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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (101 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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—Es fantástico que incluso entre los piratas haya intermediarios —dijo Mario—. Pues eso es lo que son. Lo roban y vuelven a vendérnoslo. Mejor ganancia no puede haber. Ya va siendo hora de que hagamos algo, príncipe del Senado, ¿no creéis?

—Ciertamente —contestó Escauro, enardecido.

—¿Qué sugerís?

—Una comisión especial para uno de los pretores... una especie de gobernador ambulante, por así decir. Dándole barcos y marineros, y encomendándole la limpieza de todos los nidos de piratas en las costas de Panfilia y Cilicia —respondió Escauro.

—Se le podría denominar gobernador de Cilicia —dijo Mario.

—¡Muy buena idea!

—De acuerdo, príncipe del Senado, reunamos lo antes posible a los padres conscriptos y hagámoslo.

—Hagámoslo —replicó Escauro, condescendiente—. Cayo Mario, sabéis que detesto cuanto representáis, pero admiro vuestra capacidad para actuar sin alharacas.

—El Tesoro chillará como una vestal a la que se invita a cenar en un burdel —dijo Mario con una sonrisa.

—¡Pues que lo haga! Si no acabamos con la piratería, el comercio entre el este y el oeste dejará de existir. Barcos y marinos —repitió Escauro, pensativo—. ¿Cuántos creéis que hacen falta?

—Pues, unas ocho o diez flotas y, digamos... unos diez mil buenos marineros. Si disponemos de ellos —respondió Mario.

—Podemos disponer de ellos —dijo Escauro convencido—. Si es necesario, contrataremos los que falten en Rodas, Halicarnaso, Cnido, Atenas, Efeso... perded cuidado, los encontraremos.

—Debería hacerlo Marco Antonio —añadió Mario.

—¿Cómo, no vuestro propio hermano? —inquirió Escauro, simulando sorpresa.

—Marco Emilio —replicó Mario, sonriente y sin inmutarse—, mi hermano Marco Mario es, como yo, un patán. Mientras que a los Antonios les encanta el mar.

—¡Si no están todos en el mar...! —dijo Escauro, riendo.

—Cierto. Pero nuestro pretor Marco Antonio vale y creo que sabrá llevar a cabo la tarea.

—Yo también lo creo.

—Y mientras tanto —terció Sila, sonriendo—, el Tesoro estará tan ocupado lloriqueando y quejándose de las compras de trigo de Marco Emilio y de los cazadores de piratas, que ni se dará cuenta de las cantidades que desembolsa por los ejércitos a base del censo por cabezas. Porque Quinto Lutacio tendrá que alistar también tropas del censo por cabezas.

—¡Oh, Lucio Cornelio, lleváis demasiado tiempo a las órdenes de Cayo Mario! —exclamó Escauro.

—Estaba pensando lo mismo —dijo inopinadamente Mario. Pero no añadió nada más.

 

Sila y Mario partieron para la Galia Transalpina a finales de febrero, después de asistir a las exequias de Julilla. Marcia se avino a permanecer provisionalmente en casa de Sila para cuidar de los niños.

—Pero no contéis con que me quede para siempre, Lucio Cornelio —dijo en tono conminatorio—. Ahora que voy a cumplir cincuenta años, tengo ganas de ir a vivir a la costa de Campania; mis huesos ya no aguantan esta humedad de Roma. Más vale que volváis a casaros y deis a esos niños una madre y hermanitos o hermanitas para jugar.

—Eso tendrá que esperar hasta que contengamos a los germanos —respondió Sila, procurando mostrarse cortés.

—Pues bien, después de los germanos —dijo Marcia.

—Dentro de dos años —replicó él.

—¿Dos? ¡Será uno!

—Quizá, pero lo dudo. Contad con dos, suegra.

—Pero ni un día más, Lucio Cornelio.

Sila la miró, enarcando inquisitivo una ceja.

—Más vale que empecéis a buscarme una esposa adecuada.

—¿Bromeáis?

—¡No, no bromeo! —exclamó Sila, ya un poco harto—. ¿Es que pensáis que puedo marchar a combatir a los germanos y buscar en Roma una nueva esposa? Si deseáis marcharos en cuanto yo regrese, más vale que me tengáis una esposa preparada.

—¿Qué clase de esposa?

—¡Me da igual! Aseguraos simplemente de que sea buena madre para los pequeños —respondió Sila.

