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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (106 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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—¡Por favor, Quinto Lutacio! —exclamó suplicante—. ¡Por favor, os lo ruego, enviad a otro! ¡Ya me enfrentaré a mi padre a su debido tiempo!

—Marco Emilio, a su debido tiempo es el tiempo de Roma —replicó Catulo César hierático, sintiendo una oleada de desprecio—. Cabalgad a galope hasta Roma y dad al príncipe del Senado el despacho consular. Puede que seáis un cobarde en el combate, pero sois uno de los mejores jinetes de la legión y tenéis un nombre lo bastante ilustre para conseguir buenas monturas en todo el trayecto. ¡Y no temáis, los germanos están en el norte, lejos de nosotros, y vos viajáis hacia el sur!

El joven Escauro cabalgó como un saco milla tras milla por la Via Annia y la Via Casia hasta Roma. Era un viaje corto para un jinete avezado, pero su cabeza se balanceaba de arriba abajo al ritmo del caballo, los dientes le castañeaban y a veces hablaba en voz alta.

—Si hubiese tenido la oportunidad de diñarla, ¿creéis que no lo habría hecho? —preguntaba a unos testigos fantasma—. ¿Qué puedo hacer si no soy valiente, padre? ¿De dónde viene el valor? ¿Por qué a mí no me ha sido concedido? ¿Cómo explicaros el dolor y el miedo, el terror que sentía al ver a aquellos horrendos salvajes llegar chillando y gritando como las mismas Furias? ¡No podía moverme! ¡Ni siquiera pude dominar mi vientre, y menos mi ánimo! ¡Tragué saliva y más saliva hasta que no pude más y caí inanimado, feliz de morir! Y luego desperté y vi que estaba vivo, pero aún aterrorizado, con el vientre flojo... y a los soldados que me habían llevado, limpiándose la mierda en el río, ¡allí mismo, en mi presencia, con tal desprecio y odio...! Oh, padre, ¿qué es el valor? ¿Por qué no tengo el que me corresponde? Padre, escuchadme, ¡dejadme que os explique! ¿Cómo podéis hacerme reproches por algo que no tengo? ¡Padre, escuchadme!

Pero Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, no escuchó. Cuando llegó su hijo con las misivas de Catulo César, estaba en el Senado; y cuando regresó a casa, su hijo se había encerrado en su cuarto, dejando al mayordomo una nota diciéndole que había traído un escrito del cónsul y que esperaba en su cuarto hasta que lo hubiera leído y mandase llamarle.

Escauro leyó primero el despacho, con rostro sombrío, pero contento en el fondo porque las legiones se hubieran salvado. Luego leyó la carta de Catulo César, musitando en voz alta las horrendas palabras, encogiéndose cada vez más en la silla hasta que pareció quedar reducido a la mitad y las lágrimas asomaron a sus ojos y cayeron sobre el papel, emborronándolo. Naturalmente, él conocía de sobra a Catulo César y no le caía de sorpresa; sentía infinita gratitud porque un legado tan firme y valeroso como Sila hubiese estado a mano para proteger a aquellas tropas insustituibles.

Pero él esperaba que su hijo hallase en último extremo, en la angustia de los últimos momentos vitales, ese valor, esa valentía que Escauro sinceramente creía don de todos los mortales. O de todos los llamados Emilio, al menos. Era su único varón, su único hijo. Y ahora su linaje concluía con semejante desgracia, con tal ignominia... Más valía así, si ése era el temple de su único hijo.

Lanzó un suspiro y adoptó una decisión. No habría enmascaramientos, maquillajes, excusas ni disimulos. Que recurriera a esas artimañas Catulo César y otros como él. Su hijo era un cobarde, había abandonado a sus tropas en el trance de mayor peligro, y aún más humillante que el que hubiera huido, era que se había cagado, desmayándose después. Sus soldados le habían salvado, cuando habría debido ser al revés. Escauro decidió soportar aquella vergüenza con el mismo valor que le caracterizaba en todo. ¡Que sufriera su hijo el azote del desprecio de toda Roma!

