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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (109 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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—Tampoco a mí me gustáis, Quinto Lutacio —espetó Mario, sonriendo aviesamente—. Sois uno más de los mediocres de la clase alta que se creen dotados de derecho divino para dirigir Roma. La opinión que me merecéis como persona es que sois incapaz de sacar adelante una taberna situada entre un burdel y una asociación de varones. Así que nuestro sistema de colaboración será el siguiente: yo doy las instrucciones y vos las seguís al pie de la letra.

—Protesto... —replicó Catulo César.

—Protestad pero cumplidlas —dijo Mario.

—¿No podías haber tenido algo más de tacto? —inquirió Sila, aquel mismo día, después de haber aguantado el ir y venir de Catulo César por la tienda durante una hora, refunfuñando contra Mario.

—¿Para qué? —inquirió éste, francamente sorprendido.

—¡Porque en Roma eso cuenta; simplemente! ¡Y también cuenta en la Galia itálica! —espetó Sila—. ¡Ah, eres imposible! —añadió una vez calmado, meneando la cabeza—. Y te juro que cada vez peor.

—Soy viejo, Lucio Cornelio. Tengo cincuenta y seis años. La misma edad que el príncipe del Senado, al que todos llaman viejo.

—Porque el príncipe del Senado es un adorno calvo y arrugado del Foro —replicó Sila—. Tú aún eres el comandante vigoroso en activo, y nadie piensa que seas viejo.

—Pues soy demasiado mayor para aguantar alegremente a imbéciles como Quinto Lutacio —replicó Mario—. No tengo tiempo para pasarme horas acariciando las plumas erizadas de pollos de estercolero para su buen prestigio.

—¡Yo te he avisado! —añadió Sila.

 

En la segunda mitad de Quinctilis, los cimbros estaban concentrados al pie de los Alpes occidentales, en una llanura llamada los Campi Raudii, próxima a la ciudad de Vercellae.

—¿Y por qué están allí? —preguntó Mario a Quinto Sertorio que se había estado infiltrando esporádicamente entre ellos en su marcha hacia el oeste.

—Ojalá lo supiera, Cayo Mario, pero no he conseguido acercarme a Boiorix en persona —contestó Sertorio—. Parece ser que los cimbros creen que vuelven a Germania, pero un par de jefes que conozco dicen que Boiorix sigue decidido a continuar hacia el sur.

—Está demasiado situado al oeste —dijo Sila.

—Los jefes creen que trata de apaciguar a la gente haciéndoles creer que van a cruzar los Alpes para volver a la Galia Cabelluda muy pronto y que el año que viene estarán de nuevo en las tierras del Quersoneso Címbrico. Pero va a tenerlos en la Galia itálica hasta que estén cerrados los pasos alpinos y luego confrontarles con la triste alternativa de quedarse en la Galia itálica y morir de hambre este invierno o invadir Italia.

—Es una maniobra muy compleja para que la haya concebido un bárbaro —comentó Mario, escéptico.

—La maniobra en forma de tridente para penetrar en la Galia itálica tampoco era una estrategia supuestamente bárbara —dijo Sila.

—Son como buitres —dijo de pronto Sertorio.

—¿A qué te refieres? —inquirió Mario con el entrecejo fruncido.

—Dejan en los huesos todo lo que encuentran, Cayo Mario. Por eso siguen adelante, creo yo. Quizá sea más exacto compararlos con una plaga de langosta. Devoran todo lo que pillan conforme avanzan. A los eduos y ambarres les costará veinte años rehacerse de la devastación que les han dejado sus huéspedes germanos estos cuatro años. Y, cuando los dejé, los aduatucos estaban en las últimas.

—¿Cómo han podido estar tanto tiempo en sus tierras de origen sin moverse hasta ahora? —inquirió Mario.

