sintió un picor bajo el ojo izquierdo y luego un chorretón caliente y acre por la mejilla. Algo goteó en el dorso de su mano. Sintió picor en el ojo derecho y otro reguero en la mejilla derecha; el gotear aumentaba, era como una lluvia de verano que empieza y arrecia. Livia Drusa estaba llorando porque tenía el corazón destrozado; se balanceaba de adelante atrás, se enjugaba la cara, sus ojos bañados en lágrimas y la nariz húmeda. Y no cesaba de llorar, profundamente acongojada. Estuvo llorando horas en un estigio océano de dolor, prisionera de la voluntad de su hermano y de su propia rebeldía a doblegarse a ella.

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