Secó sus lágrimas, serenó su espíritu y llamó al mayordomo con una palmada; éste encontró a su amo sentado muy tieso en la silla, con gesto tranquilo y las manos cruzadas sobre el escritorio.

—Vuestro hijo está deseando veros —dijo el mayordomo, consciente de que sucedía algo, dado el extraño comportamiento del joven Escauro.

—Podéis llevar recado a Marco Emilio Escauro hijo —dijo Escauro, impasible—, y decirle que reniego de él pero que no le despojo de nuestro nombre. Mi hijo es un cobarde, un perrucho callejero, y quiero que toda Roma sepa que es un cobarde que lleva nuestro apellido. Decidle que no quiero volver a verle en mi vida. Y decidle igualmente que no será acogido en esta casa ni siquiera para pedir limosna. ¡Decidselo! ¡Decidle que mientras yo viva no le admitiré en mi presencia! ¡Id a decídselo! ¡Id ya!

Temblando por la impresión y llorando de lástima por el joven, a quien apreciaba y del que durante aquellos veinte años habría podido decir al padre que carecía de valor, firmeza e iniciativa propia, el mayordomo fue a decir a Escauro hijo lo que le había encomendado el padre.

—Gracias —dijo el joven, cerrando la puerta sin echar el cerrojo.

Cuando el mayordomo se atrevió a volver al cuarto varias horas después, porque Escauro quería saber si su hijo ya había dejado la casa, se encontró al joven muerto en el suelo. La única presa que su espada encontraba digna de morir había sido él mismo, y sólo con él se tiñó de sangre.

Pero Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, fue fiel a su palabra. Se negó a ver el cadáver, y en el Senado leyó la letanía del desastre en la Galia itálica con su habitual energía y espíritu, incluido el informe terriblemente sincero y verídico de la cobardía de su hijo y de su posterior suicidio, sin ocultar su actitud ni mostrar dolor.

Cuando, después de la reunión del Senado, Escauro aguardó en la escalinata de la cámara a Metelo el Numídico, dio en pensar si quizá los dioses le habían concedido a él tanto valor que no había quedado nada para su hijo; pues valor hacía falta para esperar allí a Metelo mientras los demás senadores pasaban apresuradamente por su lado, compungidos, angustiados, cabizbajos.

—¡Oh, mi querido Marco! —exclamó Metelo el Numídico en cuanto vio que no había moros en la costa—. ¡Mi querido y apreciado Marco!, ¿qué puedo decirte?

—Respecto a mi hijo, nada —replicó Escauro, al tiempo que una fibra perturbaba la gélida inmensidad de su pecho. ¡Qué felicidad tener amigos!—. En cuanto a los germanos, ¿cómo lograremos evitar que cunda el pánico en Roma?

—Oh, no te preocupes tanto por Roma —contestó Metelo el Numídico, tranquilizándole—. Roma sobrevivirá. Hoy, mañana y pasado mañana le embarga el pánico, y al día siguiente hay mercado y negocios como de costumbre. ¿Acaso has visto que la gente se traslade de la ciudad que habita porque haya en ella riesgos de terremotos o un volcán cerca?

—Es cierto, no la dejan. Al menos hasta que una viga le cae en la cabeza a la abuela o una vieja muere en un río de lava —dijo Escauro, con gran contento al ver que era capaz de sostener una conversación normal y hasta sonreír un poquito.

—Nos salvaremos, Marco, pierde cuidado —dijo Metelo el Numídico tragando saliva—. Aún le toca a Cayo Mario enfrentarse a los germanos —añadió virilmente, para demostrar que él también tenía su reserva de valor—. Claro que si le derrotan habrá que preocuparse. Porque si Cayo Mario no los vence, no hay nadie capaz de hacerlo.

Escauro parpadeó; aquellas palabras en boca de Metelo el Numídico suponían una heroicidad que ahorraba comentarios. Además, mejor dictar a su memoria que olvidara para siempre que Metelo el Numídico había llegado a admitir que Cayo Mario era la única alternativa de Roma y el mejor general.