—Para empezar, eran menos numerosos. Los cimbros disponían de una amplia península y los teutones de todas las tierras al sur; los tigurinos estaban en Helvecia, los queruscos con los visurgios en Germania, y los marcomanos vivían en Boiohaemum —respondió Sertorio.

—El clima es distinto —añadió Sila al callar Sertorio—. Al norte del Rhenus llueve todo el año y la hierba crece en seguida, y es jugosa, dulce y tierna. Además, parece que los inviernos no son tan crudos, al menos cerca del océano Atlántico, donde vivían los cimbros, teutones y queruscos. Incluso a finales de invierno tienen más lluvia que nieve y hielo. Por eso prefieren los pastos a los cultivos. No creo que los germanos vivan como lo hacen porque les guste, sino porque es el sistema de vida dictado por las tierras de las que proceden.

Mario alzó la vista por entre las cejas.

—Entonces, si, por ejemplo, se quedaran suficiente tiempo en Italia, ¿crees que aprenderían a cultivar?

—Sin lugar a dudas —contestó Sila.

—Pues más vale que este verano les demos la batalla definitiva y acabemos con esta situación... y con ellos. Hace casi quince años que Roma está en vilo por la amenaza, y no puedo dormir tranquilo pensando en medio millón de germanos errantes por Europa, buscando unos Elíseos que han dejado al norte del Rhenus. Hay que poner fin a esa migración. Y el único modo de hacerlo es con espadas romanas.

—Estoy de acuerdo —dijo Sila.

—Y yo —añadió Sertorio.

—¿No tienes un hijo entre los cimbros? —inquirió Mario, dirigiéndose a Sertorio.

—Sí.

—¿Sabes dónde se encuentra?

—Sí.

—Bien. Cuando acabe esto puedes enviarlo con su madre a donde quieras, incluso a Roma.

—Gracias, Cayo Mario. Los enviaré a la Hispania Citerior —dijo Sertorio, sonriente.

—¿A Hispania? ¿Por qué a Hispania?

—Me gustó el país cuando aprendí a pasar por celtíbero. La tribu en la que viví cuidará de mi familia germánica.

—¡Estupendo! Y ahora, mis buenos amigos, veamos cómo podemos entablar batalla con los cimbros.

 

Mario tuvo su batalla en el último día de Quinctilis, previamente fijada en una entrevista entre él y Boiorix. Porque no era sólo Mario quien estaba impaciente por aquellos años de indecisión; Boiorix también quería poner fin a aquella espera.

—Italia para el vencedor —dijo Boiorix.

—El mundo para el vencedor —contestó Mario.

En Aquae Sextiae se libró una batalla de infantería; la escasa caballería de Mario formó para proteger dos grandes alas de infantería de quince mil hombres, formadas por sus propias tropas de la Galia Transalpina. Situó entre ambas a Catulo César con sus veinticuatro mil hombres menos experimentados formando el centro, de modo que las tropas más veteranas de las alas los mantuvieran firmes y sin desbandarse. El tomó el mando del ala izquierda, Sila de la derecha y Catulo César del centro.

Iniciaron el combate quince mil jinetes cimbros, magníficamente ataviados y equipados, montados en enormes corceles del norte en vez de los caballos galos, más pequeños. Todos lucían un impresionante casco en forma de cabeza de monstruo mítico con las fauces abiertas y largas plumas a ambos lados para conferir mayor altura al jinete, dotado de un peto de hierro y espada larga con escudo redondo y dos pesadas lanzas.

Aquel cuerpo de caballería formó sobre un frente de casi cuatro millas, seguido por la infantería cimbra, pero al cargar derivaron hacia la derecha arrastrando a los romanos; táctica prevista para desplazar a la primera línea romana lo bastante hacia su propio flanco izquierdo de modo que la infantería cimbra rebasase el flanco derecho de Sila y pudiese atacar a los romanos por detrás.