Por estos y otros motivos, a Sila le alegró mucho dejar Roma. Cuanto más siguiera allí, más deseos tenía de ver a Metrobio y cuanto más veía a Metrobio, más intuía que necesitaba verlo. Y ya no podía ejercer la misma influencia y dominio sobre aquel adulto que la que había ejercido sobre el muchacho; ahora Metrobio tenía edad suficiente para sentirse con derecho a estipular en qué términos había de progresar la relación. ¡Sí, era mucho mejor irse de Roma! Sólo echaría de menos a sus queridas criaturitas, sus encantadores hijos, tan cariñosos. Podía estar fuera muchas lunas, pero en cuanto regresara sabía que le recibirían con los brazos abiertos y le cubrirían de besos. ¿Por qué no sería así el amor entre adultos? La respuesta, pensó, era sencilla: el amor entre adultos era algo muy vinculado al egoísmo y al cerebro.

 

Sila y Mario habían dejado al segundo cónsul, Quinto Lutacio Catulo César, en el brete de reclutar otro ejército, y quejándose a voz en grito porque tenía que formarlo con elementos del censo por cabezas.

—¡Claro que tiene que formarse con proletarios! —dijo Mario, tajante—. ¡Y no me vengáis con quejas y lloriqueos al respecto; yo no perdí ochenta mil soldados en Arausio ni soy responsable de los que hemos perdido en otras batallas!

Estas palabras hicieron callar a Catulo César, que adoptó una aristocrática actitud altanera.

—Creo que no deberías echarle en cara los crímenes de los de su clase —dijo Sila.

—¡Pues que él no me eche en cara lo del ejército del censo por cabezas! —gruñó Mario.

Sila no quiso seguir discutiendo.

Afortunadamente, en la Galia las cosas estaban como debía ser. Manio Aquilio había mantenido el ejército en buen estado, construyendo más puentes, acueductos y entrenándole con maniobras. Había regresado Quinto Sertorio, pero para regresar al poco con los germanos, porque decía que allí sería de más utilidad; pensaba seguir con los cimbros en su marcha para informar a Mario de todo lo que fuera posible. Y comenzaban a advertirse entre la tropa deseos de entrar en acción.

Aquel año habrían debido intercalar en el calendario un mes de febrero extra, pero se notaba la diferencia entre el viejo pontífice máximo, Dalmático, y el recién nombrado, Ahenobarbo. Este no veía la ventaja de mantener el calendario en consonancia con las estaciones, y así, cuando llegó marzo, todavía era invierno. Con aquel sistema de calendario, en el año de sólo 355 días, había que intercalar un mes extra de veinte días cada dos años, y esto solía hacerse después de febrero. Pero era una decisión que adoptaba el Colegio de Pontífices, y si no lo presidía un pontífice máximo consciente, el calendario se desfasaba, como sucedía ahora.

Felizmente llegó una carta de Publio Rutilio Rufo poco después de que Sila y Mario se reintegraran a la rutina de la vida de campamento al otro lado de los Alpes.

 

Decididamente éste va a ser un año lleno de acontecimientos, y tropiezo con el inconveniente de no saber por dónde empezar. Por supuesto, todos estaban esperando a que desaparecieras de en medio, y te juro que aún no habrías llegado a Ocelum cuando ya las ratas y los ratones se regocijaban en el Foro bajo. ¡Oh gato, no sabes lo bien que se lo pasaban!

Bien, comenzaré por tu buen par de censores, el Meneítos y el manso de su primo. El Meneítos lleva una temporada que no para; a decir verdad, desde que le eligieron; sólo que bien se guardaba de no decir nada que pudiera llegar a tus oídos. Ahora anda con que quiere "purificar el Senado", creo que dice.

Desde luego, puedes tener la seguridad de que no van a ser un par de censores corruptos y de que todos los contratos del Estado se adjudicarán como es debido, con arreglo a su precio combinado con la calidad. Sin embargo, ya han tropezado con el Tesoro al solicitar una gran suma para reparar y remozar algunos templos que no disponen de fondos para hacerlo ellos, aparte de volver a pintar e instalar letrinas de mármol en tres edificios del Estado: el de los flamines mayores, más las residencias del rex sacrorum y del pontífice máximo. A mí, personalmente, me basta con mi letrina de madera. ¡El mármol es frío y duro! Hubo una disputa bastante animada cuando el Meneítos mencionó el domus publicus del pontífice máximo, pues el Tesoro opinaba que nuestro nuevo pontífice es lo bastante rico para correr con los gastos de pintura y de letrinas de mármol.

Luego se pasó a la adjudicación de los contratos corrientes, y creo que muy acertadamente. Las ofertas eran numerosas, las pujas fueron muy animadas y dudo de que haya supercherias.