—Quinto, debo decirte algo a propósito de mi hijo y luego olvidaremos el tema —dijo Escauro.

—¿Qué?

—Tu sobrina... y pupila, Metela Dalmática. Este lamentable acontecimiento te habrá causado, igual que a ella, grave quebranto. Pero dile que ha tenido un feliz desenlace; porque habría sido un baldón para una Cecilia Metela verse casada con un cobarde —dijo Escauro enfurruñado.

De pronto se encontró caminando solo y, al volverse, vio a Metelo el Numídico que le miraba pasmado.

—Quinto... Quinto, ¿sucede algo? —inquirió Escauro volviendo hacia él.

—¿Si sucede...? —repitió Metelo saliendo de su estupor—. ¡No, no sucede nada! ¡Oh, mi querido Marco, se me acaba de ocurrir una idea espléndida!

—¿Cuál?

—¿Por qué no te casas con mi sobrina Dalmática?

—¿Yo? —replicó Escauro, estupefacto.

—¡Tú, claro! Eres viudo hace tiempo y ahora no tienes hijo que herede tu nombre y tu fortuna. Y eso, Marco, es una pena —dijo Metelo el Numídico apremiándole afectuosamente—. Ella es una muchacha encantadora y preciosa. ¡Vamos, Marco, entierra el pasado y comienza de nuevo! ¡Además, es muy rica!

—Quinto, valgo menos que esa vieja cabra lúbrica de Catón el censor —replicó Escauro, en tono lo bastante dubitativo como para indicar que estaba dispuesto a acceder si la oferta era verdaderamente seria—. ¡Tengo ya cincuenta y cinco años!

—Y aspecto de vivir otros cincuenta y cinco.

—¡Vamos, vamos, mirame! Calvo, algo de panza, más arrugado que un elefante de Aníbal, empiezo a encorvarme y me atormentan el reúma y las hemorroides... No, Quinto, no.

—Dalmática es lo bastante joven para considerar a un abuelo el marido adecuado —replicó Metelo el Numídico—. ¡Vamos, Marco, me encantaría! Decídete. ¿Qué me dices?

Escauro se rascó la pelada mollera, con el alma en vilo, y al mismo tiempo sintiendo una especie de renacimiento interno.

—¿Tú crees sinceramente que puede dar buen resultado? ¿Crees que puedo tener hijos? Habré muerto antes de que sean mayores.

—¿Y por qué tienes que morir tan joven? A mi me pareces uno de esos chismes egipcios... tan bien conservado que pueden durar mil años. Cuando tú mueras, Marco Emilio, Roma se verá sacudida en sus cimientos.

Comenzaron a cruzar el Foro hacia la escalinata de las Vestales enfrascados en la conversación y gesticulando enfáticamente.

—Mira a esos dos —dijo Saturníno a Glaucia—. Supongo que estarán tramando la caída de todos los demagogos.

—Ese Escauro es una vieja cagarruta con corazón de hielo —dijo Glaucia—. ¿Cómo habrá podido tomar la palabra para hablar así de su propio hijo?

—Porque los asuntos de familia importan más que los propios individuos que la forman —contestó Saturnino en tono pedante—. De todos modos, ha sido una táctica inmejorable, porque ha demostrado a todos que en su familia no falta el valor. Su hijo estuvo a punto de perder una legión romana, pero ni a él ni a su familia va a reprochárselo nadie.

 

A mediados de septiembre, los teutones habían rebasado Arausio y se aproximaban a la confluencia del Rhodanus con el Druentia. En la fortaleza romana de Glanum, los ánimos de la tropa se exacerbaban.

—Eso está bien —dijo Cayo Mario a Quinto Sertorio a la vuelta de una inspección general.

—Llevan años esperando este momento —añadió Sertorio.

—Y no sienten temor alguno, ¿verdad?