Las legiones entablaron combate con tal energía, que el plan germano estuvo a punto de dar resultado, pero Mario consiguió detener a sus tropas y aguantar el empuje de la carga de caballería, dejando que Sila contuviese la primera embestida de la infantería címbrica, mientras Catulo César en el centro combatía con caballería e infantería.

En Vercellae, los romanos vencieron por su capacidad, entrenamiento y astucia, pues Mario había dispuesto la batalla para librarla principalmente antes de mediodía y formó sus tropas orientadas al oeste de modo que los cimbros tuvieran el sol de frente y combatieran deslumbrados. Habituados a un clima más suave y frío —y después de almorzar, como siempre, grandes cantidades de carne—, combatieron contra los legionarios romanos dos días después del solsticio de verano, con cielo despejado y en medio de una polvareda asfixiante. Para los romanos era un inconveniente menor, pero para los germanos era como debatirse en un horno. Atacaron por millares en sucesivas oleadas, con la lengua seca, la coraza picándoles como la camisa de pelo de Hércules, los cascos candentes y las espadas demasiado pesadas para esgrimirlas.

A mediodía ya no quedaban combatientes cimbros. Ochenta mil cadáveres llenaban el campo, incluido el de Boiorix; el resto huyó para avisar a las mujeres y niños de los carros y cruzar los Alpes con lo que fuera posible. Pero cincuenta mil carros no pueden emprender la huida al galope ni se pueden recoger medio millón de cabezas de ganado en un par de horas, y sólo los que se hallaban más cerca de los pasos alpinos del valle de los Salassi lograron escapar. Muchas mujeres a quienes repugnaba la idea del cautiverio se sacrificaron con sus hijos y algunas mataron también a los guerreros en fuga. A pesar de ello, sesenta mil mujeres y niños y veinte mil guerreros fueron vendidos como esclavos.

De los que huyeron por el valle de los Salassi y lograron cruzar por el paso de Lugdunum a la Galia Transalpina, pocos sobrevivieron a los ataques de los celtas. Alóbroges y secuanos se ensañaron con ellos, y puede que unos dos mil cimbros pudieran finalmente reunirse con los seis mil guerreros que habían permanecido entre los aduatucos; y allí donde el Sabis se junta con el Mosa, el resto de la gran migración se asentó definitivamente para tomar, con el tiempo, el nombre de aduatucos. Sólo el gran acopio de tesoros les serviría para recordar que habían sido una horda germana de setecientas cincuenta mil personas; pero el tesoro no era para gastarlo, sino para protegerlo de los romanos.

Catulo César asistió a la reunión que convocó Mario después de Vercellae, dispuesto para otra guerra muy distinta. Era un Mario suave y afable, decidido a satisfacer todas sus reivindicaciones.

—Querido amigo, ¡pues claro que tendréis un triunfo! —dijo Mario, dándole unas palmaditas en la espalda—. ¡Querido amigo, disponed de dos tercios del botín! Al fin y al cabo, mis hombres tienen también el botín de Aquae Sextiae y les he entregado el producto de la venta de esclavos, así que, imagino que sacarán de esta campaña mucho más que vuestros hombres, a menos que penséis cederles el dinero de los esclavos. ¿No? Totalmente comprensible, querido Quinto Lutacio —añadió Mario acercándole un plato de comida—. ¡Querido amigo, ni en sueños se me ocurriría atribuirme todo el mérito! ¿Por qué iba a hacerlo si vuestros soldados combatieron con igual habilidad y entusiasmo? —prosiguió Mario, apartándole el plato de comida y acercándole una copa de vino—. ¡Sentaos, sentaos! ¡Es una jornada memorable y puedo dormir tranquilo!

—Boiorix ha muerto —dijo Sila, sonriendo satisfecho—. Todo ha concluido, Cayo Mario. Se acabó.

—¿Y tu mujer y tu hijo, Quinto Sertorio? —inquirió Mario.

—Están a salvo.