Se había llegado a este punto con una rapidez inaudita porque, claro, lo que realmente querían hacer era revisar la nómina de senadores y caballeros. Pero hubo que aguardar dos dias para concluir con todos los contratos —¡te juro que se ha hecho en menos de un mes el trabajo de año y medio!— y que el Meneítos convocase un contio de la Asamblea del pueblo para que se leyesen los informes de los censores sobre la moralidad o inmoralidad de los padres conscriptos del Senado. Sin embargo, alguien debió avisar de antemano a Saturnino y a Glaucia de que no iban a constar sus nombres, porque cuando se reunió la Asamblea se vio que estaba acrecentada con gladiadores y matones que normalmente no asisten a esta reunión de los comtios.

Y nada más anunciar el Meneítos que se iban a borrar de la lista de senadores los nombres de Lucio Apuleyo Saturnino y Cayo Servilio Glaucia, aquello fue el acabóse. Los gladiadores arremetieron contra la tribuna y obligaron al pobre Meneítos a bailar, pasándoselo de mano en mano y abofeteándole sin piedad con sus manazas callosas. Fue una nueva modalidad; nada de palos ni porras, simplemente las manos. Dicen que lo llaman violencia mínima. Fue de pena. Todo sucedió tan rápido y estaba tan bien organizado, que el Meneítos recorrió todo el camino hasta el arranque del Clivus Argentarius hasta que Escauro, Ahenobarbo y otros hombres buenos pudieron rescatarle y llevarle corriendo a refugiarse en el templo de Júpiter Optimus Maximus. Allí vieron que la cara le había aumentado el doble, no podía abrir los ojos, tenía los labios y las cejas partidos por varios sitios, la nariz le manaba como una fuente y sus orejas daban lástima. Parecía uno de esos antiguos boxeadores griegos de los juegos olímpicos.

Por cierto, ¿qué te parece el nombre que le dan a la facción archiconservadora? Boni, los hombres buenos. Escauro va diciendo que es el quien lo ha inventado para contrarrestar la denominación que les daba Saturnino de ultraconservadores. Pero debería recordar que somos muchos los que tenemos edad para saber que Cayo Graco y Lucio Opimio llamaban a los de su facción los boni. ¡Bueno, volvamos a mi historia!

Cuando el Caprarius supo que su primo el Numídico estaba a salvo, logró restablecer el orden en los comicios, haciendo que los heraldos tocasen las trompetas y diciendo a voz en grito que no estaba de acuerdo con las averiguaciones de su colega y que, por consiguiente, Saturnino y Glaucia seguirían en la lista senatorial. Hay que decir que el Meneítos salió malparado de la maniobra, pero no me gustan los métodos de lucha del amigo Saturnino. Él alega que no tuvo nada que ver con la violencia, aunque agradece que el pueblo sea tan fervorosamente partidario suyo.

Considérate perdonado por pensar que ahí quedó todo. ¡Pero no! Luego, los censores iniciaron la evaluación económica de los caballeros, en un precioso tribunal nuevo que les han hecho cerca del estanque de Curtio; es una edificación de madera, si, pero concebida para ese uso concreto, con una escalinata por ambos lados para que los que comparecen lo hagan ordenadamente por un solo lado de la mesa de los censores y bajen por el otro. Muy bien hecho; ya conoces el procedimiento: todo caballero o aspirante debe presentar documentación que acredite su tribu, lugar de nacimiento, ciudadanía, servicio militar, propiedades, capital y rentas.

Aunque se tarda varias semanas en comprobar si los solicitantes poseen de verdad una renta anual mínima de 400000 sestercios, los primeros días el espectáculo atrae a una buena multitud. Y así fue cuando el Meneítos y su primo comenzaron a leer la lista ecuestre. ¡Qué lamentable aspecto tenia el pobre Meneítos! Las magulladuras presentaban un color, más que negro, amarillo bilioso, y los cortes se habían convertido en una maraña de rayas sanguinolentas; aunque ya podía abrir los ojos para ver, debió pensar que más le habría valido no hacerlo para ver lo que vio en la tarde de aquel primer día de comparecencias ante el nuevo tribunal.

¡Nada menos que a Lucio Equitio, el supuesto hijo bastardo de Tiberio Graco! El tal Lucio Equitio subió la escalinata cuando le llegó el turno y se situó delante del Numídico, no de Caprarius. El Meneítos se quedó helado al ver a Equitio, secundado por una cohorte de escribas y funcionarios cargados de libros de contabilidad y documentos. En ese instante se volvió hacia su secretario para decirle que el tribunal levantaba la sesión por aquel día y que hiciera el favor de decir a aquel ser que se retirara de su presencia.

—Tenéis tiempo para atenderme —dijo Equitio.

—De acuerdo, ¿qué deseáis? —replicó él en tono amenazador.

—Quiero inscribirme como caballero —dijo Equitio.