—Confían en vos, Cayo Mario.

La noticia del fracaso en Tridentum llegó con Quinto Sertorío, que había abandonado su disfraz de cimbro y se había entrevistado con Sila en secreto, llevando a Mario una carta en la que aquél le explicaba detalladamente los acontecimientos, para finalizar diciéndole que el ejército de Catulo César había establecido sus cuarteles de invierno en las afueras de Placentia. Luego llegó carta de Rutilio Rufo explicando los hechos tal como se veían en Roma.

 

Imagino que fue decisión tuya enviar a Lucio Cornelio a vigilar a nuestro altanero amigo Quinto Lutacio, cosa que aplaudo de todo corazón. Circulan toda clase de rumores, pero lo cierto es que nadie parece capaz de confirmarlos, ni siquiera los boní. Te habrán llegado, sin duda, por medio de Lucio Cornelio; más adelante, cuando haya concluido esto de los germanos, reclamaré en base a nuestra amistad una aclaración completa. De momento he oído hablar de motín, cobardía, torpeza y toda clase de fechorías militares. Lo más fascinante es la brevedad y sinceridad —me atrevería a decir— del informe de Quinto Lutacio a la cámara. ¿Pero es realmente sincero ese reconocimiento de que cuando se vio ante los cimbros comprendió que Tridentum no era el lugar adecuado para presentar batalla, y dio media vuelta para retirarse y salvar su ejército, después de destruir el puente para retrasar el avance germano? ¡Debe de haber algo más! Parece que te estoy viendo sonreír mientras lees.

Esto, sin los cónsules, es una ciudad muerta. Naturalmente que sentí profunda lástima por Marco Emilio, e imagino que a ti te sucederá lo propio. ¿Qué puede uno hacer cuando se da cuenta de que ha engendrado un hijo indigno de llevar el nombre de la familia? Pero el escándalo concluyó en seguida por dos motivos. Primero, porque todos respetan enormemente a Escauro (ésta va a ser una larga carta, así que perdona que prescinda de los cognomen), independientemente de que le aprecien o no. El segundo motivo es mucho más sensacional. El viejo y artero culibonia (¿a que tiene gracia el epíteto?) ha dado a todos tema de conversación: se ha casado con la prometida de su hijo, Cecilia Metela Dalmática, que estaba bajo la tutela de Metelo el Meneítos. ¡Con diecisiete años! Sería para llorar si no fuese tan divertido. Aunque no la conozco, dicen que es una muchacha preciosa, muy amable y encantadora, algo difícil de entender sabiendo del establo del que procede, pero lo creo, ¡lo creo! Tendrías que ver a Escauro; te daría risa. Anda haciendo cabriolas. ¡Yo de verdad que estoy pensando en hacer una incursión por las mejores escuelas de Roma a ver si encuentro una doncella que sea la nueva esposa de Rutilio Rufo!

Este invierno hay una grave escasez de trigo, oh primer cónsul, únicamente por recordártelo, ya que por las tareas inherentes a tu cargo en el enfrentamiento con los germanos te ha sido imposible actuar en este asunto. Sin embargo, he oído que dentro de poco Catulo César va a ceder el mando de Placentia a Sila para pasar el invierno en Roma. En cuanto a ti, no creo que haya ninguna novedad. El asunto de Tridentum ha reforzado tu candidatura in absentia para otro consulado, pero Catulo César no se presentará a elecciones hasta después del enfrentamiento con los germanos. Debe hacérsele muy duro desear por el bien de Roma que obtengas una gran victoria y, al mismo tiempo, desear por su propio bien que te caigas de golpe sobre tu podex de patán. Si vences, Cayo Mario, serás sin duda cónsul el año que viene. Por cierto, ha sido una hábil maniobra dejar que Manio Aquilio se presentase a cónsul. El electorado estaba profundamente impresionado cuando llegó, proclamó su candidatura y dijo con firmeza que volvía contigo para enfrentarse a los germanos, aunque ello le supusiera no estar en Roma cuando se celebren las elecciones. Si vences a los germanos, Cayo Mario —e inmediatamente envías a Manio Aquilio a Roma— tendrás por fin un colega joven con el que podrás trabajar bien.