—¡Estupendo, estupendo! —exclamó Mario, mirando en derredor en la atestada tienda, con las cejas fulgurantes—. ¿Quién quiere llevar a Roma la noticia de Vercellae? —inquirió.

Le contestaron veinte bocas, y otras tantas permanecieron calladas pero con gesto de impaciencia. Mario miró aquellos rostros uno por uno y, finalmente, fijó la vista en el elegido.

—Tú lo harás, Cayo Julio —dijo—. Eres mi cuestor, pero hay más fundados motivos. Representas a los oficiales superiores que debemos permanecer en la Galia itálica hasta que todo quede bien atado, pero, además, sois cuñado de Lucio Cornelio y mio y nuestros hijos tienen sangre de vuestra familia. Y Quinto Lutacio es por nacimiento un Julio César. Por eso es lógico que un Julio César lleve a Roma la noticia de la victoria —añadió, dirigiéndose a todos los presentes—. ¿Os parece justo?

—¡Justo! —contestaron todos a coro.

 

* * *

 

—Qué modo más ideal de entrar en el Senado —dijo Aurelia, incapaz de apartar los ojos del rostro de César, tan bronceado y tan viril—. Me alegro de que los censores no te admitieran antes de haber servido con Cayo Mario.

Aún se hallaba eufórico, viviendo aquellos momentos gloriosos, después de haber entregado la carta de Mario al portavoz de la cámara; había visto con sus propios ojos cómo el Senado de Roma recibía la noticia de que se había puesto fin a la amenaza de los bárbaros; los aplausos, los vítores, los senadores bailando y llorando de gozo, Cayo Servilio Glaucia, cabeza del colegio de los tribunos de la plebe, corriendo con la toga recogida desde la cámara hasta el Foro para gritar la noticia desde la tribuna de los Espolones, la augusta presencia de Metelo el Numídico y del pontífice máximo Ahenobarbo, dándose solemnemente la mano y procurando contener dignamente su euforia.

—Es un presagio —dijo a su esposa, mirándola admirado; era muy hermosa y no se notaba en absoluto nada que hubiera estado viviendo más de cuatro años en el Subura como propietaria de una ínsula.

—Llegarás a ser cónsul —comentó ella, convencida—. Siempre que se piense en la victoria de Vercellae, se te recordará por haber traído la noticia a Roma.

—No —replicó él—, pensarán en Cayo Mario.

—Y en ti —insistió la rendida esposa—. Fue a ti a quien vieron primero; a su cuestor.

César suspiró, se rebulló en la camilla y dio una palmadita en el sitio vacío próximo a él.

—Ven aquí —dijo.

—¡Cayo Julio! —exclamó Aurelia, correctamente sentada en su silla, mirando hacia la puerta del comedor.

—Estamos solos, querida esposa, y no voy a ser tan rigorista en mi primera noche en casa como para estar separado de ti por una mesa —replicó él, dando otra palmadita en el sofá—. ¡Ven inmediatamente aquí, mujer!

 

Cuando la joven pareja montó su hogar en el Subura, su llegada acaparó lo bastante la atención para ser objeto de curiosidad de cuantos vivían en las calles contiguas a la ínsula de Aurelia. Los caseros de ascendencia aristocrática eran bastante corrientes, pero no que vivieran en el mismo barrio; por eso Cayo Julio César y su esposa resultaban una pareja extraña, y por consiguiente llamaban la atención más de lo debido, pues, pese a su enorme extensión, el Subura era un pueblo bullente dado al cotilleo en donde cualquier novedad causaba sensación.

Todos vaticinaban que la joven pareja no duraría mucho en el barrio, porque el Subura, gran rasero de pretenciosos y orgullosos, pronto les haría ver lo que eran: gente del Palatino. ¡Qué ataques de histeria iba a sufrir la señora! ¡Qué berrinches iba a coger el señor! Ja, ja. Eso decían los entendidos del Subura, frotándose las manos por verlo llegar.

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