—¡En este lustrum de censores no! —negó el bonus Meneítos.

Debo decir que Equitio se mostró paciente y que simplemente se limitó a decir, dirigiendo la mirada hacia la multitud: "No podéis rechazarme, Quinto Cecilio, porque reúno los requisitos." Momento en el que se vio que había otra vez gladiadores y matones entre la gente.

—¡Qué vais a reunir! —replicó el Numídico—. ¡Carecéis de la principal condición: no sois ciudadano romano!

—Sí lo soy, estimado censor —insistió Equitio de forma que todos pudieran oirle—. Me convertí en ciudadano romano al morir mi amo, que me concedió la ciudadanía en su testamento, junto con sus propiedades y su nombre. Que haya adoptado el nombre de mi madre no hace al caso. Tengo pruebas de mi manumisión y adopción. Y no sólo eso, sino que he servido en las legiones diez años y como ciudadano romano legionario, no en tropas auxiliares.

—No os inscribiré como caballero, y cuando establezcamos el censo de ciudadanos romanos, no os inscribiré como romano —replicó el Numídico.

—Tengo derecho —replicó Equitio con voz clara—. Soy ciudadano romano, de la tribu Suburana, y he servido diez años en las legiones; soy un hombre moral y respetable, propietario de cuatro insulae, diez tabernas, cien iugera de tierra en Lanuvium, mil iugera de tierra en Firmun Picenum, un pórtico de mercado en Firmun Picenum, y poseo una renta anual de más de cuatro millones de sestercios. Así que también tengo derecho a ser senador.

Tras lo cual, chascó los dedos al hombre que dirigía a los funcionarios, quien chascó los dedos a los demás, que se adelantaron con montones de papeles.

—Ahí tenéis las pruebas, Quinto Cecilio —insistió.

—¡Me tienen sin cuidado los papelotes que presentéis, vulgar seta de baja cuna, y me importan un bledo quienes traigáis para testificar! —gritó el Meneítos—. ¡No os inscribiré como ciudadano de Roma y menos aún como miembro del Ordo equester! ¡Me meo en vos, chulo asqueroso! ¡Y ahora largaos!

Equitio se volvió hacia la multitud, abrió los brazos —llevaba toga— y habló.

—¿Habéis oído? —dijo—. ¡A mí, Lucio Equitio, hijo de Tiberio Sempronio Graco, se me niega la ciudadanía y mi condición de caballero!

El Meneítos se puso en pie y fue hacia él con tal rapidez, que Equitio ni siquiera le vio acercarse; acto seguido, nuestro valiente censor le propinó un derechazo en la mandíbula y Equitio cayó de culo y quedó en el suelo como atontado. Pero el Meneítos no se contentó con el puñetazo y le arreó una patada que hizo que Equitio fuese a parar a los pies del estrado, entre la multitud.

—¡Me meo en todos vosotros! —vociferó, esgrimiendo los puños frente al público y los gladiadores—. ¡Marchaos y llevaos a esa cagarruta no romana!

Y otra vez volvió a ser el acabóse, sólo que esta vez los gladiadores no tocaron al Meneítos en la cara. Le arrastraron del tribunal, golpeándole en el cuerpo con puños, uñas, dientes y botas. Al final fueron Saturnino y Glaucia —había olvidado decirte que estaban acechando en la parte de atrás— quienes se adelantaron a rescatarle.

Me imagino que no tenían previsto que le mataran. Luego, Saturnino subió al estrado y apaciguó los ánimos para que Caprario pudiese hablar.

—¡No estoy de acuerdo con mi colega y asumo la responsabilidad de admitir a Lucio Equitio en las filas del Ordo equester —gritó el pobre hombre, demudado. Yo creo que ni en sus campañas militares habría visto tanta violencia.

—¡Anotad el nombre de Lucio Equitio! —vociferó Saturnino.

Y Caprario inscribió el nombre en la lista.

—¡Todos a sus casas! —dijo Saturnino.

Y todos se fueron rápidamente a casa, sacando a Lucio Equitio a hombros.

El Meneítos estaba hecho una pena. Afortunadamente, creo que fuera de peligro. ¡Pero no sabes la rabia que le dominaba! Quería lanzarse sobre su pobre primo Caprario por haber cedido una vez más; y éste, casi con lágrimas en los ojos, no sabía qué alegar.

—¡Gusanos! ¡Eso es lo que son todos, unos gusanos!

No cesaba de despotricar el Meneítos, mientras los demás trataban de vendarle las costillas —tenía varias rotas— y averiguar qué otras heridas ocultaba su toga. Si, todo fue una locura, pero, por los dioses, Cayo Mario, que hay que admirar el valor del Meneítos.

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