Cayo Servilio Glaucia, buen compañero de tu casi-cliente Saturnino —ya sé que es un comentario poco oportuno—, ha anunciado que se presentará a las elecciones de tribuno de la plebe. ¡Va a ser un gatazo gris entre los palomos! Hablando de Servilios y volviendo a lo del trigo, Servilio el Augur sigue actuando pésimamente en Sicilia. Como te decía en mi anterior misiva, él contaba con que Lúculo le traspasara humildemente lo que tanto trabajo le había costado conseguir. Ahora, la cámara recibe, con regularidad digna de asombro, cada día de mercado, una carta en la que Servilio el Augur se lamenta de su suerte y reitera que piensa procesar a Lúculo en cuanto regrese a Roma. El rey de los esclavos ha muerto —se autodenominaba Salvio o Trifón— y han elegido a otro, un griego de Asia llamado Atenión, que es mas listo que Salvio/Trifón. Si Manio Aquilio sale elegido segundo cónsul, no sería mala idea enviarle a Sicilia para poner fin de una vez por todas a aquel desbarajuste. De momento, quien manda en Sicilia es el rey Atenión, no Servilio el Augur. De todos modos, mis quejas respecto a la situación en Sicilia son puramente semánticas. ¿Sabías lo que ese despreciable y viejo culibonia tuvo arrestos para decir el otro día en la cámara? Me refiero a Escauro, ¡ojalá su aparato procreador se le caiga por exceso de uso! "¡Sicilia se ha convertido en una auténtica Iliada de aflicciones!", exclamó a voz en grito. Y todos se agolparon para acercársele después de la reunión y darle la enhorabuena por la invención de semejante frase. Debió oírmela decir a mí. Así se pudra entero.

Ahora daré un salto atrás en el asunto de los tribunos de la plebe. Este año han sido una pandilla de lo más ineficaz y desastroso, y por ello —aunque tiemblo al decirlo— me alegro de que Glaucia vuelva a presentarse el año que viene. Roma es un aburrimiento si no hay un par de buenas pugnas en los comicios. Aunque hemos asistido a uno de los incidentes más raros entre los tribunos y no hacen más que correr rumores.

Hará cosa de un mes llegaron a la ciudad doce o trece individuos con extraña vestimenta a base de largas capas multicolores bordadas en oro, joyas en barbas y cabello, pendientes y unos tocados fastuosos de pañuelos bordados. ¡Yo me sentía como en un espectáculo! Se presentaron como embajadores y solicitaron que los recibiera el Senado en sesión extraordinaria. Pero cuando nuestro venerable y rejuvenecido príncipe del Senado examinó sus credenciales, les negó la audiencia, alegando que no tenían categoría oficial. Los tales pretendían proceder del santuario de la Gran Diosa en Pessinus de la Frigia anatólica, y venir por encomienda de la mismísima diosa a Roma para desearle suerte en su lucha contra los germanos. Es como si te oyera preguntar ¿pero por qué a una gran diosa de Anatolia le importan los germanos? Eso mismo nos dijimos todos, y estoy seguro de que fué el motivo por el que Escauro se negó a recibir a los estrafalarios individuos.

Pero nadie ha logrado descubrir a qué han venido. Los orientales son tan consumados timadores, que todo romano que se precie cose su bolsa y se la mete en el sobaco cuando se tropieza con ellos. ¡Pero éstos no! Van por Roma repartiendo generosamente dinero como si sus bolsas no tuvieran fondo. Su jefe es un ejemplar indescriptible llamado Bataces. Los demás palidecen a su lado, porque va cubierto de pies a cabeza con auténtico brocado de oro y lleva una corona de oro macizo. Yo había oído hablar de ese fantástico brocado de oro, pero no creía que fuesen a contemplarlo mis ojos de no emprender viaje para ver al rey Tolomeo o al rey de los partos.

Las mujeres de esta tonta ciudad nuestra están locas por Bataces y su cortejo y deslumbradas por tanto oro; y alargan sus codiciosas manos por si cae una perla o un carbúnculo de sus barbas o de... no quiero seguir, Cayo Mario. Simplemente añadir, con exquisita delicadeza, que no son ni mucho menos eunucos.

En fin, ya sea porque su propia esposa fuese una de las damas romanas encandiladas, o por motivos mas altruistas, el tribuno de la plebe Aulo Pompeyo subió a la tribuna y acusó a Bataces y a sus sacerdotes de ser unos charlatanes e impostores, y pidió su expulsión de nuestra amada ciudad, preferiblemente montados al revés en asnos y bien embadurnados con pez y plumas. Bataces se ofendió profundamente por el discurso de Pompeyo y acudió inmediatamente al Senado a quejarse. Algunas esposas de ese ínclito organismo deben haber sido infectadas —o inyectadas— de entusiasmo por los embajadores, porque la cámara ordenó sin tardanza a Aulo Pompeyo que desistiera de una vez por todas de acosar a tan importantes personajes. Los puristas entre los padres conscriptos se pusieron del lado de Aulo Pompeyo, porque no es competencia del Senado reprobar a un tribuno de la plebe su comportamiento en la tribuna de los comicios. Luego hubo un altercado sobre si Bataces y su séquito eran o no embajadores, pese a la previa descalificación de Escauro. Como nadie encontraba a Escauro —yo supongo que estaría releyendo mis antiguos discursos para encontrar frases, o levantando las faldas a su nueva esposa para encontrar carne—, no se llegó a un acuerdo.

Así que Aulo Pompeyo siguió despotricando como una fiera desde su tribuna, acusando a las damas romanas de codicia y lujuria. Lo que sucedió a continuación fue que el propio Bataces se llegó con gran pompa hasta la tribuna, seguido por su séquito de lujosos sacerdotes y no menos elegantes damas romanas, cual gatos callejeros detrás del vendedor de pescado. Afortunadamente yo estaba presente, ¡ya sabes cómo es Roma! Me lo habían advertido, claro, igual que a media ciudad. Y asistimos a una farsa increíble, maior que lo que haya podido ver Sila en el teatro. Aulo Pompeyo y Bataces se enzarzaron rápidamente —¡lástima que sólo de palabra!— y nuestro tribuno de la plebe no cejaba en que su contrincante era un saltimbanqui y Bataces en que Aulo Pompeyo estaba jugando con fuego porque a la Gran Diosa no le complacía que insultaran a sus sacerdotes. La escena la concluyó Bataces pronunciando —en griego, para que todos lo entendiesen— un estremecedor maleficio de muerte contra Aulo Pompeyo. Yo no sé si es que le complacería ser invocada en frigio.

¡Y ahora viene lo mejor, Cayo Mario! Nada más pronunciar el maleficio, Aulo Pompeyo comenzó a ahogarse y a toser, tuvo que bajar de la tribuna tambaleante y dejar que lo llevasen a casa, y allí estuvo tres días en cama cada vez peor, hasta que murió. La diñó. Bueno, ya puedes imaginarte el efecto que esto causó entre los senadores y las damas romanas. Ahora, Bataces puede ir a donde quiera y hacer lo que quiera. La gente se aparta a su paso de un brinco como si padeciese una especie de lepra dorada. Le invitan a comer, la cámara cambió de postura y recibió oficialmente a la embajada (sin que apareciera Escauro), las mujeres le hacen corrillo y él sonríe y bendice con la mano y campa por ahí como el mismísimo Zeus.

Estoy perplejo, disgustado, harto y no sé cuántas cosas más. La cuestión estriba en cómo lo logró Bataces. ¿Fue intervención divina o un veneno desconocido? Yo apuesto por esto último, pero es que yo soy partidario de la persuasión escéptica o un redomado cínico.

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